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Los Inadaptados: II

Los Inadaptados
II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Unas palabras
  5. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  6. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  7. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

II

Poco antes de llegar a la playa los alarmados vecinos dejó de sonar la voz enronquecida de la caracola. Se produjo un movimiento de indecisión entre la multitud; mientras unos se paraban pensando en retroceder, otros apresuraban la carrera y no tardaron en animar con sus voces emocionadas a los rezagados.

El alegre repique del canto de los pájaros saludaba a la hostia del sol; la niebla se había deshecho en gotas de rocío y el azul del mar y del cielo tenían blancura de calma. En el confín del horizonte unas estrías de nubes rojas formaban el ensueño de un país lejano e interceptaban los rayos solares obligándoles a extenderse hacia arriba en haces de luz, como si fuesen el varillaje de un inmenso abanico. En la playa se veía un vapor. Parecía anclado, majestuoso, tranquilo al pie del cerrico del Romero, entre la calma blanda de la mar.

Dos parejas de carabineros impedían el paso. ¡Precaución inútil! No era posible llegar desde tierra a la embarcación.

Al acabar la arena de la playa por aquel lado, el terreno albarizo, formado de lastras que se iban amontonando, hacíase escarpado e inaccesible. Antes de llegar a la punta del cerro, el mar se precipitaba en remolinos, atraído violentamente por la oquedad de una hendidura que repelía después las aguas con resoplido de bestia furiosa, aterrorizando a los que se atrevían a flanquear el costado de la base del monte en donde estaba El Roncaor, y más allá, frente a la parte más saliente del promontorio, estaba el vapor quieto y solemne, con la misma serena majestad que si se hallara anclado en un puerto. ¿Acaso no ocurría nada extraordinario?

Unos cuantos hombres se acercaron a los carabineros, y bien pronto la versión de lo sucedido corrió de boca en boca.

Era un vapor inglés que llevaba por nombre el de la bella ciudad del Tuna: Valencia. Venía de Denia con el vientre abarrotado de cajas de naranja, la dulce miel de la tierra levantina que iba a endulzar los labios de los ricos ingleses.

Navegaba favorecido por la bonanza, costeando, y dobló la punta de Torre la Mesa entre los celajes de la tarde, contenta la tripulación de ver al golfo de Almería reposar tranquilo, sin enviarles las rachas furiosas del Levante, que hacían de ordinario enojoso el tránsito por aquellas regiones.

Conforme avanzaba el crepúsculo, la niebla empezó a caer como un cendal sobre las aguas. La niebla es la enemiga del navegante, más temible que las tempestades, y la de aquella noche de Noviembre era pegajosa, húmeda y fría como un sudario. El buque, envuelto en ella, caminaba lentamente, acortada la marcha con el temor de un choque con otros barcos; el pito de la máquina y la bocina del vigía trataban de rasgar el espeso velo de niebla que oprimía el sonido, impidiendo la vibración de las ondas. El mar no despertaba eco, a no ser por el trepidar de la máquina, se hubiera creído que el buque no se movía, como si permaneciese siempre en el mismo sitio, envuelto en aquel cielo blando liado a su cuerpo, dejándolo como un enorme animal ciego y perdido en un bosque interminable.

El capitán, de pie sobre el puente, hacia esfuerzos inútiles para penetrar con la mirada en la sombra; a veces, el contorno de una neblina más densa le hizo temer el choque con otro buque fantasma que se le venía encima. En su corazón imperaba la inquietud del presentimiento; en aquel viaje sentía el miedo de los riesgos del mar, porque llevaba a bordo todo lo que más quería en el mundo: su esposa y su hijo, y el amor hace temblar a los hombres más valientes. Habían querido acompañarlo para ver a España, la tierra del sol y las leyendas, tan alabada en la fría Inglaterra, y él no supo negarse. En aquel momento dormían tranquilos en su cámara, condados a la fe de su custodia, y esta consideración agitaba el alma del bravo marino con un temblor desconocido.

Entretanto, sin que se diera cuenta, el vapor había perdido la ruta de los barcos de cuadro y se acercaba de un modo peligroso a la tierra. Desde las Negras, su proximidad a la costa le hubiera hecho oír el rumor del oleaje, si el mar no hubiese estado inmóvil en brazos de la sombra. Pasó bajo el enorme acantilado del cerro de los Lobos, que parecía partido de un hachazo desde el lado del mar; sin duda algún cataclismo cósmico le habría hecho romperse en dos pedazos, y así quedaba quebrado por la mitad, cortado a pico, enseñando la roca pelada de su entraña infecunda, de la que habían saltado como astillas enormes bloques graníticos, sembrándolo de surcos y cortaduras. Sobre él se alzaba el cilindro alto y estrecho de la derruída torre, y la capa de tierra vegetal iba de la cima al valle recubierta de aliagas, palmas y atochas, con una vegetación abrupta y escasa. Frente al acantilado, a unos cuatro brazos de su mole, el picacho de la Polacra atestiguaba el corte que en siglos remotos debió sufrir el cerro. Era un pedazo del mismo monte, separado de él por el estrecho paso de mar, y cuya base se extendía como un islote con su lastra blanquecina, al ras de las olas, cubierta siempre de mariscos, caracolas, lapas y cangrejos. Sobre ella se alzaba el risco socavado en la base por el batir del agua y cubierto aún en la cima puntiaguda por la capa de tierra vegetal, entre la que crecían plantas salvajes y anidaban las gaviotas. La Naturaleza se había entretenido en moldear de un modo extraño a la Polacra: de lejos tenía todo el aspecto de una vela latina, y de cerca ofrecía la horrible mueca de un viejo con la boca desdentada, abierta por un gesto de hastío y llevando sobre las arrugas de la agrietada frente y la enorme cabeza el gorro puntiagudo de los garibaldinos.

En el paso de mar, entre la Polacra y el cerro, se internaba dentro de éste la gruta a que debía su nombre. La puerta, chica, aplastada, de forma irregular, hacía necesario que las pequeñas barcas pusieran lastre y que los tripulantes se tendieran en ellas para poder entrar rozando las aguas. Pasado el dintel, se realizaba uno de los mágicos cuentos de Scherazade. El enorme cerro hueco elevaba su cúpula, cuajada de estalactitas, que fingían columnas, lámparas, arcos, ojivas y estatuas, con una mezcla de gótico y bizantino fantásticos, como las formas de una catedral vista en sueños.

El mar se tendía en calma, como una alfombra tunecina, sobre las arenas multicolores, iluminadas por los rayos de la luz que penetraba entre las grietas del monte.

Era aquel el lugar de refugio de los lobos y tigres marinos que cruzan el Mediterráneo. Su maravilloso instinto llevaba a descansar allí a los terribles animales. Pocas veces los hombres se atrevían a molestarlos. Para aventurarse a entrar era preciso aprovechar los días de bonanza; cuando el viento hacía subir las olas, la base de la Polacra y la entrada de la cueva quedaban escondidas en el mar. En tales casos, los que hubieran penetrado en ella quedarían prisioneros de las aguas.

Los cazadores saltaban a tierra, aprovechando el sueño de los descuidados animales, cuyos ronquidos retumbaban dentro de la gruta con sonoridad de tubos de órgano. Era preciso disparar los arpones y las escopetas a un tiempo mismo, procurando herir en la cabeza para dejarlos muertos en el acto: de lo contrario corrían hacia el agua, bramando de coraje y de dolor y haciendo retemblar con sus alaridos la montaña, que parecía amenazar con arrancarse de sus cimientos. Los gigantescos animales se sumergían en las olas y se alejaban, dejando en pos suyo una estela de sangre. No hacían jamás frente, pero al huir eran peligrosos; sus aletas levantaban los enormes cantos rodados de la playa, disparándolos como proyectiles temibles contra los invasores.

Don Luis, que gustaba de esta cacería, propia de los países del Norte, en pleno Sur de España, logró dar muerte a varios de ellos. La carne derretida en grasa era un antiséptico preciado para curar las heridas, y el elegante contrabandista cruzaba su pecho con chalecos de la pintada piel, condecoración de sus valientes hazañas.

De pronto el capitán notó algo inusitado; el faro de Cabo de Gata no aparecía en el horizonte a pesar de las horas de navegación. Debía haber cambiado la ruta. A la derecha se oía un ruido extraño. ¿Era la proximidad de tierra? ¿Era otro barco que se acercaba? Resonó potente el pito de la máquina en un prolongado alarido de incertidumbre. Un tic-tac acompasado volvió a dejarse oír cuando se perdieron sus ecos; la escarpada ladera, del cerro de los Lobos dejaba rodar piedras pulimentadas por el tiempo, que caían desde la enorme altura del cortado al agua con el isocronismo de los granos de un reloj de arena. Así habían ido rellenando el mar para formar la playa de Peñas Roas, inhospitalaria y terrible, con su continua lluvia de piedras.

Para el capitán no hubo duda: un peligro le acechaba de aquel lado. Sintió el movimiento instintivo que incita a la huida, y mandó retroceder para volver a tomar rumbo, a la altura de Rodalquilar, perdido por completo, quiso virar hacia la izquierda; pero ya era tarde; el vapor había avanzado en demasía y la saliente punta del cerrico del Romero lo hirió en medio de la quilla con su puñalada de piedra.

La conmoción fue terrible, el enorme barco lanzó un alarido de monstruo moribundo con el crujir de su maderamen y el chirriar de los hierros y quedó inmóvil. Los primeros momentos fueron de indecisión, de incertidumbre. Los hombres se aferraron a sus puestos, dominando el pánico, prontos a obedecer la orden que se les diera y sin poder conjeturar lo que sucedía. De la cámara del capitán salió el llanto de un pequeñuelo y una angustiada voz de mujer llamando:

—¡Jorge! ¡Jorge!…

Rasgó de un modo estridente la bocina el aire, como si en un esfuerzo supremo desease romper la niebla. Los hombres de proa creyeron ver en la obscura mole del cerro otro enorme barco amenazando aplastarlos. El instinto obligó a ordenar la maniobra de retroceso, pero el vapor no obedecía. Estaba clavado en su sitio. Entonces el capitán bajó del puente: llevaba la frente contusa y las manos doloridas de la violencia del choque, que lo había arrojado contra la barandilla. En su cámara, la mujer lloraba abrazada al niño. Los objetos que no estaban fijos rodaban todos por el suelo.

Pasados los primeros momentos de estupor, pudieron darse cuenta de lo que sucedía. El vapor, herido en su columna vertebral, sintió penetrar el arma entre su nervadura de hierro hasta el corazón. El pico de la piedra se había clavado en medio de la máquina y lo mantenía levantado y enhiesto.

No había tiempo que perder: el agua subía rápidamente buscando su nivel, y bien pronto la bodega, la cocina, los camarotes y todas las dependencias del barco quedaron anegadas. La tripulación oía con espanto el lento chasquido y el crujir de la madera rajada por aquel enorme peso al separarse los hierros y las tablas. El vapor no tardaría en abrir su casco como una granada para desaparecer bajo las olas.

Por fortuna no había peligro para las vidas; la traicionera costa estaba está vez allí ofreciéndoles un regazo amoroso. Doblado el promontorio, lejos de la abrupta ribera que milagrosamente habían salvado, la playa de Rodalquilar brindaba la sonrisa de su tranquilo valle.

Entonces la bocina pidió auxilio. El capitán pudo hablar a la pareja de carabineros, y uno de ellos corrió presuroso a la caseta. Había que transmitir aviso a los puestos inmediatos, a la Comandancia; pedir fuerzas y auxilios.

Cuando la luz del amanecer desvaneció la niebla, pudo contemplarse el triste espectáculo del mal herido vapor, sobre cuyo puente se agrupaban consternados los tripulantes, entre los cuales resaltaba la figura delicada e interesante de la mujer con el niño en brazos. Al costado del vapor estaban dispuestas las cuatro canoas salvavidas, de deslumbrante blancura, como polluelos de águila revoloteando en torno de la madre. Los hombres, afanosos, habían colocado en ellas lo que se podía salvar: la brújula, el reloj, algunos instrumentos náuticos y parte de los papeles y objetos que les eran queridos. Todo estaba pronto. El sargento que mandaba el puesto autorizaba el desembarco, y no obstante, la tripulación no se atrevía a abandonar aquellas tablas. Permanecería en ellas hasta el último instante.

De un lado influía en ellos el amor que todos los marinos tienen a su barco, esa casa flotante, más amada cuanto más frágil, que defienden con bravura, en donde pasan su vida de esperanza y ensueños y que llega a constituir una mezcla de nido, de madre y de patria. De otra parte, la vista de tanta gente no los tranquilizaba; los ingleses temían sin duda a los aldeanos. ¡Habían oído contar tantas cosas! Años antes un vapor embarrancó en Esculles de manera que podía llegarse basta él a pie enjuto; la gente cometió terribles salvajadas, que no pudieron evitar los carabineros. El pueblo codicioso maniató a los representantes de la autoridad, y ebrio de rapiña saqueó el buque. Los aretes y las sortijas cayeron juntos con las orejas y los dedos del cuerpo de la señora del capitán. Nadie se apiadaba de los gritos en idioma desconocido. Los que no hablaban como ellos no debían ser personas, y así, sin el menor reparo, desvalijaron el barco y maltrataron a la tripulación.

Verdad que luego Inglaterra pidió indemnizaciones al gobierno español y se aplicaron tremendos castigos; pero los ingleses no dejaban de sentir miedo al pasar aquella costa abrupta, donde aun moran en estado primitivo descendientes de un pueblo de corsarios y contrabandistas que no conoce el derecho de propiedad más que con el argumento del terror.

El aspecto de la gente era poco agradable para los ingleses; se extendían a lo largo de la playa gesticulando en animada conversación y subían las laderas con agilidad de cabras o gatos monteses para acercarse más y ver mejor.

Subió entretanto el sol la cuesta de la bóveda azul y sus rayos de oro dominaban desde la altura, incendiando a las olas con chispazos de lumbre. El mar se obscurecía y se rizaba hacia afuera; el terrible Levante vendría bien pronto a hacer más triste la situación. Avanzaba según empezó a descender el sol hacia su ocaso. A eso de las tres de la tarde las olas comenzaron a batir con furia las rocas y a saltar en remolinos de espuma en la punta del monte; los crujidos del barco se oían desde la tierra, Entonces la tripulación montó sobre los salvavidas, lentamente, sin apresuramiento, con una tristeza que se traslucía en sus ademanes. Primero la gente; pasó un rato para que uno se decidiera a abandonar las queridas tablas; luego la señora y el niño; en seguida los marinos, y los últimos el piloto y el capitán. Se veía a éste de pie en la canoa, vuelta la cara al mar, reteniendo con la contracción de los músculos los sollozos de su pecho. El sargento y los carabineros los rodearon al saltar a tierra; el pueblo formaba un grupo curioso y ávido a pocos metros de distancia.

Algunos minutos después las canoas salvavidas, varadas en seco, estaban bajo la custodia de los carabineros y los tripulantes del Valencia contemplaban la destrucción desde las peñas. Parecía que el mar había esperado el salvamento para empezar su obra. El monstruo de hierro se incliné primero ocultando la proa bajo las olas, como la, fiera moribunda que humilla la cabeza en las arenas del circo. Un suspiro de dolor salió del pecho de los ingleses y la mujer prorrumpió en convulsivos sollozos. Tal vez mientras su marido pensaba en su responsabilidad ante las leyes y ante la casa armadora, ella recordaba todos los anhelos, los momentos de dicha y los ensueños felices unidos al barco que se hundía. Una palabra del marido debió ordenarle valor o consuelo, porque secó inmediatamente sus ojos y quedó inmóvil. La mujer de un hombre valiente no debe ser cobarde. El pequeñuelo se había deslizado a tierra desde la falda de su madre y jugaba contento, revolcándose en la arena, ajeno a cuanto sucedía.

Se acercó el sargento, logrando a duras penas hacerse entender. Podían ir a la caseta, en la que encontrarían hospitalidad. Sobre todo la señora. La esperaban su esposa y su hija. No; no querían irse de allí mientras el vapor no desapareciese. Contemplaban desde la playa su agonía de coloso y deseaban no separarse de él. La señora dijo algo, en que la gutural habla inglesa se dulcificó mojándose en lágrimas y adquirió un ritmo armonioso… Aquel algo tan dulce era también una negativa. Conforme avanzó la tarde se aceleró la destrucción, del barco. Las olas lo azotaban y lo lamían jugando con él coquetas y traidoras. Había mucho de melancólico, de fatídico, en el gemir de la madera, mucho de triste en la sumisión a aquellas olas costeras del Mediterráneo por el titán que cortó tantas veces con su quilla las aguas del Atlántico. ¡Así debieron sucumbir Prometeo y Napoleón!

El casco se separaba cada vez más visiblemente; el balanceo de las olas lo iba partiendo en dos mitades. Al fin se abrió, enseñando por un momento sus entrañas, y cayó desplomado en el abismo con su convulsión postrera. Fue un crujido, un derrumbamiento, un remolino de aguas sorprendidas en su carrera que se precipitaron ondulantes… después nada. ¡El abismo le había sepultado en su seno!

Al último estertor del barco respondió el grito de la multitud que contemplaba el drama. Los tripulantes, de pie, con los ojos llenos de rocío de pena, descubrieron en silencio sus cabezas, con un saludo respetuoso como muda oración. El sol lanzaba en aquel instante el último rayo de una luz fría sobre el sudario del mar para dejar caer su disco detrás de las cresterías de las montañas, y el pequeñuelo inglés tendía inocente y asombrado la mirada de sus claros ojos por el lejano horizonte donde se confundían los dos azules.

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