IV
Subía el tío Juraico las estrechas veredas que en zig-zag caprichoso conducen al caserío de los Chafinos, detrás de la borriquilla rucia cargada con los grandes capachos de la recova, sobre los que se cruzaban la arqueta de buhonero, el fardo de telas de colores y los retales de moreno lienzo.
El ambulante vendedor, que debía el diminutivo de su nombre al cuerpecillo achaparrado, pasaba la vida recorriendo la comarca con su tienda movible, y cambiaba las baratijas de su arquilla por productos del país: huevos, miel, longaniza, pollos tempraneros, cera y otros mil objetos que vendía en la ciudad con una triple ganancia. Para las mujeres era una verdadera providencia; cuando sus ahorros les permitían adquirir un pañuelo de crespón o Manila, un vestido de lana o el juego de rosas de trapo con hojas de talco para adornarse en las grandes fiestas, el tío Juraico se encargaba de la compra con admirable prudencia y buen gusto. Jamás reveló el secreto ni llevó dos encargos iguales, permitiendo así a las interesadas experimentar el placer de sorprender y deslumbrar a sus amigas con las galas preparadas en secreto.
Los moradores del valle acogían cariñosamente a Juraico. Aunque tenía su casa en la Hortichuela, estaba constantemente entre ellos. Allí, en el cortijo donde se le hacia de noche, descargaba la burra, sin necesidad de que le invitasen, metía las mercancías y los aparejos en la cocina y aposentaba al animal en el mejor sitio de la cuadra. Sólo había de pagar la ración de paja y el cuartillo de cebada; él tenía siempre cena y cama, gracias a la generosa hospitalidad de los labradores, que partían con el huésped la comida y le ofrecían la cabecera de paja para dormir. Al despuntar la aurora volvía Juraico a emprender la marcha, sin despedirse de nadie, detrás de la vieja borriquilla, que despacio y trabajosamente iba trenzando sus débil es patas torcidas con el movimiento de las mujeres que hacen calceta, hasta el punto de chocar a menudo los corvejones de las traseras en un seco chasquido de huesos.
Así, vacilante la borriquilla, con su paso tardo, y detrás el tío Juraico, paciente, cabizbajo y cachazudo, con los acompasados movimientos de sus cortas y zambas piernas y la vara de medir en la mano, caminaban por senderos y vericuetos, de caserío en caserío, hasta llenar los capachos de recova, para llevarlos a la ciudad y renovar la provisión de baratijas. A fuerza de caminar a solas se había establecido una estrecha amistad entre aquellos dos seres, que estaban juntos largos años, desde que el animal era una pollina retozona, que en más de una ocasión puso en peligro las frágiles mercancías. Algunas veces Juraico entablaba animada plática con la burrucha.
—Anda, anda, que se te cae el alma. Ya verás en llegando cómo te doy buen pienso. Mira que se hace de noche y en casa de los Chafinos siempre hay ocasión de vender.
Y el animal aligeraba el paso como si entendiese los razonamientos.
—Mira qué mala suerte; debía haber vendido el pañuelo color garbanzo en diez pesetas y he tenido que darlo en ocho —le contaba otra vez a su compañera Juraico.
Tenía, la seguridad de que la burra movía tristemente las orejas, porque lo había comprendido.
Aquel día, el tiempo espléndido parecía infiltrar un aliento juvenil en el cuerpo de los dos viejos compañeros; ambos caminaban de prisa, bordeando el barranco del Granadillo para llegar a las casas de los Chafinos. El sol reía retratando su disco en los guijarros para hacerlos brillar como si cada uno fuese un pequeño astro; fastuoso gran señor, quebraba los rayos en las aristas de las piedras encendidas en chispazos de luz y vestía de raso el verdor de la hojarasca. La casa de Víctor, primera que levantaron los napolitanos, dominaba la entrada del estrecho desfiladero, entre cuyo sombraje se desarrollaba una vegetación lujuriante.
Las palmas y las atochas lozanas y tiernas, al amparo de la sombra, se mezclaban a los floridos romeros, los olorosos tomillos, mejoranas y azules florecillas de los cantuesos. Las salvajes aliagas lucían los pétalos amarillos entre las blanquecinas bolas de púas. De peña en peña caía el agua de un pequeño manantial que dejaba oír el ruido de los cristalinos, quebrándose entre tallos y raigambres para correr en el fondo del barranco por el fresco cauce de un arroyuelo.
Con los troncos dentro de su corriente, las gigantescas cardenchas ostentaban los grandes borlones de su flor morada, y las adelfas de hojas verdinegras balanceaban los racimos de rosadas flores. En la entrada misma del barranco, allí en donde las aguas formaban un natural remanso, para desaparecer sorbidas en la reseca arena del lecho de la rambla, un frondoso cañal y algunos juncos y carrizales formaban espeso bosque, mezclados a una docena de álamos blancos, con las hojas movibles, susurrantes y tornasoladas en argentados reflejos. Todas aquellas plantas de tallos largos y rectos daban una nota exótica al panorama y evocaban algo de los paisajes del Norte, de esos bosques misteriosos donde se escuchan las vibraciones del alma de la Natura y se celebran los ritos solemnes de las druidesas; suenan las alegres flautas de oro de los panidas, estallan las risas y sollozos de las ninfas, y reina toda esa cohorte de pasiones humanas y salvajes de los dioses del Parnaso, del Olimpo y de la Walhalla. Altos, poéticos, rumorosos con su continuo balanceo, que sacude los penachos de nieve de los racimos, cañares y carrizal parecían esconder entre sus nudos todo un pueblo de enanitos y kobols escapados de la Escandinavia y la Germania para convertirse en duendecillos españoles.
Después de aquella nota extraña, la vegetación recobraba de nuevo su aspecto indígena: atochas, palmas y torviscos se multiplicaban al ascender por laderas y balates para formar el límite de las veredas, Un seto vivo de añosos troncos de nopales, con opulentas palas, erizadas de espinas, y cenicientas pitacas, cuyas varas, de cinco metros de altura, se abrían en las ramas enormes de sus flores, parecidas a los brazos de un Indra gigante, que tendía las palmas de las manos hacia lo desconocido, esparciendo en la atmósfera los gérmenes fecundantes de la creación.
Al acabar la vereda, centinela de la entrada del caserío, aparecía la morada de Víctor, chata como todas las del campo de Níjar, pero enlucida y blanca su albarrada pared y el porche, cuyo parral despojado de hojas enlazaba los sarmentosos tallos retorcidos y revueltos como serpientes sumergidas en un sueño invernal.
Delante de la puerta la empedrada era en que ya apenas se trillaba, y en la ladera de la solana el antiguo sequero de palma y cogollo, inútil desde el acotamiento de los montes. Los terrazgos, en los cuales sembraban antaño sus pegujales, bailábanse abandonados ahora; las amapolas, vinagreras y moginos, mezclaban las flores amarillas y rojas, semejantes a pedazos de una bandera española desgarrada entre los breñales. Al lado izquierdo del porche, el huertecillo de hortalizas lucía su vegetación apetitosa mezclada con plantas de flores y de albahaca.
Al cruzar Juraico la era, se levantó perezosa una perra que dormitaba al lado de su cachorrillo y se adelantó ladrando sin cólera, como si conociera a un amigo en el recién llegado y sólo cumpliese el deber de anunciar a los amos su visita. No tardó en aparecer en la puerta la airosa figura de Dolores, que al ver al vendedor reprimió un ligero gesto de disgusto, y sin contestar apenas al saludo dijo:
—¡Ah! ¿Es usted, tío Juraico? En mal día viene hoy.
—¿Por qué? —preguntó él.
—Hemos estao ayer de limpieza; entoavía estoy mu ocupá… Descanse usted si quiere, pero no descargue la arquilla… No me puedo entretener… Otro día será.
Hablando así, tendió la vista en torno suyo, como para atraer la atención del tío Juraico a que viera la confirmación de sus palabras. La gran, cocina, partida por enorme arco con argolla de hierro en medio que separaba las dos naves, lucía las paredes enjalbegadas de deslumbrante blancura, y el transpol de su suelo, acabado, de regar, conservaba aún como arabescos los dibujos de los chorros de agua que le arrojaron. Las sillas de madera, con asientos de esparto, y los posetes de leñosa pita estaban alineados en orden alrededor de los muros; las mesillas colocadas cerca del hogar de campana ostentaban la limpieza de sus recién fregadas tablas. Todos los aparejos de bestias, espuertas y labores de esparto se habían ocultado tras él gran portalón, y el vasar de arco, especie de alacena sin puertas, empotrado en la pared, amenazaba venirse abajo al peso de la carga de platos y fuentes de loza vidriada, con ramos de color y arabescos azules y verdes. Tazas y jícaras colgadas por el asa, formaban guirnaldas a su alrededor y a lo largo de los muros se extendían las tapaderas de barro color caramelo con dibujos blancos; las botellas formaban pifias y las cacerolas de reluciente cobre acusaban con su brillo los restregones de la tierra blanca que les arrancaron las sales venenosas. Al lado de la cantarera, que sostenía cuatro panzudos cántaros de barro cocido, el jarrero ofrecía limpias alcarrazas de cuatro picos y un botijo rezumante de agua fresca, pronto a apagar la sed de cuantos viajeros lo solicitasen. Apilábanse sobre la leja las ollas y los peroles de barro, enfundados en su capa de negro hollín, y de las paredes del hogar colgaban las sartenes y las grandes tenazas de hierro, de más de un cuarterón de peso, sujetas por una cadena al muro.
Las trébedes levantaban hacia arriba sus patas y la losa del hogar, limpia, sin fuego ni cenizas, no conservaba huellas de la última vez que allí se había guisado. Entre todos los enseres que adornaban la pared, una profusión de cromos, calabacillas de corteza verrugosa, panochas de descomunal tamaño, ramas de olivo, de almendro o cabos de panizo; tantos objetos mezclados y confundidos, que se comprendía fácilmente que sólo en las grandes solemnidades se emprendiera una limpieza semejante, tan costosa como la de una biblioteca. El tío Juraico pareció apreciar todo aquel esfuerzo, pero no se dio por vencido.
—Acabo de llegar de Almería —dijo—; traigo peinetas, aretes, alfileres, telas y encajes nuevos… Verdaderas maravillas que quiero que tú veas antes que nadie.
Miró con codicia la muchacha la pequeña arqueta de madera que se mecía entre los dos capachos y el fardo de tela, pero temerosa de entretenerse rechazó el ofrecimiento murmurando:
—Hoy no; no me puedo entretener, tío Juraico, es imposible.
El buhonero se estiró sobre sus piernas zambas y bajando la arqueta la abrió ante los ojos de Dolores: peines, pastillas de jabón, barrilillos de aguas olorosas, collares, horquillas, alfileres y brazaletes, todo se confundía en el fondo del arca. Pendientes de una montura de latón, con piedras azules y verdes; había un racimo de doradas uvas de cera, que la muchacha contemplaba codiciosa.
—Esa es la buena sombra, el alfiler de moda; eres la primera que lo ve.
—¡Qué precioso!
Y acercándose al espejito, colgado entre dos blancas toallas de enrejado fleco al lado del jarrero, lo aproximó a su garganta murmurando:
—¡Qué bien estaría con mi pañuelo de Manila color aceite!
—¡Claro que sí!, —afirmó el pequeño vendedor—; debes quedarte con él; no hay más que tres y se venderán en seguida… Dile a tu Vítor que te lo compre.
Pareció obscurecerse con una sombra el rostro de Dolores, pero no tuvo tiempo de responder. Los ladridos de la perra avisaban la proximidad de alguna persona.
—¿Será él? —exclamó Dolores, y sin atender al buhonero acudió a la puerta.
A pesar de su preocupación no pudo contener la risa. Venían juntos Antonio Diego y Luis Márquez, los dos pordioseros del lugar, que se miraban con odio profundo siempre.
Antonio Diego se creía con más derecho que aquel intruso, que nadie recordaba de donde vino. Él había nacido en Rodalquilar, creció y se junté con su novia en la caseta del cerrillo, de donde lo había arrojado don Manuel para dársela a otro de sus paniaguados, obligándole a buscar albergue en una de las abandonadas casas de los Chafinos. La profesión de Antonio Diego fue siempre la nacional, tomar el sol y no hacer nada. En ella le ayudaba toda su familia. Desde por la mañana podía verse a la madre y las tres hijas alisándose mutuamente las largas cabelleras, sentadas de cara al sol contra el muro de la puerta, y echados a su lado, como mastines guardianes, los hermanos, muchachotes fuertes y morenos, que pasaban la vida tendidos al amparo de aquel calor vivificante, mudos, aletargados, parecidos a faquires de la India que sin pensar en Dios adorasen el Nirvana.
La mujer, tan viltrotera como haraganas las muchachas, no cosía sino en momentos de suma necesidad. Recién unida a Antonio Diego compró con los regalos de doña Pepita una jarapa de vivos colores, y cuando las frecuentes desavenencias de su vida matrimonial les hacían separar la cama, partían la jarapa en dos mitades; pero como las nubes no duraban mucho, la tarea de coser todos los días se hizo tan pesada, que al fin decidieron dejar partido el paño, y desde entonces la mujer no había vuelto a coger la aguja. Las ropas haraposas mostraban entre sus desgarrones la carne cuando no las unían con una hebra de esparto verde. El encargado de buscar la comida era Antonio Diego. Mientras el monte fue libre llegaba a los caseríos con regalos de palmitos tiernos, manojos de espárragos y cestos de alcaparrones o de cardillos, a cambio de los cuales le daban abundante pan, harina y hortalizas. Después, no pudiendo ya regalar, se contentaba con ayudarles a las mujeres a llevar los cántaros de agua, caldearles el horno y hasta mecerles los chiquillos. Lo que se le daba no era en concepto de limosna, sino a cambio de sus servicios. Además, había encontrado otras habilidades: era zahorí pronto a servir a los vecinos y hacia oficio de periódico ambulante, corriendo de casa en casa las noticias del contorno. Por él se sabía si Fulanica tenía novio o al se había comprado un vestido; si Zutano fue a Níjar o Almería y el motivo y resultado de su viaje; los bailes en proyecto, las enfermedades, las ventas; todo era narrado por él de casa en casa. Y en todas partes era bien acogido. Los mismos que le ocultaban lo que no querían que se supiese deseaban enterarse de lo que sucedía a los demás y le daban con agrado los mendrugos para arregostarlo a visitas frecuentes.
La pesadilla constante de Antonio Diego era que no le confundiesen con Luis Márquez. Él había nacido en Rodalquilar y no era un pordiosero, era el amigo de todos. ¿Por qué le igualaban con aquel zanguango que desde hacía algunos años deambulaba por el país? ¿Por qué le había de quitar aquel intruso parte de la ración que le asignaba la caridad de los vecinos? Luís Márquez no era, como él, sencillo y afable, tenía mal genio, altanería de gran señor arruinado. Se le oían siempre, murmuradas entre dientes, las más terribles maldiciones.
Llegaba a los cortijos y casi sin que le viesen se metía al socaire de una tapia o de una tinada. Su perro, un animal lanudo, sucio, cascarrioso y tan viejo como el mendigo ochental, iba a la puerta a avisar su presencia; los cortijeros, que ya lo habían encontrado más de una vez yerto de frío y de hambre, acudían, parte por caridad, parte por miedo de que se muriese en sus casas, a llevarle pan y abrigo. Luis Márquez los recibía siempre rezongando y de malhumor. «Imbéciles, gente joven que tenía brazos y se resignaba a pagar tributos y a ser siervos del Estado». El Estado era un ser odioso; le sirvió en su juventud allá en las minas de Almadén y sabía lo que de él podía esperarse.
El pobre, envejecido y decrépito, de siniestro semblante actinodermo, tenía la visión de la fuerza y la juventud perdida en aquella ciudad blanca, con blancura de sepulcro, donde reinaban la anemia, la tisis y las úlceras, para que el Estado ganase un puñado de millones. Se ofrecía la muerte velada e hipócrita mintiendo medidas higiénicas, buenos jornales y privilegio de librarse del servicio militar, y las pobres gentes, los parias, los ilotas del mundo moderno, presos por la ignorancia y los atavismos, no pensaban en que la tierra es grande, que hay selvas vírgenes donde se pierden los frutos que bastarían para la existencia de muchos hombres, mientras se mueren de hambre y de falta de aire y de sol en las ciudades. ¡A eso se le llama progreso! Luis Márquez se irritaba de pensar que los hombres desgarrasen las entrañas de la tierra para buscar los metales que matan y envilecen. Allá en Almadén, cuando vio llegar hombres robustos, y enfermarse y morir consumidos a los pocos años, cuando apreció la miseria de sus compañeros y las tristezas de la ciudad de la anemia, quiso predicar a los menesterosos toda aquella doctrina que nadie le enseñaba, pero que murmuraba dentro de él la voz de la justicia abstracta, que en vez de acomodarse a códigos disparatados le dictaba la ley natural.
Los compañeros oyeron y entendieron. Un día, los oprimidos se volvieron contra los opresores. Dos ingenieros de las minas cayeron muertos a su ímpetu; pero la ola fue dominada por los que tenían las armas fabricadas con los metales que ellos extraían del subsuelo.
Entonces Luis Márquez fue encarcelado y oyó, sin entenderlo, que él era anarquista. Le preguntó a su compañero de presidio qué significaba aquello. Torpemente se lo pudieron explicar; anarquistas eran los hombres que tiran bombas para destruir todo lo existente. La idea fue del agrado de Luis. ¡Qué hermosura destruirlo todo para crear algo más bueno, más puro, más grande!… Y Luis Márquez recordaba libros leídos en la escuela: reyes que habían sembrado sal en los solares de las casas donde se albergaron los traidores. Jehová, destruyendo con fuego del cielo las ciudades de Pentápolis, Sí, anarquista: se enamoró de la idea, y cuando viejo y enfermo salió de las prisiones, sin fuerzas para ganar el pan, vagó por los campos, con miedo de acercarse a las grandes ciudades, siempre solo, siempre pensando en lo hermoso que sería enviar la nube de rayos que destruyera todo lo podrido, y después la sonrisa del sol para hacer germinar una humanidad perfecta en una tierra, de flores. ¡No había Dios, cuando ya no lo había hecho!
Un día encontró compañero: el perro, de un ciego que se murió en un pajar. Los cortijeros echaron el perro a la calle y el mendigo lo recogió. Desde entonces cuidó de acercarse a poblado, para que su compañero no pasara hambre. Cuando la ración de mendrugos era escasa, la cedía toda al animal. Lo estimaba más que a los hombres. Él era esclavo por falta de inteligencia, no sometido indignamente como ellos.
De su antiguo oficio de minero guardaba la afición a recoger piedras metálicas, y adquirió el convencimiento de que los montes de Rodalquilar guardaban oro. Entonces aquel vengador de las tristezas de los humanos buscó con anhelo quien pudiera hacer la demarcación y trabajar la mina aurífera, para tener muchos millones y comprar las máquinas de guerra que destrozaran a la humanidad. En su sentimiento era un verdadero anarquista: no quería la mejora, no quería la inversión de términos de la sociedad actual, podrida hasta las raíces; era preciso la destrucción; que muriesen al mismo tiempo aquel Estado opresor y aquellos siervos que lo toleraban. Que no quedase nadie sobre la tierra. ¡Ella, cuando se viese sola, crearía seres que no conocieran jamás el dolor!
A los pocos sitios donde se acercaba el terrible mendigo con alguna más complacencia era a casa de Víctor. Dolores iba a llevarle comida caliente para él y su perro al cuarto del horno, sobre cuyo poyete le tendía cama de paja, y Luis Márquez hablaba con ella y le mostraba los pedazos de piedra en que según él había oro, palanca de su soñada obra social, contento de que Dolores los contemplara encantada, sin fijarse en que mientras le hablaba de máquinas guerreras, ella pensaba en, collares y zarcillos que realzaran su esbelteza y que la viera su Víctor engalanada como deben estarlo las reinas. ¡Qué bien le sentaría todo aquello! ¡Si hasta la Virgen de palo que vio en Níjar el día de su boda estaba hermosa con alhajas y sedas! Dolores no creía cometer un sacrilegio al pensar que mejor le sentarían a ella aquellas cosas, para ofrecer la miel de sus besos al marido, que a la imagen infecunda.
Por rara casualidad venían juntos los dos pobres. Dolores regañó a la perra que les ladraba. ¡Diablo de animal! ¿No sabía que eran amigos? Antonio, Diego se dejó caer contra el marco de la puerta, apoyando la curva de su estatura elevada; delgado y alto, se inclinaba ya a un lado, ya a otro, y tenía que buscar algo que lo apuntalara, como esos paredones viejos a los que se arrima un poste. Luis Márquez se colocó en cuclillas cerca de su perro.
—¿Qué sucede por el mundo, Antonio? —preguntó Dolores con mal disimulada ansiedad al pordiosero.
—¡La mar de cosas!… ¡Suceden cosas mu graves!
—¡Cómo!
Intervino Juraico.
—Yo también lo he oío decir.
—¿Qué?
—Paece que han salió en la playa munchas cosas de valor y de mérito de las que tenía el vapor Valencia, y que antinoche, aprovechando la oscuriá, han desapareció las mejores.
—¿Y cómo pué ser eso?
—Pus icen —añadió Antonio Diego— que mientras unos atraían la atención de los carabineros haciendo jeringonzas hacia el castillo, pa que pensaran que iban a echar un alijo, otros, por el lao del cerro, se llevaban las alhajas y hasta las maeras del barco.
—¡Pero eso no pue ser!
—To es posible en el mundo —repuso sentencioso el tío Juraico.
—¡Mal rayo los parta!, —barboteó Luis Márquez—. ¿Posible to? Sí; menos que tuvieran vergüenza las gentes. ¡Mal dolor rabiando les diera!…
Acostumbrados a la irascibilidad del mendigo, nadie paró mientes en lo que murmuraba.
—El caso es —siguió Juraico— que el sargento, que tiene rabia por la jugarreta de las naranjas, llamó anoche a la Caseta a tos los sospechosos.
—Y los ha tenío encerraos toa la noche —siguió Antonio Diego.
—Pero ya creo que los ha echao, y me paece que he oío mentar a tu Vítor.
—¡Virgen Santísima!
—No te asustes, mujer, que el que na debe na teme.
—¿Deber? No… pero una mala querencia.
—Y que lo digas —volvió a gruñir Luis—. Los mejores son los que siempre pagan… ¡Mal rayo! ¡Cuándo se acabará to!
Sus ojos medio ciegos, enrojecidos y revolviéndose inquietos en las órbitas por la absorción del mercurio, se cerraron, dejando caer la cabeza sobre el pecho, y se acurrucó contra el tronco. Por un movimiento inverso, Antonio Diego alzó su alta estatura y dirigió la mirada de los ojillos entornados y penetrantes en dirección del valle. ¡Algo inusitado pasaba allí! Las gentes salían de los cortijos y se dirigían a las lomas, desde donde se dominaba el camino blanquecino y polvoriento que partía el lugarcillo como si fuese la nervadura de una gran hoja de rosal, desde la cuesta de las Carihuelas a la playa. De él partía la red de senderos y veredas que se ramificaban enlazando unos cortijos con otros. Juraico y Dolores se acercaron llenos de zozobra a la puerta, siguiendo la dirección de la mirada de Antonio Diego. En el mismo instante, el llanto de un chiquillo salió del cuarto interior y la voz infantil gritó entre los sollozos:
—¡Mama, mama!…
Pero Dolores no prestaba atención: con toda el alma en los ojos, inmóviles y entornados como si quisiera clavarlos en la lejanía, miraba el camino por donde avanzaba un grupo obscuro. Conforme se acercaban bordeando el haza de la viuda, que se distinguía de los otros terrenos por su rosa color de almagra, y pasaban las tapias de una vieja fábrica de alumbre, el grupo se dibujaba más claramente y se hacía distinto para los ojos campesinos.
Eran dos guardias civiles de a caballo; delante de ellos marchaba un paisano, con las manos amarradas a la espalda. Sin duda el responsable del robo de los objetos que faltaban del vapor Valencia.
—Llevan un preso —dijo Antonio Diego.
Dolores sintió una angustia inmensa subirle del corazón. No distinguía bien, pero algo le avisaba que aquél era su Víctor. Por la mañana vino a buscarle un carabinero de parte del sargento, y aun no había regresado… Pero no, no podía ser él; era inocente; la única vez que bajó a la playa fue cuando el naufragio, con su familia y con todo el pueblo. Después no había salido de casa; ni siquiera aquellos días tenía alijo pendiente.
—¡Ira de Dios!, —exclamó el tío Márquez levantándose—. ¿Un preso?… ¡Y tendrán valor los canallas!… ¡Este mundo!… ¡Este mundo!… ¡Qué infamia!…
Y como oyera el clamor del chiquillo, que más que llorar berreaba, llamando:
—¡Mama, mama!…
Se volvió hacia donde salía la voz:
—Calla, arrapiezo. ¡Y luego dicen que se va a acabar el mundo! ¡Maldito sea!…
Antonio Diego acudió presuroso y sacó en sus brazos al llorón. Un pequeñuelo de año y medio, color de barro cocido que, envuelto en un babero de pan de pobre azuloso, mostraba la redondez de sus formas robustas y el cuerpo sanóte entre los abiertos pantalones. Tenía la cabeza cubierta de espesas melenas encrespadas y negras, y los ojos grandes como los de la madre, pero dormidos e inexpresivos, y la cara churretosa de restregar los puños llenos de tierra contra la humedad de la nariz.
Contento de verse atendido, el muchacho calló un momento; pero como la madre no le hacía caso y saliendo del porche corría a la parte más elevada del cerro, rompió a llorar de nuevo, tendiendo hacia ella las manos sucias y gritando:
—¡Mama, mama!…
Se habían aproximado la pareja y el preso a la entrada del barranco, al recodo que se dirigía a la cuesta de las Carihuelas, y en el caminar despacio entre los pedregales se podía apreciar mejor su figura. Dolores miraba anhelante; aquél parecía su Víctor. ¡Acaso no fuera! La ropa de todos los aldeanos tenía siempre semejanza… Pero de pronto ya no tuvo duda. Un grito agudo y penetrante resonó, quebrándose entre las aristas del terreno. Aquel grito decía su nombre, cuyas sílabas, alargadas y repetidas por la onda sonora, le traían al oído el acento de una voz querida… Otro grito de dolor, de angustia, que se estranguló en su laringe, se escapó de su alma. ¿Oyó el preso su voz? ¿Distinguió la figura colocada en lo alto de la roca? No pudo adivinarlo. Le vio retorcerse, como si luchara, y vio brillar en el aire una hoja de acero, encabritarse los caballos, ceder el peatón en su resistencia y perderse todos tras el recodo del camino. Reinó un solemne silencio; el muchacho, asustado, dejó de llorar, escondiendo la cara en el pecho del pordiosero. Dolores, echada boca abajo en la tierra, sollozaba sordamente, mesándose los cabellos con desesperación. Sólo Chucho, el perro del mendigo, sentado sobre las patas traseras, aullaba lastimeramente, como si más piadoso que los hombres, respondiera al dolor de la mujer infeliz. Sus lúgubres aullidos volvían repercutiendo en el eco de las lejanías y multiplicándose en todas las oquedades del barranco con la cadencia fúnebre de las campanas que doblan por los muertos.