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Los Inadaptados: III

Los Inadaptados
III
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Unas palabras
  5. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  6. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  7. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

III

El día, nublado y tempestuoso en la mañana, se trocó en vernal conforme el disco del sol, pálido como espejo de acero, desgarró su manto de gasas, cuyos jirones, barridos por el viento, le dejaban lucir toda su majestad en el diáfano azul del aire formando contraste con la negrura del mar. Las aguas, batidas por el Levante, que soplaba frescachón, alzábanse en montañas para dejarse caer con estrépito contra la tierra.

Durante la noche el mar había llevado a cabo su obra destructora. Las deshechas cajas de naranja dejaron escapar su contenido, y las ondas verdinosas aparecían bordadas con los florones rojo y oro de las frutas.

Al retirarse la ola quedaban por un momento en seco las naranjas entre el espumoso encaje, adornando la playa con prendido de reina; luego, detrás de la ola que se retiraba, venía otra, rebramando, terrible y juguetona a la vez, y arrastraba hacia afuera los madroños del manto abandonados por la primera. La arena quedaba sola, brillante y mojada cortos momentos; después se levantaba henchido el seno de una nueva ola, obscuro, sombrío; partíase un instante como si fuese a dejar ver las profundidades del abismo… y aparecía cuajado de naranjas que se revolvían en el fondo de la entraña negra. Durante algunos segundos la inmensa mole de agua crecía potente y avasalladora; la atracción sinfónica amenazaba con lanzar la furia del Mediterráneo entero sobre la tierra… y de pronto se partía en carcajada de espuma, coronaba la cima de nieve… y volvía, a tenderse mansa y rugiente por el plano de las arenas brilladoras.

Donde bramaba con toda su furia el mar era en la base de las rocas, en los cabos y en los promontorios. Allí el chocar de las olas cobraba estrépito de trompetería y estampido de cañón. Rebotaban deshaciéndose en menuda lluvia cristalina, que pretendía confundirse con el azul.

Cada una de aquellas menudas gotas tenía consistencia de pedernal y en su obstinada y continua reproducción mostraban la seguridad del triunfo: ellas desharían la montaña en el correr de los siglos. La victoria había de ser del mar, porque sus aguas viven señoras de la Naturaleza, dotadas de fuerza y movimiento, mientras la tierra continúa petrificada e inerte.

Ya empezaban también a verse entre las aguas pedazos del destrozado vapor: maderas de los camarotes, lienzos de los costados, palos, cordaje, tablas de los envases del cargamento, cacharros, botellas y otros miles objetos ofrecían sus vagos contornos velados por burlonas ondas que jugueteaban ora acercándolos, ora separándolos de la orilla.

Una brigada de trabajadores procuraba arrancar al abismo su presa, y la iba amontonando en seco cerca de los salvavidas.

Las gentes de Rodalquilar y de los lugares cercanos habían acudido a la playa. Llegaban reunidas las familias y los vecinos en alegres pandillas, cargadas las mujeres y los zagalones con mochilas de lona, en donde llevaban la merienda. Sus preparativos revelaban el propósito de satisfacer la curiosidad y pasar un día de fiesta y algazara. Todos eran amigos, todos se conocían y a la aparición de cada nuevo grupo repetíanse gritos de júbilo, saludos y frases de bienvenida; los hombres se reunían a fumar y a conversar con la grave y mesurada dignidad de los labriegos; las mujeres formales y las viejas comentaban en corro los sucesos, mientras las zagalas, con alegre charloteo, trincaban correteando por rocas y arenas, seguidas de la curiosa mirada de los mozuelos.

Algunas parejas de carabineros desplegadas en ala por la orilla les impedían aproximarse. Eso les inquietaba poco, bien convencidos del escaso valor de los objetos que el mar iba devolviendo; sólo les conducía allí la curiosidad y el deseo de gozar un día de asueto, tanto más grato cuanto más inesperado.

Todos debían merendar juntos, con ese hermoso comunismo de los pueblos primitivos, y como el viento alzaba la menuda arenilla, amenazando estropear las viandas, les fue preciso replegarse hacia el Norte, en los lastrales del pie del castillo.

Allí las mujeres extendieron en el suelo los gruesos trapos de algodón con cenefas azules, en que habían llevado envuelto el pan, sujetaron los ángulos con grandes piedras y colocaron sobre ellos los enormes bollos de harina de cebada, de cuatro o cinco libras de peso cada uno, morenos, aplastados como tablones, entre cuya miga lucían aún las raspas de las espigas y la pajaza del grano.

Cerca de ellos fueron amontonándose los higos secos, que salían de todas las alforjas, y las lonchas de tocino que llevaban los labradores más rumbosos. La frugalidad de los campesinos de Rodalquilar, incomprensible para los labriegos del Norte, hacía pensar en los principios nutritivos del sol. Aquella modesta comida era un festín, acostumbrados a las continuas gachas de maíz y al caldo tan escaso de aceite, cargado de especias y tan abundante en agua, que las sopas nadaban con desahogo, y se veían retratadas en el fondo de la cazuela las caras de los comensales, a lo que debía su poético nombre de pimentón con nene.

Habitualmente la comida consistía en la olla de berza con el pedazo de tocino; las migas y gachas de maíz, alcuzcuz o harina perdida y las patatas o ensaladas. La carne y el pescado sólo se comían a ventregadas, en el caso de que muriese alguna res o que la mujer de un jabegote cambiase por harina y frutas un puñado de peces. No necesitaban más; con tan escasa alimentación, las mujeres ostentaban lozanas redondeces, colores las mozas y salud los hombres, de corpachones enjutos y avellanados.

Para comenzar, dio la vuelta al corro una bien repleta bota. Aquel día de fiesta era menester que lo disfrutaran todos; hasta se buscó un cacharro para echarles de beber a Antonio Diego y a Cinco Peroles, un mendigo y un idiota populares en el lugar. Entretanto una mujer apartó en un trapo la ración de los chiquillos, que no debían alternar con las personas mayores, y Dolores la Chafina apareció tirando del ronzal de una borrica, que llevaba las aguaderas llenas de suculentas provisiones. La moza sacó con cierto orgullo media docena de panes de trigo, rubios y apetitosos, aunque no libres de afrecho; un rollizo jamón de magro y un trapo, en el que iba envuelta una larga cuerda de chorizos. Pasó un murmullo difícil de definir por todo el rolde: complacencia de la gula, con algo de amor propio mortificado. Aquellos Chafinos gustaban de distinguirse en todas partes; no se acomodarían nunca a las costumbres de Rodalquilar; bien se conocía que sus abuelos vinieron de otras tierras, porque los Chafinos eran oriundos de Italia, una pareja de napolitanos ambulantes, con las canciones de su país en los labios, que llegó allí en su vagar sin ruta. Fue en los tiempos de los Espinosa, y como la muchacha se puso enferma y dio a luz en el pajar del cortijo dos chicuelos gordos y negretes, don Luis y su esposa los asistieron con cuidadoso cariño y fueron padrinos de los pequeñuelos. Los italianos no volvieron a salir del valle; habían tomado ley a sus compadres, y después de servirlos algunos años, como la prole aumentaba más que una gusanera, el matrimonio Chafino construyó su casita en un repliegue del barranco de las Carihuelas, en terreno realengo. Apenas los hijos mayores cumplieron quince años, ya les dieron nietos. Las hembras cadañeras aumentaban la familia con prodigiosa fecundidad; en poco más de medio siglo se habían sucedido cuatro generaciones; el barranco de los Chafinos era un pueblo. Los cruzamientos entre si se hacían sin contar con papeles de leyes ni con curas; las mujeres, sanotas y hermosas, de morena belleza italiana, ejercían sobre sus maridos la atracción poderosísima del amor a su barranco cuando se casaban con mozos de las cercanías y los hombres se llevaban a sus mujeres a vivir entre sus riscos. Una multitud de casitas blancas, semejantes a las del Tirol, con porches de ramaje, bordeaba la cortadura; al socaire de sus paredes se extendían pedazos de tierra vegetal cuidadosamente limpia y rodeada de un cinturón de piedras. Allí, al frescor de la umbría, criábanse hortalizas y flores que regaban a cántaros, subiendo el agua del arroyo, los chicuelos medio desnudos que en número inconmensurable rodeaban a cada familia. Los hombres hablan roturado las cañadas y los terrazos hasta cerca de la cima de los montes para sembrar pegujales de cebada, que les rendían el pan moreno y apetitoso necesario para el año.

Mientras vivió don Luis, los hijos de los Chafinos fueron sus servidores más fieles, los compañeros más decididos de todas sus excursiones de contrabandista, y la abundancia derramaba sus dones en el barranco. Después, a la muerte de su compadre, los Chafinos se vieron obligados a buscar, la subsistencia en el monte que les servía de albergue. Los sequeros de cogollo, que hombres, mujeres y chiquillos arrancaban, les producía para vivir con holgura; pero este último recurso les fue arrebatado con la venta de los montes, que les privaba además de todas aquellas parcelas, despedregadas con tanto amor, que se ablandaron para el cultivo con el sudor de sus frentes.

No hubo más remedio que conformarse; aquel aborrecido don Manuel era el dueño de todo; gracias que temiendo al número, les reconoció el derecho de cultivar sus terrenos previo el pago de una pequeña renta. ¡Cómo odiaban los Chafinos aquel amo intruso, cuyos servidores no cesaban de molestarles! Él, por su parte, tenía malas noticias de los Chafinos, se los presentaban como una mala semilla de italianos que le revolvía el valle, Sus encargados, siempre que hallaban ocasión, azuzaban la antipatía y taimadamente molestaban en cuanto podían a los Chafinos. Muchos de éstos se marchaban a Orán, hartos de sufrir disgustos y temerosos de perder la paciencia y hacer un disparate. Sin embargo, de poco tiempo acá el trato entre el amo y los Chaflnos se había hecho menos tirante merced al matrimonio de Víctor, el mayor de los nietos de los napolitanos, especie de jefe de la familia, con la hija del aparcero que tenía don Manuel en el cortijo de los Pellones.

Dolores era hermosa y lo sabía. Los mozos del contorno andaban locos perdidos por ella, y tuvo para casarse las proporciones de los novios más ricos; pero la muchacha se enamoricó de Víctor, de aquel arrapiezo que tenía nombre de perro y era de otra casta; los disgustos de la familia fueron muchos, y gracias a que la señora vieja, la madre de don Manuel, que pasaba largas temporadas en la hacienda y quería a la muchacha, intercedió por ella apadrinando la boda, en la que hubo derroche de buñuelos, garbanzos torrados, avellanas y bebida durante los tres días que duraron el baile y la fiesta.

En cuanto terminaron los festejos, Víctor se llevó a su mujer al barranco a pesar del desagrado de los suegros y de los señores, que le acusaban de desagradecido, Menos mal que con Dolores lo hacía bien, demasiado bien, porque saliéndose de las costumbres, daba que murmurar a las gentes.

No era uso allí que las mujeres casadas se peinasen y ataviaran igual que las mocicas, como seguía haciéndolo Dolores, a pesar de tener ya el primer chiquitito. Iba siempre detrás del marido, embobado con ella, que la llevaba a las fiestas y la ponía en rueda a bailar con las muchachas; continuamente haciéndose carantoñas y mimos, impropios de la rudeza de las costumbres primitivas imperantes aún allí, que obligaban a los maridos a tratar con despotismo de amo a las mujeres y a ellas a ocultar ternezas y simular despego. Esto distingue a las gentes honradas de las que no lo son. La mujer casada ya no tiene que agradar a nadie, y desde el día siguiente de la boda la cabellera, lisa y tirante, se oculta bajo el pañuelo moruno, en vez de lucir trenzas, flores y rizos, como hacia Dolores. ¡Cualquiera se atrevía a decirle algo! ¡Había echado unos humos! Como que su Víctor la mimaba igual que a una niña y no le importaba cuanto murmurasen. Sus manos, cuidadas y finas, eran blancas, como harina de flor. En su casa no se acababa en todo el año el pan de trigo y las cuerdas de longaniza y de jamones. No tenían que decir de dónde les venía el dinero; Víctor no trabajaba ni había salido a Orán, a pesar del acotamiento. Era, sin duda, el contrabando lo que alimentaba aquel lujo; y el odio de las vecinas, envidiosas de Dolores, hallaba con esto ocasión de desatarse. ¡Qué mujeres, que tuvieran valor de exponer así a su hombre al presidio o a un balazo por llevar lujo!

Aquel día algunas no pudieron disimular su despecho:

—¡Ya se conoce quién puede!

—¡Viva el rumbo!

Exclamaron a la par la tía Aurora y la tía Juana, aparceras de los cortijos de Maturana y de la Unión, molestas en su orgullo de labradoras ricas, mientras el marido de la segunda se apresuraba a sacar la faca de entre los pliegues de su faja para dar el primer tajo al incitante jamón.

Fue la señal de acometer. Todos los hombres sacaron las facas de las cinturas y las mujeres las navajas de las faltriqueras. En un momento estuvieron destrozados los panes, las lonchas de tocino y el jamón; las manos morenas se hundieron en el montón de higos; la botas recorrían con frecuencia la rueda y las bocas engullían a dos carrillos. Poco a poco las gentes iban poniéndose alegres, algo chisponas; menudeaban chistes, sátiras y carcajadas; los muchachos y los mendigos, que acabaron su ración antes de estar satisfechos, miraban con ansia los alimentos, que disminuían rápidamente. Dolores se colocó al lado de Víctor, y en verdad que formaban una hermosa pareja. De unos veintiséis años, alto, moreno, con grandes ojos negros, cejas espesas y revuelta cabellera, las facciones de Víctor, sanas y fuertemente acusadas, revelaban la alegre franqueza de las almas primitivas.

Dolores, algunos años más joven, era también alta y morena, con ese moreno claro que deja ver circular la sangre ardiente bajo la piel tornasolada de escamas de plata. Los ojos moros, de un castaño obscuro, capaces de llegar al negro o al azul, según la pasión que reflejasen, eran grandes, rasgados, con dos hileras de pestañas largas, arqueadas, que se movían en aletear de mariposas; las cejas, espesas, hubieran dado algo de dureza a la cara al no prolongarse en un arco con curvatura de lira a lo largo de la bien dibujada frente y la maravilla de unas sienes semejantes a las de La bella desconocida de Donatello, esfumadas en la suave y melancólica armonía de un óvalo perfecto. La nariz, de forma irreprochable, y la barbilla redonda, terminada en la tentación de un hoyuelo, daban a su cara, de palidez mate, un aspecto de ensueño y melancolía, bajo el revuelto bosque de cabellos caoba, con tonalidad, da castaña madura; formaba contrasto con la alegre frescura de unos labios rojos y jugosos, que parecían hechos para reír, besar y excitar el ansia de morderlos. El milagro de aquella cabeza se sostenía sobre la majestuosa garganta, y el cuerpo esbelto, naturalmente elegante, con manos y pies de niña, senos apretados, brazos redondos y anchas caderas.

Vestía, como todas las mujeres del contorno, refajo de lana color magenta, almilla de sarga negra y el pañuelo de crespón plegado al talle con ondulaciones de manto; pero se notaba en su atavío más cuidado que el de la mayoría de las mujeres del lugar. Las alpargatas nuevas iban sobre estiradas medias blancas, lujo sólo propio de señoritas, y la cabeza descubierta, esmeradamente peinada con el moño de quince pleitas partido y acompañado de grandes bucles, lucía una flor de geranio blanca, mientras la redondez del talle se mantenía en ajustado corpiño y las sartas bermellón de los corales le rodeaban el cuello. La maternidad no le había robado ningún encanto. Eran una pareja pletórica de vida, juventud y belleza, que justificaba bien la envidia y los mordiscos de las leas, que a falta de otros dones hacían gala de su condición de madrugueras y económicas.

En medio de la alegría y la algazara prendió una idea entre los comensales. El complemento de aquella merienda debían ser las naranjas, las pequeñas vasijas llenas de jugo fresco, azucarado, apetitoso a las gargantas, resecas con el bochorno. ¿Por qué no cogerlas? ¿Con qué derecho les impedían acercarse a la orilla? Lo que la mar devuelve a la tierra no es de nadie. Empezaron a murmurar indignados de la tiranía del sargento y del cabo, que habían negado el permiso, solicitado por varias mujeres, para recoger las codiciadas frutas. Iban hundiéndose en el agua y bien pronto se tornarían amargas y salobres. Ya muchas, blandeadas por los choques, se habían partido en dos pedazos, y otras, rajada la corteza, mostraban la herida de su carne blanca. Estaban allí todos los hombres de Rodalquilar, de la Hortichuela y de las Negras, y la idea de emplear la fuerza tomaba cuerpo en los ánimos, caldeados por el mosto. Los labriegos no conocen el odio a los superiores que la lucha de clases ha engendrado entre obreros y patronos de las grandes ciudades; siervos del terruño, conservan mucho de la organización feudal, que les inclina a querer y respetar a los amos, de los que esperan protección y recompensas, sin conocer el valor del trabajo que les prestan; pero en aquel momento, ante la opresión y la injusticia, látigo de la conciencia de los pueblos, una chispa de odio y rebeldía germinó en los corazones, de ese modo misterioso y simultáneo que forma el alma de las multitudes, como si una misma onda hiriese todos los centros nerviosos, para que corazones y cerebros sintiesen y pensasen al unísono.

Las mujeres eran las que más gritaban, excitando a los hombres a la lucha con sus exclamaciones de indignación y descontento. Víctor se adelantó hacia el centro del corro, y todos se agruparon en torno suyo, como si de un modo tácito lo proclamasen jefe. Se cumplía una vez más la ley que preside todos los movimientos populares. Él pareció darse cuenta de la situación; con una mirada severa contuvo la protesta amorosa de Dolores, y con voz breve de mando y sobriedad de palabras, dejando adivinar en los movimientos más que en los sonidos su idea, ordenó el plan de campaña, Nada de locuras. Los carabineros tenían las armas, y era preciso ser prudentes. Aquello debían hacerlo las mujeres. Todas a un tiempo descalzarse y correr a la orilla; no se atrevería nadie a usar de la fuerza contra ellas. Por si acaso, un grupo de hombres se pondría cerca de cada pareja, serenos, amigos; él se encargaba del sargento.

Resonó un grito de alegría. ¡Bien por Vítor! Verdaderamente, los Chafinos tenían más talento que los otros, y con ese espíritu variable e infantil de las multitudes, prorrumpieron en aplausos.

En breve tiempo quedó todo acordado. Los grupos de hombres se dirigieron a tomar posiciones, mientras las mujeres empezaban a descalzarse y se despojaban de mantones y enaguas.

Víctor se dirigió hacia el cerro, donde habían sentado sus reales los jefes de carabineros; le acompañaban Gaspar el Curandero, José el Pelao, Andrés Manteca y Capuzo, el gitano herrador. Todos eran gente independiente, algo braveadores, que vivían en los lugares vecinos.

Poco antes de llegar se detuvieron un momento; la costumbre de ser respetuosos y solapados les hacía vacilar. Pero bien pronto desapareció la indecisión. Era preciso cumplir lo prometido; la gente esperaba. Víctor adelantó con gallardía, quitándose el sombrero y dejó volar al aire los rizos de la cabellera, sin el pañuelo de hierbas que los otros llevaban rodeado a la cabeza y anudado hacia atrás. Les acogieron amistosamente; una plácida benevolencia de hombre gordo iluminó la cara del cabo, y el sargento, en su deseo de ser amable para evitarse complicaciones, estiró los labios, entornó los ojos, echó hacia atrás la cabeza para fingir una sonrisa. Sin duda no sospechaba nada. La conversación empezó ligera y frívola: el tiempo, la falta de lluvia que se empezaba a sentir. Al fin, Víctor se decidió, y ofreciendo tabaco lió su cigarrillo y golpeó la yesca entre el eslabón y el pedernal.

Entonces, obedeciendo a la consigna, la caterva de mujeres corrió en tropel hacia el mar; entre carcajadas y gritos salvaron el cordón formado por los carabineros, abalanzándose a la orilla del agua, hasta el limite mismo en que las arenas mojadas formaban en un semicírculo ondeado la línea de separación con las arenas blanquecinas y requemadas del sol, marcando el límite de las olas.

—¿Qué significa esto? —interrogó el sargento.

El silencio grave del cabo, la indiferencia irónica y socarrona de los rústicos se lo revelaron todo. Estaban en poder de los aldeanos; ellos no se metían en nada ni quebrantaban órdenes, pero en su actitud paciente había una amenaza. ¡Ay de los que se atrevieran a hacer daño a las mujeres! No era posible dar una orden imprudente; había que tomarlo a broma para salvar el principio de autoridad.

El cuadro que ofrecía la playa era animado y pintoresco: las mujeres, con las cabelleras casi sueltas, descalzas de pie y pierna, formaban cerca de la lengua del agua un abigarrado conjunto con los vivos colores de los zagalejos amarillos, encarnados y color magenta, y con los pañuelos de brillantes tonos alrededor del busto.

Inclinadas hacia adelante, con las faldas arremangadas y sujetas entre las rodillas, acechaban la llegada de la ola, en cuyo seno venían las codiciadas frutas. Cuando la espuma bañaba sus pies, amenazando atraerlas hacia afuera, escapaban chillando con los gritos de emoción y de júbilo que les arrancaban el temor y el cosquilleo del agua fresca, invadiendo su carne en una sensación de placer.

Era un juego con el mar, En el momento que se retiraba la ola, corrían persiguiendo su espuma, se abalanzaban sobre ella para coger las naranjas, arrojándolas al aire, a fin de que las atrapasen las rezagadas. Cada vez se familiarizaban más con el peligro; cada instante pasado, las aguas y ellas eran más amigas; las olas, en vez de amenazar, parecían reir traviesas, y las muchachas, mojando las piernas y el borde de los refajos, ondeantes al viento los revueltos cabellos, chapoteaban sin miedo sobre sus enemigas. Los pies, arrugados por el largo contacto del agua, que los había tornado blancos, se movían ligeros, parecían revolotear como polluelos de gaviota; unos maravillosos pies de mujer española, que aun teniendo abierta la planta por la costumbre de andar descalzas, conservaban la pequeñez y pureza de lineas, arqueados de empeine, finos de contornos, con los dedos largos y rosadas las uñas como botones de geranio, tan breves y ligeros que apenas marcaban su huella en la arena mojada. Miraban los hombres, complacidos y contentos, el cuadro, Una vez más vencían a los carabineros, y su espíritu contrabandista se expansionaba alegre. Ahora no era la victoria obscura entre los vericuetos de la costa, en la sombra de la noche: su astucia triunfaba de día, cara a cara, en pleno sol.

Los carabineros, por su parte, reían también sin adivinar el alcance de aquella audacia, al ver que no se les daba ninguna orden. Sólo en el fondo de las pupilas del cabo y en las del sargento hubo al cruzarse las miradas una chispa amenazadora, violenta, fulminante como un rayo, que se apagó en la contracción de la forzada sonrisa.

Las gentes se embriagaban con aquel triunfo; los gritos y las carcajadas rimaban con el batir de las olas; muchas aldeanas habían tomado parte en el juego. Las primeras naranjas se devoraron con avidez. Las mujeres hundían los dedos en la corteza, aplicaban los labios ansiosos al agujero y chupaban sorbiendo el azucarado zumo, que les rebosaba de la boca y corría por la barbilla y la garganta, manchando su carne morena con el licor amarillo. Después de estar hartas y llenar sus delantales, no se daban mano a coger más naranjas. Aun seguía el deseo de jugar con el mar, arrebatándole su presa.

Entretanto había amainado el viento; las aguas se aclaraban, y las frutas, flotando en el azul, cubrían buena parte de su superficie. Parecía como si las olas hubiesen dominado su furia para lamer mansamente aquellos menudos piececitos que vencieron la tiranía de los fuertes, deshaciéndola con tanta facilidad como las frágiles espumas blancas que sorbía el arenal sediento.

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