I
Rodaron, desgranándose en el aire, los sonidos de una bocina. Precipitados, roncos, poderosos, turbaban la quietud del valle con su angustiante voz de auxilio, y el eco parecía repetir con estremecimientos de asombro aquel ruido inusitado allí, donde todos los sonidos eran siempre de isócrona persistencia.
El oído avizor de los labriegos recogió entre el sueño el grito de alarma, y bien pronto brillaron luces en todos los cortijos y empezaron a chirriar sobre sus goznes, al abrirse, las desvencijadas puertas.
Estaba envuelto el aire en túnica de blanca neblina que velaba la claridad del amanecer. La luz había de venir del mar, de allí en donde la bruma sé unía al agua, tornándose más densa, más pesada, en la gris coloración de la sombra.
Los hombres salían prestos de las viviendas. La costumbre de dormir sin despojarse de más prendas que la faja de estambre, el chaquetón de paño y las esparteñas, les permitía estar listos en pocos momentos. Los que pasaban la noche cuidando las bestias, trabadas en los riciales tempraneros, tuvieron sólo necesidad de sacar los pies del cogujón de la manta de lana burda para aparecer vestidos y calzados.
Todos se dirigían hacia las lomas más próximas desperezándose, con la mente mecida aún por los vapores del sueño y sin darse cuenta de qué cosa extraña sucedía.
Poco después de ellos empezaron a salir las mujeres: descalzos los pies, mal sujetos los amarillos y rojos refajos de bayeta; apretados alrededor de las cabezas los pañuelos de grueso percal; algunas sé arrebujaban con raídos mantoncillos y otras levantaban el borde inferior de sus faldas para taparse el cuerpo y la cabeza. Muchas conducían, mal ocultos entre el escaso abrigo, muchachuelos de morros sucios y ojos asustados o los arrastraban asidos de sus faldas, casi rodando sobre los peñascales, sin preocuparse de ellos.
Todos dirigían la mirada hacia el mar. De allí venía el clamor desesperado de socorro que lanzaba la voz ampulosa de la caracola con potencia de pulmón gigante.
Pasado el primer momento de estupor, empezaron a entender. La noche de niebla habría lanzado algún buque contra la costa y la tripulación demandaba auxilio. ¡Infelices! ¿Socorro allí? No se encontraría una barca en muchas leguas a la redonda, y sin embargo, como por un acuerdo tácito, hombres, mujeres y chiquillos corrían hacia el mar, despierto antes que el de la caridad el instinto curioso y el de la rapiña. Sabían que aquellos barcos que cruzaban a lo lejos las aguas, con sus penachos de humo, y parecían tan pequeños, eran grandes como casas. Muchos oyeron relatos de buques estrellados contra la costa, en los cuales los aldeanos que lograron burlar la vigilancia de los carabineros para llegar hasta ellos, encontraron verdaderos tesoros. La clareza de la mañana empezaba a barrer hacia el Oeste las neblinas y los rubores del cielo preludiaban la proximidad del sol. Una luz pálida permitió distinguir el contorno de los montes. Las casitas, los árboles y todos los objetos se iban desenvolviendo de las sombras, y a medida que se dibujaban más distintamente adquirían los encantos del colorido, como si una mano invisible descorriese el telón de un gigante escenario.
Entonces pudieron verse las gentes corriendo de las laderas a la playa. Comenzó la algarabía. Llamábanse unos a otros con destempladas voces. Mujeres y hombres encomendaban a gritos el cuidado de la casa y de los animales a los retusos zagalones que con aspecto hosco y mirada curiosa, seguían enclavados en las lomas. Mientras la bocina sonaba lastimera, el valle se rejuvenecía con ecos de fiesta y algazara. Aquello era un acontecimiento como los que habían oído contar a los abuelos en las largas noches de invierno, cuando las voces temblonas de los viejos les hablaban de hechos maravillosos. A esta idea, el valle, tan silente y tranquilo en su sueño, se poblaba de gente bulliciosa. Vomitaban los barrancos manadas de criaturas que iban apareciendo entre las empinadas cuestas, en las faldas de los montes.
Rodalquilar forma un semicírculo de tierra labrada y verdeante, con algo de apariencia de anfiteatro. Las roquizas montañas alzan sus muros como si quisieran abrigarlo y defenderlo de la vulgaridad de la vida civilizada, adurmiéndolo en sus abruptos senos de piedra. Sólo por Oriente se había derrumbado su pared de circo romano, y por el desgarrón las aguas prolongaban el azul del cielo y extendían el horizonte hacia la fronteriza costa de Argelia, como si en su continuo batir hubieran socavado y hundido la muralla.
Era por aquel lado por donde los habitantes veían cruzar los enormes barcos de vapor con las columnas de humo tendidas en el azul, estriándose rizosas y ondulantes, como cabelleras de monstruos marinos; los buques de vela, gallardos y ligeros, y las pequeñas lanchas pescadoras. Todo lo que significaba movimiento o vida venía de aquel lado.
Por allí arribaban, entre las sombras de la noche, los bergantines cargados de contrabando para burlar en los vericuetos de la costa la vigilancia escasa de los carabineros de tierra, celados por astutos paisanos, que sabían arrastrarse con sigilo de indios salvajes entre breñales y malezas, mientras los carabineros de mar dormían en sus falúas al abrigo de las radas de Las Negras, San Pedro o Escullos, más hospitalarias que las peladas costas de Rodalquilar, en las cuales reina el viento con tiranía de gran señor. Las barquillas de pesca de Carboneras arrostraban a veces su furia para aprovechar las calmas y bonanzas y tender las redes en aquel mar, que abundaba en peces y mariscos.
Nunca con más justicia merecieron las aguas el dictado de pérfidas. La pequeña playita de arena menuda, retostada por los rayos del sol, parecía dormida en su siesta, sin que apenas el agua rizara el borde de su túnica con suave orla de nácar, cuando el viento de Levante empezaba a enviar del golfo de Almería las montañas de olas. En ocasiones no movía la brisa las hojas de los árboles, cuando ya la tempestad azotaba la costa. Era preciso estar alerta, y en cuanto la franja azul obscuro empezase a rizar hacia afuera las aguas del mar, huir al refugio de la vecina playa del Carnaje. Las últimas estribaciones de la cordillera Ibérica, después de haber coronado a Granada con la diadema de nieves de su gigante Muley-Hacén, se tendía en sierras de rica entraña para ir a sepultarse en el mar por el Cabo de Gata. Montaña, arrogante de esa cordillera, el Cerro del Cinto daba, nacimiento a todas aquellas, derivaciones, que antes de llegar hasta las aguas se habían abierto, en la sonrisa del valle.
Venían los cerros avanzando y uniéndose para no formar gargantas ni desfiladeros hasta el lado Norte de la playa, desde donde continuaba la costa de Las Negras, San Pedro y Torre la Mesa, e iban luego a rodear la tierra baja con los picos recortados artísticamente en el aire, formando el gran arco que terminaba en la punta aguda y saliente del Cerrico del Romero, límite Sur de la pequeña ensenada. Al doblar este promontorio, la costa, resguardada del Levante, se hacía salvaje, abrupta, cortada a pico en roca viva, daba la vuelta enlazada al Cerro de los Lobos y formaba en sus laderas las playitas, sin salida por tierra, de Peñas Roas y Piedra Negra, límite de la parte exterior del muro de montañas, desde donde seguía extendiéndose en línea recta el litoral por Escollos, San José, Cabo de Gata y Almería.
Los pescadores que se aventuraban a ir a Rodalquilar habían de estar listos; la presteza de los vientos no siempre permitía huir, y con frecuencia los dejaba encerrados. Cuando esto sucedía era preciso varar las barcas tierra adentro, en la seguridad de que después de muchos días de aplacado él temporal, la resaca del fronterizo golfo seguiría impidiendo la navegación, sin dejar de enviarles, hasta los límites del terreno vegetal, olas cubiertas de blanca espuma.
Entonces los tripulantes de los barcos, los jabecotes, se veían obligados a acampar al lado de sus embarcaciones y después de consumir los comestibles: higos, harina de maíz, patatas y hortalizas, recibidos de los aldeanos, los días de bienandanza, a cambio de pescados, en la forma primitiva del comercio, iban a pedir hospitalidad en cuadras y pajares.
Allí la hospitalidad no se negaba nunca. El pedazo de techo, el agua y el pan son de todos; pero el labrador trata siempre con cierto despego, hijo del concepto de su superioridad, a estos últimos representantes de las tribus nómadas. Por eso el mar les llevaba pocos visitantes, y como la comunicación por tierra se hacía casi imposible, pues sólo peatones o bestias descargadas se atrevían a aventurarse por las cuestas de las Carihuelas y de las Piedras, únicamente llegaban al valle los habitantes de los lugares vecinos, y de tarde en tarde algún buhonero con la arquilla llena de baratijas o un marchante de grano y ganado. Se pasaban los años sin ver un rostro nuevo, sin que ni un sólo transeúnte cruzara los caminos polvorientos, ni una visita se detuviese ante Ja puerta.
Rodalquilar tiene su historia, una historia borrosa que se confunde con la leyenda. Los moradores hablaban de tiempos remotos, sin poder fijar cuáles, en los que se había asentado allí una gran población. Ninguno paraba mientes en lo imposible de poder existir una ciudad populosa dentro de aquel perímetro que recorría sin esfuerzo la vista. Las consejas narraban que los moros tuvieron, en el valle un emporio de sus riquezas; mas los perros fueron arrojados al otro lado del mar por unos reyes santos, que en nombre de Dios les echaban de sus hogares y les arrebataban las riquezas. Vestigios del paso de los moros quedaban allí todavía. La esperanza de volver o el deseo de burlar a sus perseguidores, les hizo enterrar sus tesoros, y más de una orza llena de añosos cequíes se enredó en la punta de un arado o alguna muchacha afortunada tuvo en sueños la revelación del sitio en donde había de hallar su fortuna.
Los dos castillos enclavados en el valle mantenían viva la conseja. Se contaban acerca de ellos mil tradiciones extrañas, entre las cuales no dejaba de hacer su aparición el elemento sobrenatural de duendes y brujas. Los hombres más valerosos preferían dormir a la intemperie mejor que cobijarse entre sus muros.
Uno de los castillos avanzaba sobre el mar en el promontorio de rocas calcinadas que cerraba la playa por el Norte; cegado el foso, carcomidas las paredes, el ancho patio era jardín de muérdagos y jaramagos; las habitaciones destechadas conservaban pedazos de bóvedas sombrías, y al pie de la plataforma, los viejos cañones dormían medio enterrados en el suelo, cubiertos con una capa de orín, escapando a la codicia con que los gobiernos han recolectado los metales de las vetustas fortalezas. Hallábase el otro castillo en la parte baja del valle; se alzaba en la llanura partida acá y allá por cortijadas y caseríos.
Al fondo, en la falda misma de las montañas, Maturana, un cortijo rodeado de nopales, presentaba su mancha de verdura; a su izquierda, escondido en un repliegue del terreno, el barranco de los Chafinos ocultaba una familia de pastores, establecidos allí más de media centuria y que habían construido sus casas en el terreno realengo. Más hacia el centro, en una pequeña loma, desde donde no se descubría el mar, la Caseta de los carabineros encargados de guardarlo, y delante de ella un grupo de alegres casas y huertos denominado El Estanquillo.
Hacia la mitad del llano se alzaban los cortijos de La Unión y Los Peñones con sus huertas extensas y frondosas, Cuatro norias, altas como torres, para buscar el nivel de las aguas, presentaban aspecto de fortalezas coronadas de almenas, y las atarjeas iban de unas a otras formando una línea quebrada de arcos de medio punto, a semejanza de un acueducto romano. La pequeña canal corría sobre el soporte de los arcos y se filtraba entre las desnudas piedras, verdeantes de ovas, rezumando la frescura del agua para que nacieran plantas silvestres al pie de la tosca construcción, subrayada así con una línea de vegetación lujuriante.
Las atarjeas, debilitadas por la filtración, dejaban caer su anémico chorro de agua con melancólica canción de cristales en las dos balsas, grandes como estanques, destinadas a repartir el riego en todos los bancales de hortalizas y de maíz, tan cuidados como macetas, que formaban aquellas dos grandes posesiones, las más importantes de Rodalquilar.
Cerca de las balsas se hallaban los pilares destinados a abrevaderos de las caballerías y ganados, y que servían también de lavadero a las mujeres de la casa. A su sombra, el espíritu femenino había plantado algunos rosales; un jazminero enlazaba la hojarasca menuda de sus tallos a las salientes aristas de piedra, y crecían en abundante variedad geranios, palosanto, hierbabuena, albahaca y alelíes: aquellos pedazos de tierra, inservibles para el cultivo, que el desdén de los hombres cedía a las hembras, se llamaba pomposamente El huerto. En todas las acequias, red de arterias que alimentaba los bancales, crecían mezclados almendros e higueras de dimensiones extraordinarias; libres del tormento de la poda, enlazaban sus ramas caprichosas en bóvedas de verdura y embruzamientos de hojas. Junto a los muros de las balsas, grupos de palmeras y de perales lucían la esbeltez de los troncos rectilíneos y el lujo de las jugosas frutas doradas, para descansar la vista de la monotonía impresa al paisaje por las bolas cenizosas de los olivos que lo matizaban con metálico verdor.
Detrás del gran cortijo de la Unión, un pequeño cerrete, en cuya cima y al otro lado de la falda se veían unas cuantas casitas de jornaleros, agrupadas junto al molino de viento, con las aspas tendidas y engalanadas de lienzos blancos como las velas de un navío.
Al confín de la huerta de los Peñones las ruinas de una vieja ermita habían servido de materiales para levantar una cantina, cerca del lindero del camino que desde la cuesta de las Carihuelas serpenteaba en dirección a la playa, formando la espina dorsal del valle.
Más abajo se veían aún dos o tres fincas de poca importancia, próximas al castillo del llano, y en seguida empezaba la marina, la tierra sin cultivo, donde cerca de la mortífera Charca formada por el estancamiento de las aguas del oleaje en las fuertes resacas, crecían las plantas de la sosa, las alcaparras y las tueras, rastreando con los tallos largos y enlazando las tijeretas para cubrir como una alfombra el terreno arenisco, en cuyas hendiduras crecían a favor de la umbría las adelfas con sus flores rosa entre el lustroso verdor de las hojas y el matiz de caoba de los barnizados tallos.
Coronando todo aquel extraño lugarcillo, la Torre de los Lobos, en la cumbre del cerro de su nombre; alta, redonda como un cilindro, último testigo mudo de los días de lucha, durante los cuales un centinela vigilaba desde allí los riesgos que ofrecía el mar.
La docena de familias que habitaban en Rodalquilar eran aborígenes del valle. Ninguna, a excepción de los Chafinos, recordaba, cuándo se establecieron allí sus antepasados. Se habían conocido siempre y las generaciones se sucedían sin aparente cambio.
Las mujeres daban a luz con la fácil maternidad de las hembras sanas. Criábanse los chiquillos rodando por el suelo como bestiezuelas ariscas, hasta que el espíritu de imitación les enseñaba a seguir con sus padres las faenas del laboreo o del monte.
Olvidados del resto del mundo, aislados, perdidos en el repliegue de aquellas protectoras montañas, lejos del concierto de la civilización moderna, que ni conocían ni echaban de menos, y hasta ignorando si más allá de su horizonte había otra, tierra y otros hombres, los moradores de Rodalquilar presentaban desde muy antiguo uno de esos ejemplos de vida sencilla y feliz cantada en las pastorales por la poesía bucólica y hacían de su lugarcillo una moderna Arcadia.
Cada labrador poseía su pequeña parcela de tierra blanda, roja, llena de jugos y de vida, que sin exigir cuidados y mimos abría el seno fecundo en frutos.
Los braceros roturaban las orillas de los montes y cada uno podía levantar su casita de piedra y barro. La Naturaleza ofrecía pródiga abundante cosecha de palma, esparto, cogollo y leña para ganar el sustento.
Sólo de vez en cuando, en épocas de frío, la tranquilidad era turbada por la intromisión de unos hombres que iban a llamar a los mozos al servicio del rey y de la patria y a cobrar contribución a los labriegos. Los moradores de Rodalquilar se enteraban por eso de que existen rey y patria, considerando con miedo aquellos dos entes, tan abstracto el uno como el otro para ellos, en cuyo nombre les arrebataban parte del dinero que producía su trabajo y el tributo de su sangre. Muchos mozos cruzaban por primera vez las montañas para ir a Níjar cuando los llamaban al servicio militar. Los que no caían en suerte envejecían sin contemplar más cielo que el pedazo azul parecido a una cúpula que sostenían los muros de basalto gris formados por los montes y rotos hacia el mar con el embate de las olas.
Patria y rey sólo se acordaban de ellos para pedirles sangre y dinero o para infligirles castigos; pero no les enviaban jamás premios ni recompensas, así es que ninguno sentía deseos de servirles. Dentro de aquella vida primitiva, las mujeres no cruzaban jamás las montañas. Criábanse libremente las muchachas corriendo por barrancos y bancales, hasta que su desarrollo llamaba la atención de algún mozo, compañero de juegos, que insinuaba su inclinación con expresivos pellizcos y palmadas. Si la muchacha no ponía mala cara y el noviazgo llegaba a vías de formalidad, el mancebo confesaba a su padre el propósito de tomar estado.
Entonces se entraba en los trámites precursores del casamiento. Generalmente el padre del galán cogía su labor de esparto e Iba a la casa de la futura nuera, donde le recibían ya advertidos y recelosos. La conversación era conducida con esa diplomacia de los rústicos que gráficamente se denomina gramática parda.
Después de hablar del tiempo y la cosecha, mientras los dedos curtidos trenzaban la tomiza, el embajador decía con cierto énfasis misterioso:
—Tío Fulano, me paece que nuestros chicos se quieren.
—Hombre, lo mismo me paece a mi —respondía el padre de la hembra, contento con la perspectiva de echar fuera una carga.
—Pus si a usté le paece, vamos casallos…
La boda quedaba concertada siempre para fin de verano, cuando la venta de granos o esparto trae la abundancia a las casas.
Empezaban los preparativos; una rezadora vieja venía a instruir a los novios en la doctrina. Ninguno de los dos sabía rezar; las molleras, algo duras y trastornadas por Cupido, no prestaban atención a las palabras desconocidas y para ellos sin sentido de la oración. Era imposible aprender el Credo, los Artículos de la Fe y las Bienaventuranzas… No les entraban en la cabeza… Y el tiempo pasaba; caldeaba el sol de llamas la reseca tierra; blanqueaban los sequeros de palma; las mieses maduras esparcían su perfume acre en el aire… Un día los gritos de la madre anunciaban que la hija había dejado el hogar… Amenazaba el padre, lloraban las mujeres, ocultábanse unos días los enamorados, y al fin todo se olvidaba en la reconciliación cercana del primer chiquillo, contentos, en el fondo, de haberse ahorrado gastos y molestias. ¿Para qué darles de comer a los curas? No era necesario: aquellos matrimonios tenían toda la fuerza de la sanción popular, y no se dio jamás el caso de que se separaran, aunque si el de que se golpeasen con frecuencia.
No; no eran partidarios de andar con papeles de leyes ni de iglesias. Durante mucho tiempo enterraban a sus muertos en la orilla del mar. ¡El mar es sagrado, sus aguas son benditas, y a la playita de Peña Negra fueron a dormir el sueño de la muerte los habitantes del valle mientras los vivos pudieron burlar la vigilancia de las autoridades! Unas piedras, colocadas como los antiguos dólmenes, constituían sus monumentos funerarios, atestiguando la unidad del alma humana en todas sus manifestaciones. Si bautizaban a los chicos era por miedo a las multas que se les imponían cuando iban a buscar hombres para la quinta.
La tradición conservaba allí su imperio. Cada uno se aferraba a vivir como habían vivido sus padres, que no necesitaron nada más para ser felices y estar contentos. Rechazaban todo adelanto, aun conociendo sus ventajas, Ellos seguían labrando la tierra con el primitivo arado fenicio, y los maestros ambulantes que iban algunas veces, de cortijo en cortijo, ofreciéndose a enseñar a leer y a hacer cuentas, fueron apedreados por los chiquillos. ¿A qué romperse la cabeza? Con los dedos y una tarja de caña ya tenían bastante para su contabilidad. Hasta los que volvían del servicio y los contaban cosas portentosas de las grandes ciudades, o les venían con infundios de que el sol estaba quieto, mientras la tierra volaba por el aire como una piedra lanzada de la honda, tenían que callarse vencidos por la chacota general, que ni discutía ni razonaba.
En sus costumbres patriarcales, los viajeros que llegaban a la puerta eran siempre acogidos como hermanos. El mendigo podía estar seguro de no padecer allí el abandono de que es victima en las grandes poblaciones, y los ciegos, con sus guitarríllas o bandurrias colgadas sobre el pecho, recorrían la cortijada en triunfo, como una parodia de los antiguos trovadores.
La intervención de gentes ajenas era escasa en el valle. Cualquier anciano podría recordar sin esfuerzo todas las personas que había visto durante su vida.
Los únicos que hubieran podido contrarrestar con su influencia el dominio de este espíritu sencillo y puro, eran los dueños de los cortijos de Maturana, la Unión y los Peñones, de los que dependía todo el terreno de labor; pero los amos, como les llamaban los aldeanos, lejos de ser extraños al ambiente de Rodalquilar, se habían acomodado a él y ejercían la influencia bienhechora de unos amables señores feudales.
Desde muy antiguo, la familia de Espinosa habitaba más en sus posesiones de Rodalquilar que en su casa de Almería, y acabó por acomodarse al ambiente campesino.
Don Luis, el abuelo de los últimos señores, había sido el genio protector, que defendió durante mucho tiempo a Rodalquilar de la intromisión de gentes ajenas. A la imaginación de aquellos rústicos se aparecía su memoria rodeada de la aureola épica, propia de los héroes legendarios. Afable, sencillo, bueno y valeroso, ejercía el protectorado sobre sus súbditos a manera de bíblico patriarca. Acostumbraba a repartir los terrenos entre los labradores, sin exigir los arrendamientos en los malos años, y emprendía obras para ocupar los brazos parados de los jornaleros. En su tiempo no había miedo de pasar hambre, aunque se ahornagase el campo, se perdieran las cosechas y la lluvia se negara a librar a los montes de ser quemados por el sol. En aquellos casos, siempre pródigo, don Luis abría los graneros a los necesitados, y no había mujer en el lugar que no guardase onzas de oro mejicano dentro del pico del pañuelo, en donde escondía los ahorros. Bodas, bautismos, entierros y cuidado de enfermos y menesterosos, todo corría a cargo de don Luis y de su esposa. Su fortuna no dependía de la labranza. Arrojado y valeroso, hacía venir de Orán y Gibraltar los bergantines cargados de fardos de lienzos, sederías, mantones de Manila y tabaco para introducirlos en España de contrabando por los vericuetos de la costa, desde las Negras a Escullos.
Los carabineros, cansados de luchar en balde, aceptaron su papel pasivo. Don Luis no compraba su complicidad: se imponía.
Jamás se dio el caso de perder un alijo. El dirigía siempre a su gente, y era el primero en el peligro. Se contaban, a este propósito, anécdotas muy curiosas. Un día, uno de sus servidores se dejó comprar el secreto de un alijo por el jefe de carabineros, Enterado don Luis, llevó al soplón a un sitio apartado, y entregándole una vara para que se defendiese, le pegó tan descomunal paliza, que el infeliz quedó como muerto en el suelo. Entonces ordenó a sus criados que le condujesen al pueblo inmediato para que lo curase un buen médico, y que todos los gastos corriesen de su cuenta. Los viejos referían de noche, al lado del fuego, las proezas de don Luis, dignas de un Roldán o de un Bernardo del Carpió.
Por eso lo mataron a traición sus enemigos. Fue en Almería, al salir de la Catedral, llevando del brazo a su esposa, cuando en la siniestra calle del Cubo dispararon, asesinos pagados, sus trabucos contra el bravo caballero contrabandista.
A su muerte, empezó la decadencia del valle y entró en éste la desgracia. Sus hijos y sus nietos se arruinaron poco a poco, esforzándose en mantenerlas tradiciones de familia y ejerciendo el protectorado sobre los habitantes de Rodalquiiar.
Así que les fue imposible sostener la apariencia del esplendor pasado, vendieron sus posesiones y abandonaron el lugar, con algo de la majestad de los reyes desterrados.
Don Manuel Ansúrez, el nuevo propietario, era un hombre despótico, altanero, al que molestaba el recuerdo de la familia Espinosa, grabado allí tan hondamente. Los Espinosas y los Ansúrez se habían mirado siempre con rivalidad. La primer preocupación de los nuevos dueños, fue borrar las huellas de sus enemigos.
Todos los labradores y braceros protegidos por la familia de don Luis, sufrieron la persecución de los servidores del nuevo amo, deseosos de molestar a sus convecinos con su celo de lacayos. Los arrendamientos subidos se exigían con puntualidad y sin consideración; el daño a una planta se cobraba con crecidas multas, y el despótico encargado Pedro Ramos, con su espíritu autoritario y servil, tenía como auxiliar poderoso al tío Matías, que desempeñaba las dobles funciones de juez y perito en su calidad de alcalde pedáneo.
Abandonaban los labradores sus tierras para buscar el sustento en el monte comunal, que don Luis había defendido de la rapacidad de los gobiernos, sosteniendo un largo pleito en nombre del pueblo. Pero un día Los habitantes del valle vieron con asombro un grupo de hombres que recorrían las montañas, llevando un trípode de madera, sobre el cual colocaban una caja con vidrios, a los que se asomaba un señor de barba blanca, y sin decir nada trazaba rayas, números y letras en un cuaderno, mientras sus acompañantes acordelaban los linderos de las tierras de labor.
El tío Matías les explicó, no sin cierto énfasis, que aquel señor era un ingeniero encargado de medir y deslindar los terrenos del Estado.
Algunos curiosos, sin comprender bien las explicaciones, se atrevieron a acercarse, y contemplaron, llenos de admiración, montañas, árboles y casas retratadas boca abajo; las mujeres huyeron al saberlo, asustadas de la posición de sus faldas cuando las mirasen con aquel instrumento, en el que sin duda se ocultaba algo de brujería.
Poco tiempo después se enteraron, con dolorosa sorpresa, de que un señor que se llamaba Estado había vendido los montes a don Manuel, y de que ya no podrían buscar en ellos, como de costumbre, la leña para calentarse, ni el esparto y el cogollo con que ganaban la subsistencia.
Ellos no comprendían por qué era delito traer telas y tabaco más baratos para el consumo de los pobres sin necesidad de pagar nada a aquel señor don Estado, que se creía dueño de todo y les arrebataba el pan y los hijos.
Pero el hecho era cierto, y fue preciso someterse. Los que no quisieron obedecer y cogieron del monte un brazado de leña, tuvieron que sufrir palizas de la pareja de guardias civiles enviados en su busca, los cuales, no contentos con esto, los llevaron amarrados como criminales delante de los caballos a la ciudad, en donde los sentenciaron por ladrones. ¡Ladrones por coger unas matas de leña que siempre habían sido suyas! Y algunos murieron, retenidos por este delito, en las cárceles o en el presidio.
Empezó la emigración; los braceros dejaban el valle para ir a buscar trabajo al África francesa, La intromisión de gentes civilizadas en aquella tierra primitiva chocaba contra las costumbres.
La civilización decía para ellos leyes, trabas, obstáculos, opresiones y tiranías de los fuertes. Jamás comprenderían sus ventajas. Había, que imponerla a la fuerza. EL instinto de los humanos tiende a la libertad propia de todos los animales en el seno de la Naturaleza.
El sutil disimulo de los rústicos les hacía inclinarse serviles ante el señor; pero a solas prodigaban quejas y amenazas, que los espías llevaron a sus oídos.
Don Manuel llegó a tener miedo. No le convenía la lucha con todo un pueblo, y aconsejó a sus servidores que dejasen a los braceros en libertad. Así olvidarían más pronto lo pasado, la costumbre los sometería más sólidamente que la fuerza. Obedeciendo a estas ideas, la familia de don Manuel salió del valle. Sólo él iba de vez en cuando a dar una vuelta por la hacienda, y algunos días del mes de Enero, rodeado de amigos, a cazar las perdices con reclamo, durante el celo.
Aquellos días eran de fiesta y algazara, de bailes, a los cuales acudían las muchachas hermosas del contorno para despertar con su sana belleza, Los deseos de los señorones. Pero don Manuel se presentaba, siempre fino, obsequioso; hasta dispensaba algunas pequeñas mercedes, que producían el efecto deseado, y el pueblo se iba poco a poco acostumbrando a la esclavitud.
Después de la marcha de don Manuel y sus amigos, volvía Rodalquilar a tener su aspecto tranquilo, y bien pronto la monotonía de la vida sencilla reinaba de nuevo en las costumbres habituales.
Por eso aquel clamor de la bocina era una cosa desacostumbrada y los moradores del valle la acogían con la alegre emoción de un hecho destinado a romper por algún, tiempo la calma de una existencia que sabía lo bastante de cambios e inquietudes para sentir la nostalgia de lo desconocido, lo variable y lo imprevisto.
Y por eso el pueblo corría en tropel hacia el mar, que mostraba a la luz rosada de la mañana su claro azul celeste, con tranquilidad de enigma. Esa calma engañosa que hace presentir las tempestades, como si el mar, alma de la Naturaleza, copiase las dulzuras, las perfidias y las tormentas del alma de la Humanidad.