II
Más de dos meses duraba ya la estancia de la familia de Ansúrez en Rodalquilar, y la honda perturbación establecida con su presencia se percibía de un modo visible.
María y doña Concha, siempre retraídas, absortas en sus labores piadosas y sus rezos, apenas se mezclaban en lo que sucedía en torno suyo. Se reunían con las aldeanas todas las tardes para dar un largo paseo, rezando el rosario, y cantaban gozos y salves al aire libre, Su objeto era que terminase lo más lejos posible de la casa, como si fuese una especie de exorcismo que marcara al Diablo la frontera de sus jugarretas y santificase los alrededores de la finca. Las dos beatas, en su piedad católica, procuraban que el Demonio se quedase siempre en el territorio de los vecinos.
Doña Pepa, ocupada con las cosas de tejas abajo, no tenía tiempo de pensar en la otra vida, y confiaba a su hija y su nuera el cuidado de ganarle su pedazo de cielo; no dejaba vivir a nadie, enterándose de los chismes de la vecindad y de los asuntos ajenos, en los que se entremezclaba para arreglarlos a su capricho de un modo despótico, segura de que su hijo había de transigir con tal de conservar la paz y la independencia. Entre ella, con sus favoritismos y sus odios, y las continuas fiestas de don Manuel y sus amigos, llevaban revuelta la comarca.
En aquellos dos meses, todos los días había partidas de caza y de pesca. La situación de la costa, resguardada en el Carnaje del Levante y en la playa del Poniente, hacía que no se suspendiesen las diversiones.
Los días de calma sallan con su bote a pescar los calamares en alta mar.
Algunas veces, la complicidad de los carabineros permitía tirar cartuchos de dinamita. Entonces eran las zalemas las que más sufrían. Cuando una mancha de esos peces tomaba el sol sobre una roca de los pequeños escollos, los pescadores se acercaban remando suavemente y les arrojaban el mortífero cartucho, con la mecha encendida, sin compasión de una belleza que realizaba el mito de ondinas y sirenas. Se revolvían contentas y juguetonas en el borde espumoso de las aguas, haciendo brillar al sol sus escamas de plata con movimientos ondulantes, cariciosos, coquetones, cuando el rayo de la dinamita las hería de un modo despiadado, y las cogían fácilmente, muertas o mareadas, flotando sobre el lomo de las olas.
Los días en que el viento no consentía tan apacibles partidas, quedaba el recurso de la pesca d® los sabrosos sargos. La mar revuelta, las aguas lechosas, impedían a los peces ver el sutil aparejo de las cañas y tragaban la fresca lombriz de tierra, que se les ofrecía en el anzuelo, después de atraerlos traidoramente con el fétido enguado o macizo, hecho con los hígados de pescados de la almadraba o con arenques podridos, machacados y revueltos a menuda arenilla, que se desleía entre las olas.
Era una diversión pintoresca por los trabajos que costaba. Se hacía preciso bajar por las laderas escarpadas de los cerros, avanzar hacia el mar en las rocas más salientes y abruptas a favor dé las sombras de la noche, y permanecer horas y horas inmóviles, mojándose en los espumarajos de las olas bravías, a riesgo de que la tempestad les cerrara el paso, para coger a los recelosos peces de dos o tres libras cada uno, los cuales al tirar para desengancharse del traidor anzuelo, hacina cimbrear la caña y amenazaban con romper los resistentes aparejos.
Las mañanas se dedicaban a la caza de la perdiz con reclamo, y las tardes a las batidas con hurón contra los inofensivos conejos. No faltaban tampoco excursiones a la cueva de las palomas, ya que no se atrevían a pescar en el antro de los lobos de mar.
En su calidad de señor absoluto, don Manuel no tenía que pensar en la observancia de leyes de caza ni en épocas de veda.
Asombraba la actividad de don Manuel, y de los cuatro o cinco amigos que siempre le acompañaban, basta a los mismos labriegos, acostumbrados a los trabajos de la ruda vida del monte. Eran incansables. Dejaban la muelle cama a las dos de la madrugada, para salir, sin miedo al frío y la escarcha, envueltos en sus capotones de lana, después de haberse calentado por fuera y por dentro con la fogata de la chimenea y el trago de aguardiente o de ajenjo; y andaban sin cansarse un par de leguas hasta llegar al cazadero.
En cuanto a los días de fiesta, se dedicaban por entero a bailes y jolgorios.
Todas las familias que habitaban Rodalquilar y los lugarcillos cercanos, habían ido a visitar a la familia Ansúrez, llevándole un presente de productos naturales, según costumbre del país. Doña Pepita recogió en su despensa abundante provisión de huevos, longaniza, panes de higo, miel y toda clase de frutas y hortalizas. Los más pobres aportaban su ofrenda de palmitos, cardillos o manojos de espárragos, Todo menos ir con las manos vacías.
La fina diplomacia de la señora vieja, dejaba encantados a los labriegos; los recordaba a todos, se interesaba en sus asuntos y les invitaba cariñosa a volver. María y Concha, por su parte, no descuidaban su labor de catequistas. La primera predicaba a las mozas, que no la entendían bien, la sencillez y la castidad, citándose a sí misma como modelo de arrepentimiento. Les hablaba del tiempo que perdió en el servicio del mundo y de los días en que se componía y se rizaba el pelo para hacer pecar, provocando impuros deseos. Su congoja era tanta con estos recuerdos, que un observador hubiese dudado sí la marchita buena moza lamentaba los deseos que había despertado o el no poder inspirarlos ya.
Entre unas cosas y otras, todo el lugar estaba revuelto. Los hombres dejaban sus trabajos para acompañar a los señoritos en sus excursiones o complacer a doña Pepa, ayudándola en sus tareas, con el fin de obtener por medio de su adulación beneficios en sus intereses, ya mejorando los contratos, ya mereciendo favores o logrando rebaja de rentas y aumento de privilegios. Rivalizaban por agradar hasta el punto de que obligaban a sus mujeres a acompañar en sus rezos a las dos beatas, y a sus hijas a que asistieran a los bailes y fiestas, recomendándoles el agrado con los señores. Los novios de las muchachas más bellas, como la Domínguez o Purilla Márquez, habían de tragar saliva y veneno al verlas requebradas por los señoricos, que les exigían el abrazo con las dos manos cuando terminaban de bailar, y las perseguían con miradas y chicoleos. Más de un noviazgo se había roto por este motivo. Las muchachas daban el pretexto de no querer desagradar a sus padres rechazando el honor que los señores les dispensaban con sus bromas; pero en el fondo se sentían contentas y orgullosas de los triunfos de amor propio que las distinciones de que eran objeto les proporcionaban sobre sus compañeras, Tal vez involuntariamente comparaban la galantería de los hombres de la ciudad con la rusticidad de los suyos; tal vez pensaban en la situación ventajosa de un amor que podía convertirlas en grandes damas. Rivalizaban en estrenar galas nuevas, pañuelos, vestidos, adornos. Las viejas del lugar estaban escandalizadas de la rápida evolución de las costumbres, Jamás se había visto a las muchachas honradas de Rodalquilar sustituir la almilla por chaquetillas de haldetas cayendo sobre la falda, y presentarse desvergonzadamente sin pañuelos del talle y con rodetes en vez de moños.
Cada vez se creaban más necesidades. Las mozas llevaban a diario medias y alpargatas, usaban continuamente el pañuelo de la mano perfumado con aguas de olor que les traía Juraico. Todas se cuidaban de no salir al sol, de tener las manos blancas. Aquella gente de la ciudad pervertía el valle, envolviendo a todos sus moradores en la ola de vanidad, ambición y egoísmo que llevaban consigo. Les hacían vislumbrar un mundo desconocido que les mortificaría siempre; la visión de una tierra prometida a la que no llegarían jamás. Creaban necesidades de lujo, de bienestar, de horizontes intelectuales, hacia los que tienden naturalmente los humanos para crearse nuevos tormentos.
Entretanto la situación de Víctor y Dolores se hacía insostenible. La segunda, bella entre las más bellas, con su cuerpo hermoso, sus ojazos negros y su fresca boca, excitaba la admiración dé los señores, contenidos por el respeto a los puños y el aspecto salvaje del marido. Don Manuel la hacía objeto de atenciones que deseaba pareciesen indiferentes, pero que hacían temblar a la desdichada, palidecer a Víctor y sonreír irónicamente a las maliciosas comadres. Ella evitaba el hallarse sola, continuamente escudada con la presencia de su marido o al lado de doña Concha, como refugio más seguro. Deseaba que pasara el tiempo; que a Víctor se le quitaran de la cabeza los malos pensamientos, y marcharse a su barranco. Tenía miedo a la efusión de sangre. A pesar suyo, no experimentaba odio hacia don Manuel. Quizás por un recuerdo del muertecito o por agradecimiento maternal a sus elogios de Nicolasillo, el cual andaba siempre por las rodillas de los señores o haciendo travesuras entre las señoritas.
El que se ahogaba en aquella prueba suprema era Víctor. La idea de sangre, convertida en monomanía, le hacía verlo todo rojo. No estaba quejoso de su mujer, pero le molestaban los deseos que leía en las miradas y experimentaba el odio profundo de todo esclavo que no puede sacudir su cadena. La amaba rabiosamente y la rechazaba en el despecho de lo que le parecía una posesión incompleta. Sus celos no eran ese sentimiento analítico de los hombres que saben hablar de honor y de derechos. Eran los celos salvajes, violentos, del macho que defiende a su hembra. Un sentimiento que no le dejaba ser feliz con ella mientras estuviese vivo un hombre que la había acariciado. Necesitaba borrarlo todo con sangre. Alma primitiva, no admitía por intuición más que los procedimientos de violencia, propios de los seres ineducados, en los que reina desencadenada la pasión, y que no son la prueba más elocuente de la divinidad de nuestro origen.
No quiso acompañar ninguna vez a don Manuel ni a sus viajes a Nijar ni en sus partidas de cazar. Temía sin duda no poder contenerse y deseaba asegurar la impunidad premeditando fríamente su obra. En cambio, se ofrecía, para demostrar indiferencia, a ir siempre que era preciso al pueblo a buscar el correo, el tabaco, el pan y los mil objetos que los amos necesitaban. Su escopeta vieja de chispa, que tan buenos servicios prestó a sus abuelos, limpia y cargada de balines, esperaba, puesta sobre el seguro y colgada en la cámara, que el trabajo le dejase ocasión de ir a alguna cacería. La carga aquella había de ser bien empleada. Dolores esperaba ansiosa, febril, calenturienta, en una terrible tensión de nervios, el desenlace de la angustiosa situación.
Aquella tarde don Manuel, sus amigos y los campesinos que habitualmente les acompañaban, se habían ido a Peña Negra a pescar los sargos. Soplaba un Poniente, que hacía doblarse abatidos hasta tocar el suelo el ramaje de los árboles y levantaba la tierra labrada en remolinos de polvo. La noche cerró triste y sombría. El viento agitaba los cristales haciéndoles crujir dentro de su marco, y estremecía las puertas y las ventanas, gimiendo y aullando como si lo formase un torbellino de almas dolientes que caminaba hacia lo desconocido. Las señoras hallábanse de malhumor. Era una locura haber ido al mar con semejante noche.
Después de cenar tristemente, toda la gente del cortijo se reunió en la gran sala para rezar el rosario, imposición de María, que condenaba a sus servidores todas las noches durante una hora a estaciones, letanías, salves y credos, dirigidos a las múltiples imágenes de vírgenes y de cristos que en su idolatría cristiana se le aparecían diferentes y rivales, y a padrenuestros interminables para santos enojadizos y vengativos, a los cuales no convenía olvidar.
Bien es verdad que la mayor parte de los rezadores movían los labios, sin recordar un avemaría entera, y el resto cabeceaba y bostezaba a su sabor. Esto hacía a la beata poner cierta severidad y acento dé malhumor en sus palabras y salir de su ritmo litúrgico para despertarlos.
—Dios te salve, María —empezaba con fuerte voz de enojo, y poco después caía de nuevo en su tono de recitado indiferente.
El velón de Lucena de cuatro mecheros, con sólo uno encendido, y la mariposa de aceite, que ardía ante el niño Jesús, no rompían las tinieblas iban en un pequeño círculo, dejando temblar y cernerse la sombra sobre el adormilado grupo de criados y labriegos. El sargento, con la pareja de vigilancia, que en vez de celar la playa se iba a charlar o a jugar a las cartas en el cortijo, rezaban también, fingiendo unción, con sus carabinas al lado. Sin duda las otras parejas, libres de su espionaje, estarían en la casa de las Pintás.
Cerca de la puerta, Víctor se revolvía en la silla, nervioso, sin poder ocultar su impaciencia. Los aullidos del viento parecían animarlo en sus proyectos. Aquellas voces, aquellos silbidos misteriosos le aseguraban la impunidad. ¡Qué ocasión! Se levantó en silencio, y sin hacer caso de la alteración de la voz de la señorita, entró en la cámara. El oído de Dolores percibió, dominando todos los ruidos, el de aquella puerta al abrirse. Vio oscilar a lo lejos la luz del candil de la cocina, descolgado del clavo desde donde ahumaba la pared. ¿Qué iría su marido a hacer en la cámara? ¡Allí tenía la escopeta! ¡La noche era obscura… sombría!… No acabó de formular el pensamiento, y se levantó presurosa, sin hacer caso de la estupefacción de las señoras, murmurando una disculpa.
Cuando llegó a la cocina, su marido acababa de dejar el candil en el sitio habitual y entraba en la sala. Desde la puerta les hizo una seña de despedida a los mozos que lo miraban, como si, cansado y aburrido, se fuera a acostar en su cuarto. Aquella placidez no engañó a Dolores. Tuvo por un presentimiento la certeza de lo que pasaba. Víctor había, sacado la escopeta de la cámara y por la puerta de comunicación entre la cuadra y el dormitorio iba salir a los corrales y al campo. Echó a correr hacia la calle para atajarle el paso. No se había equivocado. Él, entretanto, adelantaba en la obscuridad, sin manta ni abrigo, oprimiendo la escopeta con mano trémula. Abrió la puerta de la cuadra. Todos los pares estaban amarrados a los pesebres. Muy pocos se habían echado a tierra y los otros continuaban comiendo su ración de paja. Avanzaba pegado a la pared entre las patas de las bestias, hablándoles bajo, para que al conocer su voz no cocearan asustadas, amedrentado de escuchar su propio acento. La visión de sangre se le hacia más intensa. Acariciaba con voluptuosidad de enamorado la imagen de su enemigo, con la brecha sangrienta en el pecho, como el florón rojo por donde se le había escapado la vida.
Cuando salió de la cuadra siguió pegado a las tapias del corral y atrancó con habilidad la puerta para facilitar la entrada al regreso. La escopeta estuvo a punto de escapar de su mano al escuchar su nombre.
—¡Víctor!
Dolores, sin mantón, sin pañuelo en la cabeza, tiritando de frío y de miedo, estaba delante de él, preguntándole:
—¿Adónde vas?
—¿Y tú qué has venido a hacer aquí? ¡Vete!, —rugió él con dureza y enojo.
—¡Víctor, por caridad! ¡Tú vas a hacer una cosa mala… una muerte!…
—¿Y qué? ¿No lo esperas ya?…
—Pero to se sabe… te llevarán a la cárcel… ¿Qué será de mí… de Nicolás?
—No tengas cudiao… Esta noche me han visto entrar, acostarme… No me verán salir…
—Pero don Manuel no va solo… sí te verán… lo sospecharán… se conoce el tiro de tu escopeta…
—No temas…
—¿Y tú? Vítor de mi alma… tú te arrepentirás luego… ¡Matar a un hombre!
Y su mano izquierda apartó la escopeta, abrazando a su marido con el brazo derecho.
Relampaguearon en la sombra los ojos de Víctor. Empujó a su mujer con violencia lejos de si.
—¡Ah! ¡Quieres salvarlo!… ¿Te interesa?
Sintió, ella el ultraje de los celos.
—¡Yo!… ¡Yo!… ¿Qué yo?… ¡Oh! No… Toma la escopeta… ¡Mátalo!
Con un gesto de altivez suprema, puso de nuevo el arma en manos de su marido y se apartó para dejar libre el paso.
—¡Dolores mía!… Perdóname… Tienes razón… Eres valiente… lo odias… eres mi Dolores… ¡Ah! ¡Cuánto tarda el momento de irnos a nuestro barranco!… ¡Aun hay que esperar!
Ella, llorando en silencio, no se atrevió a insistir. Los dos esposos volvieron abrazados a recorrer el difícil paso de la cuadra, acallando a las bestias con acento familiar.
Mientras Víctor iba a dejar la escopeta en la cámara y a tenderse en una cabecera para pasar la noche de insomnio, Dolores entró en la sala, donde las devotas dirigían sus rezos en latín, sin entender el significado de las palabras, a la Madre de Jesús.
—Faederis arca.
—Janua Coeli.
Y los labriegos no acertaban a responder sin equivocarse:
—Ora pro nobis.
—Ora pro nobis.