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Los Inadaptados: IV

Los Inadaptados
IV
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Unas palabras
  5. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  6. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  7. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

IV

Habían acudido al velorio todas las familias del valle y de los lugares vecinos: las Negras, la Hortichuela y Escullos, atraídos por la fiesta que según sus costumbres supersticiosas y groseras debía acompañar a la entrada de un ángel en el cielo.

Sin respeto al dolor de la madre, se colocó el cadáver, vestido con traje de percal color crema y lunares azules, sobre la mesa de la cantarera, convertida en altar, donde lucían profusamente amapolas, margaritas y lirios del campo, mezclados con alelíes tardíos y ramos de hojas verdes.

Tres candiles de aceite, colgados de la leja y del jarrero, alumbraban la ancha cocina de arco, dentro de la cual se revolvían más de trescientas personas.

Grandes alfarjías, sostenidas en los extremos por sillas, servían de asientos a la triple hilera de mozas, que se estrechaban formando cuadro hasta dejar espacio limitado para bailar una sola pareja.

Los hombres, de pie detrás de los asientos o agrupados junto a la puerta de entrada, formaban una masa compacta, fondo de la pintoresca nota de color de los pañuelos polícromos y las vivac flores de trapo coa hojas de talco que adornaban las cabezas.

En el ángulo del hogar, Dolores, envuelta en su pañolón de alfombra, procuraba ocultar el llanto sin separar los ojos del altarito donde la figura inmóvil de su hijo le desgarraba el alma.

La misma fuerza del dolor le causaba una especie de atrofia y en algunos momentos, presa de una horrible pesadilla, creía ver sonreír al niño en su lecho de flores, juguetón, de igual manera que cuando sobre la falda soltaba el pecho, levantando los bracitos para acariciarle el rostro. El dolor de sus senos, rebosantes de leche, inútil ya para alimentar a aquel hijo adoradora llenaba de desesperación. Cerca de ella estaban su madre, la tía Aurora, la esposa del tío Matías, la Culnienea, varias carabineras y algunas de las mujeres de los lugares cercanos que vinieron acompañando a las mozas. Todas creían un deber evitar a la infeliz madre las expansiones de su dolor.

—No empañes la gloria de que goza el ángel —le decía una carabinera.

—¡Dichoso él!, —repetía con místico arrobamiento una mujer de la Hortichuela.

—¡Y dichosos los padres que tienen quien ruegue por ellos!, —añadía otra.

—No ofendas a Dios con tu pena, que puede mandarte otro castigo —agregaba una tercera.

—Como que Él sabe siempre —lo que se hace— continuaba Aurora.

Aquí las mujeres contaban cosas horribles: ya era una madre que por no haber hecho velatorio a su hijo vió morir en pocos días a todos los individuos de la familia. Ya era otra que desesperada por la muerte del suyo, tuvo al pasar ante el espejo la visión de la vida futura, y al verlo espirar en el patíbulo cayó de rodillas bendiciendo a la Providencia.

Dolores apenas las oía, sin entenderlas. En su cerebro cristalizó una sola idea. ¿Para qué nacen los niños si han de morir sin haber vivido?

Un sentimiento intuitivo le decía que no puede existir un ser entretenido en formar criaturas para hacerlas sufrir y destruirlas vanamente. No era posible que un déspota formara seres capaces de sentir por el sólo placer de que le adorasen. Su hijo ora suyo; tenía derecho a sentirlo, a llorarlo; se lo habían quitado traidoramente. ¿Por qué? ¿Castigo en un inocente? No. ¿Librarle de males futuros? ¿Para qué nació entonces? Se indignaba del egoísmo de los que presentaban como un bien las rogativas de su ángel en el cielo, cuando su anhelo era trabajar y sufrir por él en la tierra. La blasfemia, la protesta innata, se revolvía dentro de su alma. Víctor, entretanto, tomaba parte en la fiesta. Los hombres no tienen el derecho de mostrarse tristes ni llorar. En algunos instantes parecía realmente satisfecho de ver libre a la familia de la carga de aquel niño intruso. El Pelao, sentado cerca del altarito, acompañaba el fandango con la guitarra y cantaba coplas alusivas al acto, siempre que los mozos tardaban en hacerlo:

La madre de este infantico,
¡qué contenta debe estar!
Tiene un ángel en el cielo
y nada le faltará.

Salían las muchachas a bailar una a una, y según el número de coplas que les cantaban era lógico suponer que no podrían todas disfrutar de la danza; desaire peligroso si las que restaban tenían novio o pariente braveador. Algunas habían venido descalzas y con los zapatos en la mano desde puntos que se hallaban a más de dos leguas.

Cuando una mozuela dejaba el baile, levantá base la que había sentada a su derecha, se colocaba un momento delante de alguna amiga de confianza para que le arreglara el pico del pañuelo del talle y tomaba su lugar enfrente del bailador. Sobre poco más o menos, todos bailaban las mismas mudanzas de fandango cada vez que se entonaba una copla: saltos, vueltas, trenzados, alzando moderadamente los pies, cimbreando el talle y enarcando los brazos sobre las airosas cabezas.

Si la muchacha era bonita o bailaba bien, se abusaba de su fuerza. El código de la cortesía en sus fiestas impide retirarse del baile mientras haya una copia empezada; muchas veces el cantar nuevo se une al que termina, y otras, dos mozos los entonan al mismo tiempo, sin cederse el puesto uno a otro, por miedo de quedar callados los dos, y confundían en la misma tonada la letra distinta de sus canciones. Algunas mozas se retiraban del baile rendidas, sudando, pero satisfechas en su amor propio con haber bailado veinte o veinticinco coplas. Antes de sentarse tenían la obligación de tocar con la mano en el hombro del bailador, del toreador y de los que les habían cantado, como si les dieran en pago de su galantería un abrazo.

El novio que deseaba acompañar a su amada en la danza, pedía su puesto al bailador con la frase de ritual: «¿Hace usted el favor, amigo?» y lo reemplazaba en su tarea.

En estos casos nadie podía pretender ya bailar con la misma moza, pero el galán estaba obligado a continuar bailando con las que siguieran, hasta que otro le pidiese su puesto.

A veces, en los momentos de mayor animación, uno de los concurrentes solía interpelar al bailador:

—Dígale usté algo a esa niña.

El piropo brotaba oportuno de labios del mozo.

—Dígole cofrecico de sándalo.

—Gracias, amigo.

Todas las mozuelas sentadas en el rolde repicaban las castañuelas para acompañar a la bailadora, y su ruido solía ahogar los acordes de guitarras y bandurrias. Daban una nota de alegría, un aleteo de pájaros a las manos, que se movían ligeras agitando los lazos multicolores que las adornaban. Todas batían a compás como si fuesen un solo par de postizas. Sabían golpear, repiquetear y quedarse silenciosas a un tiempo mismo.

Cualquier infracción de las reglas del baile era grave. Al mozo que consintiera el más pequeño desaire se le consideraba cobarde y deshonrado. Así casi todas las fiestas acababan a garrotazos. Era suficiente una copla intencionada, una palabra, para que los amigos más íntimos vinieran a las manos. El primer garrotazo era para el candil; una vez a obscuras, mientras las mujeres huían atropellándose y gritando, los hombres repartían garrotazos, palo contra palo, pretendiendo romper la guitarra, que el tocaor defendía en alto, como sí ella fuera la culpable de todo.

Por fortuna no se echaba mano a las armas ni habla saña en las acometidas; la cuestión era hacer ruido y parecer bravucones; las heridas eran de escasa importancia y nunca había nada grave que lamentar.

Aquella noche Víctor había mandado echar dos rondas de aguardiente, que aumentaban el buen humor. La gente estaba contenta y sin deseo de armar gresca.

En medio de la alegría general no podían sustraerse a la influencia del dolor de la madre, que imprimía a la fiesta un sello de melancolía, y en todos se notaba un piadoso respeto.

La nota discordante de la noche la dio enmá Redin, el patrón de la barca de pesca, que llegó borracho como una cuba de casa de las Pintás, mezclando piropos y palabras obscenas, blasfemias y maldiciones, sin que nadie le hiciera caso hasta que se quedó dormido en medio de la batahola, cerca del quicio de la puerta.

Algunas muchachas entraban y salían con frecuencia para dar rienda suelta a la risa que les causaba contemplar al viejo jabecote, de barba y cabellera blancas, tendido boca abajo contra la tierra, roncando con la resonancia de un cañón de órgano y con la faz congestionada como si fuera a darle una apoplejía.

Los actos de los jabecotes no se tomaban en cuenta; se les toleraba graciosamente, como si fueran de una raza inferior. Estaban acostumbrados a verlos borrachos y maldicientes siempre. Los días de pesca, cuando el lance no era bueno, tiraban al suelo sus gorros amarillos o encarnados y los iban llenando de piedras, en cada una de las cuales personificaban un ser divino, al que iban nombrando a medida que las cogían: «San José», «San Pedro», «San Juan», «La Santa Virgen», «Nuestro pae Jesús Nazareno». Así que el gorro estaba bien lleno se subían en él pataleando bizarramente a la corte celestial, sin perjuicio de descubrirse con devoción al embarcarse para un nuevo lance murmurando: «¡Vamos con Dios!».

Entre los concurrentes estaba Gaspar, que no se creía desautorizado por su equivocación respecto al enfermito, limitándose a repetir con el mayor aplomo:

—Ayer estaba güeno. Pero los nidos son como la flor de la maravilla… No se pué decir na…

De hora en hora, el Capuzo, el tío Fárrago, Antonio Diego y algunos otros vecinos, interrumpían la danza con el entremés de un juego.

Aquellos juegos de Rodalquilar, a los que habían llegado por intuición los campesinos, podían probar ante un filósofo la unidad de las manifestaciones del alma humana. Eran copia exacta de las primeras y rudimentarias representaciones teatrales.

Mientras duraba el baile, los actores componían y ensayaban su comedia. Siempre de un asunto familiar, al cual procuraban hallarle la vis cómica. Unas veces, disfrazados con bigotes y sombreros estrafalarios, fingían medir un terreno para repartírselo, sin lograr ponerse de acuerdo a pesar del derroche de agudezas, y acababan dándose de palos; Otras, uno de los actores se disfrazaba de zorra, dejándose medio cuerpo desnudo, para imitar al animal, y poniéndose unas alpargatas por orejas y un enorme rabo de esparto. Otros actores, disfrazados de perros, perseguían a la zorra para evitar que robase las gallinas, hasta que un guardián astuto le prendía fuego en la cola. El fingido animal corría alrededor del corro de muchachas, con el esparto encendido, salpicándolas de chispazos, que las obligaban a huir para librarse, y acababa el juego entre carreras, gritos y algazara.

Ya había amanecido y empezaba a clarear el sol, cuando se terminó la primera vuelta de bailadoras. Era el momento oportuno de acabar la fiesta. Antonio Diego tenía aparejado el mulo para conducir el cadáver a Nijar y la tía Aurora esperaba la señal para envolverlo en la mortaja: una sábana, que sustituía allí a los cajones de madera.

Gaspar y Capuzo se lanzaron en medio de la rueda, rastreando tas varas a las voces de «¡Roque! ¡Roque! ¡Ha venido Roque!», frase sacramental para acabar la fiesta y echar a todo el mundo a la calle.

Los tocaores dejaron instantáneamente las guitarras, y todos los concurrentes se dispusieron a irse, no sin dar antes a Dolores la enhorabuena por la gloria de que gozaba el ángel. La infeliz los oía, agobiada por la pena, sin poder moverse del asiento ni hallar fuerzas para responderles. Mientras había durado la fiesta, tuvo el triste consuelo de contemplar el cuerpecito adorado. Ahora llegaba el momento de la separación, del alejamiento definitivo. Su intuición de mujer doliente le decía que era una piadosa mentira, propia para engañar a los Imbéciles, que lo aceptaban por consolarse, aquello de que su niño seguía viviendo en una región luminosa y sonreiría detrás del azul. De su hijo no quedaba otra cosa sino aquel mísero despojo que no tardaría en descomponerse. Se lo iban a llevar más allá de las montañas, a dejarlo abandonado en la soledad de un cementerio. ¡Allí su niño tendría miedo y frío, y ella no estaría cerca para protegerle! La idea de la muerte iba mezclada con la del abandono. Concebía algo de vida para su hijo mientras no lo separaran de su lado. En su locura, experimentaba un sentimiento de rebeldía contra la muerte. ¡Lucharía para que no le quitasen a su Rafael y se lo llevasen lejos, a meterlo en una fosa!… ¡A echarle tierra en la cara! No.

Se levantó descompuesta, salvaje, decidida a defenderlo con todas sus fuerzas, a rodearlo con sus brazos, a que no se lo arrancaran de ellos, y se adelantó hacia el altarito. ¡Iba a volverlo otra vez a la vida con sus besos!

Dos o tres mujeres corrieron a interponerse, sujetándola en el momento mismo que sus ansiosas manos tocaban el helado cuerpecillo, Se revolvió furiosa:

—¡Dejadme!… ¡Dejadme!… ¡Es mi hijo!… ¡Mi hijo de mi alma!… ¡No quiero que me lo quiten!…

Forcejeaba dispuesta a morder y a luchar. De pronto corrió un murmullo entre la multitud. Luis Márquez, seguido de su inseparable Chucho, avanzaba hasta acercarse al cadáver. La siniestra figura del mendigo, pálido, erguido, produjo un movimiento de supersticioso temor. Dolores misma quedó inmóvil, muda, mirándolo como si esperase de él algo sobrenatural.

El viejo contempló al muertecillo con semblante de Feroz complacencia.

—¡Dichoso tú!… ¡Has tenido suerte en irte del mundo antes de conocerlo!… ¡Un lobezno que no ha llegado a tener garras!… ¡Así hubieran perecido todos esos imbéciles que vienen a gozar en el dolor ajeno!

Se adelantaron Capuzo y Matías.

—Vamos, tío Luis; déjenos usted de monsergas, que no es esta la ocasión; es preciso envolver al niño y que se lo lleven temprano al pueblo.

Detrás de ellos, Aurora presentaba la sábana blanca. Era el momento supremo.

—¡No!… ¡no!… ¡Mi hijo no!… —aulló Dolores desesperada.

—No ofendas a Dios, mujer —exclamaron algunas sujetándola—. ¡Cuando Él lo hace!…

—¡Dios!… ¡Imbéciles! —repitió el mendigo—. ¿Cómo os figuráis a Dios? ¿Nuestro Padre? ¡Ja, ja, ja!… A ver cuál de vosotros es capaz de echar veintiún huevos a una llueca, cuidarla para que saque sus polluelos, y el mismo día que rompan el cascarón, romperle una pata a uno, aliquebrar a otro, saltarle los ojos al de más allá… A éstos darles de comer hasta ahitarlos y dejar que se mueran de hambre los otros… ¿Lo haríais?… ¿No?… ¿Es que sois mejores que Dios, que así obra con nosotros?… ¡Preferís decir que Dios es malo, a confesar que no lo hay!…

—¡Jesús! ¡Jesús!

—¡Jesús, María y José!…

—¡Ave María Purísima!

Exclamaron todas las mujeres a un tiempo, aterrorizadas de la blasfemia.

Y la Culmenea, santiguándose, agregó:

—Este hombre está loco, endemonian… ¡Nos trae la desgracia!

Entretanto, un grupo de mujeres había logrado interponerse entre la madre y el cadáver del pequeñuelo, presentándole, como supremo recurso para calmar su desesperación al otro hijo, que se le abrazó llorando al cuello, amedrentado y amoroso.

La infeliz, rendida de dolor, impotente para la lucha, estrechó convulsivamente a Nicolás, único consuelo que le restaba, y respondió a sus caricias con una explosión de lágrimas y besos.

Desfallecida la condujeron al lecho, cerca del cual quedaron velando solícitas las vecinas. Entretanto, Aurora, Capuzo y Matías envolvieron al muertecillo en la sábana y ayudaron a colocarlo sobre el mulo.

Unos cuantos minutos después todo había concluido. Se alejaron las pandillas de bailadoras y se escuchaba a lo lejos el ruido de sus voces y sus risas, mezclado a los acordes de la guitarra, las coplas de fandango y el alegre repique de las castañuelas.

Víctor y el mendigo contemplaban aquella cabalgadura, sobre cuyos lomos iba el fardo blanco del muertecillo, que de modo tan triste había de cruzar las montañas y los desiertos campos, como el caminante que se dirige a la última desconocida morada.

La gran cocina de arco estaba desierta, la débil luz de los candiles agonizaba con la claridad del día. Las flores marchitas exhalaban el mal olor de los tallos corrompidos en el agua, mezclado con la peste de la pavesa y el suelo sucio con la tierra y el barro de la calle; los asientos dispersos y revueltos le daban ese aspecto siniestro que dejan siempre en pos suyo todas las cosas alegres cuando desaparecen y se pierden.

—Este es el mundo… este es el mundo… —exclamó el mendigo—. Allí la muerte, allá la vida… Aquí el dolor, ahí la alegría… Afuera el sol… y dentro la sombra… ¡La desigualdad! ¡La injusticia!

Un sollozo se escapó del pecho de Víctor.

—No llores… alégrate… mira… ya se pierde en el recodo del camino… ¡No lo veremos más!… ¡Sé hombre!… ¡Así debieran salir del valle todos los intrusos que pasaron esas montañas!… ¿Qué falta nos hace su progreso… su civilización?… Déjalos que se mueran… que se maten… ¡Cuando nada de ellos quede, la tierra creará seres de corazones puros!…

Y como el campesino, sin entender la dialéctica del mendigo filósofo, se dejaba caer llorando sobre el poyo de piedra, lo miró un momento silencioso, y luego, encogiéndose de hombros, se alejó seguido de Chucho, murmurando:

—¡Imbéciles!… ¡Qué humanidad!… ¡Qué asco!…

En la quietud del valle seguían oyéndose los acordes de las músicas y el eco de los gemidos de Dolores.

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