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Los Inadaptados: I

Los Inadaptados
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Dedicatoria
  4. Unas palabras
  5. Primera parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
  6. Segunda parte
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
  7. Tercera parte
    1. I
    2. II
    3. III
  8. Autor
  9. Otros textos
  10. CoverPage

I

Sentada sobre un posete de viejo pitaco, desnudos los brazos hasta cerca del codo, Dolores acababa de mondar la enorme pila de pimientos asados, para preparar la ensalada de la cena a los segadores. Su mano regordeta rompía el cristal del agua de un barreño, agitándola con ligereza, para despegar de sus dedos los negros hollejos requemados. Cerca de ella una muchacha pelinegra, d§ penetrantes ojos de endrina, los iba partiendo, sin desperdiciar corazón y semilla, y los mezclaba con los pedazos de tomate crudo y blanca cebolla que lucían en el gran lebrillo de barro vidriado de azul.

Aproximábase la hora del crepúsculo; un ambiente dulce, tibio, melancólico, envolvía al campo. La tierra, abrasada con el beso del verano, mostraba orgullosa las gavillas de trigo maduro amontonadas en las hazas, el oro de los rastrojos y las mieses tendidas en las eras o formando las hacinas de rebosantes espigas rubias, que esparcían el olor acre y picante de los cereales en sazón.

Unicamente las huertas ofrecían el descanso refrescante de los maizales tempranos y las apetitosas hortalizas entre el tostado y reseco paño rama.

Se oían a lo lejos las esquilas de los rebaños que se encaminaban al redil, el balar de los corderillos impacientes de esperar a las madres en la tinada del corral y los ladridos de los perros, avisando de cortijo en cortijo el paso de algún transeúnte. Los zagalones aparecían trotando detrás de las piaras de cerdos, que hartos de hozar en el campo, venían en busca de descanso en las zahúrdas; las mujeres llamaban a las aves, medrosas de la sombra, para encerrarlas en los gallineros. Todos aquellos ruidos parecían apagarse en una extraña armonía, preludio del sueño y del descanso. De vez en cuando el cantar melancólico de algún mulero rasgaba la quietud, como una queja apasionada del alma árabe que, sin saber por qué, subía del corazón a los labios, con la espuma de un sentimiento panteísta o en la expansión del espíritu romántico, cantando sueños, anhelos y dolores, entre el manto vespertino, capaz de envolver todo lo vago, lo incierto, lo misterioso e indefinible de las almas.

La gente del cortijo se iba acogiendo a la casa; hombres, mujeres y chiquillos, cansados de la faena del día, se sentaban bajo el porche, dilatando la nariz con el olor de la ensalada, rebosante de aceite, que llenaba el barreño colocado en la mesilla, cubierta con el blanco mantel de flecos y cenefas color magenta.

No tardó en llegar la pandilla de segadores, pájaros bohemios que, como las golondrinas, anuncian la primavera y la buena cosecha; familias enteras iban desde el Norte de España a Andalucía, al mando de un jefe o manijero, que ejerce la facultad omnímoda de los patriarcas de las antiguas tribus.

Los labradores acuden a buscar gente para la siega a los pueblos cercanos a sus lugares, donde en las esquinas de las plazas públicas acostumbran a acampar las tribus nómadas.

Víctor había llevado a Rodalquilar treinta segadores extremeños: un viejo manijero de rostro avellanado, con expresión de socarronería alegre y dicharachera, que se pasaba el tiempo amenizando el trabajo con cuentos y chascarrillos; tres mujeres de edad incierta, nerviosas y robustas; media docena de mozas, hoscas y desabridas; dos chicuelas, que seguían a las madres espigando, y algunos hombres y zagales, desde los catorce a los cuarenta años, toda gente de brazos fuertes, sin pereza para trabajar, que caían sobre las hazas guadaña en mano, segando las mieses como nube de langosta. Víctor había tenido suerte al escogerlos; estaba contento y los trataba bien. Todas las mañanas, migas de harina de trigo para ir al trabajo; al mediodía la olla, abundante en tocino hasta dejarlo de sobra, y por la noche las ensaladas y el regalo de la fruta fresca.

A las doce era Dolores la encargada de llevar el gazpacho al haza. Aquel cántaro bienhechor de agua cristalina con abundante vinagre y refrigerantes pedazos de cebolla y pepino, les aliviaba de los tormentos del calor; la pobre gente, encorvada todo el día entre el vaho acre de la tierra, el polvillo de la mies y los ardores del sol, tenía siempre para recibirla la risa, la canción y el chiste sobre los labios, como si poseyeran el don de ser incansables. EL trabajo no les robaba el humor ni el apetito; y sin embargo, aquella tarde pasaba un soplo de descontento sobre todas las mujeres; Víctor les había dado para ayudarles compañeros que no fueron de su agrado. La contrariedad se notaba en el franco y bello semblante de Dolores cuando al volver del horno, ufana detrás de las tres tablas de pan moreno amasado por sus manos, divisó a las Pintás entre la concurrencia.

De mal talante cogió entre los pliegues del tendido de lana las chatas tortas destinadas a probar el amasijo, y siguiendo la costumbre campesina fue ofreciendo su pan a los presentes, que sin hacerse rogar, arrancaban un pellizco, abrasándose los dedos al hundirlos en la caliente molla.

En seguida empezó la cena. ¡Pan caliente! ¡En verdad que no había amos como Víctor y Dolores!

Apartóse en un tazón la comida de los muchachos y el corro formó estrecho círculo en derredor de la mesilla; grandes pedazos de torta clavados en las puntas de las navajas y de las facas se hundían en el barreño para salir goteando en el largo camino que tenían que recorrer hasta llegar a la boca. Se mascaban a dos carríllos enormes tramojos, resoplando y lagrimeando, por el ardiente sabor de los pimientos picantes, que les abrasábanla boca. Hombres y mujeres se veían obligados a restregarse con los pañuelos o con el puño cerrado los ojos y la nariz, sin dejar por eso de comer. «Peor pal amo; a éstos hay que entendellos, echarles pan», y entre los enormes tacos de bollo, el paladar se libraba de las torturas del cáustico, para seguir engullendo la apetitosa ensalada.

Al mismo tiempo se hablaba, se contaban cuentos y se reían chistes; entre las mujeres, reservadas y un tanto zahareñas, las Pintás lucían el fácil ingenio en chistes y morisquetas de subido color, que provocaban el disgusto de las hembras y el regocijo de los hombres.

Aquellas Pintás eran intolerables; la escoria del valle. La familia se componía de un matrimonio y diez hijos que habitaban hacinados en una pequeña casucha de piedra y barro, levantada con los cascotes de la derruida ermita. Eran sólo cuatro tapias cubiertas con un chamizo de caña y alcatifa, sujeta con unas cuantas espuertas de cascajos.

Dentro había una separación para el hogar y otra para el pesebre de la borrica, recogiéndose a dormir al abrigo de la intemperie, dentro del mezquino albergue, la numerosa familia en amigable promiscuidad con la burra, las gallinas y los cerdos.

Todo el mundo convenía en que el padre, Sebastián, era un buen hombre; se pasaba la vida al sol, tendido al amparo de las tapias, sin preocuparse de las cosas de la familia ni meterse con nadie. Do los hijos, el mayor, Cinco Peroles, completamente idiota, era un zascandil que recorría los cortijos de la vecindad mendigando el sustento a cambio de grotescos bailes, canciones y cómicas escenas. De los otros nueve, cinco eran varones, de veinte a veinticuatro años, iguales de estatura, todos flacos y desmedrados, casi ciegos del mal de ojos, con los párpados sin pestañas, escaldados por el humor que les corroía los bordes bajo las secreciones cristalizadas de la continua supuración originada por las viruelas. La terrible enfermedad encontró terreno abonado para desarrollarse en la suciedad de la pocilga. La hija segunda se había quedado ciega, y la madre y los otros hijos llenos de úlceras y miseria, marcadas las caras con terribles costurones y hoyos, que les valieron el sobrenombre de los Pintaos.

Los cinco muchachos, raquíticos, cieguezuelos, zaparrastrosos, medio, idiotas, inútiles para el trabajo, llevaban continuamente el brazo doblado sobre el rostro para servir de pantalla a los ojos; respondían a la denominación común de los Rarras. Lo mismo que el padre, no conocían mas goce que el de tenderse al sol, ni más pesar que el del hambre en su vida vegetativa, inerte, de un cerebro rudimentario. La alimentación de todos dependía de las sobras del idiota y de las ganancias de las mujeres. Y las mujeres tuvieron que ingeniarse. Rosa, la madre, y Rosilla, la hija mayor, viuda de un marchante de ganados, tenían lindos cuerpos, no deformados por la maternidad ni por las terribles viruelas. La cara cetrina, llena de pecas y verdugones, con los ojos sin pestañas, disimulaba su fealdad merced a la graciosa forma de la cabeza de rizos castaños y la armónica curva de los cuerpos, regordetes y esbeltos, con anchos hombros y opulenta pechera sobre la cintura redonda, encajada como un macetero en el arco de lira de las caderas. La madre y la bija explotaron la belleza de sus líneas para mantener a la familia. Un botillo de vino y un frasco de aguardiente fueron el pretexto para atraer a su cantina los carabineros y a los marchantes. No tardó la casa en verse llena de parroquianos que se pasaban el día alrededor de la mesilla de tapete verde, jugando al Pablo con una grasienta y borrosa baraja, preocupados en ganarse los tantos: un puñado de guijas lustrosas del continuo uso.

Así, al lado de la chimenea en invierno, o a la fresca sombra de las hojas de la cidra cayote que cubría el porche en verano, los hombres del valle se pasaban el día en casa de las Pintás. Constantemente el vaso de vidrio daba la vuelta al corro con el peleón que salía del jarro de lata. Cuando empezaban a ajumarse, las cabezas, calientes reclamaban la guitarra, el baile y la francachela. En esos casos Rosa era insustituible para hacer un magnífico arroz, una sabrosa ensalada y hasta asar un cordero en ocasiones. Siempre su primer cuidado era el tazón de comida para el marido y los hijos, cuya hambre no se satisfacía por más guisado quejes mandasen. Era un espectáculo curioso ver aquellos seis muchachotes de pie al lado de la fuente, con el brazo izquierdo resguardando los ojos y dándose con el derecho sendos cucharazos, para evitarla glotonería de sus hermanos, y lanzando esa especie de gruñido de los perros a quienes se quita, la ración, Sucedió más de una vez que mientras los muchachos esgrimían las cucharas, el padre alimentaba la cizaña para comérselo todo.

Al principio los aldeanos desdeñaron ir a casa de las Pintás. Allí cada hombre tenía su mujer, y los muchachos, cansados del continuo trabajo, no pensaban en buscar las hembras. Después, con la llegada al valle de dos numerosas brigadas de mineros de Mazarrón, la fama de las Pintás llegó a su colmo. Todos aquellos hombres las galanteaban, se las disputaban rabiosamente y pagaban con esplendidez sus favores. Sosa y Rosilla no tenían tiempo de atender a tanto pretendiente. La abundancia entró en la casa, la comida se quedaba siempre de sobra, los mantones, pañuelos y vestidos de las dos mujeres deslumbraban a las aldeanas.

Sin embargo, se las admitía en todas parte; ellas no confesaban jamás nada, ni sus actos públicos tenían el sello de la desvergüenza o del escándalo, Habían sabido tomar cierto aire de dignidad y de independencia, que les daba el derecho a elegir y les permitía cotizarse más caras. En el fondo tenían cierto secreto orgullo de las envidias que despertaban con su vida fácil y alegre. Hasta sentían un movimiento de piedad por todas aquellas pobres mujeres-bestias que pasaban la vida en la adoración de sus maridos, levantándose de noche a echar el pienso a los animales, maltratadas; siempre pariendo y criando, hambrientas y mal vestidas, mientras a ellas se las mimaba y se las servía. De sus comparaciones no se sacaba deducción favorable a la virtud, aunque por un sentimiento atávico, toda la familia era celosa en guardar el honor de la cieguecita y de la otra, hermana pequeña. Ambas permanecían puras entre aquella inmundicia, aspirando a casarse para llevar la flor de la virginidad física a sus maridos, y luego hacer lo que tuvieran por conveniente. Entretanto permanecían inocentes y tranquilas, como adormila das bestiezuelas en la atmósfera del lupanar.

Cuando la gente empezó a escandalizarse fue cuando se marcharon los mineros; los labradores y mozos del valle, acostumbrados a su compañía, continuaban yendo solos. Los ahorros se gastaban en casa de las Pintás, y aquellas malas pécoras se comían lo mejor de las huertas.

Las mujeres, que las habían tolerado con secreta envidia mientras se trataba de los otros, se rebelaban abiertamente al ver a sus hombres abandonar el trabajo para irse a pasar el tiempo con aquellas bribonas.

En la inocente sencillez de las aldeanas, el poder de seducción de las Pintás, cimentado sobre el vicio de los machos, se atribuía a algún oculto maleficio. La tía Culmenea fue la encargada de esparcir la versión. Su marido era un carabinero, con el que se llevó siempre como los ángeles del cielo hasta su llegada a Rodalquilar. El pobre Culmenea (debía su apodo al andar acompasado y al cadencioso movimiento de caderas) se enamoró perdidamente de la vieja Rosa. No cabía duda de la existencia de un sortilegio o bebedizo cuando un hombre avezado a la vida de las grandes ciudades experimentó por ella la pasión salvaje que le condujo a la idiotez y a la muerte.

Llenas de terror las mujeres, procuraban estar bien con Rosa para librarse de ser damnificadas. Les sucedía lo mismo que cuando algunas veces llegaban cazadores extremeños mostrando en loba encerrado dentro de una jaula de esparto. Se les daba todo lo que querían por evitar que lo soltasen en BUS corrales.

Dolores había visto siempre con indiferencia, las Pintás, pero las frecuentes visitas de la Culmenea al cortijo acabaron por hacer mella en su ánimo. Cuando la pobre mujer narraba sus desventuras, el espíritu de solidaridad femenina le hacía compadecerla y comprender su dolor como si se Hallase en igual caso. Más de una vez, oyéndola, tembló de celos y de rabia. ¡Si a ella le pasara una cosa así! Entonces empezó a observar que Víctor le prestaba menos atención y que iba con frecuencia a la cantina, cuya proximidad al cortijo facilitaba que siempre al salir o al volver le fuese fácil entrar un rato. Dolores fijó la atención en lo que tardaba su marido, en las continuas visitas de las Pintás y en las bromas y los obsequios que les dispensaba, y empezó a tomarles ojeriza. ¡Si Víctor la engañase!, a esta sola idea una ola de angustia le oprimía el corazón y la garganta. No; no era posible la des lealtad en su marido; pero aquellas mujeres tenían sin duda proyectos sobre él. En la actualidad, Víctor era el labrador más rico de la comarca.

Habían transcurrido cerca de tres años desde el naufragio del vapor Valencia y recordaba los sucesos pasados como una fatigosa pesadilla. A su vuelta al barranco, desfallecida y enferma, tuvo que esperar dos meses, en una mortal ansiedad, que don Manuel le cumpliese la palabra de devolverle a su marido: recordaba con miedo y asco aquellos momentos abominables en los que, rendida por la lucha y el dolor, había sentido sobre su cuerpo los ultrajes de un hombre convertido en fiera. Su instinto femenino la había hecho ocultar el secreto cuidadosamente, fingiendo con su sencillez de campesina, para que ni la tía Aurora ni las otras vecinas, ni aun su propia madre, pudieran adivinar nada, y allí, al lado de su hijo Nicolás, en la tranquilidad de su casa, la escena terrible se iba borrando de su imaginación, hasta el punto de que en ocasiones fue necesario que viera sus brazos y sus hombros desnudos ante el espejo para que el sello morado de la infamia la convenciese de que todo no había sido un ensueño. Cuando volvió a abrazar a su marido se sintió tan feliz, que por un instante tuvo un movimiento de orgullo. El sentimiento del honor no existía en Rodalquilar de la misma manera que entre las personas que se llaman cultas. Allí no era deshonra irse con el novio ni ceder a otro amor después de casados. Pero el respeto a la mujer ajena era tal, que se daban pocos pasos. Cuando alguna vez sucedía no se pensaba en deshonor. Si el marido no estaba enamorado transigía con que le abandonase, y él buscaba otra hembra para embellecer su hogar; si la amaba defendía el cuerpo necesario a su placer con ansia de fiera rabiosa. En esos casos, cuando dos hombres se disputaban la posesión de una mujer, la lucha era terrible, a muerte, y el vencedor, que podía contar con la complicidad de todos sus convecinos para quedar impune, se llevaba como premio a la hembra disputada.

Lo que no se toleraba era el engaño y la mentira. La mujer que no quisiera a su hombre que se lo dijese, pero que no le hiciera trabajar para mantener hijos ajenos. Los Marcos, que por tal cosa pasaran, habían de aguantar resignados la chacota y el desprecio general.

Dolores estaba segura de que Víctor la rechazaría de su lado o la mataría si llegase a sospechar de ella. Ante este temor, una pasión ardiente y salvaje vino a unirse al amor que profesaba a su marido, una pasión celosa que despertaba con más potencia la de Víctor, envolviéndolos en la ola de voluptuosidad, engendradora del disgusto y del desequilibrio nervioso de los celos. Se esforzaba en hacer feliz a su marido y en embriagarse para olvidar su desgracia. Un día, como si la fatalidad quisiera dejarle un recuerdo imborrable, sintió en sus entrañas un aleteo de pájaro. Conservaba entre sus impresiones de muchacha la que experimentó un día en que Víctor le llevó de regalo un gorrión recién muerto de una pedrada; Lo tenía en la mano y sintió que a su calor se estremecía y palpitaba de nuevo el cuerpo del pobre pajarillo. La muchacha, compasiva, lo acercó a su pecho y el animal volvió a la vida. Después, cuando su primer hijo se movió en sus entrañas, experimentó el mismo estremecimiento, símbolo de la vida, y ahora, al agitarla de nuevo, sentía con extraño pavor germinar una existencia en su seno.

Por un momento quedó absorta, parada, sintiendo aquel aleteo de pájaro en su entraña izquierda, y una sospecha brutal la hizo arrojarse contra el lecho presa de terrible desesperación. ¿De quién era aquel hijo? Circunstancias especiales de su organismo le permitían asegurar que no era de su marido, y entre sollozos convulsivos exclamó:

—¡Dios! ¿Cómo pueden encarnar los hijos sin amor en las entrañas?

Desde entonces su existencia fue un martirio; temía más a la maliciosa perspicacia de las vecinas que a la inocente confianza de Víctor, y sentía enrojecer sus mejillas cuando le preguntaban en qué mes nacería el nuevo crío. ¡Qué sabía ella; las mujeres no necesitan llevar más que esa cuenta, pero la equivocan siempre!

Víctor recibió con alegría la noticia; los hijos son una bendición de Dios y cada uno trae su pan debajo del brazo a la casa de los padres. Además, la madre de don Manuel deseaba apadrinar al nuevo vástago. Desde su salida de la cárcel, Víctor se acusaba de haber juzgado mal a los señores, y todos los meses hacía un viaje a Níjar para llevarles regalos.

El alma de la familia de don Manuel era su madre, doña Pepita, una buena señora, de carácter enérgico, que vigilaba continuamente por el buen gobierno y el engrandecimiento de la casa. La esposa, doña Concha, era una señorita madrileña, anémica, sin voluntad, contagiada con el fervor místico de su cuñada María, hermosa moza morena, que se hizo devota a los cuarenta años, y juntas se pasaban la vida en la iglesia, rezando interminables rosarios o arreglando imágenes y altares.

No tuvo Dolores más remedio que ceder a los deseos de Víctor, y en cuanto estuvo en disposición de acompañarle a Nijar, ir a presentar el niño a las señoras. Estremecida por el dolor de los recuerdos, volvió a cruzar aquel camino por la tercera vez de su vida. Cuando se vio ante los amos, sus mejillas arreboladas parecían prontas a brotar en sangre, le zumbaban los oídos, presa de vértigos y próxima a desfallecer. Tuvieron que animarla, achacando su estado al cansancio del viaje.

La ternura de la anciana se unió al movimiento de simpatía de las dos jóvenes de existencia estéril, y entre las tres vistieron al recién nacido con lienzos finos y encajes, para presentárselo a don Manuel, que en su despacho, fingiendo una indiferencia algo brusca, miró aquel pedacito de carne rosada, que le producía una sensación punzante y desconocida. Todos los hijos de su esposa habían muerto al nacer entre los sufrimientos de la débil y anémica mujercita. Le agradecía a la sangre roja de la aldeana haber perpetuado en el molde de sus caderas aquel pedazo de su ser entregado en un día de locura. Al chocar sus ojos con los de Dolores, tuvo la revelación completa de todo. Ella, por su parte, experimentó un involuntario movimiento de orgullo, de superioridad, sobre aquella mujer frágil y pálida. Le parecía que la falta de don Manuel y su debilidad quedaban borradas por la maternidad augusta.

Se celebró el bautizo con gran pompa; don Manuel quiso hacer a sus compadres un presente digno de su grandeza, dándoles en arrendamiento La Unión, el mejor de los cortijos de todo el campo de Níjar.

Entonces se levantó el clamor de la envidia de los vecinos. Aquel niñito pálido, blanco y rubio no era de casta de aldeanos. Las mujeres confrontaban fechas y se indignaban del descaro de Dolores y de la tolerancia de Víctor. No podía ser inocente. ¡El muy cabrito hacía la vista gorda por conveniencia! Sólo el temor que inspiraba el amo contenía la murmuración en los límites del escándalo. Sin embargo, como en los dos años transcurridos don Manuel no volvió al valle más que tres o cuatro días del mes de Enero a la caza de la perdiz con sus amigos, los maldicientes cesaron en sus insidias. Habían sido dos años de abundancia, la Naturaleza se mostró pródiga en bien repartidas lluvias, y las cosechas trajeron el bienestar al valle, y sobre todo al envidiado matrimonio, que ya era dueño del apero facilitado por don Manuel: tres yuntas de vacas, dos pares de muas castellanas, dos hermosas borricas, un caballo de silla y los útiles y herramientas de labranza. Hasta pudieron devolver el préstamo de semillas y dinero, quedándose con capital de resistencia. La finca parecía sonreír agradecida del trabajo que le prestaba Víctor, deseoso de corresponder al favor de sus compadres. Los bancales de la huerta estaban despedregados como macetas; trabajaba sin descanso para purgarlos de las malas hierbas; las hazas de secano, labradas en tres hojas, con abundantes rejas y barbechos, contribuían al desarrollo de la feraz sementera. Incansable en mejorar la hacienda, ocupaba constantemente brazos de jornaleros en roturar las faldas de los montes, plantar árboles en las acequias, rodear de seto vivo los linderos y poblar de nopales las laderas.

Sin embargo, Dolores no era feliz, recordaba siempre con tristeza su casita del barranco, a pesar de que ahora tenía dos mozas que la ayudasen en las tareas de la casa y, contra las costumbres del lugar, apenas se ocupaba de ningún trabajo. El cortijo de La Unión, en la parte media del llano, al pie del cerrillo, miraba a Poniente, de cara a la huerta, y formaba el mejor edificio del contorno.

La enorme cocina de arco era grande como la sala de un teatro; además de las habitaciones de los labradores tenía cerradas las que ocupaban los amos en las temporadas que residían en el valle, y las dependencias, almacenes, graneros, pajares, truja, corrales y cuadras ocupaban un extenso perímetro. Una hermosa cámara, que servía de despensa, contribuía a darle el aspecto señoril de los pisos, que no tenían ningún otro cortijo de los alrededores. Quizás su misma grandeza contribuía a que pesara el ambiente sobre el espíritu de Dolores. Se asomaba a la puerta, bañada por una rambla de sol, y veía extenderse los bancales, con sus hileras de árboles frutales, la balsa grande como un estanque, el pilar, el huerto y las dos norias enlazadas con la atarjea de arcos. A lo lejos las hazas de pan, los caminos que partían de las Carihuelas, la rambla, que bajaba de los montes, y el repliegue donde se escondía su querido barranco. A ambos lados de la casa, los pudrideros, llenos de estiércol, con sus emanaciones insalubres, sobre los que crecían cenizos y hongos. Sobre la loma del molino avanzaba la era, buscando el viento propicio para aventar, y el sequero de las frutas, rodeado de un cerco de piedra y barro.

Las frondosas higueras, almendros y olivos, de la huerta de La Unión, seguían hasta el limite del otro cortijo de los Peñones, también propiedad de don Manuel, que labraba el padre de Dolores, y donde ella se había criado. Entre ambas fincas, un pedazo de terreno realengo, endurecido por la falta de labor, todo cubierto de cardenchas, lechetrezna y jaramagos, por donde pasaba el camino vecinal, y en medio de él, a ras del suelo, imprudentemente desguarnecido de tapias, y parapetos, el brocal cuadrado de una vieja noria del común, abandonada y con su manantial de agua casi ciego por el polvo y la maleza caídos en el fondo durante los largos años de desuso.

La noria, oculta entre la maleza que libraba a los transeúntes de caer en ella, era uno de tantos pozos abandonados que sirvieron de abrevadero a los animales cuando los pastos eran libres y los propietarios de las fincas habían de dar paso a los ganados que iban al monte.

Había tres de aquellos pozos en la comarca: el del Estanquillo, el del arenal cercano a la playa y aquel del centro, que se conocía con el nombre de la Noria de Cardona.

Desde el acotamiento de los montes, sólo los dueños de éstos, que lo eran también de las fincas próximas, podían permitirse el lujo de poseer ganados, y como éstos tenían paso dentro de las haciendas, los antiguos abrevaderos quedaron abandonados, constituyendo un peligro para los transeúntes. Más de una vez se habló de cegarlos o poner vallas, demorándolo luego con la pereza natural de los campesinos, que se contentaron con rodearlos de un seto de pitacos y chumberas.

Dolores no era allí dichosa. Se sometía a vivir lejos de su barranco por la necesidad de asegurar el porvenir de los hijos; pero ella recordaba siempre con pena los bellos días en que, perdidos en aquel repliegue del terreno, con el espíritu tranquilo, no había gustado el dolor ni respirado las emanaciones del odio y de la envidia. Ahora apenas veía a su Víctor, continuamente ocupado en el trabajo y lleno de ansiedad por el tiempo o el resultado de las cosechas. Con la prosperidad se multiplicaban los cuidados y las necesidades. En algunos momentos maldecía en su interior el día en que gentes extrañas penetraron en su casa. Le sobraba razón a Luís Márquez. Los hombres de las ciudades no debían pisar las montañas. Llevan la desdicha consigo y envenenan la vida de los demás.

Su segundo hijo era para ella como una constante reconvención. Su sangre degenerada le hacía rubio, pálido, de ojeras que se tendían sobre su rostro como pétalos de lirio, en vez de ostentar los mofletes y la carne color de barro cocido de su hermano, cachigordete y coloradote.

Los ojos azules, dulces, de su Rafael tenían esa mirada fija e inteligente que nos asusta contemplar en las pupilas de los niños, como signo de un cerebro pensante, en donde viven las reminiscencias de una existencia anterior; formaban contraste con los ojos claros de mirada vaga y sin pensamiento de Nícolasito.

Irritábase Dolores de esta desigualdad, se desesperaba de que su leche no tuviera fuerza para combatir la anemia congénita de aquella criatura. Su llanto débil, su risa dulce, su voz, sus movimientos, todo acusaba distinta estirpe; espiaba con miedo el parecido de sus facciones con las del amo y se esforzaba en hallar en ellas algún rasgo de su marido. Orgullosa en el fondo de la belleza y la gracia del muchacho, como si hubiera parido un semidiós. Ante su maternidad se borraba la diversidad de padre y reprochaba a Víctor por la indiferencia instintiva que manifestaba al pequeñuelo. Parecía vengarse de su desamor queriendo con apasionamiento al más débil y delicadito de los hijos y envolviéndolo en el fuego de una maternidad más intensa cuanto más dolorosa. No se reprochaba del engaño en que mantenía a su marido; aquel disimulo era el sostén de su cariño y su felicidad. Si él trabajaba para mantener al niño, éste era la base de su engrandecimiento; pero el temor de que Víctor llegase a descubrir su secreto, la hacía experimentar toda la angustia de una inquietud y de unos celos vagos, instintivos, que al fin encarnaron en la figura de Rosilla.

Fue una tarde en que la Pintá había ido a llevar agua, después de desuncida la vaca que daba vueltas a la noria. La vio pasar, con el redondo talle encorvado sobre el macetero de las amplias caderas bajo el peso del cántaro de barro, y sintió un irresistible impulso de seguirla. Después de muchas vacilaciones, se dirigió detrás de ella, subiendo despacio y cautelosa la rampa de la noria para asomar la cabeza entre las almenas. Rosilla había colocado el cántaro al borde del artesón y, encorvada, tiraba del mayal, que empujaba Víctor para dar vuelta a la rueda. Nada desacostumbrado había en esto; pero los celosos ojos de la aldeana creyeron advertir la complacencia con que el esposo contemplaba el arranque de las desnudas piernas que asomaban bajo el zagalejo y la línea amplia y armoniosa del cuerpo. La escena duraba demasiado; ya la doble fila de arcaduzes de barro, que subían del fondo del pozo, habían vertido en la artesilla más agua de la suficiente para llenar el cántaro, que rebosaba, y ellos seguían dando vueltas al arandel. Dolores les oía hablar y reír. Víctor lanzó una exclamación de sorpresa al verla y Rosilla pareció turbada.

—¿Estabas ahí?

Ambos estuvieron a punto de soltar el mayal, que al verse libre, para deshacer sus eternas vueltas, hubiera destrozado el arte de la noria.

—Sí; venía…

No quiso seguir; no debía mostrarse celosa ni ridícula delante de aquella mujerzuela; ellos, por su parte, no insistieron, y mientras Rosilla, altiva y ceñuda, se apresuró a sacar el cántaro mojado y lo subió sobre el pretil para volverlo a cargar en la cadera, Víctor emprendió de nuevo la tarea de quitar los cabos a las cañas de maíz que había de echar de pienso a las vacas.

A pesar de no mediar explicaciones, Dolores creía haber mostrado bien a las claras su disgusto, para que Rosa no volviese por su casa, confirmándolo así el hecho de no verla ir más a llevar agua. Empezaba a tranquilizarse: aquel día, cuando llevaba el gazpacho de los segadores, divisó entre ellos a toda la familia de los Rarras. Sintió un movimiento de despecho tan grande, que estuvo a punto de arrojar a tales gentes de su casa; pero temió ponerse en ridículo y supo disimular, con ese amor propio de las campesinas que suple a la cortesía de las mujeres educadas.

Las segadoras tampoco estaban contentas de las nuevas compañeras; notaban en ellas la superioridad de su espíritu de seducción, y sus quejas encubiertas despertaron la indignación de Dolores contra su marido. Demasiado conocía él su disgusto y no debía imponerle la presencia de semejantes mujeres en su casa. Lo que más la exasperaba era la tranquila calma de Víctor, que parecía no comprender su sufrimiento.

No pudo aguantar más; las Pintás profanaban el pan amasado por sus manos al llevarlo a la boca. Sin querer tomar parte en la cena, entró en el cortijo, acunando en los brazos al hijo pequeño, mientras el mayor se acurrucaba a su lado.

La voz de Víctor no tardó en llamarla con acento de interés cariñoso:

—¡Dolores, Dolores! ¿Qué haces? ¡Ven!

—No puedo… me necesita el niño.

—Tráetelo.

—No; está refriao.

Entonces protestaron las mujeres.

—Eso no le hace; los chicos no son plantas de estufa; es mejor criarlos a los cuatro vientos, pa que se enroblezcan y no sean delícaos.

La voz de la Pintá se alzaba sobre las otras, diciendo con cierta sorna y retintín:

—No lo críes pa señorico…

No quiso escuchar más; su cuerpo vigoroso imprimió movimiento a la pesada silla de madera con asiento de cuerda de esparto entrecruzada, y empezó a mecer al niño, mientras canturreaba al compás de los bruscos ruidos que producían las patas de la silla contra el traspol de la cocina:

Duérmete, niño mio,
duerme, que es tarde,
y sí no viene el coco
para llevarte.

Ante respuesta tan elocuente, las mujeres no se atrevieron a insistir; parecía cernerse un malestar sobre todos; el manijero, como director de aquella cuadrilla, se creyó en el caso de hacer un esfuerzo para mantener la alegría, y llamó a Cinco Peroles y le propuso que danzara o se declarase a alguna de las muchachas, Las grotescas contorsiones y las chocarrerías del idiota despertaron la hilaridad; las Pintás reían como si no se tratase de un individuo de su familia; bien pronto dominó la alegría con la sana expansión de la gente joven, y se propuso un juego en el que todos habían de tomar parto. Una muchacha facilitó el pañolito de la mano, que llevaba sin usar en la faltriquera, y un mozo lo retorció sin piedad, anudándolo fuertemente para formar con él una especie de chicote. Empezó el juego. Unos a otros se quitaban de la boca el pañuelo, repitiendo antes de tomarlo la frase: «Que se pega el arroz». «Que se pega el arroz». La gente joven reía de la diversión, que ocasionaba el contacto de los labios y la mezcla de los alientos. No se podían usar las manos para sujetar el chicote, y aquellos a quienes se le escapaba, pagaban una prenda. El miedo al castigo hacia que todos anduviesen listos para coger el chicote ofrecido por otros labios, y más de un muchacho aprovechaba la ocasión para morder la boca sangrienta, que entre el claror nacarino de los dientes presentaba el pañuelo, ya empapado de saliva, desde su primera vuelta por el corro.

Víctor estaba molesto por el disgusto de Dolores. Hubiera querido desenojarla; pero su injusticia le causaba una profunda herida en su amor propio. ¿Qué motivo tenía para juzgarlo desleal? Si sospechaba de él, ¿por qué no le confesó franca mente lo que pasaba en su alma? Él no tenía ningún interés por las Pintás: no se le ocurrió jamás semejante idea; eran unas pobres gentes que necesitaban trabajar, y sería una ridiculez privarlas de su protección por un mero capricho de su mujer. ¡Bueno fuera que creyesen que lo dominaba!

El continuo mecer y canturrear acabó por hacérsele insufrible como una acusación, y propuso irse a dormir. Había que madrugar al día siguiente. Las primeras en despedirse fueron las Pintás, que se marchaban a su casa. Después fas segadoras entraron a dar las buenas noches al ama y fueron a acostarse en el pajar; los hombres se dirigieron a la era.

Quedaban bajo el porche Antonio Diego, el manijero, Víctor y las criadas de la casa: Josefilla y Petra.

—Vamos, largo pa tu casa —dijo Víctor al pordiosero.

—Al momento, al momento; yo no quiero estorbar…; Malhumorao te veo…

—Paece que el ama está disgustá —añadió el manijero.

Víctor se sintió molesto en su orgullo. ¡Aquella mujer le ponía en ridículo! Quiso disimular.

—Es una madraza y el chiquillo está algo malucho.

—¡Ca!, —añadió el viejo segador con afán de mostrar experiencia—; ya sé yo lo que es eso.

—Como que las mujeres toiticas son lo mesmo —afirmó el pobre avivando la cizaña.

Y como viera un gesto de contrariedad en el semblante de Víctor, continuó:

—Eso es discurpable, hombre; demuestran que nos quieren. ¿Tú sabe lo que son celos?

La brusca pregunta pareció despertar un sentimiento nuevo en el alma ruda y primitiva del muchacho; instintivamente llevó la mano a la faca con puño de madera negra y chapa de hueso que salía de los pliegues de su faja, y murmuró sombrío:

—¡Celos, rediós!

Después, dominándose, con acento grave, enérgico, contundente, para no admitir réplica, ordenó:

—¡Ea! Vamos a dormir.

Se volvió a las muchachas y añadió:

—Decille al ama que se acueste… Me voy con los muleros a la noria… No quiero que se pare la bestia, porque el bancal de pimientos tiene sed y el trigo tardío comienza a berrendearse.

Mientras Antonio Diego y el manijero enderezaban los pasos hacia la era, las dos mozas entraron en la cocina y cerraron el pesado portón. Víctor permaneció de pie, inmóvil y silencioso, escuchando el acompasado mecer de la silla y la voz que cantaba con dulzura:

Si mi niño se durmiera,
lo acostaría en la cuna,
con los piecicos al sol
y la carica a la luna.

Y murmuró sordamente, como obedeciendo a una idea fija:

—¡Celos, rediós!

Se alejó bruscamente en dirección de la noria, huyendo del encanto de aquella voz que resonaba al compás de los mecidos en el interior de la casa.

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