I
Notábase una actividad desacostumbrada en el cortijo de La Unión. Desde la muerte de Rafaelito, había transcurrido más de un año, un ambiente de tristeza se cernía sobre la hacienda; la casa estaba impregnada con la melancolía del dolor que irradia de las personas y parece constituir el alma de los objetos inanimados.
Víctor y Dolores seguían tratándose con cariñosa consideración, sin dejar adivinar nada de las disensiones que pudiera haber entre ellos y sin contar a nadie sus sentimientos, con gran disgusto de las gentes del lugar, deseosas de tener la certeza de sús murmuraciones. Los dos esposos parecían haber reconcentrado todo su cariño en Nicolasito y lo mimaban continuamente, sin acostumbrarlo a los trabajos del campo; hasta le habían puesto un preceptor para enseñarlo a leer, escribir y echar cuentas: un ex carabinero que habitaba en la Hortichuela y recorría todos los días a pie algunas leguas dando lecciones a los chicos y afeitando a los cortijeros.
El tiempo transcurrió monótono; no volvió a celebrarse fiesta alguna en el cortijo, y aunque Dolores no abdicaba de su coquetería de mujer guapa en el cuidadoso adorno de su persona, no lucía ya flores en la cabeza ni asistía a bailes y diversiones.
Aparentemente su vida se hizo apacible con la monotonía de la costumbre; los dos esposos mantenían una cruda lucha dentro de sí mismos, Dolores contemplaba con miedo la pasión sombría de su marido, que ya se acercaba a ella ansioso, con palabras de amor, de perdón y de piedad en los labios, ya la rechazaba con una dureza no exenta del respeto de un cariño latente y profundo lío habían mediado explicaciones entre ellos. Dolores, cada vez más enamorada de su marido, no se atrevía a ser la primera en plantear la cuestión, herida por su reserva incomprensible. ¿Qué pensaba aquel hombre? Unas veces le causaba miedo verlo ostentar una adhesión cordial a los amos, plegarse a ir él mismo a llevarles sus ofrendas y esforzarse en persuadirlos a que fueran a gozar de la hermosura de la finca y la benignidad del clima de Rodalquilar. Le parecía que aquella calma, aquel disimulo, encerraban un siniestro plan de venganza que la aterraba, Otras veces, por lo contrario, creíale doblegado a las circunstancias, indiferente, y experimentaba un movimiento involuntario de despecho, de desprecio. Su compleja alma de hembra, apenas modificada por una escasa educación, sentía miedo de las venganzas sangrientas que pudiera meditar Víctor, mas, a pesar suyo, por un movimiento instintivo, prefería ésta, por terrible que fuese, a una indiferencia que demostrase cobardía o falta de dignidad. Las pasiones salvajes de la semíafricana comprendían mejor el crimen que la cobardía, mientras un instinto de mujer la hacía temer el peligro del que amaba.
El último viaje de Víctor a Nijar había aumentado sus temores. A su vuelta anunció, con aspecto alegre, que los amos se decidían a pasar el invierno en el cortijo. Doña Concha, cada vez más débil y enferma, iba a buscar el aire oxigenado del valle para restablecer su quebrantada salud. Venían también la señorita María y doña Pepita. La primera de malhumor por interrumpir sus rezos y confesiones. Para decidirla le habían prometido llevar terciopelo, sedas y oro para bordar un manto a la Virgen de la Soledad y hacer flores de trapo, veías rizadas y abundante provisión de adornos a fin de engalanar a su vuelta la iglesia de Fijar. Además se proponía aprovechar el tiempo en su labor de catequista, predicando a los aldeanos sus deberes, el desprendimiento de las vanidades y obligarles a rezar el rosario todas las noches. Su cuñada la secundaba admirablemente en sus tareas; mientras doña Pepa, incansable, activa y algo gruñona, cuidaba del bienestar de la familia y da mantener el esplendor de la casa. Don Manuel, que tendría que ir todas las semanas al pueblo, para no descuidar sus negocios, venía encantado en compañía de algunos amigos, proponiéndolo innumerables partidas de caza y pesca, bailes y comilonas, a despecho de las mujeres, que si transigían con sus caprichos sin discutirlos, era por esa resignación de la hembra católica que obedece al jefe de la familia mientras no se trata de nada que a juicio del confesor perjudique la salvación espiritual o les prohíba sus dádivas al culto.
Mientras Víctor daba todos estos detalles a las gentes de los cortijos inmediatos, que iban a escucharlos ansiosas, evitaba mirar a Dolores, y ésta creía notar un ligero temblor, desacostumbrado a su acento. Hasta para mandar disponer las habitaciones que la familia Espinosa había construido en el ala derecha del cortijo, que ahora ocuparían los nuevos amos, no se dirigió directamente a su mujer.
En verdad que eran días de tarea los que precedieron a la llegada de los señores. Los hombres se ocupaban de limpiar cuadras, corrales y chiqueras; arreglar bancales y arbolado, cuidando de que la hacienda toda presentase un aspecto de elegante limpieza. Entretanto las mujeres trabajaban sin descanso en la casa. Fue preciso deshollinar y encalar las grandes y polvorientas habitaciones, limpiar colchones y muebles, tanto tiempo abandonados. Aquel departamento de los señores constaba: de los dormitorios, una gran cocina con abundantes batería y vajilla y una hermosa sala, con ventana al porche, que se utilizaba para comedor y gabinete a un tiempo mismo.
Era una gran pieza cuadrilonga, de paredes altas, techo de caña, cruzado de macizas vigas y suelo de enlucido transpol, cubierto de una estera de pleita blanca y manchada. Los escasos muebles, para los aldeanos de inusitado lujo, eran una mesa adosada a la pared, sobre la que lucían dos ramos de flores de trapo y frutas de cera, guardadas bajo fanales de vidrio, a ambos lados del Niño Jesús, vestido, por anacronismo, con sedas y lentejuelas, descansando en un pesebre de cristal y doradas pajas. Las rinconeras de los cuatro ángulos ostentaban jarros y macetas con flores. Completaba el mobiliario un sofá de viejo tapiz, con funda de crudillo y vivos encarnados; gran mesa de camilla que alternativamente servía de comedor, escritorio y mesa de juego o de trabajo; Unas cuantas sillas y banquetas de madera y un par de altos sillones de mimbre. Cortinas de cretona de fondo negro con grandes ramos verdes, azules, rojos y pajizos, tapaban las carcomidas puertas de tabla.
Por fin llegó el día en que se esperaba a los señores, La víspera habían ido los mozos del cortijo con las bestias aparejadas para traerlos. Víctor se quedó con objeto de recibirlos en la finca.
Desde muy temprano toda la gente del valle no cesaba de asomarse a las puertas, deseosa de verlos llegar. Se impacientaban de la tardanza. Nicolasillo, con su curiosidad de muchacho y su esperanza en las caricias y dádivas de los amos, estaba todo el día de cara al sol, esperando el instante de verlos aparecer por la cuesta de las Carihuelas.
Conforme aumentaba la impaciencia de los demás, crecía la intranquilidad de Dolores, Deseaba averiguar qué pensaría Víctor. El momento era decisivo para saber a qué atenerse.
Al caer la tarde no pudo aguantar más. Aprovechando la ocasión de que las muchachas daban la última mano a los preparativos, cogió un cántaro, lo cargó sobre su cadera y se dirigió a la noria, Tenía la seguridad de encontrar allí a su marido de un modo que podía parecer casual, y provocar la explicación a que estaba decidida. Quería saber si había de amarle o merecía su des precio. Después de lo sucedido era indigno seguir sirviendo a los causantes de su desgracia. De no tener valor para vengarse, debían volver a su barranco, olvidar, hallar de nuevo la calma entre sus riscos. Parecíale que la vestidura de su amor y de sus ilusiones la esperaba, sólo con tomarse el trabajo de ir a buscarla. Absorta en estos pensamientos llegó a la noria. Víctor no estaba allí. Le preguntó al zagalón que arreaba la vaca.
—El amo se ha ido a regar el bancal de habas.
Dolores vaciló.
Era imposible dar a su encuentro apariencia de fortuito. El bancal de habas hallábase lejos del paso. Era preciso ir a buscarlo de exprofeso. Triunfó su decisión de aclarar el misterio que la atormentaba, y volviendo a coger el cántaro se dirigió campo atraviesa, saltando zanjas y balates, al sitio donde estaba su marido.
El ancho brazo de agua cristalina llegaba bullicioso por la acequia y se precipitaba por el boquete abierto en los caballones para penetrar en la platabanda. La tierra bebía ansiosa, sorbia el agua hasta quedar satisfecha, y los tallos de las plantas se levantaban lozanos y frescos, con la caricia de aquel riego bienhechor. El labrador era magnánimo. Dejaba a la tierra beber y saciarse hasta quedar el cuadro empantanado como una balsa. Entonces el legón cerraba la entrada y el chorro vivificante se precipitaba por la nueva dirección que se le ofrecía al paso. Absorto en su tarea, Víctor no vio llegar a Dolores. Apoyado sobre el astil del legón, contemplaba el bancal convertido en pantano, aspirando con deleite el perfume de la tierra mojada y de las flores nacientes del habal. Hizo un movimiento de sorpresa.
—¡Tú!
—Si; yo… Fui por agua y he dado la vuelta para verte.
Dejó el cántaro apoyado contra el caballón. Él continuó su tarea en silencio.
—Oye, Víctor… Es preciso que hablemos… —dijo Dolores.
—¿Qué quieres?
—Es necesario que me digas lo que te pasa… lo que piensas…
—¿Pa qué?
Se exasperó ella.
—Si; es preciso… ¡Pa que tú sepas lo que yo soy… y pa que yo sepa lo que eres tú!…
Sin dejarle tiempo de responder, se acercó, le cogió del brazo y le condujo dulcemente bajo la bóveda de ramaje de una frondosa higuera. Él no opuso resistencia.
—¡Víctor!… ¡Víctor de mi alma!, —siguió con acento apasionado, rodeándole con los morenos brazos el cuello y poniendo su rostro amoroso bajo la mirada del marido—. ¡Víctor, tú sabes que yo te quiero!… ¡Que te he querío siempre!… ¡Queme he sacrificao por ti y por mis hijos!… ¡Que te quiero ca día más!… ¡¡Con toa el alma!!
—¡Dolores mía!
El hombre amante, sin resistir el poder de aquella caricia, la estrechó por el talle entre sus brazos y contempló con pasión la sonrisa de felicidad que le iluminaba el rostro.
—¿Me quieres?, —musitó ella.
—¡Sí!…
—Y… ¿Me crees?… ¿Me perdonas?
Pasó una nube por su franco semblante, se aflojaron sus brazos, y como si le costase trabajo hablar, prorrumpió:
—¡Si!… Te creo… ¡Es necesario creerte!… ¡Yo también te quiero, Dolores de mi vida!
Y como ella, ebria de felicidad, le presentaba los carnosos labios plegados en un beso de pasión, la rechazó dulcemente.
—¡No!… ¡No!… ¡Entoavía no, Dolores! ¡Pa que yo te bese sin que me arda la cara de vergüenza, es menester que no esté vivo ese otro hombre que te ha besao!…
—¿Qué intentas?
—No sé… Dolores… No me hagas hablar…
—¡Oh! ¡Me lo temía!… ¡Tú tramas alguna cosa mala!… ¡No me engañes!…
—¡Claro!… ¿Tan sinvergüenza me creías que me aguantara pa servir a ésta canalla?… ¡Yo quiero vengarme!… ¡Matar!… ¡Y no quiero ir a la cárcel!… ¡Porque te quiero, y quiero estar a tu lado!… ¡Por eso espero!… ¡Tendré astucia!… ¡Aprovecharé la fuerza!… ¡Como él!… ¡El miserable!… ¡El bribón! ¡Oh!… Si yo pudiera encenagar a toa su familia. ¡Cómo los odio!…
Las palabras silbaban entre sus dientes apretados, Al ver el espanto en el rostro de Dolores le cogió la cabeza, y separando con su mano grande y ruda los cabellos de la frente, murmuró con apasionamiento:
—¡Lo mataré!… ¡Con astucia!… ¡No temas!… ¡Entonces tú volverás a ser mía!… ¡¡Mía!!… ¡¡Mía sola!!…
—¡Calla! ¡Calla por Dios, Víctor!… ¡Huyamos a nuestro barranco! ¡Allí nos espera el cariño!… ¡Lo olvidaremos todo!… ¡Víctor de mi alma!… ¡Yo soy siempre tuya!… ¡Ven, yen! ¿Qué nos importa la gente? ¡Hayamos!
Su mano tendida señalaba el repliegue del terreno que conducía a su antigua morada. El sol poniente iluminaba al monte con su luz de oro cernido, y las sombras, avanzando desde el mar al llano, formaban un dosel a sus cabezas.
—¡Ven, huyamos!… —repetía con cariciosa súplica Dolores.
Él hizo un esfuerzo.
—¡No, no!… ¡Llevaríamos allí el veneno que me han puesto en el alma! ¡Es preciso que no se manche aquella casa de mis padres!… ¡Que todo sea un sueño!… ¡Que nadie se pueda reír cuando me vea!
—¡Víctor, no seas niño!… ¡Allí viviremos en paz con nuestro cariño!…
—¡Mira!… —interrumpió él.
Por la desembocadura del barranco, entre la lumbre rojo y oro del cielo, se tendía la lenta cabalgata que llevaba a los amos. Delante, sobre el caballo zaino, venía montado don Manuel. Víctor prorrumpió en una carcajada nerviosa y convulsiva.
—¡Mira!… ¡Mira!, —repitió—. ¿Lo ves?… ¡Fíjate! ¡Cuando se marche no irá así!… ¡¡Te lo juro!!
Acompañó la acción a la palabra, cruzando los dedos índices de sus dos manos.
—¡Entonces nos iremos al barranco!, —continuó—. ¡A ser felices! ¡Habré limpiao de mala hierba el valle!…
Dio un beso apasionado sobre la garganta de su mujer, y rechazándola de sí, corrió a atajar el agua que se había desbordado saltando por encima de la platabanda.
Ella cogió el cántaro y se alejó en dirección a la casa, pensativa, trémula, pero feliz de sentirse amada. Toda la gente del valle estaba en las puertas de los cortijos y los perros ladraban alborotados con la presencia de los huéspedes.
Nicolaillo salió lleno de alegría a recibir a su madre, dando saltos en torno suyo y gritando:
—¡Los amos!… ¡Los amos!… ¡Ya están aquí los amos!