V
Las primeras luces del amanecer sorprendieron a Dolores y a Antonio Diego fuera del valle. Antes de clarear la aurora, habían salido del cortijo, aventurándose en las estrechas veredas detrás de la paciente borriquilla, y guiados por su instinto, subieron a la tenue luz de los luceros la cuesta de las Carihuelas, dirigiéndose a Nijar.
Desde que el penetrante grito del preso vibró en el aire como demanda de auxilio más bien que como despedida, la muchacha tuvo una idea fija: correr tras él, ir al pueblo, impetrar clemencia y conseguir su libertad.
La tarde había sido de una angustia horrible; las mujeres del valle acudieron al barranco encubriendo su curiosidad con máscara de compasión; estaban allí todos los numerosos parientes de Víctor; las Largas, gozando en su odio de solteronas al ver padecer a una mujer bella y amada; la tía Aurora, aparcera de Maturana, especie de decana del lugar, que pasaba con ligereza de la risa al llanto varias veces en corto intervalo de tiempo para acomodarse al humor de los interlocutores; Pura la del Estanquillo, con su prosopopeya de labradora rica, y las Pintás, admitidas en todas partes a pesar de las murmuraciones que suscitaba su profesión de taberneras y su vida equivoca.
Todos hablaban a un tiempo; prodigaban a Dolores consuelos en los cuales ella respiraba el aroma de la mal encubierta envidia. Por lo bajo las mujeres se comunicaban las impresiones que les producía el aspecto de limpieza y bienestar de la casa de Víctor. Era natural lo sucedido. Lo raro era que no hubiese pasado antes.
El orgullo le dio fuerzas a Dolores; no quería que la compadeciesen, y mientras su alma se retorcía de angustia, apareció tranquila, serena, con el chiquitín entre los brazos. Estaba segura de la inocencia de su Víctor y de que no tardaría en volver.
Cuando al caer el día los curiosos se fueron retirando poco a poco, defraudados en sus esperanzas, Dolores retuvo a su madre y le comunicó su proyecto.
—Madre, yo quiero ir a Níjar a buscar a la comadre; doña Pepica siempre ha sío güena pa mí, y don Manuel tié ese poder tan grande, que si él quiere no le harán na malo a mi Víctor… y querrá… ¡Ya lo creo!… ¡Como que se lo pediré llorando por lo que más quiera en el mundo!… ¡Por mi hijo!… ¡Qué lástima que él no tenga hijos!
La tía Frasca no tuvo valor de oponerse. Bueno, que hiciera lo que quisiese… Ella se quedaría con el muchacho… pero que buscase quien la acompañara… su padre no había de querer mezclarse en nada… no era santo de su devoción el yerno… ya se lo habían aconsejado… Si hubiera hecho caso no se vería ahora así… Iba a ser la vergüenza de la familia…
Dolores la interrumpió con violencia, No era la ocasión de mortificarla con sermones. Después de todo, ella no necesitaba a nadie para llevar a cabo su proyecto. Estaba segura de que su marido no tenía delito ninguno.
La madre se calló refunfuñando. Aquella criatura siempre la misma; no se podía discutir con ella.
Desde entonces Dolores no pensó más que en el viaje. Hizo acostar a su madre al lado del chicuelo en la alta cama de tablas, a la que era preciso subir gateando por la espalda de una silla, y debajo de la cual se ocultaba todo el apero de labranza, herramientas, semillas, cuerdas, espuertas y manojos de esparto, y empezó los preparativos de su marcha. Siguiendo la costumbre aldeana, no quería presentarse a los amos con las manos vacías. Deseaba llevar lo mejor de la casa para agradar a los que disponían de la suerte de su marido. ¡Virgen Santísima! Ella no viviría sin su Víctor. Si ya no la había ahogado la pena, era por aquella esperanza que vino a caerle como gota de rocío en el corazón.
A la escasa luz de las estrellas entró en el huerto, y pisoteando aquellas plantas que tanto le había costado cultivar les arrancó los frutos carnosos, pimientos podadizos, tomates tardíos, panochas tiernas; después, seguida de Antonio Diego, que había de ser su compañero de viaje, entró en el corral para ordeñar cabras y ovejas, llevando un gran tarro, de los que venden con magnesia, a fin de llenarlo con el espeso y blanco licor. Le tocó el turno a la despensa: la cesta repleta de huevos cuidadosamente acomodados en paja; bollos de pan de higos, amasadas con aguardiente y almendras tostadas; apetitosas cuerdas de longaniza, granadas, uvas… No estuvo satisfecha hasta ver llenas las cuatro aguaderas de esparto, que ella misma ayudó a colocar sobre la albarda de la borrica. No se podía estar quieta un instante. Sus nervios sentían la necesidad de moverse para no estallar.
Dominando el dolor empezó su atavío. Dos gruesos refajos, las vueludas enaguas y las grandes faltriqueras de lana, que abultaban de un modo enorme sus caderas, quedaron cubiertas por la falda color magenta con vivos rojos. El cuerpo, ceñido por la almilla negra, mostraba el soberbio descote, cubierto por los corales del collar, entre los pliegues del pañuelo de crespón color canario, de enrejado fleco, que cubría las morbideces del talle. La hermosa cabeza, a la que, pendiendo de las orejas, adornaban amplios aros de oro guarnecidos de sendos candados del mismo metal, que caían hasta los hombros, iba oculta en un pañuelo de seda, a grandes cuadros blancos y encarnados, como un tablero de damas.
No tuvo paciencia para esperar el día. Se envolvió en un mantón de alfombra de ocho puntas, complemento del atavío de cortijera rica que le había llevado su marido de un contrabando, y que escondía entre el fino cruzamiento de hilillos de lana y seda de la trama las secretas envidias de las mozas del lugar.
Aquel mantón envolvía la figura de Dolores como un manto de reina, se plegaba a su cuerpo con ondulaciones de túnica griega y el tono cálido, ardiente, de sus colores, armonizaba con la arrogante belleza de la hermosa morena. El dibuja complicado, la mezcla de negro, blanco, amarillo y grana que dominaba en las menudas rosetas, las palmas que se abrían en cenefa y centro con simetría tan tortuosa que fatigaba, los ojos, parecían encerrar rayos de sol, ensueños orientales, signos egipcios; un algo misterioso imposible de definir.
Antonio Diego no se atrevió a oponerse al deseo de marchar, aunque estaba seguro de que no adelantarían así tiempo. Cogió paciente el ronzal de la burra y emprendieron casi a tiento el camino por la estrecha vereda del barranco. Dolores iba detrás, tropezando en las piedras y agarrándose a los balates y las plantas, que le destrozaban las manos.
Escaso trecho habían recorrido, cuando una figura que parecía emerger de la sombra se alzó ante ellos y una voz rompió el silencio de la noche, preguntando:
—¿Adónde vas, desdichada?
Sintió Dolores miedo, impulso de echar a correr, dudando si del fondo del cauce, donde murmuraba el agua su canción, saldría un ser sobrenatural que muchas veces le había parecido ver ocultarse entre los álamos blancos, que como fantasmas mecían sus hojas plateadas a lo lejos; mas pronto se repuso conociendo al recién llegado.
—¡Qué susto me ha dao usted, tío Luis!
El mendigo respondía con acento de profeta:
—Vuelve, vuelve a tu casa, infeliz; detrás de estas montañas acecha la desdicha… Hay grandes ciudades… civilización… hombres cultos. ¡Tú no sabes lo que es eso!… No; no te acerques allí… Son peores que las fieras… Las fieras se destrozan unas a otras para quitarse la presa; después de satisfechas no vuelven a hacerse mal… Los hombres hartos luchan para que los demás sean inferiores a ellos… Hay que ir armados para acercarse a esos buenos hermanos nuestros… Destruir las duda oles… Acabar con esa humanidad tan ruin y tan mezquina…
—Deje usted, tío Luis; tenemos priesa…
—¡Prisa! Prisa de ir a meterse en la boca del lobo… No; no vayas… Víctor está perdido… sálvate tú… salva a tu hijo… huye… huye con él donde no lleguen jamás hombres civilizados… Las fieras son más piadosas. Ellos han llegado hasta aquí y han envenenado el aire del valle… Han traído la desdicha…
—¡Mi Víctor!…
—¡Infeliz!… Es inocente… Escucha: si pasas la montaña no llores, amenaza… Será el único medio de que te escuchen… Yo lo sé todo. Las alhajas las han robado ellos, los grandes, los poderosos… los representantes del armador y los carabineros… Se quieren vengar de tu marido… les estorba… le odian todos… Tu mismo padre… ¿No lo crees?… ¿Me apartas?… ¿Quieres seguir? ¡Pobre corderilla! Los dioses han muerto… ya no hay rayos que aniquilen al malo… Yo necesito descubrir el fulminante que destruya a toda la humanidad… Mientras exista el recuerdo de su historia de crímenes, no habrá justicia…
Y como Dolores y Antonio Diego se alejaban sin hacer caso de la locura exaltada del mendigo, él seguía repitiendo:
—¡Que la tierra no se avergüence de dar frutos para mantener esta humanidad!… ¡Mal rayo!…
Llamó al perro y se internó entre las malezas del monte, como si huyera de la proximidad de los hombres.
La marcha de Dolores y Antonio Diego continuó lenta y penosa entre las sombras por la difícil cuesta de las Carihuelas, y más de una vez la muchacha cayó de rodillas en el camino y se ensangrentó las manos contra las peñas y los matorrales. Sentía deseos de escapar a las miradas de gentes conocidas, de ir al pueblo de donde le aconsejaban que huyese. La gente mala era la del valle. Había respirado perfume de odio y de envidia; quería ir adonde la compadeciesen… adonde le devolvieran a su marido.
Al acabar de subir la cuesta, el claror del día desvaneció las tinieblas, Antonio Diego acercó la burra a un balate, y la infeliz mujer, rendida, jadeante, destrozada por la fatiga física y moral, se dejó caer sobre las almohadas y la manta que cubrían las aguaderas y el aparejo y cogió maquinalmente el ronzal de esparto que el arriero le presentaba.
El amanecer sereno había hinchado la tierra con perfume de noche, abriéndola en sonrisa de fecundación. El aire estaba poblado de esos ruidos misteriosos que acompañan a la vuelta de la luz. El alegre y sonoro canto de las calandrias saludaba, la proximidad del astro vivificador. El ambiente claro, ligero, propio para ensanchar los pulmones con ansia de vida, oprimió como un dogal la garganta de Dolores. Aquel aire de libertad que no podía respirar su marido la ahogaba. Su espíritu fuerte y salvaje, tantas horas contenido, sentía ansias de morder, de rugir, de gritar, para que aquella Naturaleza que reía tranquila se convulsionara en tempestad terrible. Por primera vez comprendía todo lo que de injusticias y venganzas hablaba el infeliz pordiosero anarquista. Sí; la injusticia era separar a los seres que se aman, abusar de la fuerza… Experimentaba todo el dolor de sentirle impotente, y olas de angustia le subían del pecho a la garganta… Si aquel dolor hubiera de continuar así, sería mejor romperse la cabeza contra las piedras… Ella no comprendía la cobarde resignación. Si no recobraba a su Víctor, no cruzaría de nuevo aquel camino. Estaba resuelta a morir.
Algunos ratos el cansancio y el dolor rendían su cuerpo y ofuscaban su cerebro; la imaginación se mecía en enervamientos de ensueño y pensaba ser presa de fatigosa pesadilla. ¡Aquello era imposible! Iba a despertar en su pequeña alcoba, cuando el primer rayo de luz entrase por el entreabierto ventanillo, sujeto con una piedra, al lado del esposo y del hijo que dormían cerca de ella.
Deseaba despertarlos y contar su delirio; al extender los brazos, la realidad clavaba de nuevo el puñal en su corazón; y la impotencia, el dolor y la rabia levantaban la sangre en oleadas a la cabeza, martilleando en las sienes como en un yunque.
Entonces la acometía un ansia de correr, de volar, de llegar pronto a la presencia del amo y de todos aquellos señores que le podían devolver a su Víctor. No llevaba plan preconcebido… Llorar… llorar mucho… suplicarles… jurar que su marido era inocente, para que le diesen la libertad. La infeliz sujetaba con voluntad potente las lágrimas redentoras, temiendo que le faltaran en el momento supremo.
Así recorrían el camino lenta y tristemente, sin encontrar más viajeros que algún que otro trajinante. Antonio Diego caminaba ya agarrado al borde de las aguaderas, ya a la cola de la pollina, arreándola de cuando en cuando con la varilla de almendro que cortó de una rama al cruzar el barranco, o pinchándola en la cruz y en los ijares con la punta de la navaja, sin conseguir más que hacerla respingar y emprender un trotecillo que duraba bien poco.
Cansado de no poder trabar conversación con Dolores, y como ésta no se acordaba del desayuno, el buen hombre amenizaba su camino sacando higos secos y mendrugos de pan de entre la carne y la camisa, que hecha bolsa le servía de mochila.
Así cruzaron delante de Montano, el Pozo de Hernán Pérez y el Pozo del Capitán, pequeños lugarcillos, formados de media docena de casas, desde cuyas puertas les ladraron a lo lejos los perros.
Después de pasar los lástrales y el calmo de la Serrata, Níjar se apareció a su vista, con sus casitas, tendidas en la falda de la sierra de su nombre, más blancas y bellas entre el color pizarroso de la montaña, en cuya cima la línea de pueblerinos como Huebro, Sorbas y otros lugares fingían la frescura de la nieve que corona las altas cumbres.
Cuando cruzaron el barrio de las Eras para entrar en la Carrera, calle principal del pueblo, la angustia de Dolores era tanta, que tuvo que cogerse a los mazos de la albarda para no caer. Era la hora de la siesta. Las puertas entornadas daban aspecto de soledad y tristeza al pueblo, y por las calles, abrasadas por el sol de otoño, cruzaban escasos transeúntes. Sólo algunas mujeres asomaron el rostro tras los visillos de los cristales al paso de los viajeros.
Antonio Diego, encorvado, con el ronzal sobre el hombro, marchaba delante, llevando casi a rastras la cabalgadura.
La plaza del pueblo estaba solitaria y silenciosa en aquel momento. Uno de sus lados lo formaba la Iglesia, frente a ella el Ayuntamiento, y uniendo ambos edificios, tres casas de aspecto lujoso formaban el otro lado de la plaza, sin dejar calle alguna entre ellas.
Allí vivía don Manuel. Dolores contempló con la tristeza de un recuerdo dichoso, lejano, la Iglesia donde se había celebrado su boda y la casa Ayuntamiento, en cuyos calabozos debía gemir en aquellos momentos su marido. Desesperada, con ansias de pedir auxilio, apenas esperó que parase la cabalgadura, y acampanando el cuerpo sobre Ja cadera derecha, dio media vuelta al lado del pescuezo del animal y saltó a tierra.
Su mano trémula tiró del cordón de la campanilla. Tardó un rato en aparecer la criada. Las señoras no estaban en el pueblo; se habían ido a Huebro para preparar la matanza… pero el amo llegó de Sorbas el día antes. Si quería esperar lo vería cuando se levantase dé dormir la siesta.
Apenas supo qué decir. La sirvienta la condujo al despacho, entornó la ventana con el fin de evitar la molestia del sol y la dejó sola para atender a Antonio Diego, el cual, después de entregarle los regalos que llenaban las aguaderas, amarró la burra a la reja y se sentó cerca de ella en el Angulo del tranco de la puerta, con la frente apoyada en la vara, que mantenía entre las dos rodillas.
Dolores se dejó caer con temor en el borde de una butaca; hubiera querido continuar de pie, pero sus rodillas se doblaban, negándose a sostenerla. Aquel despacho de ricachón de pueblo, con el indispensable sofá, los dos sillones, las seis sillas de vaqueta y la mesa de caoba, le parecía de un lujo supremo.
En un ángulo, una pequeña biblioteca lucía dos o tres manuales de pesca y caza, algunos tomos de la Ley de Aguas y un incómodo Diccionario de la Real Academia. Enfrente de aquel escaso bagaje intelectual, un armario con tres escopetas de cañones rayados, y en las paredes, entre el morral y la canana, varios cromos baratos representando paisajes, un almanaque pendiente de una cesta de flores, un gran reloj de cuco con las pesas colgantes a los extremos de las doradas cadenillas y un retrato con gran mareo de madera, que representaba la cabeza enérgica de don Manuel sobre un fondo rojo.
Contempló la joven aquella imagen. Era un hombre de más de cuarenta años, corpulento, de delgadas y cortas piernas, que parecían sostener con trabajo el ventrudo tronco. El cuello, fuerte y macizo, se asentaba sobre el amplio tórax y los anchos omoplatos; tenía la cabeza achatada, con los parietales abultados como chichones, pequeños y medio entornados los ojillos grises, penetrantes y vivarachos, que desaparecían bajo el arco de la órbita protegida con la batería de las cejas, espesas y erizadas en punta. La nariz ancha, la boca grande, el labio superior ornado de áspero bigote encogido hacia arriba con expresión de burla, y el inferior algo vuelto, carnoso, en la mandíbula grosera y colgante.
Estaba vestido de cazador, con americana y pantalón de pana listada color vino tinto; una gran bufanda le rodeaba el cuello, y el pecho saliente iba cruzado por los macizos eslabones de una doble cadena de oro. Aquel retrato la miraba como un hombre vivo, y tuvo miedo de estar allí sola. Su angustia era tal, que en algunos momentos la privaba de la vista; en sus oídos resonaba el lúgubre zumbido de las caracolas; le parecía que la tierra daba vueltas alrededor suyo y el corazón y las sienes latían tan violentamente, que dominaban el recio tic-tac del reloj. Era lo que más la atemorizaba. Veía con pavor la caja en donde estaba oculto aquel ser vivo, que salía de vez en cuando, con su canto fatídico, a avisar que la vida va pasando… Si hubiera tenido fuerzas, hubiera salido a la cocina a buscar a la criada, pero no podía moverse; le faltaban la voz, la voluntad… la memoria, hasta el punto de preguntarse dónde estaba y por qué había ido allí.
No pudo precisar el tiempo que transcurrió hasta que don Manuel penetró en la estancia. La infeliz quiso ponerse de pie y cayó de rodillas delante de él, besándole las manos entre lágrimas y sollozos.
—¡Señor… señor!… ¡Por caridad!… ¡Mi Víctor!…
Con las mejillas encendidas, los ojos brillantes por la fiebre, encarnados los labios como cerezas maduras, los besos inocentes de la aldeana quemaban con ardor de ascua la mano de don Manuel, y se extendían por toda su sangre en llamaradas de fuego.
A duras penas pudo hacer que se levantara y se sentase a su lado en el sofá. ¡Qué hermosa era! Caído el pañuelo de la cabeza, dejaba lucir los negros rizos de la mal peinada cabellera, y la abertura del descote descubría la sana y fuerte belleza del robusto torso. Don Manuel se sentó a su lado; tomó entre las suyas la mano morena y fina, acariciándola con fingida protección paternal. Podía contárselo todo, él la quería, la había visto nacer…
Su dulzura animó a la desdichada para referir su cuita entre sollozos, repitiendo:
—Señor, mi marido es inocente… sálvelo usted… ¡señor, por caridad!…
Pero don Manuel no la oía; la ola del deseo que Dolores le inspiraba, hacía estremecer todo su cuerpo. Había pasado el brazo alrededor del talle de Ja muchacha, y la sentía palpitar, agitada y temblorosa, embriagándose en el perfume de juventud, fuerte y acre, que le recordaba las montañas.
La atrajo hacia sí con fuerza, y bajando la voz le suspiró zalamero al oído:
—¿Quieres la libertad de Víctor? No llores… de ti depende.
—¡De mí!
Y la joven hizo un esfuerzo para retirar la mirada de los ojos que se clavaban como ascuas en los suyos.
—Si, de ti… ¡Sé buena!
Antes de que la infeliz pudiera darse cuenta de lo que le decía, los labios de don Manuel sorbieron en un beso sus carnosos labios.
Quiso ella levantarse, correr, huir, gritar… las fuerzas le faltaban y cayó de nuevo sobre el asiento, con las manos cruzadas en actitud de súplica. En su cerebro turbado aparecía la visión del enojo de aquel hombre, cuya piedad había ido a implorar, y al que su negativa convertiría en enemigo… No había remedio… Debía obedecer, para que su Víctor no muriera lejos de ella; pero sentía el beso aquel sobre los labios como una marca de hierro candente, y aun intentó hacer un último esfuerzo para desasirse de las manos que la sujetaban y del aliento que le quemaba el rostro, Un velo frío le subió del corazón a la cabeza, y ya no sintió hada… quedó desvanecida, inerte, entre los brazos que la oprimían.
Sucedió una cosa repugnante; el hombre, con vertido en fiera, cayó como lobo hambriento sobre la presa que la casualidad le ofrecía. La desenvolvió del mantón, arrojándola con violencia contra la alfombra, y sin parar mientes en su estado, sin piedad al dolor que paralizaba los latidos de su sangre, antes bien, excitado, temeroso de la resistencia, profanó el sagrario de aquel cuerpo hermoso, una y otra vez, rugiendo y clavando los dientes en los torneados brazos que se dibujaban bajo el corpiño.