Resumen y conclusión
Ha sido necesario recordar algunos principios de derecho; ninguna institución social, sea la que fuere, ha de prescindir de la justicia: por no tenerla presente muchas hallan obstáculos insuperables, y si los vencen, es haciendo un daño que excede a los bienes que intenta realizar.
Hemos visto que el deber moral que de instruirse tiene el hombre está comprendido en el de perfeccionarse. La perfección significa voluntad recta, afectos puros, entendimiento elevado. Es lo verdadero en la ciencia, lo bello en el arte, lo justo en la moral; es la mansedumbre, el sacrificio, el perdón, el amor infinito de Dios y de los hombres. La mísera criatura que sufre, concibe y aspira a la dicha completa; en sus extravíos comprende la rectitud y en su pequeñez el infinito; el dolor de su miseria es la prueba de su grandeza, y tantos mártires de la verdad y de la justicia dan testimonio de que aspira a la perfección. Aunque para ello sea necesario el ejercicio de las facultades intelectuales, no lo entiende así el que las deja inactivas: la ignorancia no se penetra fácilmente que el instruirse sea una obligación, por eso tarda en aceptarla, y hay personas a quienes es necesario imponerla como deber legal antes que como moral la hayan reconocido. Su error o su negligencia no puede admitirse como regla; su obstinación no ha de respetarse en daño de sus hijos, ni tienen derecho a infringir la ley que todos estamos obligados, en conciencia, a obedecer cuando no ordena cosa contra la conciencia. No es éste el caso de la que hace obligatoria la instrucción, siempre que en la escuela no se enseñe nada que a ninguna persona de recto juicio pueda parecer malo.
Los mismos principios que justifican el deber legal de instruirse dan derecho a la instrucción; al que no quiere adquirir la indispensable se lo puede obligar; al que no pueda se le debe auxiliar para que la adquiera; una vez comprendida su importancia, no se vacilará en declararla gratuita, como la justicia, para el que no pueda pagarla, y que lo mismo que pleitea se instruya por pobre. Nadie que observe el pueblo puede desconocer la importancia, la necesidad de instruirle. Sus derechos, sus aspiraciones, su falta de fe religiosa, su participación en la política, su ansia de regeneración social, el mayor peligro que corre su virtud, todo impone la necesidad moral, y aun material, de instruirle. La obscuridad de la ignorancia hoy, es el caos. Si se deja que choquen entre sí los elementos sociales en vez de armonizarlos, dignos de lástima serán nuestros hijos. Rudas pruebas les esperan si no van a Dios por la fe, ni se elevan a Él por la razón; si por la ignorancia de las leyes económicas no comprenden el peligroso error en que están acerca de la formación y distribución de la riqueza; si por el desconocimiento de las leyes morales hacen cálculos con los hombres que se necesitan para una empresa como con los kilogramos de hierro que entran en una máquina; si no acatan el precepto religioso, ni tienen reglas de moral con firme apoyo en su conciencia y en su entendimiento; si a las afirmaciones dogmáticas de que se burlan no sustituyen las explicaciones científicas; si, desconociendo las armonías que el saber revela, creen que en el Universo hay la confusión que existe en su espíritu; si no sustituyen por otros ideales los que han perdido; si no realizan el derecho a medida que rechazan la fuerza, y si por cada cadena que rompen no forman un lazo.
La falta de conocimiento, el descuido, el egoísmo, pueden hacernos prescindir de la ignorancia del pueblo; pero ella nos saldrá al paso: la hallaremos en el rebelde, en la prostituta, en el ladrón, en el asesino, en las víctimas de todos ellos; y si sordos a la voz del deber no nos persigue como un remordimiento, nos acometerá como un malhechor.
Por más importancia que la instrucción tenga, no puede hacerse obligatoria en un pueblo muy atrasado; para imponerla verdaderamente como deber legal que por todos se respete y se cumpla, se necesitan grandes medios morales, intelectuales y materiales.
¿Tiene España estos medios? No; la ley de enseñanza primaria obligatoria para todos, sin excepción, vendrá a aumentar el número de las que no se cumplen. Se opondrán a su cumplimiento: la ignorancia, el egoísmo y la miseria, la autoridad con su resistencia pasiva; el docto que no querrá, y tal vez no podrá transmitir gratis sus conocimientos; el rico, que no querrá dar dinero; el pobre, que no dará tiempo, y el miserable que vive de la mendicidad, incompatible con la instrucción. Se opondrá al cumplimiento de la ley el obstáculo material de falta de locales donde quepan los alumnos. ¿Cómo no se empieza por reconocer las escuelas, fijar el número de niños que en ellas pueden estar en condiciones higiénicas y formar una estadística de los que la ley obligaría a asistir? Esta indispensable operación previa daría por resultado poner de manifiesto la imposibilidad material de que la ley se cumpliese, y resultan graves daños de promulgar leyes que no han de cumplirse.
¿Existen grandes elementos morales o intelectuales que puedan vencer inmediatamente los obstáculos materiales que a la enseñanza obligatoria se opondrían? Hemos visto que no, y a tantas pruebas que así lo manifiestan podemos añadir que ni centros literarios, ni científicos, ni corporaciones, ni el Gobierno, ni nadie ha enviado a la Exposición de París un maestro de primeras letras.
No hay que desesperar, no; pero tampoco esperar demasiado, porque contar con medios que no existen sería tal vez esterilizar los que tenemos, convirtiendo las facilidades que resultasen ilusorias en dificultades insuperables. Hay personas que comprenden la importancia de que el pueblo se instruya, y dispuestas a trabajar y hacer sacrificios para instruirle; hay que utilizar su buena voluntad y procurar aumentar su número, porque la empresa no es imposible, pero no es fácil tampoco.
Que la ley consigne el deber de la instrucción para todos los que puedan adquirirla, pero los que puedan nada más; porque, si es inflexible sin razón, será infringida por necesidad. Que al mandato de instruirse vayan unidas otras muchas disposiciones que faciliten la instrucción, que la hagan atractiva y verdaderamente útil, que no se limite, como hoy, al imperfecto conocimiento de las primeras letras.
La llamada instrucción primaria no merece este nombre, puesto que no es más que un medio de instruirse, si no se emplea, inútil, y si se emplea mal, dañoso. Se ve la ignorancia letrada, y el error, letrado también, en la gente del pueblo que por saber leer y escribir no deja de ser ruda, y de admitir como verdades los absurdos más groseros. No puede suceder otra cosa mientras la enseñanza sea más mecánica que intelectual, y se reduzca a adquirir un instrumento que no se usa o no se usa bien. La cuestión no es que el pueblo aprenda a leer, sino que aprenda a discurrir.
No es ésta ciertamente la obra de un día, ni de un año, ni de muchos años; pero es el problema que, por difícil que sea, hay que resolver. Las dificultades que para resolverle se presentarán son grandes, pero no insuperables, y hay que medirlas, no para espantarse de su magnitud, sino para proporcionar a ellas el esfuerzo necesario para vencerlas.
No puede sustituirse la instrucción popular a la instrucción primaria sin reformar radicalmente ésta. Es necesario que el alumno lo sea por muchos años y que emplee en la escuela menos tiempo cada día, para que de niño le aproveche todo, y de adolescente y de mozo aprenda lo que en la niñez es incomprensible, y para que la instrucción literaria pueda armonizarse con la industrial. Esto exige mayor perfección en los métodos de enseñanza, crear un nuevo género de literatura y variar la condición del maestro, sacándole de la de niñero y haciéndole profesor.
Para que el pueblo se instruya verdaderamente, el Estado puede tomar muchas y variadas disposiciones, más eficaces que hacer la enseñanza primaria obligatoria para todos. Debe hacerla posible, atractiva, útil e imponerla a aquellas colectividades de cuya educación dispone directamente.
Los obstáculos de todo género que se hallarán para difundir la instrucción no pueden vencerse por el Estado si la opinión pública no le auxilia, si la acción individual, asociándose, no presta su poderoso auxilio.
Las leyes, los decretos y los reglamentos pueden organizar la enseñanza, pero no generalizarla, no hacerla verdaderamente popular si tienen que ir por todas partes venciendo resistencias en vez de hallar cooperaciones.
La enseñanza popular, en cuanto sea dado, no debe limitarse a los niños, sino hacerse extensiva a los adolescentes, a los jóvenes y a los hombres. Si su ignorancia no es invencible, hay que esforzarse a vencerla; parece duro imponerles sacrificios para realizar un bien de que no serán partícipes. Si esta exclusión es inevitable, lo imposible no obliga; pero debe limitarse cuanto fuere dado, generalizando y perfeccionando las escuelas de adultos. La justicia será, como siempre, la utilidad, aunque sólo a la material se atienda; por mucho que cueste instruir a los ignorantes, ha de costar más dirigirlos, y en ocasiones contenerlos si no se instruyen. Algunos conocimientos de Economía política evitarían muchas huelgas y muchas rebeldías, que, bien analizadas, no suelen ser más que explosiones de ignorancia.
Al que juzgue extraño y aun absurdo que pretendamos iniciar al pueblo en cierto género de conocimientos que se tienen por superiores a su capacidad, le rogamos considere que no se trata de que pase instantáneamente de la ignorancia a la ciencia; además, no habiéndose intentado nada serio para iniciarle en ella, no hay derecho para declararle incapaz de adquirirla.
Hasta ahora, como sobre ciertos asuntos se hablaba y se escribía para pocos, si ellos comprendían se daba por bien escrito y bien hablado. Aun podrá suceder que haya quien tenga por mérito el ser comprendido por un corto número. Diríase a veces que el espíritu aristocrático, arrojado de las instituciones políticas y civiles, entraba disfrazado en el campo científico, y que los grandes señores de la inteligencia tenían a menos comunicar con la plebe. Este estado de cosas inevitable es transitorio. Cuando el público sea el pueblo no le desdeñarán los sabios, que aprenderán de él tanto como le enseñen. ¿Por qué a veces se han extraviado tanto los pensadores? Porque vivieron aislados, sin el apoyo y las amonestaciones del gran maestro que se llama la humanidad.
Que las inteligencias superiores se eleven sobre las multitudes es su derecho, y suelen comprarle bastante caro para que espontáneamente no se les reconozca; pero a cualquiera altura que estén, que no se desvíen; que la obra científica sea siempre la obra humana, y la más preciada grandeza el haber hecho llegar al mayor número de hombres el mayor número de verdades profundas y de sentimientos elevados. Cuando se comprenda así, no se excluirá a ninguna clase de la comunión intelectual; se dirán las verdades esenciales de modo que las comprendan las multitudes, y el genio, como el sol, brillará para todos.
Como la verdadera instrucción del pueblo es necesaria y es posible, aunque sea difícil se realizará; llegará un día en que se realice. ¡Pero cuántos pecados y cuántos dolores evitarán, cuántos títulos a la gratitud de la posteridad adquirirán los que apresuren ese dichoso día! Misión tan noble, empresa tan difícil, obra tan santa, merece y necesita la cooperación de todas nuestras facultades. Es necesario pensarla y sentirla; es necesario comprender como el gran Leibniz el amor en la definición de la justicia; medir generosamente el deber por el poder de hacer bien; no estudiar una ley para saber las obligaciones que impone, sino los beneficios que con su auxilio podrán realizarse; no escatimar los céntimos ni los minutos que se dan cuando se contempla en la muchedumbre embrutecida el germen del crimen que fecunda el error, la chispa del genio que apaga. La ignorancia, poder que hace cautivos, impone la necesidad de una obra de redención, y jamás se han redimido los hombres con cálculos egoístas, ni en virtud de oráculos dados sobre trípodes de hielo.