Capítulo XV. Los métodos y los libros para la enseñanza popular
No escribimos un tratado de pedagogía, y sin salirnos de nuestro asunto no podríamos entrar en pormenores acerca del modo de enseñar; pero hemos de hacer algunas observaciones respecto a métodos y libros propios para la enseñanza popular.
Aun dada la rudeza de nuestro pueblo, creemos que la mayoría de sus hijos es capaz de aprender las cosas necesarias si se enseñan bien, si se ordenan los conocimientos, si se encadenan las verdades, de manera que lo sabido allane el camino de lo que se va a adquirir y corrobore lo que se sabe ya. Hay que graduar las dificultades para disminuirlas; no prescindir del arte al exponer la ciencia, Y no erizarla de obstáculos si pueden suprimirse.
Los métodos para la enseñanza popular han de procurar brevedad, claridad y belleza: esta última circunstancia, que acaso parezca ociosa, está lejos de serlo. El pueblo es un gran poeta y un gran artista; conviene embellecer la lección que se le da para que mejor la tome, y no creemos que al enseñarle se pueda prescindir del arte sino a costa de la ciencia. Las obras de Dios son prodigiosamente deslumbradoras, de espléndida belleza, cuya utilidad, por no ser material, no es menos positiva, y el hombre más rudo procura embellecer toda obra que sale de su mano. Desde el Supremo Hacedor hasta la última racional criatura, aman, quieren, buscan la belleza. ¿Prescindirá de ella el maestro? ¿No comprenderá que su atractivo es un poder, que su ausencia deja un verdadero vacío? El fruto ha sido antes flor, y para extender el imperio de la verdad no debe prescindirse de su hermosura.
La brevedad que pedimos en los libros que han de servir para la instrucción del pueblo es una condición que se va haciendo sentir para todos. Se escribe tanto sobre cualquiera materia, que, aun concretándose a una sola, no es posible leer todo lo publicado, y lo será menos cada día. Es necesario abreviar y condensar, lo cual en muchos casos, en la mayor parte, puede hacerse, no sólo sin perjuicio, sino con ventaja de la claridad.
En un libro, todo lo que no hace falta sobra; todo lo que no facilita el conocimiento del asunto lo dificulta, y hay lectores que se pierden entre divagaciones, rodeos, digresiones, citas, adornos, y que a través de ellos no ven la ilación del argumento, las consecuencias de la lógica, la evidencia de la verdad, que comprenderían mejor expuesta con más sencillez.
No son muchos los autores que saben ponerse en lugar del lector que ignora, que procuran economizarlo tiempo, no lo dan más trabajo que el necesario para comprender el asunto, y no añadan a sus dificultades las que provienen del modo de exponerle; hay pocos autores que se hagan cargo de que para un lector no instruido, un libro en que falta claridad y orden, y sobran palabras, es un verdadero laberinto; hay pocos autores que sean parcos, que digan, no todo lo que se les ocurre, sino lo que conviene decir, dejándole al lector lo que debe decirse él después de haberle puesto en camino para que lo diga. No es sólo el poeta; también el hombre de ciencia debe ser conciso con oportunidad, presentando hechos o argumentos que hagan pensar, como aquél pone en situaciones que hacen sentir. Las proporciones de la mayor parte de los libros podrían reducirse mucho, muchísimo, con ventaja de su claridad y aun de su verdad. Uno de los defectos más frecuentes en los libros es la contradicción, que sería más ostensible para el autor y, por consiguiente, más fácil de notar y de corregir, si en vez de estar atenuada por argumentos poco concretos, perdida en rodeos, y como desleída en multitud de palabras, se presentase concentrada en frase breve, juicio categórico, exposición clara. Las afirmaciones o negaciones contradictorias, puestas así unas enfrente de otras a corta distancia, tendrían un relieve que las haría perceptibles sin grande esfuerzo de memoria ni de atención: poner a los autores en situación de contradecirse menos, y dar a los lectores facilidades para apercibirse de la contradicción, es quitar al error un auxiliar poderoso: la ordenada concisión le determina, y denunciándole con más seguridad da más medios de condenarle.
La falta de lógica, que se disimula en rodeos difusos, largas peroraciones, citas, hechos y argumentos que pueden excusarse, aparece como la contradicción cuando, condensándose las ideas, se nota fácilmente si hay o no exactitud al compararlas y establecer relaciones entre ellas, y si hay orden al exponerlas.
No todos los asuntos son susceptibles de tratarse con igual concisión, pero no hay ninguno que no tenga un máximo razonable de brevedad, que coincide con el de claridad, y al autor que no sea capaz de alcanzarla le falta alguna condición para maestro. No sabemos hasta qué punto la brevedad será dificultosa, porque, en general, se prescinde de ella si acaso no se evita. El público y los editores suelen apreciar los libros por su tamaño, y aun no todas las personas ilustradas se sobreponen a esta vulgar preocupación. Así, entre los propósitos que hace el autor al emprender su obra, es raro que se halle el de ser breve, y frecuente que procure extenderse cuanto le sea posible; de modo que la aptitud para la concisión podrá muy bien ser común, aun cuando rara vez sea practicada.
En general el libro del porvenir, y en particular el destinado a la enseñanza del pueblo, creemos que ha de ser breve, y que debe hacerse un estudio especial y continuado para procurar que lo sea, no sólo sin perjuicio, sino con ventaja de la claridad.
El que mejor aprende lo que enseña un libro, el que no olvida nada importante, ¿que retiene? Un extracto más reducido seguramente que el que puede hacer el autor, pero que debe servir a éste de advertencia para no recargar la memoria del que lee, no sólo inútilmente, sino con daño; es muy probable que el esfuerzo hecho para no olvidar cosas poco importantes perjudique al recuerdo de las esenciales. La memoria no tiene un poder indefinido; el que ignora un asunto, no puede saber lo que en él es principal y secundario, y al autor compete suprimir, tratar concisamente o con extensión, los puntos, según su importancia.
Los libros de primera enseñanza, por lo general, no pueden dar idea de lo que deben ser las obras de enseñanza popular, como no sea para establecer la regla de no hacer nada semejante, y de que tanta más probabilidad hay de acercarse a la perfección cuanto más se aleje uno del plan, forma y aun fondo de ellos. Prescindiremos, porque no hace directamente a nuestro propósito, de que no son propios ni aun para la infancia, y haremos notar que si hasta aquí no había instrucción sino para los niños y los señores, al presente se trata, es preciso tratar, de instruir a los hombres, a todos los hombres, y esta nueva necesidad lleva consigo un nuevo género de literatura. Se necesitan enciclopedias formadas de manuales breves y claramente escritos, procurando además que la forma sea tan bella como lo consienta el asunto. Comprendemos que todo esto podrá parecer ilusorio al que no se penetre bien de la diferencia que hay entre lo que es la instrucción primaria y lo que debe ser la instrucción popular, cuyo fin es distinto, y cuyos medios diferirán mucho si han de ser adecuados al objeto. Hoy es raro que personas verdaderamente instruidas y superiores escriban libros de instrucción primaria; pero es de esperar que haya hombres eminentes que no desdeñen publicar obras para la enseñanza popular. Estos hombres saldrán del cuerpo docente, cuyo nivel intelectual se elevará mucho, y de fuera de él cuando el público sea el pueblo, cuando las obras elementales sean fundamentales. Cuando un manual sea una gran dificultad vencida, una buena obra y un gran triunfo, no desdeñará el genio ponerse en comunicación directa con la multitud y en hacer que, por su medio, la verdad, como el sol, brille para todos.