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La Instrucción del Pueblo: Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?

La Instrucción del Pueblo
Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?
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  1. Portada
  2. Información
  3. Introducción
  4. Capítulo I. Algunos principios que conviene tener presentes para promulgar la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria
  5. Capítulo II. Del deber moral y del deber legal de instruirse
  6. Capítulo III. Derecho a la instrucción
  7. Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?
  8. Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?
  9. Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?
  10. Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?
  11. Capítulo VIII. El maestro
  12. Capítulo IX. La maestra
  13. Capítulo X. La ley de enseñanza primaria
  14. Capítulo XI. La mendicidad y la instrucción primaria
  15. Capítulo XII. Necesidad de la iniciativa y cooperación individual para generalizar la instrucción
  16. Capítulo XIII. Escuelas de adultos
  17. Capítulo XIV. Los chicos de la calle
  18. Capítulo XV. Los métodos y los libros para la enseñanza popular
  19. Resumen y conclusión
  20. Autor
  21. Otros textos
  22. CoverPage

Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?

Si para formar idea del estado de la instrucción en España la comparamos a la de otros países, sirviéndonos de datos oficiales y recurriendo a la estadística, aunque de la comparación resulte con evidencia nuestro atraso, no resultará tal como es, y, lejos de haber hallado la verdad, habremos caído en un error, y de los más graves; porque, apoyándose en números, nos inspira la engañosa confianza de una demostración matemática.

La estadística dice, cuando lo dice, que tantos varones y tantas hembras van a la escuela; pero no que el maestro o la maestra no sabe lo más indispensable; que es muy frecuente que no tenga ortografía; que, como no suele tener que comer, es muy lógico que no se instruya, que olvide lo que aprendió y que no enseñe bien lo que sabe, agriándose en una profesión para la que debería tener dulzura, paciencia infinita, y que no le proporciona honra ni provecho.

La estadística dice, cuando lo dice, que tantos varones y tantas hembras saben leer y escribir; pero no dice cómo leen y cómo escriben, ni lo que escriben, y, sobre todo, lo que leen. No dice, o que no leen nada, o que leen muchas cosas que sería mejor que no leyeran; que el pasto espiritual del mayor número de lectores de España son novelas, libros devotos muy faltos, muchos, de censura eclesiástica ilustrada, la crónica de noticias de los periódicos, donde hay más hechos escandalosos que edificantes, y su folletín, que no suele recomendarse, ni por la belleza literaria, ni por la buena moral. No es cálculo exacto el que se hace contando los que saben leer en España y en Suiza, y apreciando nuestra instrucción relativa por el tanto por ciento respectivo de personas que han recibido instrucción primaria. Hay que ver en qué consiste esta instrucción si luego se olvida o se completa, y si se emplea para adquirir errores o verdades en pro de la moral o contra ella.

La estadística dice que tantos estudiantes han cursado tales asignaturas; pero no dice si las saben la mayoría de los aprobados; si no debían serlo, por regla general, más que los que obtienen la nota de sobresalientes, y aun no todos, en algunos Institutos y Universidades.

La estadística dice, o puede decir, el número de profesores; pero no si hay muchos que no saben lo indispensable para explicar medianamente su asignatura.

No basta comparar lo que presupuesta el Estado en España para la enseñanza con lo que gasta otro país para juzgar de su instrucción respectiva; es necesario saber si en ese país los particulares y las asociaciones invierten grandes sumas y mucho trabajo en establecer escuelas, bibliotecas y facilitar la instrucción, publicando obras útiles a menor precio de su coste material, cosa que en España no se ve.

No basta saber el sueldo que disfruta un profesor, ni que un auxiliar, que tiene a veces que desempeñar dos o tres asignaturas, cobra, o le ofrecen, 4.000 reales con descuento; es necesario considerar además la dificultad, o imposibilidad tal vez, de hallar libros y otros medios de instrucción en la escuela a que pertenece o en el pueblo en que reside; el precio de los mantenimientos y habitaciones; las necesidades que, además de las que lo son verdaderamente, impone la opinión; los medios de proveer a ellas supliendo con otro trabajo el poco productivo de la enseñanza; la consideración pública que alienta, o el desdén que desanima para aceptar y perseverar en una vida de sacrificio; el bueno o el mal ejemplo general que facilita o dificulta el cumplimiento de penosos deberes. Todas estas circunstancias y otras hay que tener en cuenta para saber lo que significa un número, y apreciándolas bien podrá resultar que un sueldo que parezca menor valga más; que su mezquindad tenga grandes compensaciones, y que el verdadero juicio que debe formarse acerca de la situación del profesor sea diametralmente opuesto a los datos numéricos.

Los documentos oficiales dicen que en las cátedras de Astronomía, Física, Matemáticas, Malacología, Entomología, Geología, Anatomía comparada, sánscrito, con ser únicas en España las abiertas en Madrid, ha habido de dos a seis alumnos, en la que más, durante el curso de 1877 a 1878; que la de Paleontología no ha tenido alumnos matriculados ni oyentes; y con decir esto, que es bastante, todavía no revelan toda la triste verdad.

Si queremos formar idea aproximada del estado de la instrucción en España, no tengamos sólo presentes los documentos oficiales, y los incompletos y poco exactos datos estadísticos; busquemos la verdad por caminos menos breves pero más seguros.

Si somos instruidos en un ramo cualquiera de conocimientos, juzguemos sin pasión, pero sin injusta indulgencia, a gran número de profesores que aprueban y a la casi totalidad de discípulos aprobados; si no tenemos instrucción suficiente para hacer este juicio, preguntemos a personas de ciencia y conciencia, y ellas nos dirán si desde el año del doctorado a la escuela de primeras letras, ambos inclusive, se enseña como se debe enseñar, y se aprende como se debe aprender, salvas las excepciones honrosas que no invalidan la regla.

Recordemos cuántas familias conocemos que envíen a sus hijos a la escuela o al colegio para que aprendan, y no por quitárselos de encima, y que si los matriculan en el Instituto o en la Universidad desean que adquieran los conocimientos debidos y no que ganen años; cuántos padres que se enteren de la conducta y aprovechamiento de sus hijos, y pregunten de continuo a los profesores, auxiliándolos en una tarea que ya es ardua con el auxilio de la familia, y que es imposible sin él.

Veamos cuántas bibliotecas hay en España, qué horas están abiertas al público, qué facilidades le ofrecen, cuántos lectores acuden y qué clase de obras piden.

Entremos en las dependencias del Estado; veamos la instrucción que tienen los empleados, no exigiendo por regla general ninguna, y menos cuanto más elevados son los cargos.

Recordemos que, cuando en una ocasión se quiso sujetar a los empleados de Hacienda a un examen en que aprobasen mucho menos que debe aprenderse en la escuela de instrucción primaria, hubo en el ramo una alarma, un verdadero pánico; anunciáronse maestros que se ofrecían a enseñar en breve plazo lo indispensable para conservar el destino, y hasta hubo algunos discípulos que creyeron que iba a realizarse la medida que no se llevó a cabo.

Tomemos acta de lo que han sido los exámenes de empleados de Correos.

Examinemos nosotros, cada uno en aquellas cosas que son de su competencia, los documentos oficiales que salen de los centros directivos, y veamos qué grado de ciencia revelan.

Anotemos los fallos que anula el Tribunal Supremo de Justicia por desconocimiento de la ley de parte de los que la aplican.

Comparemos la proporción en que se venden los libros serios que pueden instruir y los frívolos que divierten, no siempre sin perjuicio de la moral, y también la concurrencia a los caros espectáculos, a veces grotescos, a veces inmorales, a veces crueles, con la que asiste a las lecciones que la ciencia da de balde o por muy poco dinero.

Veamos cuántas asociaciones hay en España para propagar la instrucción, qué actividad hay en ellas, cuánto gastan y cómo emplean sus fondos.

Contemos el número de libros científicos originales, y el número de lectores de ellos y de los traducidos, así como de las revistas científicas y literarias y lo que en éstas es original.

Tengamos en cuenta los premios que se ofrecen en España a los trabajos notables en ciencia y literatura.

De los hombres que han concluido una carrera, observemos cuántos siguen estudiando después de obtenido el título, y cuántos no tienen ni aun los libros y disposiciones oficiales indispensables para desempeñar bien su profesión.

Comparemos lo que se despilfarra en superficialidades o en dar mal ejemplo, y la mezquindad con que se retribuye al maestro que para sustentar la vida, que abrevia con ímprobo trabajo, tiene que reunir un gran número de niños en un local reducido, donde se hallan apiñados en pésimas condiciones higiénicas, y cuyos padres economizan el sueldo del maestro a costa de la salud y tal vez de la vida de sus hijos, que no respiran impunemente por espacio de muchos años atmósfera tan viciada.

Entrémonos en la casa de nuestros amigos y conocidos; gente que tiene comodidades, y aun lujo, y veamos qué libros tienen y qué libros leen, y si dedican alguna hora al día o a la semana a cultivar su inteligencia.

Pasémonos por los locales que con el nombre de casinos u otro cualquiera sirven de punto de reunión, y veamos lo que hay que leer y lo que se lee en el gabinete de lectura, y lo que se habla en la sala de conversación.

Tomemos nota de los Ayuntamientos que han pedido la supresión de la escuela de primeras letras, de los que no pagan al maestro, y de los que, aun cuando los paguen, descuidan la enseñanza, y aun cuando les conste que está muy mal, no hacen nada para mejorarla.

Todos estos hechos y otros análogos, bien observados, podían darnos más medios de descubrir la verdad que la lectura de documentos oficiales y de datos estadísticos, que, por incompletos o poco exactos, son muy propios para inducirnos a error. El resultado de nuestras observaciones sobre la enseñanza y cultura general no podrá menos de ser un triste convencimiento de que en España la instrucción está poco generalizada, es poco profunda, inspira escaso interés, y se mira con indiferencia aun por las clases que están en mejor posición para adquirirla y apreciarla: entre la gente menos acomodada o ilustrada, claro está que será aún menor el respeto al saber y el deseo de instruirse.

Como la instrucción se aprecia en proporción que se tiene, y se hacen esfuerzos para lograrla en proporción que se aprecia, España está mal dispuesta para el trabajo y sacrificios que exige la enseñanza obligatoria, si ha de ser una realidad y no una ley que no se cumple. Estos sacrificios y trabajos tienen que ser proporcionados a los obstáculos que hay que vencer, obstáculos morales que dependen de la ignorancia o inmoralidad, y obstáculos materiales que son consecuencia del número insuficiente de escuelas, de los escasos medios de enseñanza con que cuentan, de su imperfecta organización, y, por último, de la pobreza y aun miseria de los que han de asistir a ellas.

El número de escuelas públicas es insuficiente, el de alumnos suele ser excesivo; en muchos casos no se puede enseñar, ni aun el orden material es posible, y el local reducido y mal apropiado prueba que se tiene muy poco en cuenta la higiene y la salud de los niños. Si los que asisten voluntariamente no caben, ¿qué sucedería si la enseñanza fuese en realidad obligatoria?

Los medios materiales de enseñanza es raro que sean de los más perfectos, y muy común que se carezca aun de los más sencillos e indispensables.

En muchas localidades la escuela está a tanta distancia que es imposible que los niños la frecuenten, sobre todo en el rigor de las estaciones, cuando tienen que arrostrar los ardores del sol, o la lluvia y la nieve, mal vestidos y mal calzados o descalzos. Cuando van pierden en ir y venir la mitad del tiempo que habían de dedicar a instruirse, si acaso no lo pierden todo, sirviendo la escuela de pretexto para andar de paseo, en busca de nidos o de fruta del cercado ajeno.

Algunos españoles dicen con orgullo que entre nosotros no hay, como en Inglaterra, escuelas de desfarrapados; pero falta saber si es por que no van a la escuela, o porque no los hay: nos inclinamos a lo primero.

Como nuestro asunto es la enseñanza primaria obligatoria, desentendámonos de los niños que van a la escuela sin que se les obligue, y con aquellos que será preciso obligar formemos las categorías siguientes:

1ª Niños que no van a la escuela por descuido de sus padres o por la dificultad que tienen éstos de obligarlos a que vayan.

2ª Niños que no van a la escuela por carecer de vestidos y de calzado.

3ª Niños que no van d la escuela porque mendigan.

4ª La Niños que no van a la escuela porque trabajan.

Hemos leído en páginas de libros y columnas de periódicos largas parrafadas contra los padres pobres que faltan a sus deberes descuidando la instrucción de sus hijos, y que, en vez de sacrificarse por ellos, los sacrifican, o por lo menos los explotan con punible egoísmo, sujetándolos a un trabajo prematuro que no permite el desarrollo de sus fuerzas físicas ni intelectuales, etc., etc. Suele haber en todo esto más declamaciones que conocimiento del verdadero estado de las cosas.

Examinemos brevemente la situación de los padres de las cuatro categorías de niños que hemos formado:

1ª Hay muchos padres pobres que, pudiendo, no cuidan de que sus hijos vayan a la escuela, y este descuido es ciertamente censurable; pero ni el número es tan grande como parece a primera vista, ni la culpa tampoco: recordemos que el ignorante no puede dar a la instrucción la importancia que tiene, y que en este caso se hallan muchos padres que no cuidan que sus hijos la adquieran. Hemos dicho que su número no es tan grande como parece a primera vista, y, en efecto, acaso se tacha de descuido lo que es imposibilidad en ocasiones u ofrece grandes dificultades.

Padres que necesitan estar ausentes de sus casas todo el día, mandan a sus hijos a la escuela, pero no pueden llevarlos; ¿podrán evitar que dejen de ir, o que se salgan y no vuelvan? Es frecuente ver una pobre viuda con hijos pequeños, antes de salir de casa a ganar pan para ellos, recomendarles que vayan a la escuela y castigarlos si no van, y luchar así con la pereza y la vagancia de sus hijos hasta que se cansa. La mayor parte de los que la acusan de no hacer más esfuerzos no se habrían esforzado tanto; no saben la perseverancia que necesita, ni la resistencia que hay que vencer en criaturas que tienen la tentación de la holganza, del aire libre, de juegos y mil distracciones enfrente de la escuela, que es trabajo, inmovilidad, malas condiciones higiénicas, que aunque se desconozcan se sienten, y castigos a veces brutales para hacer equilibrio al que pueda imponer su madre. Aun en esta categoría hay grandes dificultades que no se tienen en cuenta para que los padres pobres hagan que sus hijos frecuenten la escuela, y es absurdo establecer ninguna institución social contando con perseverancias heroicas.

2ª Son muchos los niños que, por estar casi desnudos y enteramente descalzos, no van a la escuela, ya porque no los admiten en ella, como sucede en algunas, ya porque su madre no se resuelve a que salgan de casa sin abrigo ni calzado; si se la reconviene, y contesta: ¿Dónde quiere usted que le envíe como está y con el frío que hace?, no hay qué replicar.

3ª Son muchos los miles de niños que mendigan, lo que es síntoma de crónica enfermedad social y causa de que se agrave. Ya forman parte de familias de mendigos sin domicilio fijo, ya de familias con hogar que los arrojan de él por la mañana con amenaza de castigo si a la noche no traen una cantidad cuyo mínimum se fija; ya se ceden a ciegos para que les sirvan de lazarillos y canten y toquen, ya a otros mendigos válidos mediante retribución o sin ninguna. Otras veces se sacan de las casas de Beneficencia, que, no correspondiendo a su nombre, confían los expósitos a personas que se forman con ellos una renta, obligándoles a mendigar y recoger cada día un mínimum de limosna; por la noche se los mete en un zaquizamí o en una cueva. Habrá quien tenga esto por imposible, y, no obstante, es cierto. ¿Cuántos miles de niños mendigan en España? Muchos positivamente; el número exacto ni aproximado nadie lo sabe.

No es éste el lugar de acusar a la sociedad por el pecado, ni de argüirla por la insensatez de dejar miles de niños que hacen en la mendicidad el aprendizaje de todos los vicios, se preparan para todos los crímenes y se inhabilitan para la dignidad del hombre honrado; no es éste el lugar de probar que se puede hacer mayor daño dejando mendigar a un niño que abandonándole sin socorro en la vía pública, donde su desnaturalizada madre le expone: aquí sólo nos incumbe consignar que la enseñanza obligatoria se hallará con miles de niños que recorren mendigando las calles, las plazas y los caminos, sin que la conciencia pública ni las autoridades se opongan, porque no llamamos oposición a órdenes arbitrarias que no suelen cumplirse, y que, caso de que se cumplan, no tienen más esfera de acción que el perímetro de alguna ciudad populosa.

4ª Muchos niños dejan de ir a la escuela porque trabajan: su ocupación varía mucho. Cuidan uno o varios hermanos más pequeños para que su madre pueda ganar alguna cosa; guardan ganado; recogen hierba, leña, frutas silvestres o estiércol por los caminos; entran en el servicio doméstico o en el militar; son vendedores ambulantes o auxiliares de otros; están de aprendices con un artesano, o de operarios en una fábrica, o hacen labores que no necesitan aprendizaje ni mucha fuerza; y, en fin, de otros varios modos prestan servicios en cambio de una retribución quo, aunque pequeña, es de gran precio para una familia pobre y numerosa.

Los que declaman contra los padres que en vez de enviar a sus hijos a la escuela los mandan donde puedan ganar algo, antes de formular sus acusaciones deberían entrar en las casas de los pobres y hacerse cargo de cómo viven. Aun prescindiendo de crisis, y teniendo sólo en cuenta los días festivos y aquellos en que por otras causas no se trabaja, el jornal de un bracero en España, por término medio, no es calcularle muy bajo ponerle en seis reales diarios. Véase el precio de las habitaciones y el de los mantenimientos, y dígase si es posible que un hombre pueda sostener una familia sin que la mujer le auxilie, y los hijos tan pronto como puedan. La situación de los labradores pobres no es más aventajada: basta para convencerse de ello entrar en su miserable vivienda, ver su ajuar y lo que comen y cómo visten: también puede tomarse nota de los miles de ellos que tienen que ceder al fisco la poca tierra que poseen en cambio de la contribución que no pueden pagar.

De las provincias del Norte la emigración de muchachos y de niños para América es continua, y también de jóvenes para el África en las provincias de Levante. Este es el estado normal, prescindiendo de crisis industriales y mercantiles, de malas cosechas y otras calamidades; estado que revela que la pobreza es general, y que hay millones de españoles que viven en una verdadera penuria, y si tienen familia algo dilatada carecen de lo necesario fisiológico para sus padres ancianos y para sus hijos pequeños. En tal situación, aunque no se sepa muy bien si los niños, trabajando antes de tiempo, ganan o pierden la vida, es inevitable que trabajen; el hambre los arroja a la calle, al campo, a la fábrica, al taller, y la ley de enseñanza primaria obligatoria tiene que luchar con la de la necesidad, y será vencida por ella si no recibe auxilio de otras leyes, de otras disposiciones, y el concurso de los particulares que cooperen eficazmente y se asocien para difundir la instrucción.

La ley que obligue a enviar los hijos o pupilos a la escuela, impondrá alguna pena a los padres o tutores que no la cumplan. ¿Y cuál será esta pena? Prisión o multa. ¿Y es moral ni materialmente posible imponer penas pecuniarias por semejante falta a los que están en la miseria, o llevarlos a la cárcel, donde hay que mantenerlos y ellos no pueden trabajar para mantener a sus hijos? ¿Es moral ni materialmente posible multar ni prender a un hombre honrado porque en su miseria utiliza el trabajo de su hijo en vez de mandarle a la escuela, cuando las leyes autorizan la embriaguez, la prostitución, el juego de la lotería, y de hecho todas las diversiones inmorales y crueles, y el adulterio, puesto que no se persigue de oficio? ¿Se penará al padre que no envíe a la escuela a sus hijos legítimos, al mismo tiempo que se autoriza el abandono completo y cruel de los naturales? ¿No perdería más la educación moral de un pueblo que ganaría la literaria si en él se penaran acciones inevitables o faltas leves, mientras la ley autorizaba faltas graves y verdaderos delitos? ¿Puede la ley contribuir a trastornar las ideas o a obscurecer la noción de lo justo y de lo injusto sin hacer un daño grave, inmenso?

En teoría, ¿qué no puede formularse? Es vasto el campo de la imaginación; pero en la práctica no son hacederas estas cosas. El sentido común opondría una resistencia invencible a que se multase o prendiera a un padre porque no enviaba a la escuela al hijo que, descalzo y desnudo, tenía que recorrer con tiempo crudo una gran distancia, o que, acosado por la miseria, utilizaba su trabajo en vez de procurar su instrucción. Por otra parte, las Autoridades, en general, no estarían dispuestas a secundar los rigores injustos de la ley; lejos de eso, es de temer que contribuyan poco a que se realice su justicia cuando de difundir la instrucción se trate. Los Ayuntamientos, que no vigilan la instrucción, que no se interesan por ella, que piden que la escuela se suprima o que se resisten a pagar a los maestros contra las órdenes reiteradas de Autoridades superiores, ¿se convertirán en cooperadores activos y perseverantes de la enseñanza primaria obligatoria, como es preciso para que sea una realidad?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿suprimirá la mendicidad que degrada tantos miles de niños, la vagancia que pervierte tantos otros, y tendrá medios de obligarles a que asistan a la escuela?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿disminuirá la miseria, hará más general el bienestar, de modo que los pobres no se vean en la necesidad de utilizar el trabajo de sus hijos pequeños?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿llevará a los padres el convencimiento íntimo de la utilidad de instruir a sus hijos de modo que se hallen dispuestos a hacer cuanto esté en su mano para que se instruyan?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿destruirá las preocupaciones que todavía existen a favor de la ignorancia y la indiferencia por el saber?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿cambiará en actividad la apatía de las Autoridades y corporaciones, y vencerá la resistencia pasiva que opondrán?

Una ley, y una o varias circulares del Centro directivo de Instrucción pública, ¿podrá allegar los medios pecuniarios, morales e intelectuales necesarios para realizar la enseñanza primaria obligatoria?

Una ley no puede hacer todo esto en ninguna parte, y menos en España, donde las leyes ni se respetan mucho ni se obedecen bien. Si además recordamos que, al pretender generalizar los conocimientos, cuanta mayor es la ignorancia, es decir, el obstáculo, es menor la fuerza para vencerle, es decir, la instrucción, nos convenceremos de que dificultades de tan diversa índole, tan graves y numerosas, necesitan para superarse diversidad de medios y cooperación de todas las fuerzas vivas de la sociedad.

Por una parte, es bueno que la ley consigne el principio de la enseñanza obligatoria a fin de contribuir a generalizar la idea de que es un deber de los padres educar a sus hijos, y una parte muy esencial de la educación el instruirlos.

Por otra parte, es altamente perjudicial promulgar leyes que no han de cumplirse, hacer delincuentes honrados, e imaginar que, una vez hecha la ley impracticable, no queda nada más que hacer.

En vista de todo esto, creemos que convendría consignar el principio de la enseñanza primaria obligatoria en la ley, pero haciéndola bastante flexible para que, sin romperla, se adaptase a las diferentes circunstancias de los legislados; para que obligase al que puede cumplirla sin oprimir al que no se halle en este caso el para que pudiera dejar de ser cumplida sin desobediencia, conciliando así el respeto que se le debe y las exigencias de la necesidad.

Creemos que además, al promulgar la ley de instrucción primaria obligatoria, debería tomarse otras varias medidas, ya por medio de leyes, ya por otras disposiciones oficiales.

Creemos, en fin, que la iniciativa del Estado en todas sus esferas, por más activa y perseverante que sea, no será bastante eficaz si no es grandemente auxiliada por la cooperación del individuo, que con su personal esfuerzo, y principalmente asociándose, contribuya a una obra que, como las obras grandes, tiene que serlo de todos.

La soberanía nacional exige que la nación tome parte activa, espontánea, perseverante o inteligente en el cumplimiento de las leyes que promulga, y la ley de enseñanza primaria obligatoria no puede ser excepción a la regla general.

Establecidas las verdades que anteceden (a nuestro parecer lo son), resta discutir los tres puntos siguientes:

¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?

¿Qué debe hacer el Estado para generalizarla?

¿Qué deben hacer los particulares y las corporaciones con el mismo objeto?

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