Capítulo XI. La mendicidad y la instrucción primaria
Como en España puede decirse que no hay estadística, se ignora el número de niños que viven de la mendicidad; pero es seguro que ascienden a muchos miles, de lo cual se convencerá cualquiera que observe por plazas y calles, veredas y caminos. Esta masa de niños mendigando significa que la sociedad no tiene entendimiento claro ni voluntad recia, porque ni en conciencia ni por cálculo puede autorizarse un plantel de toda especie de abyecciones o indignidades. Autorizar decimos, y es poco, porque directa, eficaz y continuamente contribuye la sociedad a esta radical desmoralización de la infancia desvalida. La abandona moralmente, y físicamente sustenta su cuerpo de un modo propio para pervertir su alma: el pedazo de pan que le arroja está envenenado.
Pero ¿qué ha de hacer la sociedad, se dice, con tantos niños pobres como mendigan? ¿Dónde hay fondos para mantenerlos? ¡Dónde hay fondos! ¿Y de dónde salen ahora? ¿Por ventura los niños mendigos no viven? ¿No comen para vivir? Pues alguien los mantiene, y no sólo a ellos, sino a padres infames o a especuladores que los explotan. Bajo el punto de vista material, la cuenta es muy sencilla. ¿Qué costará más, sostener recogidos o auxiliar a domicilio a los niños verdaderamente desvalidos, cuyo trabajo algo se podrá utilizar, o mantener en la vagancia a todos los que mendigan y a muchos que los explotan? Es evidente que lo último será más caro. Bajo el punto de vista moral no hay cuenta ni medida posible, porque medir es comparar, y no admite comparación una cantidad de monedas, y la dignidad, la conciencia, la virtud, se hacen poco menos que imposibles para el hombre que se deja mendigar de niño.
No hay duda que para muchas cosas la sociedad podría compararse a los que, no teniendo olfato, están sin molestia en una atmósfera apestada; sin molestia, sí, pero no sin daño; las condiciones de salubridad del aire no varían para el que no percibe malos olores. El sentido moral está embotado cuando no produce verdadero sufrimiento ver un niño mendigando, y no se acude a impedirlo como a socorrer al que cae en la vía pública. En aquella criatura que alarga la mano pidiendo limosna está el germen del malhechor que levantará el brazo, o de la prostituta que se enroscará como una culebra alrededor de su cómplice y de su víctima; allí hay una moralidad por tierra, y nadie acude a levantarla; al contrario, contribuyen los transeúntes a que se hunda más.
Las medidas que se toman contra los mendigos, arbitrarias, parciales, sin discernimiento, a veces crueles, son ineficaces siempre; no son de humanidad ni de justicia, sino de policía, y aun pudiera decirse de ornato público. Así como en las poblaciones de importancia las fachadas de las casas han de tener ciertas condiciones de belleza (oficial), y en los campos cada cual puede edificar sin tener en cuenta para nada las reglas de estética, del mismo modo los mendigos que en ocasiones se arrojan de las ciudades andan sin que nadie los moleste por las villas y por las aldeas; parece que no se ocupan de ellos como cosa triste, culpable o desdichada, sino como cosa fea. Está mal al lado de una tienda lujosa o de un soberbio palacio, pero no junto a un casucho; allí no la ven los encargados del ornato público.
No es de beneficencia la ley de enseñanza; no tiene medios de perseguir la mendicidad cuando es culpable, ni de socorrerla cuando es desdichada; pero se encuentra con una multitud de niños y muchachos mendigos a quienes necesita instruir y no puede. Tienen por razón de su oficio fuero privilegiado, con su vida errante y vagabunda, la insolvencia de sus padres o su completo abandono.
Sin salir de los límites que nos traza nuestro asunto, no podemos entrar en detalles acerca de lo que se debe hacer con los niños mendigos; pero nos es indispensable indicar que, en el estado de cosas actual, no son susceptibles de otra instrucción que de la que conduce a presidio, y que este estado de cosas debería cambiar. El cambio, contra cuya realización se alega la falta de fondos, produciría economías, pero exigiría trabajo; y aquí está la gran dificultad en un país en que hay tan pocas personas dispuestas a trabajar. Sería necesario, para poder instruir a los niños hoy desvalidos, clasificarlos, distinguirlos:
1º Los que no tienen padres, ya porque han muerto, ya porque estén presos, penados o se ignora su paradero.
2º Los que tienen madre solamente, o padre y madre incapacitados, por enfermedad, de sustentarlos.
3º Los que tienen padres muy pobres, y con algún auxilio podrían mantenerlos.
4º Los que, teniendo padres que los pueden mantener, los dejan en culpable abandono o los explotan.
5º Los expósitos que se sacan indebidamente de las Casas de Beneficencia y se explotan dedicándolos a la mendicidad.
Los de la primera y segunda categoría necesitan absolutamente el socorro de la beneficencia pública o de la caridad privada, y en parte los de la tercera. Los de la cuarta son hijos de padres a quienes debía exigírseles una estrecha responsabilidad por su punible proceder, obligándolos a que cumplieran una obligación sagrada. Los de la quinta se suprimirían con que se cumpliera la ley de Beneficencia. Mientras así no se haga, mientras haya niños mendigos, los habrá que se sustraigan a la obligación de instruirse; de donde vendrá, no sólo el daño de su ignorancia, sino el que resulta de su mal ejemplo, dado por quien infringe la ley, pública, repetida o impunemente. Con el contagio de los malos ejemplos sucede como con todos los contagios: que son temibles en proporción de los elementos favorables que hallan para desarrollarse; y la propensión a la holganza y la vagancia no son tan raras en España, ni tan generalmente repulsiva la degradación del mendigo, que no sea de malísimo efecto para el niño pobre y obligado a ir a la escuela la vista del mendigo independiente, que no tiene semejante obligación. La independencia tiene entre nosotros un fuerte atractivo, y es necesario evitar que haga alianzas con los males que combatimos.
Bastan estas breves indicaciones para señalar uno de los obstáculos que encontraría la ley de enseñanza obligatoria, obstáculo que no podría remover sin el auxilio de otras disposiciones.