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La Instrucción del Pueblo: Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?

La Instrucción del Pueblo
Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?
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  1. Portada
  2. Información
  3. Introducción
  4. Capítulo I. Algunos principios que conviene tener presentes para promulgar la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria
  5. Capítulo II. Del deber moral y del deber legal de instruirse
  6. Capítulo III. Derecho a la instrucción
  7. Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?
  8. Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?
  9. Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?
  10. Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?
  11. Capítulo VIII. El maestro
  12. Capítulo IX. La maestra
  13. Capítulo X. La ley de enseñanza primaria
  14. Capítulo XI. La mendicidad y la instrucción primaria
  15. Capítulo XII. Necesidad de la iniciativa y cooperación individual para generalizar la instrucción
  16. Capítulo XIII. Escuelas de adultos
  17. Capítulo XIV. Los chicos de la calle
  18. Capítulo XV. Los métodos y los libros para la enseñanza popular
  19. Resumen y conclusión
  20. Autor
  21. Otros textos
  22. CoverPage

Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?

Para concretarnos a nuestro asunto prescindiremos de lo que es en España la instrucción primaria en general, limitándonos a tratar de la que se da a los niños pobres, únicos a quienes de hecho habrá de aplicarse la ley de enseñanza obligatoria; los que pertenecen a las clases regularmente acomodadas van a la escuela por el cuidado de sus padres y sin coacción de la autoridad.

Antes de indicar lo que en nuestro concepto deben hacer el Estado y los particulares para generalizar la instrucción, conviene fijarse bien en lo que ha de ser ésta, ya para saber los medios que necesita y los obstáculos que hallará, ya para adquirir el convencimiento de que son necesarios los sacrificios que exige.

La instrucción primaria que entre nosotros se da a los pobres se reduce a leer mal, escribir peor, algunas imperfectas nociones de aritmética, y respecto a religión encomendar a la memoria el catecismo de la doctrina cristiana. Estos conocimientos se olvidan en todo o en parte, según que hay o no ocasión de ejercitarlos; alguna vez, las menos, se perfeccionan.

El que sabe leer, escribir y contar tiene una ventaja grande sobre el que ignora estas cosas; es capaz de desempeñar muchos cargos para que el otro no sirve, y posee un instrumento de instrucción; pero si no le usa, no está instruido: lo que se llama instrucción primaria, con más propiedad se llamaría preparación primera para instruirse. Para convencerse de que la instrucción primaria a que nos referimos no da cultura bastan algunas pruebas muy sencillas, que cualquiera puede hacer. Reúnanse cierto número de hombres y mujeres del pueblo, de la misma edad próximamente, unos que saben leer y escribir, y otros que no. Ignorando los que son completamente iliteratos y los que tienen algunas letras, háblese con todos de asuntos graves, de religión, de moral, de economía, de política, etc., etc. Anótese lo que dice cada uno, y es seguro que por el modo de discurrir no se conocerá los que tienen instrucción primaria y los que carecen de ella. El despejo natural, la clase de personas con quienes han tratado, el oficio que ejercen, el haber recorrido varios países o permanecido siempre en el mismo, la honradez y otras varias circunstancias, influirán para que aquellos hombres tengan más ideas y más exactas que el que sepan leer y escribir, o no. Es frecuente en cuadrillas de trabajadores fijarse en alguno a quien, por lo bien que comprende y discurre, se le quiere dar un cargo, para el que resalta inhábil por no saber leer. A esta misma clase de personas distribúyanse libros sobre varios asuntos, y para cuya inteligencia parece que no se necesita más que buen sentido, y se verá que no comprenden nada o muy poco. Acerca de lo que han de hacer en su oficio, o sobre otra cosa aún que les sea familiar, déseles por escrito una explicación que parezca muy clara, y se verá que no la comprenden. Saben leer y no entienden lo que leen, porque no saben discurrir, porque su inteligencia no se ha desarrollado ejercitándose, y parece que hay más de mecánico que de intelectual en la facultad que han adquirido de traducir en sonidos articulados los signos escritos.

Estos y otros hechos análogos, que alguno podrá juzgar exagerados, pero que la experiencia confirma, prueban que la instrucción primaria que reciben los pobres en España no merece el nombre que lleva, que es un medio de adquirir conocimientos, pero, como no suele emplearse, no da cultura.

A veces se adquieren algunos conocimientos en la escuela; pero es frecuente olvidarlos tan completamente que no queda de ellos el menor vestigio. En las escuelas de párvulos se oye decir en ocasiones: saben más que sus padres... Es cierto, y puede añadirse: más que sabrán ellos mismos dentro de diez años. Ya procuraremos investigar si hay medio de evitar que esto suceda; aquí nos limitamos a consignar que los pobres aprenden muy poco en la escuela, que una parte de lo que aprenden se les olvida, y lo que conservan sólo por excepción les sirve para ilustrar su inteligencia y rectificar su voluntad.

En una reunión de hombres del pueblo, si tratan de ciertos asuntos, tal vez adivinemos los que saben leer, no por el mayor número y elevación de ideas, sino por el mayor número de errores. En efecto, poseen un instrumento que pueden emplear bien, pero que están muy expuestos a emplear mal. Se enseña al hombre del pueblo a leer y escribir, pero no a discurrir; no se dirigen sus lecturas, no se le proporcionan buenos libros, ni revistas que le instruyan, ni periódicos que no le extravíen; y como él no tiene verdaderamente instrucción alguna, como carece de base fija, de puntos cardinales de donde parta su inteligencia y adonde vuelva cuando entra en actividad; como no puede elevarse y abarcar un horizonte extenso, ni establecer comparaciones, si naturalmente no tiene un buen sentido muy firme y el escrito que lee está lleno de errores, no sólo hay peligro de que incurra en ellos, sino de que les cobre afición y busque más, y no alimente su espíritu de otra cosa. Un libro para una inteligencia que no tiene medio de juzgarle, es una especie de tirano; sojuzga, y lo mismo puede dirigir que extraviar; no hay conformidad de pensamiento, hay creencia, y el autor no tiene discípulos, sino partidarios. Esta disposición de la ignorancia letrada es alarmante cuando se publican muchos libros inmorales y absurdos, y debe hacernos reflexionar en lo que hacemos cuando enseñamos a leer a un muchacho que no le enseñamos más.

En Europa, sobre todo en las naciones menos cultas, se fija la atención en el gran número de delincuentes que no saben escribir ni leer: en los Estados Unidos de América se hace la observación de que los delincuentes saben leer y escribir, lo cual produce cierta alarma entre los partidarios de que la instrucción se generalice. Mas ¿por qué admirarse de que las primeras letras no sean un preservativo contra el crimen, si positivamente no lo son contra la ignorancia?

Concretándonos a España, nada se puede concluir en contra de la instrucción por los resultados que haya dado hasta aquí entre los pobres el conocimiento de las primeras letras, y a la verdad se pierde bastante trabajo y dinero por no emplear alguno más: no sabemos con qué razón ni derecho se ha de hacer la enseñanza obligatoria si no es instructiva.

Muchos extrañan que haya tanto descuido en gran número de padres que no envían a sus hijos a la escuela, y nosotros nos hemos admirado no pocas veces de su constancia en enviarlos, oyéndolos decir con verdad que no aprendían nada. No es de este lugar inquirir las causas, sino consignar el hecho de que para aprender de memoria el catecismo de la doctrina cristiana o mal leer, escribir y contar peor, cosas que con frecuencia olvidan, que utilizan si acaso en su provecho material, rara vez en el moral o intelectual, para ventaja tan pequeña, en ocasiones muy problemática, los niños van años, muchos años a la escuela.

Hay quien se alarma, quien se desalienta, quien desespera al ver que la instrucción no produce los bienes que se habían esperado de ella, y aun que no produce bien alguno.

Uno de los caminos que conducen a desesperar, es esperar demasiado; no se le debe pedir a la instrucción lo que ella no puede dar, ni exigir que, siendo una parte de la educación, haga veces de la educación toda. Si hiciéramos de cada hombre un doctor en Derecho, en Medicina, en Ciencias naturales, físicas y matemáticas, y en Filosofía y letras, habría de estos doctores en presidio. ¿Cuántos? Probablemente pocos, pero su número podría aumentar bastante si todos los otros elementos de perfección conspiraban contra los resultados obtenidos por el cultivo de la inteligencia. No nos asemejemos a los curanderos o a los ilusos que los pagan, creyendo que existe algún remedio que cura todos los males. Los hay inevitables en la sociedad como en el individuo; disminuir su número y su gravedad, ése es el gran problema, la alta misión de toda persona honrada. Y para lograr este objeto, es decir, para que el elemento intelectual contribuya a él cuanto fuere dado, ¿qué instrucción conviene dar al pueblo?

Y esta instrucción conveniente, ¿hasta qué punto es posible?

En materia de instrucción, la más conveniente nos parece la más sólida; aquella que enseña al hombre mejor, mayor número de cosas en el orden de su importancia. El peligro para el individuo y para la colectividad no está en saber, sino en ignorar; no está en la armonía del conocimiento, sino en el desequilibrio que resulta a veces de conocer la verdad en un orden de ideas, y estar en el error respecto a todos los otros o de varios de ellos. La parte de verdad conocida ensoberbece al que la posee, deslumbra a los otros, y es anatematizada como error cuando éste prevalece, y al desplomarse la envuelve en su caída. Seguramente es más perfecto el hombre que no tiene ideas que el que las tiene equivocadas; pero hoy la ignorancia no es preservativo contra ninguno de los extravíos de la razón; todo es público y notorio, los absurdos como las demás cosas, y para que el error no sea popular y contagioso no queda más recurso que generalizar la verdad. Con no enseñar a leer al pueblo no evitaremos que aprenda de viva voz lo que no es cierto, lo que es absurdo, lo que es inmoral. A veces hay un hombre rudo leyendo un periódico a otros que no saben leer; el oír que deletrea y tropieza, y se atasca y dice disparates que no están escritos, puede dar risa, mas también pena y miedo. Otras veces no es un lector, sino un orador, el que reúne auditorio ignorante y numeroso, que, enardecido por la pasión, queda moldeado por el error de una manera indeleble. La verdad misma, la santa verdad, a veces mal comprendida, hace daño como alimento sano en estómago enfermo. Pueden observarse muy a menudo absurdas aplicaciones de principios exactos; consecuencias desatinadas de premisas razonables; atentados contra el derecho invocando reglas de justicia.

En la actividad febril y la comunicación continua de los hombres en la época actual; con los mil cambios, vicisitudes, revoluciones y trastornos, todos oyen algo de lo que dicen los otros; los sucesos barajan las personas, acercando las que estaban más distantes, y poniendo más o menos de manifiesto la manera de ser y de pensar de cada una.

Prescindiendo de propagandas organizadas a que se coopera de propósito, hay la gran propaganda a que se contribuye, a que contribuimos todos, queriéndolo o sin quererlo, ignorándolo o a sabiendas. Esta propaganda consta de elementos los más variados, infinitos en número, y que, con ser heterogéneos y aun discordes en apariencia, se armonizan.

Las conversaciones que oyen los criados y la conducta de sus señores, que ellos ven de cerca.

El proceder de las personas de algún viso que, aunque no se publique, se hace público.

Diálogos en las diversiones públicas durante los entreactos, en las salas de espera de las estaciones o en los coches del ferrocarril.

Las discusiones que el mozo de café oye a los parroquianos, los discursos y brindis que no pasan inadvertidos para el que sirve el almuerzo o la comida en la fonda.

Lo que ha dicho el general H., el oficial J. o el sargento R., que se sabe a las cuarenta y ocho horas en el ejército, en el regimiento o en la compañía.

Los miles de soldados y de estudiantes que todos los años llevan ideas de los centros a la circunferencia.

Los miles de viajantes y viajeros que, por gusto o por negocios, recorren el mundo y tienen cátedra en las mesas redondas.

Con motivo de un mendigo que se lleva a la prevención, de un delincuente que se escapa, de un hombre que cae acometido de un accidente o atropellado por un coche, etc., etc., se forma un grupo numeroso, en el que no se sabe quién dice palabras que impresionan, que no se olvidan, que se repiten.

En las obras públicas, el ingeniero habla con el ayudante, éste con el sobrestante, éste con el capataz, éste con los jornaleros, que no tardan en saber cómo piensa sobre muchos asuntos el que dirige la construcción del puente, del túnel o del viaducto.

Los marinos, agrupados sobre algunos metros de tabla, tropezándose de continuo en tan breve espacio, viéndose en las supremas crisis de la vida, y cuando la proximidad de la muerte revela grandezas o miserias, arranca disfraces a la hipocresía o rompe velos de modestas virtudes, han de comunicar entre sí necesariamente lo que piensan y lo que sienten.

En las fábricas y en los talleres, como en las obras públicas, por la escala que establece la jerarquía industrial van descendiendo las ideas y llegan del director hasta el último obrero.

Se comunican los pensamientos por un socorro que se da, por otro que se niega, por las palabras, por el silencio, por una sonrisa, por una lágrima, por un gesto.

Una camilla en que un hombre es conducido al hospital, o una carroza en que otro es llevado en triunfo, pueden ser ocasión de que alguno inocule un error o una verdad.

Comunicar es propagar, y esta comunicación continua, activa, universal, inevitable, de todas las clases, constituye la propaganda, inevitable también, de ideas y opiniones.

Si fuera posible suprimir todos los libros, folletos, periódicos, la publicidad, en fin, que se logra por medio de la imprenta, de modo que nadie leyera nada, absolutamente nada; si se suprimieran todas las academias, tribunas, cátedras, escuelas, y cuantos medios puedan imaginarse para enseñar públicamente por medio de la palabra, no se detendría por eso la corriente de las ideas. Caminarían más despacio, pero avanzarían; y cuando se las imaginara sepultadas para siempre, reaparecerían como esos ríos que la tierra parece tragar, que corren subterráneos, y salen más adelante y con mayor caudal de agua que cuando desaparecieron.

Y si es imposible evitar la propaganda de las ideas, ¿qué debe hacerse? Procurar que sean sanas las que se propaguen; fácil o difícil el medio, es preciso adoptarlo porque no hay otro.

Es común la equivocación de suponer que el error, como el rayo, viene de arriba, cuando el hecho es que se forma con elementos de arriba y de abajo. No nace armado de punta en blanco, como Minerva de la cabeza de Júpiter, sino que se desprende de alguna eminencia más o menos elevada y crece como la bola de nieve. Se dice: tal hombre, tal escuela, tal secta, tal partido, han extraviado al pueblo con sus doctrinas, con sus ideas, con sus opiniones. Y ¿por qué y cómo?

Porque el pueblo era ignorante; porque ha podido hacérsele admitir el error por verdad, lo perjudicial por útil, lo injusto por equitativo, y esto ha sido preciso hacerlo despacio, gradualmente, como toda seducción. El envenenamiento por el error se hace empezando por pequeñas dosis, que se aumentan a medida que el espíritu le tolera; si se comenzase por dar toda la cantidad que al fin puede recibir, la arrojaría de sí. El origen de muchas cosas se pierde en la noche de los tiempos; pero cuando se conoce el de las escuelas filosóficas que extravían, se ve que el error y la mentira han ido creciendo gradualmente, a medida que se hallaba creyentes y discípulos, como una escalera que no se sube sino a medida que se construye, porque tiene que servirse a sí misma de andamio. La falsedad creída, el error aceptado, sirven de punto de apoyo para otro error y otra falsedad, éstos para los que se establecen después, y así sucesivamente. Si en el buen sentido y la buena conciencia hubieran hallado obstáculos los primeros extravíos, habrían sido imposibles los ulteriores. Una mentira o una opinión equivocada pueden ser obra de un hombre, pero en toda doctrina falsa toma parte alguna colectividad ignorante. Las masas no pueden ser electrizadas por el error sin establecer corriente entre ellas y los que las electrizan, sin cerrar el circuito por conductores de ignorancia.

Así, pues, hay que combatir los malos libros con libros buenos, las lecciones erróneas con lecciones verdaderas; pero teniendo presente que el medio más eficaz de evitar que se afirmen errores es hacer de modo que no haya quien los crea. ¿Cómo imaginar que sea posible el orador sofístico y demagogo si no se apoya en las mismas pasiones que enciende, y en vez de una multitud ignorante y enardecida tiene un auditorio circunspecto o instruido?

Para evitar que las multitudes se extravíen no hay, pues, otro medio que hacer que no sean extraviables; puestas en movimiento están y es fácil llevarlas por donde no deben ir detenerlas es imposible, y aun guiarlas por mucho tiempo; lo único hacedero, estable y seguro, es enseñarlas de modo que se guíen ellas. Esto no se conseguirá con que sepan leer y no discurrir, de manera que o no lean o no entiendan absolutamente, o entendiéndole a medias y sin ser capaces de juzgarle, aprendan en él lo necesario para sustituir el error a la ignorancia.

Y si no limitamos la instrucción de las masas a leer, escribir y contar, ¿pretenderemos hacer de cada uno de los individuos que las componen un sabio? Bueno sería, si fuera posible; pero comprendemos que no lo es, y por eso nos limitamos a querer que cada hombre, que todo hombre sea un ser racional con necesidades intelectuales como físicas, proporcionadas al medio social en que vive y modo de satisfacerlas.

Religión que se fija en el alma de una manera indeleble, como los axiomas que no es necesario demostrar; creencia razonada que halla su apoyo en la conciencia; la autoridad indisputable de la revelación perenne hecha al entendimiento que percibe directamente las verdades necesarias y al corazón que siente aspiraciones que son promesas; comunicación de la criatura con el Criador, lazo que el hombre puede negar, mas no puede romper, y se manifiesta en el piadoso que ora y en el impío que blasfema.

Moral, no rutinaria y movediza, sino fija y arraigada en las profundidades de la conciencia e iluminada por la luz del entendimiento. Razón amorosa, o amor razonado que piensa y siente a la vez el deber imperativo, la austera virtud, la abnegación sublime.

Conocimiento del hombre, de su espíritu y de su organismo para que más fácilmente mantenga sano uno y otro.

Idea del universo, de las organizaciones microscópicas, de los soles que giran en el espacio, de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande, que, iniciando al hombre en los prodigios de la creación, le eleva al Criador.

Estudio de las sociedades humanas, de su historia, de lo que es en ellas el Derecho, y cómo de las leyes morales, intelectuales, físicas, se derivan las civiles, económicas, penales y políticas. Y, por último, iniciación en el arte para comprender las armonías de la belleza, de la justicia y de la verdad.

Tal es, en resumen, lo que, a nuestro parecer, debe constituir la instrucción popular; tales las necesidades intelectuales de pueblos que se dicen soberanos, y que, desdeñando toda autoridad, hacen cada vez más imprescindible la de la razón.

Esta instrucción sólida, verdadera, única que merece el nombre de instrucción, ¿es cosa fácil y en breve tiempo hacedera? No. ¿Es cosa impracticable o inútil? Tampoco. Nos parece posible, difícil y necesaria; no podemos improvisarla, ni prescindir de ella. ¿Por qué medios podrá realizarse? Procuremos investigarlo en los capítulos siguientes.

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