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La Instrucción del Pueblo: Capítulo XIII. Escuelas de adultos

La Instrucción del Pueblo
Capítulo XIII. Escuelas de adultos
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  1. Portada
  2. Información
  3. Introducción
  4. Capítulo I. Algunos principios que conviene tener presentes para promulgar la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria
  5. Capítulo II. Del deber moral y del deber legal de instruirse
  6. Capítulo III. Derecho a la instrucción
  7. Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?
  8. Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?
  9. Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?
  10. Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?
  11. Capítulo VIII. El maestro
  12. Capítulo IX. La maestra
  13. Capítulo X. La ley de enseñanza primaria
  14. Capítulo XI. La mendicidad y la instrucción primaria
  15. Capítulo XII. Necesidad de la iniciativa y cooperación individual para generalizar la instrucción
  16. Capítulo XIII. Escuelas de adultos
  17. Capítulo XIV. Los chicos de la calle
  18. Capítulo XV. Los métodos y los libros para la enseñanza popular
  19. Resumen y conclusión
  20. Autor
  21. Otros textos
  22. CoverPage

Capítulo XIII. Escuelas de adultos

Hoy en las escuelas de adultos se admiten generalmente los jóvenes mayores de diez y ocho años o de diez y seis, conforme los reglamentos; y como, según nuestro sistema, la enseñanza debería prolongarse hasta los veintitantos años, las escuelas venían a ser mixtas, de niños, de jóvenes y de adultos, no porque se mezclaran en ellas, sino por dar enseñanza a unos y otros.

Como esta enseñanza había de ser graduada, las dificultades se irían venciendo poco a poco; y por esta y otras razones no se dedica este capítulo a los jóvenes y a los hombres que habiendo empezado a instruirse desde niños acuden a la escuela, sino a los que van a ella careciendo completamente de instrucción, o teniéndola muy escasa, que es la regla en los que asisten a las escuelas de adultos.

Como tratamos de enseñanza primaria obligatoria, y ésta no se entiende más que con los niños, o con los muchachos cuando más, en rigor están fuera de nuestro asunto las escuelas de adultos; no obstante, hemos querido dedicarles un capítulo por su mucha importancia, y porque, esperando menos de la coacción que de los estímulos y medios indirectos, éstos podrían emplearse con los adultos lo mismo que con los muchachos y los niños.

Las escuelas de niños hacen un bien inmediato y otro mayor para el porvenir; el bien de las escuelas de adultos es más presente, y aun puede decirse más seguro, porque ofrece mayor seguridad la vida de los alumnos. La mitad de los que asisten a una escuela de párvulos no llegarán a hombres, y son pocos los asistentes a la de adultos que no llegarán a viejos.

Llenos de gratitud para con el pasado, y comprendiendo que los beneficios de él recibidos constituyen obligaciones respecto del porvenir, lejos estamos de negarnos al pago ni de regatear mezquinamente la cuantía de nuestra deuda; pero no olvidemos tampoco la que tenemos con el presente. Demos el pan de vida a la generación de hoy, pero no dejemos a la de ayer caminar a la muerte sin auxilio espiritual. Enseñemos al niño, pero no abandonemos al hombre; no le digamos: «Tú contribuyes para redimir a los que vienen detrás, mas para ti no hay redención; has nacido demasiado pronto; vive y muere en la ignorancia, aunque te resulte de ella mayor daño y descrédito a medida que se generaliza el saber.» Esto es triste, es duro, y si no es absolutamente inevitable, injusto. La enseñanza de los adultos es obligatoria en cuanto fuere posible, porque no hay derecho para dejarlos en el abandono si es dado prestarles auxilio, y más cuando en medio de su pobreza contribuyen para auxiliar a otros. No ya tratándose de hombres que la mayor parte no han vivido la mitad de la vida, pero aun al que le restan pocos días que vivir, se le deben medios de perfeccionarse, y, por consiguiente, de instruirse. Si no se le niegan consuelos a un moribundo, tampoco deben negársele lecciones, que tal vez le son más necesarias; no preguntemos a un hombre la edad que tiene para instruirle, porque mientras viva puede aprender, mientras puede aprender debemos enseñarle; una hora antes de morir es todavía tiempo de conocer una verdad, y bienaventurado el que haya enseñado muchas.

Hablamos principalmente de los motivos nobles y elevados que pueden impulsar a combatir la ignorancia en los hombres, cualquiera que sea su edad, por tener más inclinación a usar argumentos ad justitiam que ad terrorem; pero si se trata de impresionar por el temor, medios había, manifestando que la ignorancia más terrible, por el momento, es la de los adultos, a quienes promete imposibles, y combinándose con sus pasiones y sus dolores, a veces da por resultado la violencia y el crimen. El remedio de muchos males de mañana está en enseñar a los niños; el de muchos males de hoy, en enseñar a los hombres; y siendo tan conveniente, no hay que decirlo antes de saberlo bien, que es imposible. La huelga tumultuosa, el motín, la rebelión, el delito colectivo o individual, tienen medios de propaganda contagiosa a que, en parte al menos, podría poner coto la instrucción de los adultos. Las circunstancias son graves y los peligros próximos. En un pueblo falto de agua, bien está que se estudie un proyecto para abastecerle de ella; pero si hay un fuego se recurre a los pozos, a los manantiales más próximos, aunque escasos, porque la necesidad más imperiosa es a lo que primero se atiende. Si fueran tan perceptibles para todos, los fenómenos intelectuales como los que afectan los sentidos, tal vez nos apresuraríamos a establecer escuelas de adultos como nos apresuramos a apagar el fuego.

Se dice que los hombres hechos no quieren aprender, y que muchos no pueden; que no hay medio de cohibirlos, y se citan muchas escuelas de adultos que ha habido que cerrar y otras que cuentan pocos alumnos, cuyos adelantos no son grandes por lo general.

No negaremos que haya miles de hombres refractarios a la instrucción y cuya rudeza no es modificable, porque la débil voluntad se combina con el embotado entendimiento. En absoluto, estos hombres no son incapaces de recibir instrucción, y la prueba es, que si por un delito se les condena a prisión celular, en la celda aprenden lo que en libertad se tenía por imposible que aprendieran; mas como no pueden emplearse con el ignorante honrado, y para instruirle, los medios a que es justo recurrir respecto al criminal, concederemos desde luego que hay muchos miles de adultos que no irán a la escuela o dejarán de ir viendo que poco o nada adelantan.

Pero los que asisten con poco provecho o se cansan de asistir, ¿es siempre, ni aun las más veces, por culpa o veleidad suya? Hemos visto perseverancias verdaderamente prodigiosas en hombres ignorantes que procuraban instruirse, y hemos visto también métodos absurdos y falta de método y aun de buen sentido para dirigir la enseñanza de hombres rudos. En ocasiones no nos admiraba los muchos que dejaban de ir, sino los pocos que asistían con una constancia a prueba de tanto como se hacía para cansarla, máximo tratándose de personas que habían pasado el día en un trabajo penoso.

Si hay que cerrar una escuela de adultos, o la asistencia es escasa, o da poco resultado la enseñanza, ¿a quién se culpa? A los discípulos; muchos llegan a persuadirse ellos mismos de que son ineptos aunque no lo sean, y bajo la fe de sus maestros, que, como es natural, están más dispuestos a declarar a los alumnos incapaces de aprender que a convenir en que ellos no tienen aptitud para enseñar. Aun cuando esto último sea lo cierto en ocasiones, lo contrario se tiene como evidente, porque el ignorante desahuciado se pierde silencioso entre la multitud, y el docto que le desahució perora o escribe, influye en la opinión y retrae a muchos que desearían que la enseñanza no se limitase a los niños. Este daño suele hacerse, no sólo de buena fe, sino contrayendo mérito, porque le tiene muy grande consagrar trabajo perseverante y gratuito a una labor que da escasos resultados o que parece estéril.

Cuando no falta voluntad de aprender o no son completamente ineptos los hombres que asisten a las escuelas de adultos, el poco resultado que éstas dan consiste en el mal método, en la falta de él y en no hacerse bien cargo de las circunstancias de los discípulos. Suele incurrirse en dos errores graves: consiste el primero en tratar a los hombres como si fueran niños; y el segundo, al querer instruir a personas sin gimnasia intelectual ni hábitos de reflexionar, exigir de ellas atención sostenida, inteligencia de las verdades profundas que no se ofrecen espontáneamente a la conciencia, y comprensión rápida de cosas que sólo gradualmente y muy despacio pueden llegar a comprender; el que no sepa evitar ambos escollos perderá mucho tiempo, si acaso no lo pierde todo, y, lo que es peor, acreditará la idea equivocada de que el que no empieza a estudiar desde niño es, por lo común, incapaz de aprender nada.

Hay quien habla o escribe de enseñanza popular, y la equivoca con la infantil, partiendo del error que dejamos apuntado, de que a los hombres ignorantes se les puede tratar como niños: de aquí resulta ridículo para el que quiere enseñarlos, y con su desprestigio su impotencia. Por el hecho de haber vivido veinticinco años, el hombre sabe lo mucho que se aprende viviendo; la pasión le habrá sujetado a claras pruebas, y el dolor no le habrá escaseado sus lecciones. La existencia más obscura y aislada está llena de relaciones, y tiene la luz necesaria para discernir el mal del bien. La ignorancia de las cosas que se aprenden estudiando puede hacer que se confunda, en lo que al espíritu se refiere, al ignorante y al niño; pero el hombre, aunque no haya estudiado nada, sabe las cosas que se aprenden viviendo, que son muchas; además de este conocimiento, tiene las grandes iniciaciones de los afectos; hijo, hermano, padre, ha visto nacer y morir a los que ama; ha reído y ha llorado; sabe lo que es gozar y padecer. Si trabamos conversación con un hombre rudo, o mejor si escuchamos la que tiene con otro que esté a su nivel intelectual; si prescindimos de la forma, veremos que en el fondo tiene más ideas, más sentimientos, más necesidades comunes con nosotros de lo que habíamos imaginado; veremos que no hay en él ni el candor, ni la inexperiencia, ni la ligereza, ni la puerilidad veleidosa de la niñez; y si participa de su imprevisión, tal vez sea más por necesidad que por aturdimiento: el niño no sabe que hay porvenir; el hombre del pueblo cierra los ojos para no verlo, único modo muchas veces de que pueda gozar del presente. Así, aun en esto no deben confundirse el hombre rudo y el niño; entrambos son imprevisores, mas por diferente causa y de distinto modo.

Son una verdadera inocentada esas pláticas o libros en que con historietas y cuentos propios de niños se quiere interesar e instruir a los hombres. Ni el medio es el más apropiado, ni el objeto cual debe ser, porque no pueden servir las mismas lecciones para los que tienen diversos gustos y deberes.

Así, pues, hay que tratar a los alumnos de la escuela de adultos como hombres, pero sin pasar al otro extremo, olvidándose de que son rudos. Largas peroraciones que necesiten una atención sostenida; mucha movilidad que pasa rápidamente de unas ideas a otras; puntos de vista muy elevados adonde se quiere volar en vez de subir paso a paso, son medios que no pueden conducir al fin de instruir al hombre ignorante, tardo en todos sus movimientos intelectuales. Aun las verdades intuitivas no las verá ni pronto, ni completamente en ocasiones, porque la intuición no es idéntica en todos, ni la misma en un salvaje que en un filósofo: en este género de enseñanza, sobre todo, puede asegurarse que quien no va despacio no irá lejos.

Ocurre preguntar: el hombre que no tiene aptitud o paciencia para deletrear y hacer palotes, ¿no puede aprender nada? ¿Es imposible enseñar cosa alguna al que no sabe leer y escribir? Responderemos negativamente. Así como hay personas que saben leer y escribir, y cuyo espíritu está completamente inculto, más aún, que son poco menos que imbéciles, y otras sin ningunos conocimientos literarios y de natural despejo y entendimiento claro, puede suceder que el que no tenga aptitud para aprender las primeras letras sea capaz de instruirse en otras cosas. Un poco menos de fuerza de voluntad, la dificultad un poco mayor, tal vez, por la clase de trabajo, para hacer letras o aprender a combinarlas, determinan la ineptitud de un hombre que acaso sea capaz de algún género de instrucción. Importa tanto adquirirla, que, cuando la de las primeras letras fuera imposible, debería intentarse alguna otra; si la prueba salía mal, poco se perdía; si bien, se había ganado mucho. Si era posible desvanecer algunos errores, generalizar algunas verdades, enseñar un poco a discurrir, el que esto hiciera en la escuela de adultos no hacía menos que el que enseñaba las primeras letras.

La ventaja de proporcionar instrucción a los hombres ignorantes no ha de medirse tampoco por el número de alumnos que se examinan.

El que aprende a leer, lee a los que no saben y difunde la instrucción, el que sabe algunas verdades, las generaliza entre sus compañeros; el que ha comprendido que un error lo es, contribuye a extirparle. El alumno de la escuela de adultos vive con sus compañeros de trabajo, sobre los cuales, más o menos, influirá su instrucción. Cierto que le faltará la autoridad de una posición social aventajada; pero en cambio tampoco habrá contra él prevenciones, que más de una vez obscurecen la razón. Hay ocasiones (y ahora son frecuentes) en que la clase, en vez de autorizar, desautoriza la verdad, que hace más efecto en el taller dicha por un operario que por el dueño del establecimiento.

Por todo lo dicho creemos que no debía omitirse medio de generalizar y perfeccionar las escuelas de adultos.

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