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La Instrucción del Pueblo: Capítulo III. Derecho a la instrucción

La Instrucción del Pueblo
Capítulo III. Derecho a la instrucción
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Introducción
  4. Capítulo I. Algunos principios que conviene tener presentes para promulgar la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria
  5. Capítulo II. Del deber moral y del deber legal de instruirse
  6. Capítulo III. Derecho a la instrucción
  7. Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?
  8. Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?
  9. Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?
  10. Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?
  11. Capítulo VIII. El maestro
  12. Capítulo IX. La maestra
  13. Capítulo X. La ley de enseñanza primaria
  14. Capítulo XI. La mendicidad y la instrucción primaria
  15. Capítulo XII. Necesidad de la iniciativa y cooperación individual para generalizar la instrucción
  16. Capítulo XIII. Escuelas de adultos
  17. Capítulo XIV. Los chicos de la calle
  18. Capítulo XV. Los métodos y los libros para la enseñanza popular
  19. Resumen y conclusión
  20. Autor
  21. Otros textos
  22. CoverPage

Capítulo III. Derecho a la instrucción

Si es necesario que el hombre se eduque; si para educarse es preciso instruirse; si nadie puede aprender sin que se le enseñe, el deber de cultivar la inteligencia lleva consigo el derecho a la instrucción, porque no hay deberes imposibles.

El deber negativo, que consiste en abstenerse, el hombre puede cumplirle con su firme voluntad y sin exterior cooperación; pero no pertenece a esta clase el de instruirse, que no sólo es positivo y necesita se pongan en actividad las facultades del que ha de llenarle, sino que ellas solas no bastan y ha menester recibir ajeno auxilio. Aun en los casos excepcionales en que se dice que alguno aprendió solo tal cosa, es una manera inexacta de hablar; para adquirir solo algunos conocimientos es necesario tener otros que no pudieron adquirirse por el aislado esfuerzo individual, y además, métodos, medios materiales e intelectuales que nadie tiene si no los recibe. ¿Qué sería un ignorante confinado en una isla desierta? Un ser que no tendría de hombre más que la apariencia, si acaso la conservaba. ¿Por qué es tan difícil y tan incompleta la educación de los sordo-mudos? Porque están solos, porque su enfermedad los aísla, porque reciben tarde e incompleto el auxilio exterior, sin el cual la educación es imposible. Todo el mundo ha aprendido y enseña, más o menos, mejor o peor; el niño más abandonado adquiere conocimientos que alguno le da; el hombre más rudo sabe algo que comunica; pero se aprende y se enseña como se respira, sin notarlo: tan natural es y tan necesario.

Las necesidades materiales, aun con ser de naturaleza más fija, varían; las de un hombre civilizado no son las mismas que tiene un salvaje, y las del espíritu tienen una escala de variaciones infinitamente más extensa. Entendemos por necesidad, lo mismo del cuerpo que del alma, lo que es indispensable para la salud.

Un salvaje vive sin vestido, sin cama, sin casa sin alimentos condimentados; un hombre civilizado sucumbe o enferma en estas condiciones. De la misma manera el que sabe lo suficiente en un pueblo bárbaro, podrá ignorar lo indispensable para vivir bien en un país culto. Lo que se ha llamado los salvajes de la civilización son su oprobio, su peligro y un cargo de conciencia; también una insensatez.

Como hay un necesario fisiológico, podría decirse que existe un necesario psicológico, que es aquello indispensable para la salud del alma, dado el medio moral e intelectual en que se vive.

El padre debe al cuerpo de su hijo sustento, vestido y albergue; ¿y a su alma no le deberá nada? Verdad, justicia, belleza, ¿todo lo ignorará para que lo pise todo? El alma del hombre, tan sublime en sus grandezas, tan degradada en sus culpas, llena de divinos resplandores y de tinieblas misteriosas, espejo en que se refleja el error y la verdad, fuente de dolores o de alegrías; el alma del hombre, que es su esencia, la que le constituye criatura racional, la que puede hacer de él un ser execrable o bendecido; el alma del hombre, ¿no tendrá derechos, derechos sagrados? ¿Se arrojará a todos los peligros sin apoyo, a todos los dolores sin consuelo? Si el alma no tiene derecho a saber, a conocer, a la luz intelectual, que es su vida, se pervertirá su naturaleza. ¡Cuánta verdad y cuánta filosofía hay en concebir el mal como el ángel de las tinieblas! ¡Quién sabe cuántos gérmenes de bien se esterilizan en el hombre con cada rayo de luz de que se le priva! ¡Quién sabe los grados de obscuridad que bastan para que se extravíe o caiga!

Esos pobres cuerpos que tienen hambre y que tienen frío son bien penosos de ver; pero todavía impresiona más tristemente la miseria de las almas, de aquellos espíritus que no se manifiestan sino para el error o para la culpa, como el enfermo que no da señales de vida más que por el apetito de los alimentos que le dañan o por las convulsiones con que se golpea. Si la falta de alimentos deja a veces en el organismo señales indelebles, la falta de educación las deja siempre en el alma; y aunque el pobre llegue a ganar la vida material, habrá perdido irremisiblemente una parte de la moral; porque su espíritu se aletargó en la ignorancia, si no se extravió en el error.

Hay que insistir en que las necesidades del espíritu del hombre, como las de su cuerpo, tienen relación con el medio en que vive. En una tribu salvaje sabe poco, pero no necesita saber mucho; todos ignoran, y la vida, que es una lucha material, alternativa de fatiga y reposo, de hambre y hartura, de frío y de calor, poca ciencia necesita y pocos resortes morales tiene. Ni riquezas que tienten, ni ricos que seduzcan, poderosos que opriman, ni hábiles que engañen, ni relaciones frecuentes y múltiples que muevan a defraudar ni expongan a ser defraudados. Una esfera moral limitadísima para el mal lo mismo que para el bien; pocas culpas y pocos méritos, y noción imperfecta de vicio y de virtud.

A medida que un pueblo se civiliza, esta situación varía hasta constituir un estado totalmente distinto. Se multiplican con las relaciones de los hombres los casos en que pueden hacerse mal o bien; con sus diferencias, las superioridades de que pueden abusar; y con los desniveles económicos, morales e intelectuales, aumenta la dificultad para sostener el equilibrio. La vida no es ya un problema sencillo, sino muy complicado; la esfera moral se dilata; se puede hacer mal o bien de infinitos modos; es inmensa la escala desde el más abominable de los crímenes a la más santa de las virtudes; la urdimbre social está hecha con tal arte, que produce efectos maravillosos; pero es al mismo tiempo tan delicada, que para no hacer daño o recibirle se necesita conocerla y moverse muy acompasadamente, a fin de no atropellar o ser atropellado.

Se habla mucho del contraste que en los pueblos muy cultos ofrece el refinamiento del lujo y las privaciones de la miseria. Este contraste no es poco doloroso ni poco deplorable, pero hay otro que no lo es menos: el de la riqueza y la penuria intelectual; el de esos hombres de un saber inmenso, y esos otros que nada saben o, lo que es peor, que están llenos de errores. Cuanto son más vivos los resplandores de la ciencia, más negras son las sombras de la ignorancia y más caídas resultan; en unos porque los deslumbra la luz, en otros porque, viniendo de ella, nada ven en las tinieblas. ¡Qué de teorías se forman en las regiones iluminadas, sin contar con lo que puede practicarse en la obscuridad, y ésta qué de monstruos y fantasmas engendra, que no parecen tales por falta de un rayo de sol que los ilumine!

El contraste de la miseria y de la riqueza intelectual es un peligro constante para la virtud de los miserables y de los ricos; éstos tienen ventajas de que es harto difícil que no abusen, superioridades que fácilmente engendran el demonio de la soberbia; aquéllos viven en una humillación constante que degrada, con sufrimientos que irritan; y para enfrenar las pasiones, el error que las aguijonea en lugar de la verdad que las calma. La ignorancia general embrutece, la parcial deprava; el salvaje de los bosques es un hombre rudo; el salvaje de la civilización es un hombre degradado, si acaso no es un monstruo. Y ese monstruo, ¿cómo se forma? En las tinieblas.

Contemplemos la pobre alma que anima el cuerpo de ese niño abandonado. Él tiene hambre y tiene frío, otros se calientan y comen; él está cubierto de andrajos, otros de costosas galas; a él desprecian, otros son objeto de consideración; cuando otros lloran, tienen quien cariñosamente enjugue sus lágrimas; cuando él ha llorado las seca el viento o su mano sucia, desfigurando el rostro de manera que mueve a risa. ¿Cómo suceden todas estas cosas? Lo ignora. Él se encuentra arrojado al mundo y tirado en la calle, sin saber por qué ni para qué. No ve más que cosas materiales y hechos de fuerza en todo lo que le rodea: el mundo es hambre y comida, frío y abrigo, sufrimientos y goces; la tentación de romper un cristal para apoderarse del manjar que devora con los ojos, y el miedo al hombre armado que le llevará a la cárcel. La pobre criatura no puede explicarse nada de esto, ni nadie se lo explica, y va creciendo en este caos moral e intelectual dominado por los instintos, que lo tientan de una manera cada vez más peligrosa para su virtud.

Llega a ser hombre; la fuerza de su cuerpo ha crecido, pero su espíritu es acaso más débil que en la niñez; entonces no tenía ideas, ahora tiene errores; a la especie de fatalismo indolente de la infancia, que no veía más que hechos de fuerza inevitables, sucede ahora la idea de que estos hechos de fuerza lo son de iniquidad; que pueden evitarse, que se evitarán recurriendo a medios violentos porque un ser cuya inteligencia no se ha cultivado, un espíritu cuyo cuerpo no es su compañero, sino su tirano, no es su morada, sino su sepultura: no ve más que males materiales y remedios materiales también. Para tener mejor casa y mejor mesa, el motín, la rebelión, la guerra, o tal vez el robo y el asesinato. Todo esto es de una lógica abrumadora: en el hombre que se deja embrutecido, aspiraciones, fines, medios, todo tiene que ser brutal, y la sociedad es bien insensata queriendo tocar resortes que ha roto. Quiere máquinas, y se lisonjea de tenerlas; pero se olvida de que esas máquinas tienen una voluntad que se tuerce con daño de ellas mismas y de todos, y este daño es tanto mayor cuanto mayor sea la desproporción entre el saber de los doctos y la ignorancia de los ignorantes. La masa embrutecida en un pueblo culto no es máquina, es depósito de materias explosivas; hará saltar una roca, un palacio, un templo o una escuela: detonará, o tal vez no detone, pero siempre es un peligro. La sociedad no es, no debe ser al menos, una superposición material, sino un organismo, una armonía que no puede establecerse entre elementos tan heterogéneos como la ciencia elevada y la ignorancia profunda si no hay entre una y otra algún sentimiento poderoso, alguna elevada idea que, estableciendo cierta especie de igualdad, sea lazo de unión. Un error común puede unir a los hombres; desgraciadamente los ha unido muchas veces; mas aun para los que buscan la unión a todo trance, siquiera sea a costa de la verdad y de la justicia, aun ésos deben observar que los errores de ahora no son de los que tienden a unir a los hombres, sino a separarlos, y son subversivos del orden como quiera que el orden se entienda.

En cuanto al orden, que consiste en la armonía, en el conocimiento de la verdad y en la práctica de la justicia, es tanto más imposible, según dejamos indicado, cuanto sea mayor el contraste entre la riqueza y la miseria intelectual. Esa pobre criatura que se encuentra sin ideas, o con errores, en el arroyo de la calle o en la ladera del camino, viendo pasar trenes y carretelas, soldados y sacerdotes, miserables y potentados, reyes que se colocan sobre el trono y criminales que se llevan al patíbulo, y todo en confuso tropel moral, sin que nadie encienda luz en aquel caos; esa pobre criatura a quien ninguno enseña las cosas que necesita para no extraviarse en el intrincado laberinto de la sociedad en que vive; esa criatura que tiene un alma, tal vez una grande alma, siempre un alma inmortal de que se prescinde; esa criatura hay que darle la luz que ilumina, que guía, que consuela, que muestra al hombre su grandeza y su miseria, que le da medios para comprender el deber y practicarle, para resistir a la tentación, para lograr la dicha, para resignarse en la desgracia; cuanto menos razonable sea, será más culpable y más infeliz.

¿De qué le sirven a la sociedad sus Academias, sus Museos, sus cátedras, sus Observatorios, la ciencia de sus sabios, si no se difunde por la multitud que ignora y necesita saber? Sí, necesita saber porque quiere; necesita entendimiento porque tiene voluntad; la tiene ya, y prescindiendo de si es o no conveniente que la tenga, es imposible quitársela; lo que hay que hacer es procurar que no se tuerza.

De este hecho, que los hombres todos tienen ya voluntad, o van a tenerla, se deduce que es indispensable cultivar su entendimiento y que ha llegado la hora en que la obra de misericordia de enseñar al que no sabe es carga de justicia, y se falta a ella dejando sin defensa al hombre en medio de tantos peligros como habrá de correr su virtud. Más que nunca, hoy la vida es combate, es lucha; más que nunca, vivir es atravesar nubes tempestuosas: no hay poder humano capaz de sustraernos a ellas; lo único que puede hacerse es proporcionar brújula, timón, aparatos de salvamento, y esto la sociedad debe hacerlo; si tiene botes salvavidas, que disponga medios de instrucción, salvaalmas, porque hoy la ignorancia tiene más escollos para la virtud que el mar para los barcos.

Un pensador, espíritu elevado y verdaderamente religioso, escribía hace cuarenta años:

«...La condición del mayor número sobre la tierra no es fácil, ni risueña, ni estable. No se pueden contemplar sin una compasión profunda tantas criaturas humanas llevando tan pesada carga desde la cuna al sepulcro y aunque no se permitan descanso, proveyendo apenas a las necesidades de sus hijos, de sus padres; buscando sin cesar, para lo más querido de nuestro corazón, lo más indispensable para la vida, y no hallándolo siempre, y aunque se halle hoy, sin seguridad de que no faltará maña, y en esta continua preocupación de la existencia material, sin poder casi cuidarse de la vida del alma.

»Es doloroso, muy doloroso, ver esto y pensar en ello, y es preciso pensar y pensar mucho; en olvidarlo hay grave falta y gran peligro...». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

«Hoy, ocupándonos mucho, y con razón, de los sufrimientos y de las fatigas materiales, patrimonio de tantas criaturas, no recordamos bastante esos sufrimientos morales que son patrimonio de todos; esas pruebas, esas angustias del alma, desengaños, tedios, desgarramientos, todos los dolores, en fin, de esta dolencia universal del destino humano, tanto más punzantes, tal vez, cuanto el alma toma más vuelo y dispone de más tiempo.

»Grandes y pequeños, ricos y pobres, hombres distinguidos y multitud, tengamos compasión unos de otros, compadezcámonos todos. Todos, avanzando por nuestro camino, vamos fatigados y con pesada carga. Todos merecemos piedad.

»La merecemos hoy más que nunca. Es cierto que nunca las condiciones en que está el hombre han sido mejores ni más iguales, pero sus deseos van aún más de prisa que sus progresos. Jamás la ambición ha sido más impaciente y más general, ni tantos corazones han sentido semejante sed de todos los bienes y de todos los placeres. Placeres refinados y placeres groseros, sed de bienestar material y de vanidad intelectual, deseo de actividad y de molicie, de ociosidad y de aventuras; todo parece posible y envidiable, y accesible a todos. Y no es decir que la pasión sea fuerte, ni que el hombre esté dispuesto a tomarse un gran trabajo para satisfacer sus afanes; quiere débil pero inmensamente, y la inmensidad de sus deseos le arroja a un malestar, en cuyo seno lo que ha conseguido es para él como la gota de agua que se olvida así que se bebe, y que irrita la sed en vez de apagarla. Jamás vio el mundo semejante conflicto de veleidades, de caprichos, de pretensiones, de exigencias; nunca oyó tal ruido de voces que gritan todos a la vez para reclamar como derecho lo que les falta y lo que les agrada.»1

Esto es hoy tan cierto como cuando se escribió, y puede aplicarse a mayor número de pueblos que hace cuarenta años; de manera que esas masas que han empezado a tener movimiento y voluntad en las fluctuaciones de su ignorancia, no encuentran para contenerlas, como puntos fijos, moralidades robustas, convencimientos íntimos, creencias firmes, existencias satisfechas o resignadas de una clase superior que tuviese el prestigio de lo que es fuerte, de lo que es grande; aun este auxilio, que no pudiera serlo por mucho tiempo, falta a las multitudes, que es necesario poner en estado de andar sin perderse; porque, en cuanto a guías, ni ellas están muy dispuestas a admitirlos, ni apenas se encuentran.

Ya se considere a los hombres uno a uno o en agrupación numerosa; ya se les mire con lástima como desdichados, con severidad como culpables, con desconfianza como peligrosos; ya se respete su dignidad o se consideren las consecuencias de envilecimiento; ya se quiera que sean perfectos, o se desee que sean útiles; ya se los ame o se los tema, no parece posible, conociendo hoy la humanidad, y cualquiera que sea el fin racional que se busque al influir en ella, no ver que el medio más eficaz es instruirla; la instrucción puede suplir muchas cosas mejor o peor, y hoy nada puede suplirla.

Nosotros no entraremos en el laberinto de ventajas que el cálculo equivoca, de peligros que el miedo aumenta o quita de ver; buscando la justicia, sabemos que las demás cosas se nos han de dar por añadidura, y que procuraremos buscar. Ella nos dice que la ignorancia, en la manera de ser de los pueblos cultos, es un peligro, un gravísimo peligro para la virtud del ignorante, asaltada por todas partes de enemigos de que apenas podría defenderse si le falta la luz de la inteligencia. Hoy, si el niño no se instruye, es grave el riesgo de que se pervierta; y como no puede haber derecho a pervertirle, él le tiene a la instrucción. Y ¿de quién es el deber de proporcionársela? Del que le ha dado la vida, de su padre, de su madre. Si no hacen más que criarle, eso mismo hacen las bestias; como ser racional, está obligado el autor de la vida del cuerpo a cuidar de la del alma; en mal hora le daría la existencia física si mataba el germen de la vida intelectual, y poco serviría que hubiera satisfecho el hambre de su hijo si, prescindiendo de su corazón y de su conciencia, le lanzaba indefenso a un mundo de tentaciones y de peligros, si nada hacía para apartarle del dolor y de la culpa, si cometía una especie de parricidio espiritual, si creía haber cumplido con Dios y con los hombres con haber aumentado el número de los que sufren y de los que pecan.

Y cuando el padre no sabe ni comprende la necesidad de aprender, ni tiene medios de pagar a quien enseñe, ¿quién debe enseñar al niño? Quien lo recoge huérfano para que no se muera en la calle de hambre y de frío. El niño cuyos padres no pueden instruirle, es en cierta manera huérfano; tiene lo que podría llamarse orfandad intelectual, y la sociedad está en el deber de suplirle en aquella parte de la misión que no puede llenar por sí mismo, como le sustituye en todo cuando se muere o se halla imposibilitado y miserable. Si la sociedad instruye a los que recoge en las casas de beneficencia; si no se contenta, porque no debe, con alimentarlos y vestirlos, ¿cómo ha de negarse a instruir a los que no pueden ser instruidos por sus padres, que a costa de mil privaciones apenas logran sustentarlos y vestirlos? ¿Será de peor condición el que vive con los autores de sus días que el expósito o el huérfano, y la ley le negará el derecho a la instrucción que concede al abandonado? El pobre, a quien tantos sacrificios cuesta la crianza de sus hijos, recibirá, en vez de estímulos, causas de desaliento, viendo que los abandonados reciben una educación que él no puede dar a los suyos.

La imposibilidad de que el pobre proporcione instrucción a sus hijos es frecuente e indudable en muchos casos; y cuando tal imposibilidad existe, alguno tiene que proveer a lo necesario del alma, como se provee al físico. Cierto que el ideal no es que el Estado pague las escuelas, como no es que tenga casas de beneficencia, tribunales de justicia, presidios y cuarteles. Sería de desear que no fuera necesaria coacción de ningún género para que cada uno cumpliese con su deber; que la compasión acudiera espontáneamente a toda desdicha, y que el derecho que tiene el niño a que se le ponga en condiciones de ser racional educándole, se armonizara con el deber de enseñarle, de modo que bastase la conciencia pública para proporcionar medios de enseñanza, sin que para nada tuviesen que intervenir los poderes públicos. Lo que hay que desear es que el Estado haga lo menos posible de aquello que es preciso hacer, y que, sin su intervención, se hace bien: lo que hay que temer es que lo que es necesario no lo haga nadie, o lo haga quien lo hace peor. Si la escuela la establece la provincia, mejor que si la establece el Gobierno; si el Municipio, mejor que la provincia; si los particulares, infinitamente mejor que el Municipio. Pero, en fin, si este deber de enseñar no se cumple como moral, no hay más medio que convertirle en deber legal como el de aprender; y si el ciudadano, de una manera espontánea, impulsado por su conciencia, no ofrece su donativo para la enseñanza, hay que exigirle contribución para la escuela. ¿No se le exige para que se barra y alumbre la calle, para que se hagan alcantarillas y caminos, para que se paguen jueces y fuerza armada? Todas estas cosas son precisas, cierto. Mas ¿por qué son precisas estas cosas y para qué? Son precisas porque el hombre no hace espontáneamente todo aquello que debe, y para que, haciéndolo, haya en la sociedad aquel orden moral y material necesario. Y la instrucción, ¿no es un medio tan eficaz, más eficaz, de orden material y moral que la fuerza armada, los jueces y reglamentos de policía urbana? Se dice: lo que se gasta en escuelas se ahorra en presidios, en jueces, en soldados; bien está: bueno es, hacer economías; pero no es ésa la primera cuestión. ¿Cuánto vale la moralidad de un hombre? ¿Cuánto debe darse porque la conserve? ¿Cuánto se ha perdido cuando la perdió? Esta es la cuestión. Si por falta de enseñanza es vicioso el que, instruido, pudo ser morigerado; si es criminal pudiendo ser inocente, ¿qué persona honrada pone precio a la virtud de un solo hombre que se hundió para siempre por falta de auxilio? La instrucción, ¿contribuye a moralizar? Sí, o no; porque indiferentes es claro que no pueden serlo. Si desmoraliza, cerrad, y cerrad pronto, academias, aulas, ateneos, todo lugar donde se enseña; si es moralizadora, difundidla tanto como fuere posible; declaradla, no de utilidad, sino de necesidad pública y que ni la casa de Ayuntamiento, ni el hospital, ni el cuartel, ni dependencia pública alguna sea antes o no sea después que la escuela. Es cosa verdaderamente sagrada el lugar en que se contribuye a perfeccionar un ser racional perfectible y depravable, a evitar que se hunda en el vicio o en el crimen; es verdaderamente incomprensible que se pese el deber de difundir la instrucción poniendo en la balanza, de un lado algunas monedas, del otro la moralidad de los hombres. Esto no puede hacerse comprendiendo lo que se hace; la sociedad no puede desconocer el deber de instruir sino porque desconoce lo que es la instrucción.

Decimos la sociedad porque es preciso, y aun sería de desear, que no fuera el Estado el que se encargara de difundir la instrucción, sino que los particulares, asociándose, cumplieran ese deber moral sin que legalmente se les impusiera. Hay de esto muchos ejemplos, y más en los pueblos más adelantados, porque a medida que se instruyen se penetran de la importancia del saber y procuran generalizarle; en igualdad de todas las demás circunstancias, será tanto menos necesaria en la enseñanza la intervención del Estado, cuanto son más instruidos los individuos que le componen.

La iniciativa para difundir la instrucción debe venir de arriba, pues no puede partir de abajo, porque en la miseria intelectual y material no hay posibilidad de querer instruirse ni medios de conseguirlo; y por la misma razón que la enseñanza es obligatoria para los que no la desean, ha de ser gratuita para los que no pueden pagarla.

Cuando se dice enseñanza gratuita, se entiende generalmente la primaria, y convendría fijarse en cuáles enseñanzas son gratuitas y hasta qué punto lo son para el que se dice recibirlas gratis.

La enseñanza superior y la segunda enseñanza son en parte gratuitas, y algunas absolutamente. En las escuelas especiales no se paga nada; en las militares facultativas se enseña y se da dinero encima.

Las Universidades y los Institutos no pueden, ni con mucho, sostenerse con la matrícula; si se cita alguna excepción, no se podrá probablemente citar como buen ejemplo, porque difícil será que la enseñanza sea lo que debe ser en esas clases bastante numerosas para que la matrícula cubra todos los gastos; de cualquier modo, por lo común, la segunda enseñanza y la superior son o del todo o en gran parte gratuitas.

Y la enseñanza primaria que se dice gratuita, ¿lo es verdaderamente para el que la recibe? Cuando la escuela está sostenida por alguna asociación benéfica, sí; cuando depende del Estado, de la provincia, o del Municipio, no, por que se paga con los productos del impuesto a que contribuyen todos más o menos; no hay para qué encarecer la injusticia de que un pobre que no puede pagar maestro para sus hijos, ni halla quien se lo pague, contribuya para que se sostengan profesores de lenguas muertas y se compren telescopios. Útil es saber hebreo, pero no tan preciso como saber leer español; bueno es observar las manchas del sol, pero más indispensable procurar que no las haya en la conciencia.

En resumen:

Al deber de instruirse corresponde el derecho a la instrucción.

La instrucción es de necesidad pública, porque hay necesidades morales, como legales y administrativas y físicas.

A la necesidad de la instrucción puede proveer la sociedad cumpliendo sus individuos espontáneamente el deber moral de enseñar, que es lo mejor, y si esto no hiciere, establecer el deber legal.

Como no existen deberes imposibles, hay que hacer posible a todos el de instruirse, apartando los obstáculos materiales a los que estén imposibilitados de apartarlos por sí mismos. La justicia debe ser gratuita para el que no puede pagarla: un hombre ha de poder instruirse por pobre, como pleitea pobre.

Si la enseñanza es un mal, debe suprimirse absolutamente; si es un bien, darse, cueste lo que cueste, porque este bien es de un orden tan superior que ningún hombre honrado que le comprenda puede ponerle precio.

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