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La Instrucción del Pueblo: Capítulo X. La ley de enseñanza primaria

La Instrucción del Pueblo
Capítulo X. La ley de enseñanza primaria
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  1. Portada
  2. Información
  3. Introducción
  4. Capítulo I. Algunos principios que conviene tener presentes para promulgar la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria
  5. Capítulo II. Del deber moral y del deber legal de instruirse
  6. Capítulo III. Derecho a la instrucción
  7. Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?
  8. Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?
  9. Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?
  10. Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?
  11. Capítulo VIII. El maestro
  12. Capítulo IX. La maestra
  13. Capítulo X. La ley de enseñanza primaria
  14. Capítulo XI. La mendicidad y la instrucción primaria
  15. Capítulo XII. Necesidad de la iniciativa y cooperación individual para generalizar la instrucción
  16. Capítulo XIII. Escuelas de adultos
  17. Capítulo XIV. Los chicos de la calle
  18. Capítulo XV. Los métodos y los libros para la enseñanza popular
  19. Resumen y conclusión
  20. Autor
  21. Otros textos
  22. CoverPage

Capítulo X. La ley de enseñanza primaria

La ley que hiciera hoy en España obligatoria absolutamente la enseñanza primaria tendería a dar fuerza a un principio verdadero, a saber: que todo hombre está obligado a perfeccionarse cuando le fuere posible, y que el instruirse contribuye eficazmente a la perfección.

Por una parte, como hemos dicho, es ventajoso que las leyes promulguen los buenos principios y los apoyen; pero además de que en España la ley tiene poco prestigio e inspira poco respeto, la que hiciera obligatoria la enseñanza primaria sin hacerla posible tendría dos gravísimos inconvenientes:

1º El mal que resulta de mandar lo que necesariamente ha de ser desobedecido, lo cual redunda en desprestigio de todas las leyes, y muy particularmente de aquella a que se refiere el mandato.

2º Dar al legislador la idea equivocada de que, promulgada la ley, no tiene ya más que hacer para realizar el objeto que se propone.

Recordemos que la ley de instrucción primaria obligatoria encontrará obstáculos invencibles:

1º En la indiferencia de la opinión.

2º En la tibieza u hostilidad de las Autoridades que han de cooperar eficazmente a plantearla.

3º En la desidia de los padres y en la resistencia de los niños a ir a la escuela.

4º En la imposibilidad en que se hallan muchos padres de privarse de los servicios de sus hijos.

5º En la mendicidad y vagancia de muchos miles de niños.

La tibieza de la opinión es el obstáculo más grave; pero la opinión, que ha empezado a dar algunas señales de modificarse en este punto, se modificaría más pronto si la iniciativa de la ley fuera eficaz, poderosa, como creemos que lo sería adoptando las determinaciones siguientes:

Primera. Centralizar la enseñanza primaria. Hacer que los maestros dependan directamente del Ministerio de Fomento, y cobren como los demás empleados activos, no habiendo ninguna obligación preferente a la de satisfacer sus haberes.

¿Cómo ha de haber enseñanza primaria obligatoria dejando los maestros a merced de alcaldes que deben diez y siete trimestres de sueldos al maestro, y más tiempo aún por razón de material? Además de la posibilidad de que el maestro viva materialmente pagándole, hay que darle independencia de las Autoridades locales para que goce del necesario prestigio, sin el cual no es posible que le tenga la instrucción entre el vulgo, porque el desprecio con que mira al que enseña recaerá sobre la enseñanza. Hay que repetirlo: la instrucción tiene que venir de arriba abajo; los que tienen mayor autoridad, mayor poder, mayor ciencia, mayor riqueza, han de tomar todas las iniciativas, y empezar por dar muestras muy ostensibles de aprecio al maestro, para que el pueblo que aún no pueda respetarle por convencimiento le considere por la fuerza del ejemplo y el espíritu de imitación.

Segunda. Formar un Cuerpo facultativo de instrucción primaria, conforme dejamos dicho, en el cual se entrará por oposición y se ascenderá por antigüedad hasta ciertas categorías, a que no se podría llegar sin nuevo examen. Aunque los sueldos de entrada no fueran tan crecidos como sería de desear, deberían aumentarse en los ascensos sucesivos, al par de las carreras mejor retribuidas, para que si el presente del maestro joven era un aprendizaje rudo, al menos tuviera porvenir y le sostuviese la esperanza.

Tercera. Exigir de los maestros instrucción sólida. Hemos probado, a nuestro parecer, que las primeras letras, tales como hoy se enseñan, no son instrucción, ni contribuyen a perfeccionar al individuo, ni a dar a la sociedad miembros religiosos, morales, y con aquellos conocimientos precisos para que no sean explotados por la codicia o por la ambición, o arrastrados por algún fanatismo.

Cuarta. Organizar la enseñanza de modo que el maestro sea profesor, no niñero, y que las clases duren poco tiempo.

Esto es esencial. Lo primero, porque el espíritu del maestro podrá hallarse a la altura indispensable; lo segundo, porque de este modo será posible la asistencia de los discípulos.

El maestro, aun en los pueblos donde no haya escuela de párvulos y su tarea sea más ruda, no tendrá clase de primeras letras sino hora y media cuando más; a las otras clases asistirán los niños mayores, los jóvenes y los hombres, a quienes transmitirá conocimientos elementales, pero suficientes, de


Religión.
Moral.
Matemáticas.
Física.
Química.
Historia natural, comprendiendo la Astronomía.
Fisiología con las nociones necesarias de Anatomía.
Higiene.
Historia.
Derecho.
Economía política.
Psicología.
Nociones de agricultura en las escuelas rurales.
Dibujo lineal en las otras.
Bellas artes.

Decíamos, y conviene repetirlo, que una gran parte de la reforma en la enseñanza primaria puede resumirse así: menos horas y más años. En efecto, una hora u hora y media, de asistencia a la escuela el niño, y una hora el adolescente y el joven, no es un sacrificio ni para ellos ni para sus padres. En la primera edad, esta sujeción por tiempo tan breve no sería temida ni rechazada, y ofreciendo los niños menos resistencia para ir a la escuela, se necesitaba para vencerla menos esfuerzo por parte de los padres. Estos, si utilizaban de alguna manera el trabajo del niño, no hallarían un obstáculo en el breve tiempo de la lección, que aun serviría de necesario descanso físico en una edad en que conviene ejercitar la fuerza, pero no hacer mucha y por largo tiempo y seguido. Para los adolescentes, para los jóvenes, una hora de clase no sería obstáculo ni para el aprendizaje ni para el oficio; al contrario, aprenderían y practicarían mejor, porque el hombre, aun en la labor más mecánica, no trabaja con las manos solamente, y los que discurrieran mejor serían mejores obreros.

Dada la índole de nuestro trabajo, no podemos tratar de la enseñanza industrial; pero, aunque sea de paso, indicaremos la necesidad de combinarla con la literaria. Los inconvenientes de los obreros brutos y de los hombres del pueblo con alguna instrucción, aunque superficial, y sin oficio, no son difíciles de prever y la experiencia los confirma. Las huelgas que tienen carácter sedicioso, las maquinaciones y rebeldías, la infracción de las leyes que protegen las personas y las propiedades, son efectos de variadas causas; pero una muy poderosa es la falta de instrucción, literaria en unos, e industrial en otros, y de armonía entre estas dos enseñanzas. El mal obrero que tiene algunas letras con frecuencia es díscolo, vicioso, y con facilidad se hace cabeza de motín; el obrero hábil e iletrado está expuesto a todo género de seducciones: ya hemos indicado que en Europa se hace notar el gran número de criminales que no saben leer ni escribir, y en América el de los que con instrucción primaria carecen de la industrial; la necesidad de combinarlas es urgente, y no nos parece posible esta combinación sino haciéndolas simultáneas.

Como en la niñez la atención no se fija en una cosa misma largo tiempo, el poco que pasaran los niños en la escuela, aprovechándole, podría serles más útil que el mucho que ahora pierden.

Los niños que adquieren ahora la instrucción primaria entran en un taller, en una fábrica o en el servicio doméstico, o se dedican a la agricultura, y en cualquiera de estos casos olvidan en todo o en parte la instrucción que adquirieron, y rarísima vez la utilizan. Si los años de enseñanza fueran más, por una parte el ejercicio de lo aprendido haría imposible que se olvidara, y por otra, adquiriendo, no un instrumento que se embota o pierde, sino ideas que se graban, que modifican, que instruyen verdaderamente, que dilatan los horizontes del espíritu y que imprimen carácter, el joven llegaría a hombre con un modo de ser intelectual enteramente distinto, con las aptitudes y gustos racionales de una inteligencia cultivada, y recursos contra el tedio, contra los goces brutales y contra todo género de miserias y extravíos. O no ha de haber instrucción que merezca este nombre ni los sacrificios que es indispensable hacer para plantearla, o es preciso que sea sólida, graduada, exigiendo de los niños y de los jóvenes del pueblo poco tiempo por cada día, pero prolongándola durante muchos años.

Quinta. La ley exigirá que los jefes de taller, de fábrica, todo, en fin, el que tenga operarios o sirvientes menores de veinticuatro años, les deje una hora u hora y media para instruirse. En las industrias de alguna importancia se podría exigir que proporcionasen local para escuela, y aun que contribuyeran más o menos a su sostenimiento. Esto es tanto más fácil cuanto que hay industriales ilustrados que espontáneamente han establecido escuelas en sus establecimientos: con presentar este buen ejemplo y honrarle como merece, es probable que fuera generalmente imitado sin necesidad de coacción legal.

Con las muchas horas de trabajo manual sucede algo parecido a lo que acontece en las escuelas: una cosa es el tiempo que se gasta, y otra el que se aprovecha. Hay observaciones dignas de tenerse en cuenta y de generalizarse acerca de la inutilidad de prolongar con exceso el trabajo físico, aunque se prescinda de todo lo que no sean sus resultados materiales. A primera vista podrá parecer extraño que un hombre trabaje tanto, y a la larga trabaje más en ocho horas que en doce; pero si se tiene en cuenta que, pasando de ciertos límites, la fuerza no se ejercita, sino que se agota, y que cuando esto sucede se puede decir que el trabajador no hace uso del rédito, sino que echa mano del capital de su vida y la arruina, se comprenderá que el sistema de arruinar las fuerzas no es buen cálculo ni aun para los que no atienden sino a utilizarlas considerando al hombre como una máquina. Donde hay demasiadas horas de trabajo, sin perjuicio de éste podría dedicarse una hora a la escuela, que se tomaría a la ociosidad o al trabajo excesivo. Admitiendo el principio, para su ejecución habría de tenerse en cuenta las diferentes circunstancias, y hasta las estaciones, a fin de que la flexibilidad de la ley la hiciera practicable en todos los casos.

A los que tienen solamente aprendices, se les exigiría lo mismo; una hora u hora y media para la asistencia a la escuela habrían de concederla a todos; y aunque esto al principio causara extrañeza y en la práctica ofreciese dificultades, se irían venciendo con un poco de perseverancia y en vista de los buenos resultados. Al fin penetraría en la masa social la verdad de que no sólo de pan vive el hombre, y parecería tan absurdo negarle una hora para sustento del espíritu como ahora no darle tiempo para comer.

Sexta. El Estado, dando a la palabra Estado su significación más general, dispone en los Establecimientos de Beneficencia, directa y absolutamente, de la educación de muchos miles de niños respecto de los cuales podría empezar a establecer la diferencia entre guardarlos e instruirlos, entre el profesor y el niñero; hacer simultánea la instrucción industrial y la literaria; dar a ésta mayor extensión; y, en fin, ensayar el plan que hemos propuesto, siquiera fuese muy en pequeño. Aunque el ensayo se hiciese en reducida escala, con tal que se hiciera bien no desearíamos más; tenemos fe en que los resultados serían un argumento poderoso, irresistible, en pro de la reforma, hablando con la fuerza de los hechos a las personas en quienes influyen poco las ideas.

Séptima. El servicio de las armas pone a disposición del Estado muchos miles de jóvenes que podrían aprovechar para instruirse alguna parte del mucho tiempo que miserablemente pierden en el ejército de mar y tierra. En un principio no sería posible dar mucha extensión a la enseñanza, pero desde luego podría plantearse seriamente. Aunque pocos, hay oficiales ilustrados con que poder formar un núcleo docente. En cada cuerpo habría el número necesario de profesores, de los cuales el primero no tendría menor graduación que la de capitán; en los buques de la Armada se organizaría la enseñanza según el número de tripulantes. Los profesores tendrían ventajas positivas en proporción a sus graduaciones, y obtendrían sus plazas por oposición.

Se ha dicho en el Senado que todos los soldados de la quinta de 1877 saben leer y escribir: se nos figura que el señor senador que lo aseguró ha tenido demasiada facilidad para creer al que se lo ha dicho, y que tal vez figuren oficialmente como instruidos en las primeras letras los que saben deletrear y hacer garabatos, y acaso ni aun esto; pero ya nuestra sospecha sea fundada o no, esta afirmación equivale a convenir en que los soldados deben aprender las primeras letras, que es haber allanado en parte el camino para que aprendan más y adquieran una instrucción sólida, aun antes de que la popular pueda organizarse.

Es posible que haya quien se alarme con la idea de instruir a la tropa, suponiendo antagonismo entre la obediencia ciega y la inteligencia cultivada; nosotros nos alarmamos, por el contrario, de ver la fuerza y la inteligencia separadas, y las armas en manos de hombres que no discurren. El sargento en el cuartel, el contramaestre o el condestable a bordo, los arrastran en un sentido o en otro, y es espectáculo verdaderamente doloroso, bajo el punto de vista social y moral sobre todo, analizar los elementos de que se componen las insurrecciones militares, y cuánto mal hacen esas masas armadas sin saber lo que hacen. Parece que se precipitan como moléculas de agua contenida por dique que se ha roto, y que, obedeciendo a una ley física, por la misma que son arrastradas, arrastran. La rebeldía es mecánica, como lo era la obediencia: hay para mover aquella masa un manubrio, y según el que lo maneja, da vueltas en un sentido o en el opuesto.

La insurrección militar es una enfermedad social grave, gravísima, endémica de nuestro país, y que desdichadamente hemos extendido con nuestro dominio; las causas de este mal son muchas; a nosotros no nos incumbe tratar más que de una, la ignorancia de los soldados, cuyas consecuencias bien apreciadas serían un irresistible argumento en pro de la instrucción que proponemos darles, porque, lo repetimos a riesgo de ser enojosos: saber leer y escribir, no es tener instrucción. La autoridad del profesor destruiría la influencia del sargento, influencia perjudicialísima por muchos conceptos, y que no se puede combatir eficazmente sino elevando el nivel intelectual de la tropa.

Octava. Estimular con premios los buenos métodos de enseñanza, y la publicación de obras propias para la instrucción y recreo del pueblo. No se facilita la instrucción primaria, y una vez adquirida no es más que un instrumento, muchas veces inútil en manos del que lo posee. Una de las causas de que no pueda aprovecharse de él es la falta de libros en armonía con las necesidades y aptitud intelectual del pueblo, no siendo muy propios para aficionarle a la lectura la mayor parte de los que figuran en las bibliotecas populares. El sistema de comprar unos cuantos ejemplares de una obra al autor que tiene influencia para conseguirlo, no dará por resultado generalizar las buenas lecturas. Cierto que éstas suponen lectores; mas para que un libro se lea hay que escribirle antes, y muchos se escribirían propios para el pueblo, y algunos que se han escrito se generalizarían si los autores tuvieran los estímulos que no tienen, y hasta la posibilidad material que hoy les falta. Los públicos certámenes sobre temas bien meditados, con tribunales competentes y premios de alguna consideración, darían por resultado libros propios para la instrucción y recreo del pueblo. Con una cantidad relativamente pequeña, consignada para este objeto en el Presupuesto, creemos que se obtendrían grandes resultados, acaso inmediatamente, y de seguro transcurrido algún tiempo. En un principio tal vez se presentarían obras que no fueran de un mérito sobresaliente, y que, no obstante, debían premiarse, volviendo a sacar el mismo tema a nuevo certamen si parecía necesario. Así, ni se produciría desaliento, ni se dejaría de atender al progreso y perfección, siendo necesarios o convenientes esta especie de contemporizaciones, porque en un camino nuevo, difícil, y por el que marchan tan pocos, han de presentarse infinidad de obstáculos que es preciso contribuir a allanar.

Tomadas estas disposiciones, la ley de enseñanza obligatoria podría empezar a cumplirse si recibía el apoyo de que hablaremos en los dos capítulos siguientes.

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