Capítulo XIV. Los chicos de la calle
Al tratar de lo que pueden hacer y es necesario que hagan los individuos asociados para generalizar la instrucción, íbamos a escribir un párrafo relativo a los niños que vagan por la vía pública en vez de ir a la escuela; pero nos ha parecido mejor dedicarles, aunque breve, un capítulo aparte para llamar particularmente la atención sobre lo que merece fijarla de una manera muy especial: con frecuencia los que acaban desastradamente por efecto de sus vicios o sus crímenes, han empezado por ser chicos de la calle, y no es necesario decir más para encarecer la necesidad de que en la calle no haya chicos abandonados y pervirtiéndose mutuamente. La división de trabajo no es menos necesaria en el asunto que nos ocupa y otros análogos que en la industria, aunque esta necesidad no aparezca de una manera tan ostensible. Así, por ejemplo, la propagación de buenos libros, el contribuir pecuniariamente a sostener una escuela, el enseñar en ella o vigilarla, y el procurar que los que han de asistir no vaguen por plazas, calles y caminos, obras son todas buenas, excelentes, pero que exigen medios y vocaciones diversas.
Con el nombre de chicos de la calle se confunden categorías morales muy diversas. En la calle está el niño que por descuido de sus padres no va a la escuela; el que no asiste por falta de vestido o de calzado, o de local en que se le admita gratuitamente, siendo él muy pobre para pagar retribución alguna; el que tiene alguna ocupación a las horas de clase; el rebelde que prefiere el castigo y la holganza y la libertad, a la sujeción y el trabajo del aula. En la calle está el niño que da el mal ejemplo y el que le recibe; el que se deja llevar a una acción culpable y el que le arrastra a ella; el que se entretiene en saltar o en ver lo que pasa; el que juega a los naipes y hace trampas; el que mira los juguetes o los dulces que hay en un escaparate, y el que piensa cómo se apoderará de ellos sin ser visto; el hijo de padres que le enseñan prácticamente el mal, y el que es malo a pesar de las amonestaciones y de los ejemplos de su familia; el que curiosea y el que hurta; el que pronuncia palabras obscenas sin saber todavía su significación, y el que practica ya malas obras y se ha iniciado en los misterios del vicio y del delito.
Estas y otras variedades del chico de la calle se barajan, se confunden, se contagian más o menos activamente, según mil circunstancias que, si no son casuales, no están al menos influidas por voluntades rectas y entendimientos claros. Cuando se considera la impresionabilidad, el instinto de imitación, la tendencia a dejarse llevar de los apetitos, la falta de principios y de fijeza en las ideas que hay en la niñez; cuando se observa la influencia que ejercen en los niños todavía candorosos y tímidos, esos pilluelos osados, con aires de suficiencia y de maestros, y que pueden serlo ya en muchos géneros de maldades; cuando se calculan las tentaciones y los medios de resistir a ellas, la proximidad y frecuencia de los malos ejemplos, la eficacia mayor que tienen los dados por personas de la edad de quien los recibe; cuando todo esto se tiene en cuenta, admira los chicos de la calle que se salvan y son hombres honrados, no los que se pierden miserablemente.
La enseñanza primaria obligatoria que tropieza con los niños mendigos, también con los chicos de la calle, cuyos hábitos de holganza y de rebeldía necesita vencer; victoria difícil y necesaria si se ha de generalizar la instrucción y elevarse el nivel de la moralidad: para lograr este triunfo nos parece indispensable la acción simultánea y armónica del Estado y de los particulares; de los individuos de Asociaciones benéficas y de los agentes de la Autoridad. Por regla general, creemos que las Asociaciones benéficas han de tener su esfera de acción independiente de la del Estado, que no les debe más que aquella protección que merece toda voluntad recta; pero hay casos particulares, y el que nos ocupa parece uno de ellos, en que la acción gubernamental y caritativa combinadas podrán ser más fecundas para el bien.
Por una parte, los individuos de una Asociación no pueden perseguir a los niños que vagan por la calle en vez de ir a la escuela; sobre ser materialmente imposible, sobre repugnar a la caridad todo género de coacción, ningún particular, aunque se asocie a otros, puede tener derecho a impedir a nadie que circule por la vía pública; y si tal derecho se le concede, en cuanto le ejerce obra en unión con el Estado. Pero aunque se venciese la dificultad legal quedaría siempre la moral, que, aunque se pudiera, no se debería intentar vencer: los que han de influir moralmente en el ánimo de los niños no conviene que empleen contra ellos coacción física, sino, por el contrario, que suavicen con la caridad las severidades, que a veces pueden parecer duras, de la ley.
Por otra parte, los agentes de orden público que recogen en la calle a los niños que deben estar en la escuela, ¿los llevarían a la prevención? No; debe evitarse a toda costa que sobre la frente del niño caiga la mancha de haber estado preso ni por horas, ni por minutos, porque, en el equilibrio acaso inestable de su moralidad, puede destruirla semejante mancha en su honra. El menor ataque a ella sería mucho más perjudicial que útiles los conocimientos que pudiera adquirir en la escuela, y en mal hora iría a ella si había de ir acompañado de ningún género de oprobio. Los agentes de orden público deberían recoger a los chicos de la calle que faltan a la escuela para entregarlos al individuo de una Asociación caritativa encargada de recibirlos, cuya influencia moral completará la obra de la coacción física, quitándole lo que pudiera tener de irritante y humillante. La policía confunde, y no puede menos de confundir mientras no delinquen, los chicos de la calle; sólo la caridad puede clasificarlos y tratar a cada uno como corresponde y necesita, para que, al mismo tiempo que le señala el camino de la escuela, le aparte de otros caminos que le conducirían a su perdición. La caridad, que conoce las circunstancias del niño, las de sus padres, los peligros que le rodean, los recursos con que cuentan, puede seguirle y sostenerle; ella, que es paciente y que no se cansa, triunfará con mansedumbre y perseverancia de rebeldías que sin ella triunfarían. El nivel brutal y muchas veces inicuo de la policía no puede pasarse sobre las frentes de los chicos de la calle para llevarlos por fuerza a la prevención y a la escuela, porque sería posible que el daño moral que se les hiciera excediese mucho del bien intelectual que se procuraba.
Decimos procuraba, porque, cuando los medios no son adecuados, se logran difícilmente los buenos fines, o no se logran.
Así, pues, las Asociaciones protectoras de esos niños que pasan una gran parte de su vida en la calle nos parecen un auxiliar necesario para que la coacción que los obliga a ir a la escuela sea a la vez apoyo y guía, tenga carácter verdaderamente tutelar, y no se confunda, ni por ellos ni por nadie, con lo que se llama la acción de la justicia, palabra que significa entre nosotros vejaciones sin límites y descrédito irreparable. Que los chicos de la calle, cuando infringen la ley en materia grave, estén sujetos a la acción de la justicia; pero cuando rehúsan ir a la escuela, que sean entregados a la caridad.