Capítulo IX. La maestra
Lo que hemos dicho del maestro es aplicable a la maestra, respecto a confundir la guarda de los niños y la enseñanza, y hacer de la maestra niñera; pero en otros conceptos hay que establecer diferencias, unas que están en la naturaleza de las cosas, otras que dependen de la opinión; y la opinión, aunque no tenga razón muchas veces, tiene poder siempre, y no se puede intentar nada práctico prescindiendo de su influjo.
La diferencia natural que existe entre el maestro y la maestra proviene de que la mujer es más propia para cuidar y tratar niños pequeños, y que, por consiguiente, a ella deben encomendarse el cuidado y enseñanza de los párvulos, aun cuando éstos permanezcan en las escuelas hasta los ocho o nueve años.
En estas escuelas la enseñanza es poca cosa, el cuidado casi todo; de modo que las personas que estén al frente de ellas son principalmente niñeras, y escasa instrucción literaria necesitan, porque muy poco tienen que enseñar en el sentido de transmitir conocimientos literarios. En otros conceptos pueden y deben enseñar mucho, pero esto se refiere a la educación y no a la instrucción, que es nuestro asunto.
No nos parece difícil que se acepte el principio de que las escuelas de párvulos deben estar exclusivamente a cargo de mujeres,2 ni aun que se convenga en que estos establecimientos son más para cuidar de los niños que para instruirlos, y en que la diferencia de sexos en aquella edad no establece ninguna en la clase de instrucción. La maestra de párvulos es una mujer dulce, paciente, cariñosa, que ama mucho a los niños y los instruye un poco: es fácil ponerse de acuerdo sobre esto.
La dificultad empieza cuando se trata de determinar lo que ha de ser la maestra propiamente dicha, porque hay que resolver lo que deben aprender las discípulas, si debe haber igualdad en la enseñanza literaria de los niños y jóvenes de ambos sexos, y si ésta ha de darse por las mismas personas que enseñan las labores manuales.
La diferencia más notable que hoy existe entre las escuelas de niños y las de niñas es que en éstas se enseñan las labores manuales, a las que se dedica la mayor parte del tiempo y la principal atención. En consecuencia, la maestra es una mujer a quien se exigen primores de costura y bordado, y que suele saber muy poco de las letras que enseña. La maestra, pues, además de niñera, es costurera, calcetera y bordadora, y todo esto por una retribución tan corta que, en general, no le da para vivir ni aun estrechísimamente: necesita ayudarse cosiendo, bordando, dando lecciones particulares; es decir, haciendo un trabajo que embota su inteligencia y perjudica su salud.
Como decíamos arriba, para saber lo que ha de ser la maestra hay que determinar antes lo que conviene que aprendan las discípulas. Si lo principal es que éstas se instruyan en lo que se llama labores de su sexo, y basta que aprendan a leer y escribir lo necesario para que no entiendan lo que leen, ni se entienda lo que escriben, como ahora sucede, la reforma puede reducirse a aumentar el número de escuelas y mejorar los locales y los sueldos de las maestras. Pero ¿debe limitarse a esto?
Todas las razones que hay para instruir a los niños y a los jóvenes, existen para extender la instrucción a las niñas y a las jóvenes. Si el cultivo de la inteligencia es un medio de perfección para el hombre, lo será también para la mujer; si la ignorancia de las cosas esenciales es un peligro, lo será para entrambos, y todavía mayor para la que puede llegar a un grado de abyección que rara vez tiene semejante en el otro sexo. Si la instrucción popular tal como la hemos propuesto, tal como la creemos indispensable, se limita a los varones, se le quitan más de la mitad de las ventajas y resultarán de ella graves inconvenientes. La desigualdad intelectual que ahora existe entre los hombres y las mujeres de las clases acomodadas se generalizará al pueblo todo, y se habrá roto un lazo más en la familia, que tiene ya tan pocos y tan flojos. Del desequilibrio intelectual entre los dos sexos resultan ya grandes daños, y eso que existe en un número de personas relativamente corto y es la excepción; ¿qué sería cuando fuese la regla, y la masa de los dos sexos estuviera separada por diferencias esenciales en su modo de ser intelectual?
Si urge arrancar al hombre al error y a la abyección de la ignorancia, esto es mucho más urgente respecto a la mujer, por la influencia que ejerce en la educación de la familia, en las costumbres, y por lo que contribuya a que la religión degenere en práctica supersticiosa. Se elevan palacios a la ciencia sobre terreno socavado por la ignorancia de la mujer: de manera que unas veces el trabajo es perdido, y otras ímprobo para obtener resultados mezquinos. Algunos extrañan que, haciendo tantos esfuerzos para progresar, no se progrese más aprisa aun entre las clases ilustradas, y preguntan cómo sucede así. Por muchas razones, y una de las más poderosas es que las mujeres, es decir, la mitad de los caminantes, en vez de auxiliar la marcha, son para ella un continuo obstáculo: esto tiene excepciones, pero es la regla muy general.
Creemos, pues, que la instrucción popular sólida debe ser igual para los dos sexos; pero aquí nos sale al paso una negación, o, cuando menos, una duda. Las niñas y las muchachas, ¿son susceptibles de aprender lo mismo que los niños y los mozos?
Se discute mucho acerca de la igualdad de inteligencia de los dos sexos: unos la afirman, otros la niegan; nosotros ni la afirmamos, ni la negamos, porque en este asunto no puede conocerse la verdad a priori, ni tampoco puede saberse aún por experiencia. Pero esta duda nuestra se refiere a las elevadas especulaciones y a los análisis profundos, a las iniciativas creadoras del genio, y no a las facultades receptivas del talento, ni a las aptitudes del buen sentido. Es posible que la mujer no sea capaz de llegar a las alturas intelectuales en que se ciernen algunos hombres extraordinarios, ni de tener la inspiración creadora de los grandes artistas; pero lo que puede aprender cualquier hombre, está al alcance de cualquiera mujer; esto se puede ya afirmar en virtud de la experiencia,
Entre los hombres y las mujeres del pueblo, que están igualmente sin educación, no hay diferencia intelectual, y, si existe, está en favor de la mujer.
Respecto a los niños y las niñas tampoco se ve que éstas aprendan peor, y aun las personas experimentadas afirman lo contrario.
En España, casi puede decirse que aquí acaba la experiencia; pero en otros países donde las jóvenes empiezan a instruirse se reconoce por todos su aptitud intelectual. ¿Hasta dónde llega? Lo ignoramos, y nadie lo conoce aún; pero sabemos, y esto basta, que para el conocimiento de las verdades necesarias, para recibir la instrucción popular que deseamos para el hombre, tiene bastante capacidad la mujer. Y en todo caso, si no la tuviere, no puede la sociedad resolverse por la negativa sin hacer la prueba, sin cerciorarse bien de lo que afirma, porque esta afirmación es de gravísimas consecuencias.
Si la desigualdad intelectual, efecto, al parecer, de la educación, existiendo hoy sólo en un número relativamente corto de personas, produce consecuencias tan lamentables, ¿qué no sucedería cuando se graduara más y se extendiese a las clases todas, al pueblo entero? El verdadero orden viene de la armonía; y ¿podría existir ésta cuando entre todas las personas en que es necesaria fuera imposible? ¿Se ha pensado bien lo que será una sociedad en que los hombres se vayan emancipando de la ignorancia, y las mujeres queden esclavas de ella y bajo el peso de una desigualdad abrumadora? La ignorancia en la mujer pobre es la miseria y el peligro de la prostitución; en la rica, suele ser el lujo; en entrambas, un peligro para la moralidad. La mujer vive de honra, que no puede separar de la dignidad, ni ésta del cultivo de la inteligencia. Cuando todos son ignorantes, la ignorancia no constituye un perjuicio tan grave, ni una ignominia; pero desde el momento que se eleve el nivel intelectual en la masa de los hombres, si no se hace lo mismo con la de las mujeres, el desequilibrio puede producir tantos males que el saber no parezca ya un bien, y acaso no lo sea.
Y la desigualdad intelectual de los dos sexos no es temible sino allí donde nos parece evitable. Que haya algunos sabios, algunos hombres excepcionales a una altura donde no puede llegar la mujer, estas excepciones no perturbarían la armonía; por debajo del genio puede marchar la humanidad ordenada y dichosamente si todos los individuos que la componen conocen las verdades necesarias y practican los principios justos. No es preciso que las mujeres sean sabias, pero es indispensable que sean racionales y dignas, y no lo serán si se las deja como una masa bruta en una sociedad de hombres ilustrados.
La necesidad de dar una instrucción popular sólida a las niñas y a las jóvenes nos parece evidente; la posibilidad, bastante clara por lo que hace a su aptitud intelectual; en cuanto a los obstáculos que se opongan, habrá uno muy poderoso que estará probablemente en la opinión. Pero, en fin, la opinión se modifica, y a eso deben contribuir, cuando va errada, todos los que en ella ejercen influencia.
En la escuela de niños no se da más que instrucción literaria; en las de niñas se añade, y suele atenderse a ella principalmente, la manual; pero no hay que equivocar la instrucción manual con la industrial, porque es raro que lo que la niña aprende en la escuela sea para la joven y la mujer un recurso con que provea a su subsistencia; ni aun suelen aprender lo necesario para componer bien la ropa de su casa. La sastra, o no sabe cortar, o aprende fuera, y se necesita recurrir a un camisero para tener una camisa que no haga arrugas; si un rasgón se ha de componer de manera que no se conozca, hay que recurrir a un zurcidor, y hombres son también los que entretejen los adornos de pasamanería y bordan los uniformes. La modista se forma trabajando con otra o por su gran disposición natural; a la planchadora le sucede lo mismo; hay que aprender fuera de la escuela a coser con máquina, y lo más indispensable para el servicio doméstico, etc., etc. Es decir, que en la escuela de niñas, donde pasan tantas horas durante tantos años, mortificadas y mortificando a la maestra, se da una instrucción literaria aún más imperfecta que la que reciben los niños, y ninguna industrial; es decir, que es un establecimiento que no corresponde ni a las necesidades del espíritu, ni a las físicas, ni llena ningún objeto racional; la persona que le dirige, la maestra, tiene de común con el maestro la pobreza y la poca consideración de que es objeto, y constituye, por lo general, un tipo menos marcado, porque, dedicándose casi principalmente a las labores que se dicen propias del sexo y al cuidado de las niñas si tiene mucha paciencia, poco se distinguirá de las demás mujeres, si no se agriará su carácter y se hará dura: en algunos casos también adolecerá de pedantería, y en todos su condición será desdichada o impropia para elevar su espíritu y su carácter.
Para que la maestra sea la que debe ser es necesario que deje de ser niñera, y además que no enseñe labores manuales, enseñanza que tal como hoy la da de nada o poco sirve, y que hace imposible la literaria. No corresponde a nuestro asunto tratar de la organización de la enseñanza industrial; bástanos decir que a la división de trabajo que se establece en todo se sustituye una confusión lamentable en la enseñanza de las niñas, cuyo resultado es mortificarlas poco menos que inútilmente durante muchos años.
La maestra de instrucción primaria no debe, pues, dar instrucción manual, que de poco o nada sirve ahora, ni industrial, de que carece, y para la cual no tiene los elementos indispensables. Que en clases de una hora u hora y media dé a las niñas y a las jóvenes la misma instrucción sólida que para los niños y los jóvenes hemos propuesto. Que, como la del maestro, su profesión constituya una carrera donde entre por oposición, con ascensos seguros, con recompensas proporcionadas al mérito, con porvenir. De este modo podrá ser una persona útil, ilustrada, considerada, en vez de una obscura víctima que se inmola con poquísima utilidad.