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La Instrucción del Pueblo: Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?

La Instrucción del Pueblo
Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?
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  1. Portada
  2. Información
  3. Introducción
  4. Capítulo I. Algunos principios que conviene tener presentes para promulgar la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria
  5. Capítulo II. Del deber moral y del deber legal de instruirse
  6. Capítulo III. Derecho a la instrucción
  7. Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?
  8. Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?
  9. Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?
  10. Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?
  11. Capítulo VIII. El maestro
  12. Capítulo IX. La maestra
  13. Capítulo X. La ley de enseñanza primaria
  14. Capítulo XI. La mendicidad y la instrucción primaria
  15. Capítulo XII. Necesidad de la iniciativa y cooperación individual para generalizar la instrucción
  16. Capítulo XIII. Escuelas de adultos
  17. Capítulo XIV. Los chicos de la calle
  18. Capítulo XV. Los métodos y los libros para la enseñanza popular
  19. Resumen y conclusión
  20. Autor
  21. Otros textos
  22. CoverPage

Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?

Recordemos que la justicia es una; pero el modo de comprenderla y la posibilidad de realizarla varían con la situación moral, intelectual y material en que se encuentran los hombres. Leyes que hoy nos parecen horribles o ridículas, han parecido necesarias o convenientes, han tenido su motivo de ser, y probablemente muchos que hoy las condenan las hubieran sancionado.

Para que la justicia sea practicada ha de ser comprendida, teniendo además medios de vencer los obstáculos que a su práctica pueden oponerse. Ya se sabe que toda ley no se puede promulgar ni hacer cumplir en todo tiempo, y que los hombres pueden ser injustos sin culpa, por ignorancia de la justicia o por carecer de medios de realizarla.

Esto es cierto para toda ley, y más perceptible si tiene carácter positivo, si no consiste en abstenerse, sino en obrar, y necesita el concurso activo de aquellos que han de cumplimentarla. La ley que prohíbe necesita mucha menor cooperación moral y material que la que manda hacer. Todos sabemos el gran poder de lo que se llama resistencia pasiva, que no es otra cosa que la falta de cooperación al cumplimiento de un mandato de carácter positivo. Si a esto se añade que el mandato no impone uno de esos deberes que directamente son comprendidos por las multitudes, que no provee a una necesidad ostensible, o a una conveniencia fácil de apreciar por todos; si los medios materiales de ejecución son complicados y caros, se habrán reunido todas las circunstancias que para el cumplimiento de una ley hacen necesaria su oportunidad y la cooperación eficaz del pueblo en que se promulga.

Tal es el caso de la ley que hace de la instrucción un deber legal.

Su carácter es evidentemente positivo; no se trata de abstenerse de aquellas acciones que pueden perjudicar a la hacienda, a la salud, a la vida, a la honra de los otros, sino de obrar activamente; de enseñar o de buscar quien enseñe; de vencer resistencias que oponen los que han de aprender; de pagar la enseñanza, de vigilarla; y esto un día y otro día, un mes y otro mes, un año y otro año. Se necesita un concurso activo, perseverante, y tal vez sacrificios continuados.

Estos sacrificios no se hacen para el cumplimiento de uno de esos deberes que revelan de un modo espontáneo la conciencia, o que encuentran en ella eco fácilmente. Es raro ver a un padre que no prohíba a su hijo apropiarse lo ajeno, y no más común ver alguno que sienta remordimientos por el hecho de no haber procurado instrucción a sus hijos. Para que este deber aparezca como tal, con su carácter imperativo y sagrado, se necesita que la conciencia reciba luz, mucha luz, de la razón cultivada; entonces se ven las consecuencias de la ignorancia, las desventajas materiales que resultan de ella, las mayores y más sensibles para la moralidad, los daños de todo género que el padre hace a su hijo cuando no le procura toda aquella instrucción que está en su mano darle. Pasan siglos sin que esto ocurra a nadie, siglos sin que esto lo comprendan más que unos pocos, siglos antes que la idea de semejante deber no parezca una extravagancia. No están lejos los tiempos en que la ignorancia era de buen tono entre la gente de calidad, ni falta en los nuestros quien la juzgue como un preservativo contra innovaciones peligrosas; aunque sea considerada como una desventaja, es muy raro que se tenga por una falta. Salvo en los casos de instrucción profesional, de la obligación para el médico de saber medicina, y para el abogado de estudiar leyes, la instrucción se considera como un adorno del espíritu, que puede usarse o no, como los de la persona. Aun para el atavío de ésta hay reglas más inflexibles: la decencia material se exige y guarda proporción con los medios de la persona; la intelectual, no: un gran señor que vistiera de paño burdo y llevara el cabello sin peinar, pasaría por loco, o cuando menos por extravagante, y no es considerado como tal aunque tenga la ignorancia más crasa y los errores más groseros. Según el estado de cultura, varían las exigencias de la opinión en este punto; pero todavía en ninguna parte es la ignorancia voluntaria relativa sinónimo de inmoralidad. Es evidente que en un pueblo poco instruido puede no tenerse por deber moral la instrucción puesto que la ignorancia no se tiene por culpa.

En cuanto a la utilidad, que como origen es impura y como base movediza para apoyar cualquier mandato, ni aun como consecuencia puede invocarse con éxito tratándose de instrucción. Todo el mundo conoce la ventaja de encerrar al malhechor y de que se barra la calle; pero en el hombre ignorante no se ve un peligro, ni parece necesario hacer un sacrificio para librarse de él: no es fácil figurarse que un maestro sea agente de orden público.

Los sentimientos benévolos que comunican tan fuertes impulsos tardan también en asociarse a la obra de la instrucción; da lástima el que carece de alimento y de vestido, no el que ignora las verdades necesarias; se dice: ¡Pobre niño, que tiene hambre! y no: ¡Pobre niño, que no sabe! Y tanto más que las miserias físicas tienen gritos de dolor, y las morales, como el frío, producen sueño y matan silenciosamente.

Además, la ignorancia no es uno de esos obstáculos que desaparecen para siempre una vez vencidos, o que pueden vencerse con mucha fuerza de voluntad aunque se disponga de pocos medios materiales. La ignorancia hay que combatirla todos los días; renace en cada niño que ve la luz material y ha menester que se disipen las tinieblas de su espíritu; se arraiga en cada hombre abandonado a los escasos recursos de su aislamiento y a la inactividad de su pereza. Las obras más gigantescas se concluyen; se perforan las montañas, se salvan los abismos, se unen las regiones que la Naturaleza había separado, se comunica instantáneamente con los antípodas; el hombre, después que hace todas estas cosas, ve que son buenas y descansa; pero en la obra de la instrucción no puede darse un punto de reposo; mueren los que sabían, nacen los que ignoran, y hay que enseñar, enseñar siempre.

Para enseñar son precisos, además de la voluntad o inteligencia, grandes medios pecuniarios constantes y permanentes, como la necesidad a que proveen: material de enseñanza y sostenimiento de maestros, y en ocasiones de alumnos.

Si los padres no tienen recursos para sostener al niño e instruir al discípulo, alguno tiene que hacer sus veces; asociación benéfica o poder del Estado en cualquiera de sus esferas, ha de proveer de medios a la enseñanza, retribuir al maestro, y tal vez dar al escolar algún socorro, sin el cual será imposible la asistencia a la escuela.

Basta apuntar tan sucintamente como lo hemos hecho lo que es la ley de instrucción obligatoria para comprender que no puede realizarse ni aun pensarse en un pueblo rudo que careciera de elementos morales, intelectuales y materiales. Faltando cierto grado de inteligencia, no puede existir el convencimiento de que la instrucción es un deber y una ventaja; y sin este convencimiento bastante generalizado, sin opinión pública y su concurso eficaz, la instrucción pública obligatoria será ilusoria, si acaso no es irrisoria.

Al hecho de difundir la ilustración no pueden concurrir todos igualmente; muchas fuerzas dormidas de la sociedad parecen muertas para este efecto; es necesario empezar por vencer la resistencia pasiva de una masa más o menos refractaria al trabajo intelectual. La obra de la instrucción no puede hacerse de abajo arriba, ni aun de todos los lados a un tiempo, sino que ha de ser de arriba abajo; pero ese arriba no significa solamente una asamblea que vota una ley o un ministro que da un decreto, sino la cooperación de todas las eminencias que lo son por su saber, por su fortuna, por una ventaja o prestigio cualquiera.

Nótese que la ley que declara obligatoria la enseñanza, cuantas más resistencias halle, tendrá menos medios de vencerlas; vienen de los ignorantes, y su mayor número deja más reducido el de aquellos que han de comprender la obligación y la necesidad o la conveniencia de instruirlos con mucho dispendio y no poco trabajo.

Por otra parte, los pueblos ignorantes son pobres, y el sacrificio pecuniario indispensable para instruirlos es mayor precisamente cuando la voluntad de hacerle será más débil.

Reflexionando sobre los obstáculos morales, intelectuales y materiales que tiene que vencer la ley que hace obligatoria la instrucción, se ve que no puede plantearse en un pueblo atrasado, donde sean muchos los que necesiten ser cohibidos y muy pocos los dispuestos a emplear coacción; muchos los faltos de auxilio, pocos los que tengan voluntad y medios de darle. Esto se comprende por el solo raciocinio, y además está demostrado por la experiencia. ¿Dónde es realmente obligatoria la instrucción? Donde está generalizada la cultura, y lo estaba ya cuando, comprendiendo bien el deber moral de instruirse, se convirtió en deber legal.

No puede realizarse la enseñanza obligatoria porque el pueblo es muy ignorante, y el pueblo no saldrá de su ignorancia porque no se le obliga a que aprenda. ¿Cómo se saldrá de este círculo que parece laberinto? Se sale, pero guiándose por los consejos de la razón, y no por los atropellos de la impaciencia; andando con perseverancia y paso firme, y no a saltos y con largos intermedios de inmovilidad; y, en fin, no encomendando a la coacción lo que es imposible que haga por sí sola.

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