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La Instrucción del Pueblo: Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?

La Instrucción del Pueblo
Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?
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  1. Portada
  2. Información
  3. Introducción
  4. Capítulo I. Algunos principios que conviene tener presentes para promulgar la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria
  5. Capítulo II. Del deber moral y del deber legal de instruirse
  6. Capítulo III. Derecho a la instrucción
  7. Capítulo IV. ¿En qué condiciones se ha de hallar un pueblo para que sea un deber instruirse y un derecho la instrucción?
  8. Capítulo V. ¿Se encuentra España en las condiciones que debe tener un pueblo para hacer legalmente obligatoria la instrucción?
  9. Capítulo VI. ¿Qué es la instrucción primaria para los pobres en España, y qué debe ser?
  10. Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?
  11. Capítulo VIII. El maestro
  12. Capítulo IX. La maestra
  13. Capítulo X. La ley de enseñanza primaria
  14. Capítulo XI. La mendicidad y la instrucción primaria
  15. Capítulo XII. Necesidad de la iniciativa y cooperación individual para generalizar la instrucción
  16. Capítulo XIII. Escuelas de adultos
  17. Capítulo XIV. Los chicos de la calle
  18. Capítulo XV. Los métodos y los libros para la enseñanza popular
  19. Resumen y conclusión
  20. Autor
  21. Otros textos
  22. CoverPage

Capítulo VII. ¿El pueblo es susceptible de instrucción sólida?

Para adquirir un conocimiento cualquiera se necesita:

1º Aptitud, facultad de conocer.

2º Voluntad.

3º Medios y circunstancias exteriores que se armonizan con la voluntad activa y la capacidad intelectual.

Aptitud para conocer. Los hijos del pueblo son capaces de adquirir todo género de conocimientos. No hay en su naturaleza espiritual ni en su organización física ningún obstáculo invencible que les impida aprender las verdades necesarias. A pesar de la diferente instrucción, educación y género de vida, ¡cuántas semejanzas existen en la mayor parte de los hombres respecto a las cosas esenciales del orden intelectual, y cuántas coincidencias en la apreciación de lo bueno y de lo bello! Hay en el sentido común más ciencia de lo que se cree, y el sentido común es la razón natural, la razón de todos, no sólo desprovista de instrucción, sino en muchos casos resistiendo la influencia de fuerzas que empujan al error.

El hombre del pueblo comprende lo que es justo o injusto, distingue el mal del bien, lo honrado de lo vil, la virtud del vicio, el egoísmo y la abnegación. Tiene un gran número de conocimientos que adquiere desde muy temprano y revelan su aptitud intelectual, que por lo común no han podido matar tantas circunstancias propias para embrutecerle. Luchando con el hambre, con el frío; aguijoneado siempre por necesidades materiales que, no satisfechas, se convierten en materiales mortificaciones, este esclavo de la materia se emancipa, proclama en la conciencia su libertad moral, y en el entendimiento la de su espíritu. Tiene casi siempre la noción clara del mal y el bien, y la intuición de las grandes verdades, de los primeros principios, base de la ciencia, que no los demuestra. Las nociones de causa, de sustancia, de permanencia de las leyes naturales, de identidad del yo, de libertad y de responsabilidad moral, de belleza, las tiene el hombre rudo como el filósofo: no las analiza, ni aun las nombra, pero las sabe.

Si a un labriego le hablamos de causalidad, no nos comprenderá; pero si le preguntamos si puede ser un hombre asesinado sin que alguno le asesine, nos responderá que no con tanta seguridad como Kant o Platón. Nunca ha oído hablar de la permanencia de las leyes naturales; pero, si se ha quemado una vez, se apartará del fuego para no volver a quemarse, como lo haría Leibniz. No ha llegado a su noticia la cuestión de identidad, pero está tan seguro como Descartes de que es el mismo que era ayer y que será mañana. En cuanto a libertad y responsabilidad moral, jamás oyó discutirlas, ni definirlas, ni probarlas, pero tiene por malo al que comete una mala acción; y si él hace mal, sabe que debía y podía no haberlo hecho, y que es justo que aquel mal que hizo tenga para él consecuencias desagradables en proporción de su gravedad.

De todo lo que hemos indicado respecto a instrucción popular, tal vez lo que parezca más extraño es que forme parte de ella el conocimiento del arte. ¡El pueblo aprendiendo estética! La verdad es que el pueblo sabe mucha estética ya; que el sentimiento de lo bello es uno de los más fuertes de la humanidad, y que, así como los cantos populares prueban que el hombre es naturalmente poeta, revela su naturaleza artística el poderoso influjo que en él ejerce la belleza. El hombre quiere embellecer toda obra que sale de sus manos: en el modo varían el salvaje, el rudo, el de espíritu cultivado; pero en los tres está el sentimiento espontáneo, primitivo, fuerte, casi diríamos irresistible de lo bello. El alfarero pone ciertos adornos

en el plebeyo barro mal tostado.

El pastor pinta, como él dice, los cayados, hace labores en ellos con la navaja. El grosero zueco no sale de manos de su constructor sin que de alguna manera procure embellecerle. Si de la industria más primitiva pasamos a la que esté algún tanto adelantada, hallaremos verdadero lujo de embellecimiento en los objetos más sencillos, baratos y de uso general; es muy difícil hallar alguno que no se haya procurado embellecer. Es decir, que las personas más toscas son sensibles a la belleza. A veces niños pobres, desarrapados, hambrientos, se asoman a las verjas de un jardín, se extasían mirando las flores, y piden una con insistencia, y hasta por el amor de Dios; tan vehemente es su deseo de poseerla, tan fuerte el sentimiento de la belleza en las almas de aquellas pobres criaturas, cuyos cuerpos, sucios y cubiertos de harapos, son a veces de una fealdad repugnante. A través de ellos se abre paso la chispa divina, lo mismo para complacerse con lo bello que para aprobar lo justo y conocer lo verdadero.

Los acentos de la música son mágicos también para las muchedumbres, que se recogen y caminan lentamente a compás de la marcha fúnebre, se elevan con el canto sagrado, y se magnetizan y corren a la muerte al escuchar el paso de ataque.

Si el pueblo hambriento, haraposo, embrutecido, tiene conocimiento de las verdades esenciales y ecos para las voces divinas, sus hijos, en la edad en que la ignorancia aún no ha impreso carácter, evidente es que tendrán aptitud intelectual para adquirir todo género de conocimientos.

Voluntad. Los niños de todas las clases necesitan ser compelidos al estudio, y no hay que contar con su voluntad espontánea y firme para aprender. Con la mayor parte de los jóvenes sucede lo mismo, aunque respecto de ellos la coacción no necesite ser ya material, y ceden a la persuasión o se dirigen por el cálculo. ¡Misterios de la imperfección humana, que ha menester trabajar y propende a la holganza, que necesita instruirse y se resiste a la instrucción! Esta dificultad se halla para enseñar a los ricos, y se hallará para enseñar a los pobres aumentada por muchas causas, pero no insuperable; porque si en el hombre hay propensión a la holganza, también deseo de conocer, también complacencia cuando sabe; y el pueblo, a medida que se eduque, irá siendo más educable y mayor el concurso de su voluntad para instruirse.

Medios exteriores. La aptitud y la voluntad de conocer necesitan, para no esterilizarse, condiciones exteriores que puedan resumirse así:

Tiempo que poder dedicar a la instrucción.

Maestro que enseñe y medios materiales de enseñanza.

La sólida instrucción que pedimos para el pueblo exige una radical reforma, un cambio completo respecto al tiempo que se dedica a la enseñanza; esta reforma puede formularse así: Más años de la vida, y menos horas cada día.

El párvulo o el niño están en la escuela seis u ocho horas cada día, de las cuales pierden la mayor parte, porque en la niñez no es posible fijar por mucho tiempo la atención en ninguna cosa. Aunque este inconveniente se disminuye con métodos más o menos ingeniosos, siempre resulta que la enseñanza se da en una época de la vida en que no pueden comprenderse las cosas más indispensables para ella, y en que se retienen mal las que se han aprendido. Es muy común en los párvulos olvidar absolutamente lo que habían aprendido en la escuela: los que se felicitan de la facilidad con que aprenden, debían notar que con la misma olvidan. Con los niños sucede poco menos; si no tienen ocasión de ejercitar lo que aprendieron, desaparece en gran parte; y olvídenlo o consérvenlo unos y otros, la edad en que se da por terminada la instrucción del niño, y el pueblo no adquiere otra, no es la edad en que pueden adquirirse los conocimientos indispensables a todo hombre.

Para aprender lo que no se conserva o que vale poco, se impone a la infancia la mortificación de la escuela, y cierto que no puede verse sin pena tan grande sacrificio para tan pequeño resultado, máxime cuando se considera que no llegarán a hombres la mitad de aquellos niños, cuya vida corta se entristece y acaso se abrevia con una sujeción y trabajo tan estéril. Para que puedan dedicar a él la parte utilizable del día, durante cuatro o seis años, los niños pobres, es necesario imponer a sus padres un sacrificio, a veces imposible, y que podrían hacer si la escuela durara dos o tres horas, que es lo más que dura la atención de los alumnos que ahora invierten en ella todo el día.

De este modo, cualquier trabajo manual a que se dedicaran los niños y los jóvenes sería compatible con la instrucción literaria, que, simultánea con la industrial, no pediría al pobre más tiempo del que puede darle, al niño más atención de la que le puede prestar, y continuándose en el adolescente y en el joven, les daría conocimientos necesarios, que hoy no pueden tener por ser superiores a la capacidad de la niñez; y además, el ejercicio y aplicación de lo aprendido sería medio seguro de que no se olvidara.

¿Cuándo acaban sus estudios los que pertenecen a las clases acomodadas? A los veintitantos años, de los cuales han empleado catorce o diez y seis en instruirse. Los hijos de los pobres no seguirán, por regla general, una carrera, pero tienen que andar su camino, el de la vida, que no es fácil para nadie, y para ellos suele serlo menos; no serán abogados ni arquitectos, pero deben ser hombres racionales y honrados, lo cual es más importante y más difícil que aprender patología o el arte de la construcción. Aunque no hayan de adquirir conocimientos especiales, también pueden, dedicar menos tiempo al estudio; y como además no es posible el de ciertas materias en la niñez, su instrucción no podría terminar antes de la edad en que concluyen su carrera los que siguen una.

Dedicando una o dos horas al estudio durante doce, catorce o diez y seis años, en vez de seis horas durante cuatro, seis u ocho, la instrucción intelectual sería compatible con la industrial, como queda dicho; podría ser simultánea con ella, sin servir de obstáculo a la práctica de un oficio. Una o dos horas de día en verano y de noche en invierno, puede cualquier operario dedicarlas a su instrucción intelectual, y en todo caso hay que hacer de modo que pueda, según más detenidamente diremos en otro capítulo.

Pidiendo a los pobres el tiempo necesario para la enseñanza, de modo que pudieran darlo y utilizarlo, desaparecería una gran dificultad y se obtendría una inmensa ventaja.

Realizada esta esencial reforma, y cuando hubiera alumnos en disposición de aprender las cosas que ningún hombre debe ignorar, ¿quién las enseñaría y cómo? Cuestión es tan importante que merece capítulo aparte.

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