I
«¿A dónde vamos?—preguntó Isidora cuando salieron a la calle.
—¡Qué pregunta!... A mi casa—replicó don José, estrechando a Riquín entre sus brazos con ardiente cariño—. Abades, 40. No parece sino que hemos de quedarnos en la calle. No te apures, hija; de menos nos hizo Dios. En casa no te faltará nada. Melchor la ha puesto muy guapamente».
Y en medio de la turbación que el repentino desalojamiento le producía, D. José sintió íntimo gozo al considerarse protector de su ahijada, al sentirla tan cerca de sí, sometida a su generoso amparo. Siempre que hacía algo en beneficio de ella, el pobre señor se crecía y se hinchaba; que hay muchas especies de orgullo. Iban silenciosamente por la calle, él delante, ella detrás, porque la estrechez de las aceras no les permitía caminar juntos.
Cuando llegaron, Melchor estaba en casa. Había hecho de la sala despacho y oficina, y trabajaba en ella, a la luz de una lámpara con pantalla verde que derramaba un círculo de claridad sobre la mesa. Un hombre acompañaba a Melchor, trabajando con él en la misma mesa. Del cerebro del hombre descendía al pupitre una invisible corriente de cálculos que al tocar el papel se condensaba en números, como al influjo de la helada la humedad de la atmósfera cristaliza sobre el suelo. Melchor se levantó un momento para recibir a Isidora, enterarse de lo ocurrido y ofrecerle su casa. Después se volvió a sentar, y requiriendo la benéfica pluma, entonces consagrada a la humanidad doliente, siguió su trabajo.
Rápida ojeada bastó a Isidora para observar a Melchor, que definitivamente se había dejado toda la barba y tenía un aspecto muy vistoso, aunque nunca simpático; para observar también al hombre de los números, que la miró con cierto azoramiento de bestia taurina al hallarse en medio del redondel. Vio también la desamparada sala con su estante, formando como nichos de cementerio, donde yacían ordenados papeles. Un plano de Madrid acompañaba al de la Península. Hacían ambos el papel emblemático de los planos de minas o ferrocarriles en las oficinas de explotación. Prospectos de cuatro tintas en que se pintaban figuras altamente conmovedoras, con Hermanas de la Caridad conduciendo mendigos al Asilo; el frontón mismo del Asilo ideal con columnas griegas y un sol con la insignia triangular de Jehová, difundían por toda la sala la idea de que allí se trabajaba para aliviar la suerte de los menesterosos. Las palabras Rifas, Grandes rifas, Tres sorteos mensuales, seis millones, impresas en colores, revoloteaban por las paredes cual bandadas de pájaros tropicales; y como el papel en que aquellas campeaban era de ramos verdes, la fantasía loca de Isidora no había de esforzarse mucho para hacer de aquel recinto una especie de selva americana alumbrada por la luna. Después vio el resto de la casa, que era de construcción reciente, mas con tan sórdido aprovechamiento del terreno, que más parecía madriguera que humana vivienda. Don José destinó a Isidora su propio cuarto, por no haber otro mejor en la casa, y al punto se ocupó en desalojarle. Él se iría al aposento de la muchacha y la muchacha dormiría Dios sabe dónde. Era interior el cuarto, y tan vasto, que a Isidora le pareció un sepulcro. Don José iba y venía cargando trastos, y cuando estuvo instalada la cama y acostaron en ella a Riquín, díjole Isidora:
«Vaya usted a buscar a Miquis, que ahora, para acabar de arreglar la habitación, la muchacha y yo nos entenderemos».
La muchacha era una alcarreña de esas que acababan de llegar al mercado de criadas, y traía frescas la rudeza del pueblo, la suciedad, la torpeza de manos y de cabeza. Todo lo hacía al revés. Tenía buena voluntad, pero un aliento insoportable. Sus ropas parecían no haberse desprendido de su rechoncho cuerpo desde que nació, y sus greñas mal peinadas, de color de barbas de maíz, despedían un olor a pomada de baratillo, más desagradable que su aliento. Isidora sentía hacia ella repulsión invencible; no la podía mirar, no la podía tocar, y al sentirla cerca, se estremecía de horror. Antes moriría de hambre que comer cosa guisada por ella. Lo primero que Isidora echaba de menos era su doncella, Agustina, tan aseada, tan lista, tan ligera, tan señorita. «No, no—exclamó la joven con angustia—. Yo no nací para pobre, yo no puedo ser pobre».
Dios la amparó en aquella noche de prueba, porque al poco rato de haber lanzado la exclamación dolorosa, salida de lo más vivo de sus entrañas, llegó su cara doncella. Traía en un gran lío toda la ropa de Riquín y algo de la del ama.
«La fiera—dijo—me mandó sacar todo esto. Está bramando. ¡Ay señorita!, si usted le dice dos palabras al salir, hay reconciliación... Yo lo siento. Está arrepentido de su barbaridad. Yo quería traer más; pero no me dejó. Mañana llamará a las prenderas... ¡Ay! ¡Qué lástima! ¡Qué riqueza hay allí!».
Agustina se ofreció a seguir a su servicio, e Isidora lo aceptó con gozo, aunque no tenía en sus bolsillos una sola moneda. ¡Terrible contradicción! Ella no podía ser pobre, y sin embargo lo era.
Ocupándose de arreglar la habitación y de procurarse algunas comodidades, ¡cuántas cosas echaban de menos!... Empezaron a nombrar esto y lo otro. Tal cosa había quedado en la tercera gaveta de la cómoda; tal otra en el armario de luna... Pero ya no había remedio. Por cada objeto que no tenía, Isidora echaba a volar media docena de suspiros, encargados de transmitir su desconsuelo a las insondables esferas de lo pasado.
Riquín parecía mejor. Dormía tranquilamente, y su respiración fácil sonaba como el eco de músicas serafinescas tañidas a la parte allá de lo visible.
Miquis y D. José tardaban. Isidora pasó a la sala porque Melchor le había dicho que tenía que hablarle. Era para ampliar sus ofrecimientos. Podía disponer de toda la casa si gustaba. Si era necesario llamar algún médico afamado, que lo llamaran al momento, y de cuenta de él, del benéfico y filantrópico Melchor, corrían los gastos de botica. Lo principal era que ella se tranquilizase, que no tomara el cielo con las manos, pues estaba en casa de parientes que la querían de veras y donde nada la faltaría... En tanto el hombre corpulento que hacía números no quitaba del rostro de Isidora sus ojos, y parecía pasmado, fascinado por religiosa o mitológica visión.
Como el gran Relimpio hablara entonces de médicos y ensalzase a Miquis, el hombrazo dijo:
«¡Ah Miquis!... Ese todo lo cura con agua fría. Le conozco mucho. Asiste a mi hermana Rafaela, la mujer de Alonso, el conserje de la casa de Aransis».
Isidora no esperaba oír citar su casa ilustre, y se inmutó un poco. Sin dejar de mirarla, el hombrón prosiguió así:
«Y ahora que nombro a la casa de Aransis, me parece... ¡Ah!, bien decía yo. Ya me acuerdo. Un día..., hace años, estaba yo con mi hermana en el portal del palacio y salieron usted, Miquis y otro sujeto. Eso es... Bien decía yo que no era la primera vez... Después he tratado mucho a Miquis. Es simpático. Como él tiene instrucción y yo... algo entiendo de ciertas cosas, discutimos sobre la cuestión A o la cuestión B. Yo le aprieto de firme y él se defiende con retóricas...
—Vamos, vamos a concluir esto—dijo Melchor con impaciencia—. Tenemos que de los veinticuatro mil billetes quedan sin vender y a beneficio de la Administración seis mil quinientos...».
Isidora no oyó más, porque llegaron Miquis y D. José. El médico venía de frac, que se alcanzaba a ver bajo un ligero abrigo. Iba a un sarao de cierta casa de tono. Precursoras y compañeras de su fama eran las relaciones, y la entrada que iba teniendo en los más escogidos círculos de la sociedad.
Examinado Riquín, le recetó un calomelano. Era cosa ligera, una indigestión, y probablemente al venidero día estaría como si tal cosa. Hablando después con Isidora del suceso de aquella noche, le dijo así:
«Siento ese percance, porque no hallarás otra fiera como esa. No hay dos Botines en el mundo. Si los hubiera, ¿dónde estaría ya nuestra querida patria? Desde Pirene a Calpe habría sido devorada, y todos los españoles nos agitaríamos en una cárcel de tela, ¡ay!, en los bolsillos de ese afanador de naciones... ¡Tonta, si hubieras sabido aprovecharte!... Pero tú no haces números, y en esta época el que no hace números está perdido.
—Déjame a mí de números. ¿A dónde vas ahora?».
El frac le cautivaba, y ya se estaba ella figurando en su mente los brillantes salones en que iba a entrar Augusto dentro de poco, la mesa riquísima en que se sentaría y las personas cultas y elegantes con quienes había de estar en roce familiar y discreto gran parte de la noche. Era esta la clase de imaginaciones que más fácilmente se moldeaba en su cerebro. Miquis lo conocía y le pasaba la miel por los labios, contándole cosas estupendas, algunas de ellas falsas, y describiéndole aquellos apartados mundos donde ella no podía penetrar sino con la fantasía, mejor aún, con su ferviente anhelo.
«Hace pocas noches—le dijo—comí en casa de la duquesa con tu Pez. Parece que se va a nadar a la Habana, porque aquí se queda en seco. Le han escamado los usureros. ¿Sabes que me da lástima? Es lo que llaman un buen muchacho, servicial, amable, cariñoso, débil, y que no hace daño a nadie más que a sí mismo».
Isidora, turbada y nerviosa, varió la conversación y fingió ganas de reír.
«¡Ah!, me han dicho que te casas. ¿Es verdad?
—Eso dicen, sí. Y cuando el río suena, boda lleva.
—¿Con la del notario?
—Con la de Muñoz y Nones.
—Bien sabes tú arrimarte a buen árbol. Es rica.
—Te juro que no me ha movido la riqueza. Desprecio las pompas y vanidades del mundo. Me caso por amor, por puro amor del corazón. Esto no lo hacemos ya más que los pastores y yo...
—¿Y es bonita?
—Para mí no hay otra que se le iguale.
—«Mejorando lo presente», se dice.
—Y sin mejorarlo, vamos. Antes que todo es mi dama.
—¿Por qué no dices a tu suegro dos palabritas acerca de mi pleito? Va a declarar como testigo. Además es el notario de la casa de Aransis.
—¡Culebra! Quieres corromper al ave fénix de los notarios.
—No, no. Es justicia. Yo le pido que no se deje corromper por los de Aransis. Con eso me basta.
—No conoces a mi presunto suegro. Con decirte que él, por sí solo, desmiente y hace olvidar la mala fama que en todos tiempos han tenido los señores de pluma y sello... Muñoz y Nones ofrece a la admiración de la humanidad el siguiente fenómeno: es un hombre que ha hecho una fortuna con su honradez, fortuna no muy grande, se entiende, como corresponde a la materia de que está hecha. Mi suegro desacredita y niega mil cosas convencionales y rutinarias. Desde Quevedo acá, se ha tenido por corriente que los escribanos sean rapaces, taimados, venales y, por añadidura, feos como demonios, zanquilargos, flacos, largos de nariz y de uñas, sucios y mal educados. Este tipo amanerado ha desaparecido, y en prueba de ello ahí tienes a mi suegro, que es honrado, franco, liberal, y además guapo, simpático, amabilísimo y de agradable trato. En estos tiempos de renovación social las figuras antiguas fenecieron, y no hay ya un determinado modelo personal para cada arte o profesión Así verás hoy un juez de primera instancia que parece un Guardia de Corps; verás un barítono que parece un alcalde de Casa y Corte; verás marinos que parecen oidores, y hasta podrás ver un filósofo que se confundiría con un canónigo. Dígolo porque Muñoz y Nones parece un diplomático. Tiene inclinaciones de gran señor y hábitos de sportman. ¡Lástima que no haya abierto nunca más libro que la Ley de Enjuiciamiento civil! Por lo demás, en la honradez es un lince, y tiene por este concepto casi tanta fama como la que otros tienen por pillos. Es costumbre en nuestra edad suponer y afirmar que no hay por todas partes sino malos acciones, egoísmo y rapacidad. ¡Error, disparate! El mundo se pudriría si le faltase en un momento el desinfectante de la virtud, cuya acción enérgica se nota en todas partes, en las más altas así como en las más bajas esferas... Conque me voy, porque te estoy aburriendo...
—Quedamos en que recomendarás a tu suegro mi pleito.
—Quedamos en que es inútil.
—Bobalicón.
—Serpiente de cascabel, abur».