III
Decir cómo aquella casa llena de comodidades se deshizo en unos cuantos días; contar cómo las feroces prenderas llegaban, venían, tasaban, huían, llevándose en las garras, cuál un dorado reloj, cuál la alfombra o lavabo, sería lacerar el corazón de nuestros lectores. Isidora, que no sabía regatear comprando, era vendiendo enemiga de entorpecer los negocios con prolijas discusiones. Tomaba lo que le ofrecían, después de pedir tímidamente un poco más. Así, pieza tras pieza, se desmontaba la casa. Y esta, poco a poco, se iba quedando vacía, se iba agrandando. El frío y la soledad se apresuraban a invadir los polvorientos y tristísimos huecos que los muebles dejaban tras sí.
Cuando hubo concluido, la sala era un páramo. Para estar en ella habría sido necesario proveerse de tiendas de campaña. El gabinete conservaba su alfombra, la cómoda, un espejo pequeño y algunas sillas. La cama dorada de la alcoba permanecía como núcleo y fundamento de la casa. Interiormente habían desaparecido la sillería y aparador de nogal tallado del comedor; subsistían intactos el cuarto de Riquín, el del baño, parte principal de la casa; el que solía ocupar D. José Relimpio cuando allí pernoctaba, el de Mariano y el de la muchacha. La cocinera y doncella habían sido despedidas; no quedaba más que la niñera, a quien Isidora revistió de las más extensas atribuciones.
«He pagado mis deudas y tapado la boca al procurador—dijo Isidora a su padrino la noche del último día de liquidación—. Estoy tranquila. Me queda esto».
Dio un gran suspiro mostrando un papel donde había varías monedas y un sucio billete de Banco.
«¿Cuánto es?
—Vamos a contar»—dijo ella extendiendo su tesoro sobre el veladorcito del gabinete, mueble de hierro pintado que se salvó por milagro.
Don José puso la luz en el velador y tomó asiento.
«¡Si hay aquí un dineral! El billete es de doscientos...; veinte, cincuenta, ochenta. Total: setecientos veintiocho reales y dos perritos.
—Y no debo nada al casero... Estamos bien. Ahora se verá si soy mujer de gobierno. Principio quieren las cosas... Señor don José—añadió en el tono especial de las cuentas galanas—, desde hoy en adelante trabajaré.
—Si es lo que yo te vengo diciendo desde hace tres años, hija—replicó el anciano con las narices hinchadas por esa satisfacción vanidosa que acompaña a las ideas felices—¡Si es mi tema! Tú tienes grandes habilidades. Si quieres entrar en una vida de orden, economía y trabajo, aquí me tienes para ayudarte.
—He sido muy tonta. Pero ya veo con claridad lo que me conviene. Si mi pleito marcha adelante, como espero, es preciso que mientras dure, y después y siempre, nadie me tome en lenguas. Soy honrada, quiero ser honrada, honradísima, por respeto a mi nombre, a mi familia... ¡Ah!, mi familia—añadió, suspirando otra vez...—. ¡Si me hubieran acogido con amor, no habría dado yo un mal paso! Mi familia tiene la culpa, ¿no es verdad, padrino?
—Sí, sí, hija mía, ella tiene la culpa. Pero vamos a lo que importa... ¿Con qué cuentas para mantenerte? ¿Qué te queda de lo que te dejó tu tío?
—Nada—replicó con profunda tristeza la joven, haciendo con sus manos un significativo movimiento que representaba el vacío—. ¡Pero trabajaré! ¿No tengo yo manos?».
Y diciendo esto se le representaron en la imaginación figuras y tipos interesantísimos que en novelas había leído. ¿Qué cosa más bonita, más ideal, que aquella joven, olvidada hija de unos duques, que en su pobreza fue modista de fino, hasta que, reconocida por sus padres, pasó de la humildad de la buhardilla al esplendor de un palacio y se casó con el joven Alfredo, Eduardo, Arturo o cosa tal? Bien se acordaba también de otra que había pasado algunos años haciendo flores, y de otra cuyos finos dedos labraban deslumbradores encajes. ¿Por qué no había de ser ella lo mismo? El trabajo no la degradaba. ¡La honrada pobreza y la lucha con la adversidad cuán bellas son! Pensó, pues, que la costura, la fabricación de flores o encajes le cuadraban bien, y no pensó en ninguna otra clase de industrias, pues no se acordaba de haber leído que ninguna de aquellas heroínas se ocupara de menesteres bajos, de cosas malolientes o poco finas.
«¡A trabajar, a trabajar!—exclamó inundada de aquel entusiasmo que tan fácilmente se posesionaba de su alma.
—Yo te ayudaré. Si tuviéramos ahora la máquina... harías camisas de hombre...
—¿Camisas de hombre? Eso no me gusta.
—O ropa blanca de señoras... Cosa rica, cosa buena.
—Mejor sería... Yo pensaré.
—Confecciones, sombreros... ¿Qué tal? Tú tienes un gusto...
—Gusto sí.
—Consulta con Emilia. Ella te dará buenos consejos
—Yo lo pensaré; yo meditaré sobre esto y lo decidiré pronto. Ahora vamos a otra cosa. De nada vale el trabajo sin orden y economía.
—Perfectamente; muy bien pensado y dicho.—exclamó Relimpio, dando todo su asentimiento a tan hermosa idea—. Si no, acuérdate de lo que hacía mi pobre Laura con lo poco que se ganaba. Hacía milagros.
—Por consiguiente, de aquí en adelante, gastar poquito y, sobre todo, saber lo que se gasta, pues si no se sabe se equivoca una. ¿Creerá usted que en mi vida he apuntado una cifra? Todas mis cuentas las he hecho siempre con mi cabeza. Así ha salido ello.
—¡Oh! Malo, malo... La primera condición del orden es una buena contabilidad. La Providencia te ha deparado a uno de los hombres, no lo digo por alabarme, a uno de los hombres que no temen desafiarse con todo Madrid en Contabilidad y Partida Doble. Has hecho tu suerte, chica. Ya verás, ya verás qué libros.
—Todo lo apuntaremos—dijo Isidora, jugando con aquella idea, como un niño juega con una mariposa—. Se dice, por ejemplo: hay que gastar tanto; las cosas valen cuanto; y luego se apunta todo...
—Nada, te has salvado, chica. Vamos a ver. ¿Tomas criada?
—Pienso pasarme con Ramona.
—Admirable. Yo te auxiliaré en todo... Ramona es buena y humilde, pero algo torpe. Ya la despabilaremos. A fe que va a lidiar con tontos; ya, ya. Yo te la instruiré en dos palotadas. Mira, pon atención y verás cómo puedo ayudarte. Yo—dijo marcando por los dedos las distintas funciones que desempeñaría—te haré la compra; yo... te aviaré las luces; yo... te haré todos los recados que exijan cierta inteligencia, como cobrar cuentas, tomar localidades en algún teatro, etc...; yo coseré a máquina si decides comprar una; yo apuntaré en mis libros todos los gastos e ingresos, sin olvidar, sin perdonar ni el ochavo que se le da a un pobre; yo..., por último, cuidaré a Riquín y le pasearé y entretendré todo el tiempo que me dejen libres mis ocupaciones principales.
—Bueno, bueno.
—Y también entiendo de limpiar metales, de componer algo de carpintería; hasta de cocina entiendo un poco... Ea, señora—dijo restregándose las manos una con otra con tanta fuerza que a poco más saca lumbre—, empecemos. Disponga usted la compra de mañana.
—Un duro.
—Es un despilfarro. Vengan catorce reales. Yo me entiendo; basta de mimos. Comerá usted lo que haya.
—Hay que traer carbón.
—Eso es aparte.
—Y cerillas.
—Las compraré al por mayor. Una gruesa... Traeremos al por mayor todo lo que se pueda, para lo cual destinará usted una cantidad que se carga a la cuenta del mes. Quédese el diario en diez reales, y deme usted seis duros para el por mayor. Adelante. ¿Qué principio traigo?
—Langosta.
—¡Un ojo de la cara!
—No importa. Por una vez...
—¿Qué postre?
—¿Tendremos tangerinas?... Ciruelas de Burdeos.
—Eso es caro; pero yo lo sacaré barato. Regatearemos, sí señora; regatearemos.
—El queso de Italia, la cabeza de jabalí y las salchichas de Bolonia me gustan.
—Todo eso, traído al por mayor, puede obtenerse... en buenas condiciones.
—No tomaremos Champagne. Es muy caro.
—Veremos si hallo una partida..., pues..., en buenas condiciones».
No prolongaremos la relación circunstanciada de lo que hablaron aquella noche padrino y ahijada. Acostose Isidora pensativa y D. José se retiró muy entusiasmado a su cuartito. Durmiose como un serafín, y soñó que estaba en la contaduría de una casa grande, donde había catorce empleados y más de cien libros. Ingresos y gastos ascendían a millones; pero todo iba al pelo. Era D. José como un director de orquesta, sólo que los músicos eran escribientes y las notas números. Resultaba una sinfonía de orden, que mecía en embriagador arrobamiento el espíritu del tenedor de libros.
Al día siguiente, cuando Isidora se levantó, ya estaba su padrino de vuelta de la compra. Traía el cesto bien repleto, y fue sacando cosas y mostrándoselas a Isidora, que admiraba la bondad y baratura del género.
«El primer gasto, hijita, ha sido para comprar estos tres libros de cuentas—dijo Relimpio, mostrando dos enormes y uno pequeño.—El Mayor, el Diario y el Provisional. Sin esto no haremos nada, porque la base del orden es una contabilidad perfecta... ¿Ves? Aquí está la langosta. Te permito este lujo. Aquí está la carne. No compré las ciruelas. Conténtese usted con dátiles. Tampoco he traído Champagne porque no lo hallé en buenas condiciones. Patatas. Faltan los garbanzos y el azúcar, que no pude comprar porque se me acabó el dinero... ¡Ah!, un mazo de cigarros para mí.
—Muy bien—dijo Isidora con benevolencia, echando una mirada compasiva a los libros de cuentas—. Todo está muy bien».
Don José tuvo que salir a la calle dos veces más porque era preciso traer garbanzos, azúcar y huevos. Después volvió a salir porque no había sal, ni perejil, ni sopa. Trajo tapioca, y de camino tomó nota de diversas cosas que se pudieran adquirir... en buenas condiciones.
Luego que almorzaron, alegres y satisfechos del buen principio que tenía una vida tan arreglada y económica, Isidora fue a vestir a Riquín y a endulzar con él la tristeza que no podía vencer. Más tarde se bañó, costumbre a que no podía renunciar. La peinadora vino luego y se distrajo con ella un rato. Érale difícil adquirir el hábito de peinarse por sí misma. Toda aquella tarde estuvo pensando en la clase de ocupación que más le convendría; pero sus grandes cavilaciones no llevaron luz ninguna a la confusión y perplejidad que en su mente reinaba.
En tanto D. José se dio con toda su alma a la gran tarea de abrir las cuentas en los libros. Con una importancia y gravedad indecibles, apuntó gastos e ingresos, sin olvidar lo más mínimo; cargó y abonó; dibujó preciosos números, tiró líneas con regla, hizo cuentas de varios a varios, de imprevistos, de suplidos y de deudores varios. En esta, dando una prueba de exquisita honradez, puso el importe de los cigarros que con el dinero de Isidora se había comprado.