II
Amados hermanos míos: si de la Mancha pasamos, pues todo es España, a la Dirección de que era jefe D. Manuel, hallaremos un espectáculo no menos patriarcal. De su matrimonio con una de las hijas de D. Juan de Pipaón (que de Dios goza), había tenido D. Manuel siete criaturas. Descontando al hijo mayor, Joaquín Pez, de quien se hablará cuando le toque; descartando también a las dos señoritas de Pez, ya casaderas, quedaban cuatro pimpollos. Luis, de veintiséis años, tenía treinta mil reales en la Secretaría del Ministerio; Antoñito, de veintidós Navidades, gozaba veinticuatro en una Dirección limítrofe; Federico, de diez y nueve, se dignaba prestar sus servicios al lado del papá por la remuneración de catorce mil reales; Adolfito, de quince, había admitido un bollo de ocho mil entre los escribientes, y el gato..., no, el gato no había recibido aún la credencial; pero la recibiría en justo galardón de su celo persiguiendo a los ratoncillos que roían los papeles de la oficina.
No pasaremos adelante, por respeto al mismo Sr. de Pez, sin hacer una breve excursión al campo de la Aritmética. Es una observación o problema que el público ha formado muchas veces ante ciertas antítesis, que, a fuerza de repetirse, han llegado a sernos familiares. Cuando D. Manuel era Director, el boato de su familia igualaba al de una familia propietaria con quince o veinte mil duros de renta. El no tenía bienes raíces de ninguna clase, no estaba inscripto en el gran libro, no debía de tener tampoco economías. Sumando su sueldo con el sueldo de los pececillos, el total no alcanzaba, con las mermas del descuento, a seis mil duros. Problema: ¿por qué misteriosas alquimias pasaba esta cantidad para alimentar las siguientes partidas: casa de diez y ocho mil reales, buena mesa, estreno constante de ropa por todos los individuos de la familia, lujosos vestidos de baile para las niñas, landó, palco a primer turno al Teatro Real, excursiones a los otros teatros, viajes de verano, imprevistos, etc...? Aun suponiendo doble el activo por lo que D. Manuel percibía de algunas compañías de ferrocarriles, quedaba la mitad del gasto en el aire. Pero estos rompecabezas, que en tiempos pasados preocupaban algo a los vagos, amigos de averiguar vidas ajenas, ya, por ser de todos los momentos, han llegado a parecer cosa natural y corriente. Familiarizada la sociedad con su lepra, ya ni siquiera se rasca, porque ya no le escuece.
Introduzcámonos en el hogar Pez; nademos un momento en el agua de esta redoma de felicidad, donde brillan las escamas de plata y oro de este matrimonio dichoso, y de esta prole dichosísima. Los tiempos eran prósperos. Tocaba entonces estar arriba. El árbol fecundísimo del poder protegía con su plácida sombra a la familia. Bastaba alargar la mano para coger sus sabrosas frutas. El aroma de sus flores embriagaba. De situación tan bella procedía en todos aquel deseo febril de goces y el delirio de llamar la atención, de parecer mucho más de lo que realmente eran. La señora de Pez ya no aspiraba simplemente a que sus hijas casasen con hombres ricos y decentes. No; sus yernos habían de ser millonarios, y además, duques, o cuando menos, marqueses; ellas mismas (dañadas ya sus inocentes almas por la fatuidad) habían hecho suyas las ideas de su endiosada mamá, y aún iban más lejos, y soñaban con príncipes, ¿por qué no con reyes?
Eran dos niñas preciosas, de hermosura delicada y frágil, de esa que luce en la juventud con la belleza enfermiza de una flor de estufa, y luego se disipa en el primer año de matrimonio; rubias, delgadas, quebradizas, porcelanescas. Sus ojos claros lucían demasiado grandes en la delgadez linda y afilada de sus caritas de cera. A fuerza de ser traídas y llevadas por su mamá de salón en salón, de teatro en teatro, de fiesta en fiesta, parecían fatigadas, pero no hartas de frívolos pasatiempos y goces. Se las educaba en la inmodestia, de donde resultaba que estas tales niñas apenas podían esconder, bajo el barniz de la urbanidad, el desprecio que sentían hacia todo lo que fuera o pareciese inferior a la esfera en que ellas estaban. No se les caía de la boca la palabra cursi, aplicándola a este o aquel que no viviese inmergido en el mar de felicidades de la familia Pez; y al hablar de este modo no comprendían las tontuelas que ellas caían también debajo del fuero de la cursilería, porque esta es un modo social propio de todas las clases, y que nace del prurito de competencia con la clase inmediatamente superior. Aquellas niñas, mil veces dichosas, no habían visto el mundo sino por su lado frívolo; no conocían la sociedad ni su mecanismo, ni sus orbes y gravitación admirables. Su instrucción se circunscribía a un poco de Catecismo, una tintura de Historia, ¡y qué Historia!, algunos brochazos de Francés y un poco de Aritmética. Pero ¿de que servían los rudimentos de esta ciencia madre a las preciosas Josefa y Rosita, si no les cabía en la cabeza que ellas careciesen de cosas que la hija del duque de Tal poseía en abundancia? En aquellos cerebros, tan limpios de malicia como de sindéresis, cerebros atiborrados de hojas de rosa, para ahuyentar las ideas, como si estas fueran cucarachas, no podía entrar la comparación entre los diez millones de renta del duque de Tal y los cincuenta mil reales del Director de Hacienda, aun suponiéndole Pez, y Pez grandísimo. Creavit Deus Cete grandia (los grandes cetáceos).
Dejémoslas en paz. Eran dichosas. ¿A qué conturbar su felicidad, picoteándola con números? Que gocen de la vida, de los verdes años. Ocupémonos de Adolfito, el precoz funcionario, que no iba a la oficina sino cuando le daba la gana; que había encargado un velocípedo a Londres y había extendido él mismo la orden para que el administrador de la Aduana de Irún lo dejase pasar sin derechos, ¡qué rasgo de genio! «Tú irás muy lejos, niño», le dijo el jefe de Negociado. Y realmente aquel rasgo valía una cartera. ¡Genialidad infantil que anunciaba el embrión de un hombre de Estado español!
Ocupémonos también, amados hermanos míos, de Federico y Antoñito Pez, que estaban a punto de ser abogados, y que eran el uno filósofo (muchos filósofos de hoy tienen diez y siete abriles) y el otro economista. ¡Ah! La Economía política es una ilusión que se pierde siempre a los veinte años. Federico se había distinguido en esos círculos de sabiduría temprana donde centenares de ángeles juegan al discurso. Era oradorcito. Allí era de oír lo siguiente: «El señor que me ha precedido en el uso de la palabra...». Y el tal preopinante no llevaba chichonera porque hoy es moda que los niños de teta usen sombrero. Las controversias de los menudos filósofos y economistas tomaban siempre un tono de acaloramiento y personalismo, que agriaba los nobles caracteres. La Memoria escrita por Federico sobre no sé qué, pasó desde la tribuna a la prensa, apareció en una Revista; el niño se creció; inscribiose en un círculo más nombrado; hízose oír; le aplaudieron. Primero hablaba y luego gritaba. Ensordecía los pasillos. Llegó a envanecerse con su facilidad de palabra, y a creerse un Moret, un Gabriel Rodríguez. Hubo de volverse loco porque le dijeron que aún mamaba. ¡Disparate! El no mamaba sino del presupuesto.
Antoñito, que era el filósofo, empleaba las horas de oficina en hacer revistas musicales para un periódico de teatros. La Filosofía y la Música tienen un alma de diez y nueve años, una afinidad que parece parentesco. Son dos cuerdas distintas del laúd de la tontería. Antoñito, que había hecho en su cabeza una especie de pasta filosófica, amasando al padre Taparelli con Augusto Comte, era además un wagnerista furibundo, aunque, la verdad ante todo, en jamás de los jamases había oído música de Wagner. En sus artículos llamaba a todas las cantantes divas, y a toda las obras spartitos. Era severísimo con los artistas cuando no le daban butaca.
Ocupémonos, finalmente, de Luis Pez, el cual no era filósofo, ni economista, ni músico; era jinete. Había comenzado una carrera militar, pero tuvo que abandonarla por falta de luces. Su pasión eran los caballos. Se ocupaba del propio tanto como de los ajenos, y deploraba que no tuviéramos hipódromo (1872). Como el de sus hermanas, estaba su cerebro tan limpio de Aritmética, que no acertaba a comprender por qué él tenía un solo caballo, mientras su amigo, el hijo de los duques de Tal, montaba alternativamente cinco, sin contar los veinte que ocupaban la cuadra de la calle de San Dámaso. He aquí una contradicción económica ante la cual Federico Pez, un Bastiat en estado de larva, habría tenido quizás algo que decir. Iba nuestro galán centauro a la oficina lo menos que podía. Estaba agregado a la Comisión de empleados que redactaban las nuevas Ordenanzas de Aduanas. ¿Para qué había de molestarse este digno funcionario en asistir a su trabajo si él no sabía lo que era comercio; si no sabía lo que era un puerto; si no había visto otra mar que el mar sin barcos de Biarritz; si ignoraba lo que es un buque, un cargamento, lo que son derechos, valores, rol, tasa, escala alcohólica, arancel, y demás cosas que atañen al tráfico y desarrollo del cambio? Bostezaba en la oficina, cobraba su sueldo, esperaba con ansia la hora y la calle. Amados hermanos míos, tiempo es ya de que digamos con el ángel. ¡Ave, María!