II
ISIDORA.—(Entra con muestras de cansancio. Viene humildemente vestida y trae un lío de ropa. Siéntase en un sofá inválido que se inclina más de un lado que de otro, y poniendo sus ojos llenos de dulzura en Joaquín, espera que este le dirija la palabra.) ¡Dios mío, qué escalera!
JOAQUÍN.—Más grande es la del Paraíso; al menos así lo dicen, que yo no la he visto.
ISIDORA.—¿Ha venido mi padrino?
JOAQUÍN.—No he tenido el gusto de ver a su señoría.
ISIDORA.—¡Cuánto he andado, cuánto he corrido hoy!... He vuelto a casa de Emilia para ver a Riquín. He querido traérmele, temiendo que les molestase; pero Emilia no lo ha consentido... Hemos llorado... (Se conmueve.)
JOAQUÍN.—Has hecho bien en dejarle allí. En ninguna parte estará mejor.
ISIDORA.—(Suspirando fuerte.) ¡Ay! Dios de mi vida, ¡qué angustia! Por fin he logrado reunir... (Lleva la mano a su bolsillo como para defenderlo de un brusco movimiento de Joaquín.)—No, no te doy un cuarto. Déjame, que yo iré arreglando las cosas. Por de pronto es preciso que salgas de aquí. Esta casa es una pocilga, y ¡qué vecindad, qué huéspedes, qué patrona! Anoche no me dejaron dormir estos torerillos y demás gentuza que cantaba y daba palmadas en el comedor. Pero di, ¿no hallaste otro sitio mejor en que meterte?
JOAQUÍN.—(Con desaliento.) Perseguido, aterrado, aturdidísimo, me dejé conducir por un amigo, Pepe Nules.
ISIDORA.—Pues ya tengo para pagar los ocho días que has estado aquí. Yo no he estado más que tres. El gasto es poco. Hoy te haré traer comida buena de la fonda.
JOAQUÍN.—No te apures por eso...; lo mismo me da.
ISIDORA.—Y mañana irás a una casa más decente.
JOAQUÍN.—(Con indiferencia.) ¿Para qué?
ISIDORA.—Para que vivas con más decoro.
JOAQUÍN.—¡Ideas convencionales!
ISIDORA.—(Pensativa.) Ayer te dije que tomaría una casita, y nos íbamos a vivir juntos, ocultamente, sin que nadie se enterara. Ya he reflexionado, y eso no puede ser.
JOAQUÍN.—Esas ideas de vivir ocultamente, y eso de hacer un nido y... (Riendo.) Estupideces, hija. Eso lo pueden hacer los pájaros, que no conocen la acuñación de moneda. Estamos dejados de la mano de Dios. No hay que pensar en casita ni en simplezas. Los novelistas han introducido en la sociedad multitud de ideas erróneas. Son los falsificadores de la vida, y por esto deberían ir todos a presidio.
ISIDORA.—No te desesperes. (Sonriendo con dulzura.) ¿Y si yo te dijese que tengo probabilidades de reunir algún dinero?
JOAQUÍN.—Tu dinero nos serviría para ir pasar dos días, tres. Luego volveríamos a la misma situación de miseria, y como tus riquezas no habían de ser tales que yo pudiera con ellas romper este cerco en que me hallo...
ISIDORA.—(Con cariño.) ¿Y si yo pudiera...?
JOAQUÍN.—Ta, ta, ta. Tú vives de ilusiones. Aquí tenemos otra vez la fantasmagoría del pleito. Siempre crees que mañana te duermes Isidora y te despiertas marquesa de Aransis, harta de millones. No sé cómo, con tu buen talento, vives así, engañada por el deseo.
ISIDORA.—Vamos, hoy todo lo ves negro.
JOAQUÍN.—Es que todo se ha vuelto ya retinto para mí.
ISIDORA.—Si quieres que no riñamos, no me hables del pleito con ese desprecio. Yo tengo confianza, y quiero que tú la tengas también. El procurador me ha dicho que es cosa ganada... Tardará algún tiempo, porque mi abuela apelará; pero de que lo gano, no te quede la menor duda.
JOAQUÍN.—Pues poniendo las cosas a tu gusto, siempre pasarán tres, cuatro o cinco años antes que lo ganes. Ayúdame a sentir. Ni cómo he de remediarme yo ahora y sortear mi deshonra, con esos caudales que todavía no se han acuñado.
ISIDORA.—Al darte esperanzas, no me refería precisamente al pleito. Yo pensaba conseguirte el dinero con un préstamo.
JOAQUÍN.—¡Un préstamo! (Con estupor.)
ISIDORA.—En fin, yo me entiendo... No te desesperes...
JOAQUÍN.—No creo ya en los préstamos, como no creo en los milagros. (Da media vuelta y se pasea otra vez.)
ISIDORA.—(Aparte, y después de mirar un rato a Joaquín). Es preciso sobreponerse a la desgracia... Arreglaré el cuarto que parece una leonera.
Larga pausa. Durante un momento, ambos personajes callan. Isidora coloca las sillas con cierto orden, arregla las camas, quita el polvo. Cuando limpia el espejo, se mira un poco, y dice: «Parezco que sé yo qué. (Alto.) Hoy traeremos dos cubiertos de la fonda.
JOAQUÍN.—Como tú quieras. El comer bien o el comer mal me es indiferente; pero, pues tú lo quieres, comamos bien, que nada se pierde en ello.
ISIDORA.—(Sentándose fatigada.) La miseria, hijo, me espanta. No tengo un vestido decente que ponerme... ¿Pues y tú? ¡Y a esto llaman vivir!...
JOAQUÍN.—La vida sin dinero es una enfermedad del cerebro, una fiebre galopante, una meningitis. Ni el amor es posible en la pobreza. Mete a los amantes más finos y más exaltados, a Romeo y Julieta, por ejemplo, en un cuchitril, donde no tengan más que el consabido pan y cebolla, y a los dos días se arañan la cara. La miseria es enemiga del alma humana. Con ella no es posible el talento, ni los afectos, ni la amistad, ni el arte, ni la dignidad, ni nada. Es la forma sintética del mal. Oye, oye, Isidora: el reloj de las monjas ha dado las tres. Tengo una debilidad... Si persistes en el sibaritismo de traer algo de la fonda, mándalo traer pronto, ya sea almuerzo, ya comida, porque me muero de hambre.
Nueva pausa, durante la cual entran una criada de la casa y un mozo de la fonda. Este sirve el almuerzo. Joaquín demuestra más apetito que Isidora.
ISIDORA.—(De sobremesa.) ¿Qué tal?
JOAQUÍN.—Los langostinos estaban muy buenos; el bistec me ha rejuvenecido. ¡Bendita seas tú, que siempre tienes ideas grandes! Eso de sorprenderme con dos botellas de Champagne prueba que en ti todo es noble, lo mismo el corazón que la cabeza. Dejaremos una botella para mañana, porque la economía es la primera de las virtudes; no, la segunda, que la primera es cuidarse bien.
ISIDORA.—Alguna otra sorpresa he de darte todavía. Dime, ¿mereces tú lo que hago por ti?
JOAQUÍN.—No lo merezco ciertamente. Muchas veces te lo he dicho. Eres un ángel..., no de esos ángeles desabridos que pintan en los cuadros y en las poesías, los cuales vienen con consuelillos de moral emoliente, sino un ángel mundano que derrama sobre el corazón del desgraciado bálsamo eficaz. En una palabra, eres un ángel práctico. Bien se conoce en todas tus acciones la nobleza. Podrás equivocarte, cometer faltas; pero ser innoble, jamás. No sé si me explicaré diciendo que tienes la elegancia del alma.
ISIDORA.—Tienes razón. Seré cualquier cosa; seré... mala si se quiere, pero ordinaria jamás.
JOAQUÍN.—Indudablemente eso está en la sangre. ¡Por vida de...! Si no ganas ese endiablado pleito, no hay justicia en la tierra... ni en el cielo. ¡Ay! Isidora, no sé por qué el Champagne da a mi alma un vigor que ya no tenía. Ello es que siento deseos de echarme a pensar cosas agradables. Isidora, Isidora, mujer mía. (La abraza tiernamente.) Entretengámonos un momento con ilusiones...
ISIDORA.—(Riendo.) Mejor es soñar que ver.
JOAQUÍN.—Ganarás el pleito... Yo me casaré contigo...
ISIDORA.—(Entristeciéndose súbitamente.) En lo primero creo, en lo segundo no. Esa ilusión es demasiado bonita para que pueda engañar.
JOAQUÍN.—¿Por qué lo dices?... ¿Porque te lo he prometido muchas veces, y nunca lo he cumplido? Ahora...
ISIDORA.—Ni ahora ni nunca. Tú no te casarás conmigo. (Derrama unas lágrimas.)
JOAQUÍN.—El mundo es olvidadizo, tontuela.
ISIDORA.—Pero no tan olvidadizo que...
JOAQUÍN.—Y en seguida que nos casemos, haremos un viaje por Italia y Suiza.
ISIDORA.—O por Inglaterra y Escocia. (Con toda su alma.) ¿Sabes que de tanto oír hablar de Italia me apesta la tal Italia? Mas quiero ver a Londres, sus inmensas calles, sus muelles que no tienen fin, sus parques... Aquello sí que es grandeza. Te diré... Luego haría una excursión por Escocia, ¡donde hay unos lagos preciosos y unas montañas...! Por allí andan las ladys visitando grutas, escudriñando ruinas y pintando paisajes. No hay nadie que entienda como esa gente inglesa el modo de hacer vida elegante en medio de la Naturaleza. Botín, que ha estado en Inglaterra, me contaba cosas que me hacían feliz.
JOAQUÍN.—Pues si lo prefieres, iremos a Londres y Escocia.
ISIDORA.—Calla, calla. Te diré... Iré yo sola, o contigo, si quieres acompañarme... Porque no me casaré, Joaquín; viviré soltera riéndome del mundo.
JOAQUÍN.—¡Soltera! Si yo no me casara contigo, tendrías ocho mil pretendientes por semana.
ISIDORA.—(Decidida.) A todos les daría con mi puerta dorada en los hocicos. ¡Soltera, libre! Vestiré muy bien, protegeré las artes, seré una gran señora. Te diré... Mi casa va a tener que ver, porque no entrará en ella nada que no sea de lo más escogido. No has de ver ni cosas vulgares, ni tapicerías chillonas, ni objetos de mal gusto, ni cosa alguna que se vea en otra parte. Compraré cuadros de los grandes maestros, y tapices y antigüedades, y todo lo que sea curioso sin dejar de ser bello, porque las rarezas sin hermosuras me desagradan como las bellezas comunes.
JOAQUÍN.—¡Bendito sea tu talento!
ISIDORA.—En mi casa no entrarán los tontos; eso puedo jurártelo. Me rodearé de hombres discretos, distinguidos. En fin, será mi casa la academia del buen gusto, del ingenio, de la cortesía y de la inteligencia. Daré conciertos de música clásica.
JOAQUÍN.—(Con un poco de malicia.) ¿La has oído? ¿Te gusta?
ISIDORA.—Yo no sé si la he oído o no; pero puedo asegurar que me gusta. Te diré... ¿Hay una música en que no se oigan esos mil sonsonetes de ópera que conocemos por los organillos, las bandas militares y los cantantes de afición? Pues esa es mi música. Lo que te puedo asegurar es que un día fui al salón del Conservatorio a oír los cuartetos y me gustó tanto, que estaba embelesada... Aquello era un coro de serafines con guante blanco. ¡Qué sensaciones tan delicadas! Yo me remontaba a un cielo que también era salón.
JOAQUÍN.—(Con arrobamiento.) ¡Isidora, tú eres noble!
ISIDORA.—Te diré... Oyendo aquella música, yo me olvidaba de todo y bendecía a Dios, que no me ha hecho vulgo... Vamos a otra cosa. Yo no entiendo de pintura; pero cuando tenga mi casa, entrarás en ella, y te desafío a que encuentres algo que no sea superior. Me atengo a los grandes maestros, y como he de ser muy rica, me formaré una buena colección. También tendré contemporáneos, siempre que sean muy escogidos. Tres o cuatro veces nada más he estado en el Museo. ¡Qué cosas, hijo! Aquello sí es grande. Con el talento que hay colgado de aquellas paredes había para hacer un mundo nuevo si este se acabase. Yo me figuraba que había pasado a otro mundo, a Venecia, a Roma, a la corte del Buen Retiro. Unas veces creía que estaba cubierta de brocados y otras que andaba a la ligera como se anda por el Olimpo. Aquella es belleza; chico, aquella es gracia. Yo decía: eso lo siento yo, esto es cosa mía, esto me pertenece...
JOAQUÍN.—(Con entusiasmo.) ¡Eres noble, eres noble!
DON JOSÉ.—(Entrando súbitamente, produce, con la irrupción inesperada de su personalidad, un abatimiento brusco del exaltado vuelo de su ahijada.) Aquí estoy.
ISIDORA.—¡Ah!... Don José...
DON JOSÉ.—(Aprovechando el momento en que Joaquín vuelve la espalda, da un papelito a Isidora.) Toma.
ISIDORA.—(Guardando el papelito.) Padrinito, ahora debe usted retirarse. Es de noche y estará usted cansado. Mañana le necesito. Pero no se moleste usted en subir. Aguárdeme en la puerta y me acompañará a varios sitios donde he de ir. (Despidiéndose con una mirada cariñosa.) Abur.
DON JOSÉ.—(Con cierta reconcentración shakespeariana.) La sangre que destila de mi corazón amarga mis labios. (Exit.)