III
Y en tanto, excesivamente distraída de sus trabajos, Isidora visitaba con frecuencia el taller de Eponina, y allí se encantaba contemplando los magníficos vestidos, entre los cuales a la sazón había tres de baile. Eran para una joven condesa que tenía la misma estatura y talle de nuestra enferma. Eponina quiso que esta se los pusiera para ver el efecto. ¡Ave María Purísima!... Púsose el primero; estaba encantadora. Púsose el segundo. ¡Oh, arrebataba! El tercero..., ¡Cristo!, el tercero caía tan bien a su cuerpo y figura, que sólo la idea de tener que quitárselo le daba escalofríos. Contemplose en el gran espejo, embelesada de su hermosura... Allí, en el campo misterioso del cristal azogado, el raso, los encajes, los ojos, formaban un conjunto en que había algo de las inmensidades movibles del mar alumbradas por el astro de la noche. Isidora encontraba mundos de poesía en aquella reproducción de sí misma. ¡Qué diría la sociedad si pudiera gozar de tal imagen! ¡Cómo la admirarían, y con qué entusiasmo habían de celebrarla las lenguas de la fama! ¡Qué hombros, qué cuello, qué... todo! ¿Y tantos hechizos habían de permanecer en la obscuridad, como las perlas no sacadas del mar? No, ¡absurdo de los absurdos! Ella era noble por su nacimiento, y si no lo fuera, bastaría a darle la ejecutoria su gran belleza, su figura, sus gustos delicados, sus simpatías por toda cosa elegante y superior.
Queda, pues, sentado que era noble. ¿Por qué no era suyo, sino prestado, aquel traje, y había que quitárselo en seguida, sin poder siquiera, como los cómicos, lucirlo un momento? No era reina de comedia, sino reina verdadera. Se miraba y se volvía a mirar sin hartarse nunca, y giraba el cuerpo para ver como se le enroscaba la cola. Pero qué, ¿iba a entrar realmente en el salón de baile? Su mentirosa fantasía, excitándose con enfermiza violencia, remedaba lo auténtico hasta el punto de engañarse a sí misma.
De repente oyéronse pasos. Isidora y Epinona miraron hacia la sala inmediata, y vieron entrar a un hombre. Era Miquis.
«Pase usted, doctor—dijo la modista—, y verá usted cosa buena. Usted no estorba nunca».
Era Eponina mujer desordenada; mucho tiempo hacía que no pagaba al médico, el cual visitaba con gran celo a la anciana madre de la modista. Para hacerse perdonar su falta de conducta, la francesa era complaciente con Augusto, y le permitía entrar en su taller a todas horas y bromear con las oficialas. Al ver a Miquis, Isidora se turbó un momento. Después se echó a reír.
«¿Te asombra de verme vestida de baile?—le dijo—. Sé que me has de reñir; pero, vamos, sé franco. ¿Estoy bien así, sí o no?».
Absorto la miraba el joven, y con voz balbuciente, que declaraba su sorpresa y embeleso, dijo:
«Estás..., no ya hermosa, ni guapa, sino... ¡divina!
—Vamos, que te he hecho tilín.
—A un ahorcado no se le hace tilín tan fácilmente; pero... Abismo de flores, de veras te digo que si no estuviera con la soga al cuello... Pero no, ¡fuera simplezas! El médico, el médico es el que habla ahora».
Y esgrimió el bastón ante la imagen hechicera de la dama vestida de baile.
«Has contravenido mi plan; te has burlado de mis recetas. No te salvarás, Isidora. Yo te abandono a tu desgraciada suerte.
—Siéntese usted, Augusto; deje usted el sombrero»—dijo Eponina con melosa urbanidad.
Desasosegado, Miquis se sentaba primero en una silla, después en otra, luego paseaba, y de pie y andando, no quitaba los ojos de su enferma.
«Pues mira—le dijo Isidora con cierto descaro—, no me riñas, porque con tus medicinas tontas y con tu asquerosa ipecacuana no me he de curar, ni quiero curarme.
—Ya lo sé que no quieres. ¿Piensas que no estoy enterado de tus malos pasos de estos días? A los médicos no se nos escapa nada. ¿Quieres que te lo cuente?».
Isidora se turbó otra vez.
«Pues oye: la semana pasada llegó de Francia Joaquín Pez en el estado más deplorable. Sus acreedores, cansados ya de contemplarle, le han caído encima como buitres hambrientos. Su padre ha decidido no ampararle más y le ha echado de su casa...
—Es verdad, es verdad—dijo la de Rufete con emoción, preparándose a derramar lágrimas.
—El pobre hombre, con el agua al cuello, desesperado y sin fuerzas para luchar con su destino, ha recurrido a ti. Sé que te ha buscado; que te mandó un recadito con tu padrino; que fuiste a verle... Es cierto, ¿sí o no?
—Es cierto.
—Se ha refugiado en una miserable casa de huéspedes donde no hay más que toreros de invierno, jugadores y gente perdida... Le visitaste hace cuatro días; has ido después varias veces... Lo sé por el ama de la casa, que es una Aspasia jubilada, y tiene relaciones con uno de mis más desgraciados enfermos. Reflexiona lo que haces, mira bien qué pasos das y entre qué gente vas a meterte.
—Es verdad lo que has dicho. ¿Cómo es que todo lo sabes y todo lo averiguas?—dijo Isidora, rompiendo a llorar—. Augusto, ten compasión de mí. No, no me digas cosas... Él está perseguido, huye de la justicia, y ha tenido que refugiarse en un sitio, que por ser tan malo, le ofrece seguridad. No se comunica con ninguno de la casa. No le denuncies, ni me riñas a mí porque no he querido abandonarle en la desgracia.
—Perdóneme usted, amiguita—indicó Eponina con bondad—, me va usted a estropear el vestido; me lo está usted mojando con sus lágrimas.
—Me lo quitaré—replicó Isidora haciendo un gesto de niña mimosa—. Miquis, haz el favor de pasarte a la sala, que me voy a mudar de traje».
Alejose un rato el médico. Cuando volvió, ya Isidora había tomado su forma primera. Se abrochaba su vestidillo humilde diciendo: «Ya tengo otra vez la librea de la miseria».
Eponina salió, dejándolos solos. De repente Isidora se fue derecha hacia Miquis, y cruzando las manos delante de él, le dijo con acento de intenso dolor:
«¡Amigo, estoy desesperada!
—¿Qué tienes?—le preguntó él, sintiendo ante aquella pena y aquellas lágrimas una cobardía dulce.
—¡Estoy desesperada! A ti me dirijo, a ti que eres bueno y me conoces hace tiempo.
—¿Bueno yo?...—dijo Augusto con ironía—. A ver, ¿qué quieres?
—Necesito..., ¿tendré que decírtelo?..., necesito dinero.
—Ya...
—Yo no puedo estar así. Váyanse al diablo tus recetas. Te diré..., yo quiero vivir y esto no es vivir.
—Dinero para el Pez.
—No, no; lo necesito para mi procurador y para mí. Estoy vestida de harapos... No me riñas, cada cual tiene su manera de ver las cosas de la vida. Sé que me vas a sermonear, y hablarme de moral y qué sé yo... No entiendo tus medicinas. Te diré... Dios no quiere favorecerme, Dios me persigue, me ha declarado la guerra...
—¡Qué pillín!
—Yo quiero ir por los buenos caminos, y Él no me deja—prosiguió Isidora con tanta agitación que parecía demente—. Veremos si al fin me favorece. Te diré...; lo que importa es que yo gane ese pleito. Cuando lo gane, tomaré posesión de mi casa... Mucho siento no poder llegar a ella con todo el honor que mi casa merece..., pero ¿qué hacer ya? Entretanto, amigo, la miseria me es antipática, es contraria a mi naturaleza y a mis gustos. La miseria es plebeya, y yo soy noble.
—Isidora—declaró Augusto con seriedad—, al nacer te equivocaste de patria. Debiste nacer en Francia. Eres demasiado grande, eres un genio y no cabes aquí. ¿Quieres el último consejo? Pues vete a París. Allí encontrarás tu puesto. Aquí te degradarás demasiado. Aquí no las gastamos de tanto lujo como tú».
Levantose para marcharse.
«No, no te vas—dijo ella deteniéndole con fuerza por un brazo—; no te vas sin decirme si puedo contar contigo.
—¿Para qué?»—murmuró el médico temblando.
¡Sentía un frío...!
«Yo necesito una cantidad—dijo Isidora febril, los labios secos.
—No puedo... complacerte—repuso el joven, dejándose caer en una silla.
—Sí puedes, sí puedes. ¡Augusto, por amor de Dios!..., socórreme, socórreme. Te diré...
—Si es nada más que un socorro...».
Miquis, turbado hasta lo sumo, aprecio con rápida ojeada interior su situación. ¡Se había casado seis días antes, estaba en la luna de miel!... ¡Ser traidor a su joven y amable esposa! «No, no, no», gritó para sí, y luego, en voz alta:
«Pobre mujer, criminal o desgraciada, noble, plebeya o lo que seas, yo no te puedo amparar... Busca en otra parte...
—¡Ah! ¡Qué amigos estos!—exclamó ella en lo último de la angustia—¡Y luego nos injurian si al vernos desamparadas corremos a la degradación! Bueno, bueno; me perderé, me arrastraré».
Miquis cerró los ojos para no verla. Si la veía un momento más estaba perdido... Por lo que, sin añadir una palabra, echó a correr fuera del gabinete y de la casa.
Iba por la calle adelante, satisfecho de su triunfo, cuando sintió rápidos y leves pasos detrás de sí. Al mismo tiempo oyó que le llamaban. Una mujer corría tras él. Al reconocer a Isidora, el pobre médico tembló de nuevo.
«Tengo un recelo—le dijo Isidora agitadísima, la voz balbuciente, la expresión turbada y agoniosa—. No me has comprendido... Habrás creído tal vez que deseo ser tu querida, que te he propuesto que me compres... No me juzgues mal; yo quiero ser honrada. Si no lo consigo es porque..., te diré...
—¡Honrada!
—Sí, sí. No me comprendes. Sí me socorres, yo te pagaré..., dinero por dinero.
—Déjame en paz—dijo Miquis retirándose.
—No, no te vas—replicó ella deteniéndole con fuerza—. Estoy desesperada. Necesito... En último caso, paso por todo.
—Soy pobre.
—La desesperación es ley, Augusto. Te hablaré con el corazón; te diré... Yo no quiero más que a un hombre. Por él doy la vida, y en último caso el honor... Di, ¿me favoreces?
—Lo que necesitas, ¿es para comer?
—No; necesito mucho.
—No puedo, no puedo».
«Augusto, Augusto—exclamó ella colgándosele del brazo—. Mi necesidad es tan grande, que no puedo tener tesón ni dignidad, ni nobleza. Yo no te quiero, no puedo quererte; pero como Dios me abandona, yo me vendo».
Pausa. Miquis la miraba pestañeando. Sobre ambos, un farol de gas alumbraba con rojiza luz aquella escena indefinible en que la necesidad desesperada, de un lado y la integridad vacilante de otro, se batían con furor. ¡Dinero y hermosura, sois los dos filos de la espada de Satanás!
«Soy pobre—repitió Miquis, haciendo un esfuerzo—; vete a París.
—¡Augusto!».
Augusto sintió cólera. Aprovechándose de aquel movimiento del alma, desprendió su brazo de la mano de Isidora, y con toda energía le dijo:
«Dios te ampare».
Ya estaba distante cuando oyó esta voz sarcástica: «¡Farsante!».
Aquella misma noche desapareció Isidora de la casa de sus buenos amigos, dejándoles un papelito que decía:
«Emilia, Juan José, amigos queridos: no soy digna de vivir en vuestra casa. Cuidad de mi hijo esta noche. Tened lástima de mí».