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La Desheredada: I

La Desheredada
I
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Primera parte
    1. Capítulo I. Final de otra novela
      1. I
      2. II
      3. III
      4. IV
    2. Capítulo II. La Sanguijuelera
    3. Capítulo III. Pecado
    4. Capítulo IV. El célebre Miquis
      1. I
      2. II
      3. III
      4. IV
    5. Capítulo V. Una tarjeta
    6. Capítulo VI. ¡Hombres!
      1. I
      2. II
      3. III
      4. IV
    7. Capítulo VII. Tomando posesión de Madrid
    8. Capítulo VIII. Don José y su familia
      1. I
      2. II
      3. III
    9. Capítulo IX. Beethoven
      1. I
      2. II
    10. Capítulo X. Sigue Beethoven
    11. Capítulo XI. Insomnio número cincuenta y tantos
    12. Capítulo XII. Los Peces (sermón)
      1. I
      2. II
      3. III
    13. Capítulo XIII. ¡Cursilona!
    14. Capítulo XIV. Navidad
      1. I
      2. II
      3. III
    15. Capítulo XV. Mariano promete
    16. Capítulo XVI. Anagnórisis
    17. Capítulo XVII. Igualdad.—Suicidio de Isidora
    18. Capítulo XVIII. Últimos consejos de mi tío el Canónigo
  4. Segunda parte
    1. Capítulo I. Efemérides
    2. Capítulo II. Liquidación
      1. I
      2. II
      3. III
    3. Capítulo III. Entreacto con la Iglesia
    4. Capítulo IV. A o b... Palante
      1. I
      2. II
    5. Capítulo V. Entreacto en el café
    6. Capítulo VI. Escena vigésimaquinta
    7. Capítulo VII. Flamenca Cytherea
    8. Capítulo VIII. Entreacto en la calle de los Abades
      1. I
      2. II
      3. III
    9. Capítulo IX. La caricia del oso
    10. Capítulo X. Las recetas de Miquis
      1. I
      2. II
      3. III
    11. Capítulo XI. Otro entreacto
    12. Capítulo XII. Escenas
      1. I
      2. II
      3. III
      4. IV
    13. Capítulo XIII. En el Modelo
      1. I
      2. II
      3. III
    14. Capítulo XIV. De aquellas cosas que pasan...
      1. I
      2. II
      3. III
    15. Capítulo XV. ¿Es o no es?
      1. I
      2. II
    16. Capítulo XVI. Las ideas de Mariano.—La síntesis
    17. Capítulo XVII. Disolución
      1. I
      2. II
      3. III
      4. IV
    18. Capítulo XVIII. Muerte de Isidora.—Conclusión de los Rufetes
    19. Capítulo XIX. Moraleja
  5. Autor
  6. Otros textos
  7. CoverPage

I

La irritación y la vergüenza, unidas a un desorden nervioso que casi la privaba de sensibilidad, tuvieron a Isidora toda aquella tarde y noche en un estado parecido al sonambulismo. Veía las cosas, las tocaba, preguntaba, y aun respondía como cediendo a una fuerza mecánica. No estaba segura de hallarse despierta, ni de que fuese realidad lo que le pasaba; iba y venía medio ciega, mareada, con algo en el cerebro, entre jaqueca y manía, sorprendiéndose de ver cómo brillaban instantáneas, sobre la densa lobreguez de su pena, algunos relámpagos de alegría. Rindiola el cansancio después de medianoche; se acostó vestida, cerró los ojos tratando de adormecer el dolor de cabeza, y entonces revivió bajo su cráneo, entre la vibración de los nervios encefálicos, todo lo acaecido desde que el escribano se presentó en su casa para prenderla. Veíase en el coche de alquiler que los condujo a la calle de Quiñones, donde está el vulgar y triste edificio llamado Modelo con descarada impropiedad; el coche paraba junto a una puerta en la cual había un soldado de guardia, y más a la izquierda un grupo de pobres disputándose las sobras del rancho de las presas.

Isidora y el escribano entraban en un vestíbulo nada espacioso; salía a recibirlos un empleado con gorra galoneada, traspasaban un cancel de cristales, y volviendo un poco a la derecha, encaraban con una puerta de pesados cerrojos, sobre la cual se leía en letras negras la palabra Rastrillo. Una mujer de edad madura abría la puerta, Isidora pasaba, subía por la gran escalera blanqueada, y al llegar a lo alto miraba el letrero de la Sala primera; y echando la vista por el hueco, veía un claustro grande y luminoso, en cuya capacidad sesteaba, tomando el sol, el más bullicioso y pintoresco ganado femenino que se pudiera imaginar. La idea sola de tener que vivir entre aquella gente había horrorizado a la de Rufete. Pero ella tenía fondos; ella pagaría una habitación decente, y viviría con ciertas comodidades y completo decoro los pocos días que, a su parecer, habría de permanecer en aquel tremendo asilo.

Una señora mayor, bondadosa y amable, la acompañaba, y precedíala una celadora, cabo femenino o presidiaria distinguida, de aspecto gitanesco y hombruno. Hacia la izquierda estaba el aposento que a Isidora se destinaba, el cual tenía una ventana enrejada a la calle, un camastrón de hierro, mesa y dos sillas... La dejaban sola; poco después entraba la celadora, quien, con formas de adulación artera y llamándola señorita, ofreció servirla y acompañarla. Isidora la miraba con repulsión. Llegada la noche le servían una cena, que no quiso probar, y al fin, sola, encerrada, abrumada por la pena, el cansancio y la jaqueca, se recostó en la cama, donde su cerebro le reprodujo una, dos, tres veces o más, la serie de impresiones y sucesos que hemos referido.

Por la mañana, despertáronla los gritos y desaforadas blasfemias de una mujer que moraba al otro lado del tabique de su cuarto, el graznido de un ave domesticada, el ruido de la calle, el bullicio de la próxima Sala primera, y el tan tan de la campana de Montserrat, iglesia del convento que hoy es prisión del bello sexo. Y si el alma humana en las situaciones de gran tribulación se ve siempre sacudida por ráfagas de inexplicable alegría, que más bien parecen protesta aislada de algún nervio rebelde contra el dolor, en Isidora había un motivo para que aquellas ráfagas de alegría fueran algo más duraderas y eficaces, porque la prisión, con ser tan odiosa, había venido a librarla de otra esclavitud atrozmente repulsiva.

«Casi me alegro de esto—decía—, porque si no estuviera aquí estaría ya muerta de horror y asco...».

Además, la prisión no podía durar, porque los jueces, ¡cosa evidente!, habrían de convencerse pronto de la inocencia de la pobrecita demandante. Dios le había deparado sin duda aquel trance para probarla y darle de improviso, cuando más afligida estuviese, el alegrón de ganar el pleito y confundir a su implacable abuela. Pero donde la hallamos más en carácter es en aquel punto y hora en que echaba mano de su cualidad de idealizar las cosas para obtener los más dulces confortamientos. ¿No ennoblece el martirio a las criaturas? Si los culpables, cuando son perseguidos, inspiran lástima, los inocentes que sufren tormento de la Justicia, ¡cuánto no se avaloran y subliman en el concepto de las almas sensibles! Era inocente, sufría persecuciones inauditas; luego tenía bastante motivo para erigirse en criatura celestial. Poco le faltaba aquella mañana para figurarse que todo Madrid la compadecía, que era el ídolo de multitudes, que se hacía interesantísima, que era un tipo novelesco, y aun que salían por aquí y por allá bravos caballeros dispuestos a hacer cualquier barrabasada por sacarla de aquel mal paso.

¡Pero qué feo, qué desmantelado el cuarto! ¡Qué cama, que muebles, qué desnudas paredes! Era cosa de morirse de abatimiento. Y no obstante, como ella, para hacer frente a un hecho, siempre tenía pronta una idea, amparose de una bellísima, que le valió de mucho para consolarse. ¿Con quién creerá el lector que se comparó? Con María Antonieta en la Conserjería. Era ni más ni menos que una reina injuriada por la canalla. Determinó, pues, imitar en todos sus actos y palabras, hasta donde la realidad lo permitiese, la dignidad de aquella infelicísima señora, con lo que se crecía a sus propios ojos, y se veía idealizada por el martirio, grande en la humildad, rica en la pobreza y purificada en los padecimientos. El día lo pasó en estas cavilaciones, acordándose mucho del Delfín, de Joaquín Pez y de otras personas. Mandáronle ropas, y Juan Bou, a quien pidió un libro de entretenimiento, le envió Los Girondinos, de Lamartine, y un gran ramo de flores. Isidora leyó en el libro y deshojó las flores, dándose el gusto de pisotearlas. Le recordaban cosas muy desagradables la osadía y desparpajo de la canalla profanadora.

Empezó el sumario. Cuando bajaba a prestar declaración a la salita de rojo dosel, que está junto al despacho del alcaide, Isidora contestaba a las preguntas del juez con serenidad tranquila, con confianza en su derecho y al mismo tiempo con un aire de superioridad que cautivaba, preciso es decirlo, al mismo señor juez dignísimo y al escribano. En todo el trayecto desde su cuarto a la salita, lo mismo al subir que al bajar, la Rufete era gran incentivo a la curiosidad de las presas, que se agolpaban a la puerta de la Sala para verla pasar, y luego estaban comentándola tres o cuatro horas. Quién aseguraba que era una duquesa perseguida por su marido; quién la tenía por una cualquiera de esas calles de Dios; y alguna, que la conocía verdaderamente, refería parte de su vida y milagros, añadiendo maliciosas invenciones. Y ella, a solas, sumergida en hondas perplejidades y tristezas, repetía en su mente las preguntas del juez, deploraba no haber dado tal o cual contestación, revolvía lo cierto con lo dudoso, la acusación de la ley con los datos de su memoria, el testimonio de su conciencia con ciertas presunciones y sospechas, para tratar de sondear aquel antro obscuro que, desde la acusación por falsificadora, se había abierto ante sus ojos. Negaba con toda su alma, y al negar, su conciencia mostrábase en la plenitud de la verdad. Los documentos se le habían entregado tal y como estaban; y ella no había añadido ni quitado cosa alguna, ni tenía noticia de que nadie lo hubiera hecho. No era posible que su tío el Canónigo alterase los tales papeles, y en cuanto al primitivo poseedor de ellos, Tomás Rufete... Al llegar a este punto de su cavilación, Isidora fruncía el ceño y ahondaba, ahondaba en aquel mar inmenso de lo dudoso. ¿Pero a qué martirizar el pensamiento? Los jueces, la ley, la marquesa de Aransis, la curia infame y el señorío prepotente eran los verdaderos autores de aquel embrollo, con el inicuo fin de desposeer a una huérfana noble, a un ángel desvalido. Pero Dios los castigaría, Dios volvería por los fueros de la verdad y de la inocencia. ¡Pues no faltaba más!

Durante el sumario, la incomunicación no fue tan rigurosa como la ley ordena, porque los cerrojos de nuestras cárceles se ablandan fácilmente. Isidora, como persona de aspecto decente y algo adinerada, se captó las simpatías de las compasivas mujeres que guardaban a sus compañeras. Así pudo tener el gusto de ver, aunque por cortos ratos, a Riquín y a D. José, a su tía la Sanguijuelera y a Miquis. El día mismo en que cesó la incomunicación fue este a verla, y tuvo con su amiga largo y substancioso coloquio. El simpático doctor sintió viva emoción cuando vio aparecer detrás de las dobles rejas del locutorio aquella figura hermosa, aquel rostro pálido, con expresión de noble conformidad.

«Isidora, gran mujer—le dijo fingiendo burlas para ocultar emociones—. Estás guapa. Eres el soborno de la ley y la sustancia corrosiva del Código penal. Como sigas así, la curia, en vez de tomarte declaraciones, te las hará, y vas a pisar una alfombra de togas y a subir por una escalera de birretes.

—Déjate de tonterías—replicó ella apoyando los codos en la reja interior y sosteniendo la cabeza entre las palmas de las manos, actitud de aburrimiento que tomaba siempre que estaba largo rato en el locutorio—. ¡Ay, Miquis, esto es morir!

—Con tu permiso, eso es vivir. ¿Pues qué creías tú?... La vida toda es cárcel, sólo que en unas partes hay rejas y en otras no. Unos están entre hierros y otros entre las paredes azules del firmamento... Pero vamos a otra cosa, gran mujer. Hoy vengo a darte noticias que serán para ti alegres o tristes, según como las tomes.

—Dímelas pronto.

—Mi suegro me ha hablado de ti, me ha hablado también de la marquesa».

Isidora, sin decir nada, demostraba inmenso interés.

«La marquesa llegó ayer, de paso para Córdoba. La buena señora se pone nerviosa y triste siempre que le hablan de este pleito y de tu prisión». «Muñoz y Nones—dijo la señora a mi suegro—, yo quiero que usted arregle esto. Tómelo usted por su cuenta, hable a esa desgraciada, demuéstrele lo inútil de su tenacidad, y ofrézcale en mi nombre lo que a usted le parezca, con tal que me deje en paz».

—¿Eso le dijo?...

—Sí; ya sabes que el documento falso, porque la existencia de la falsificación ya no ofrece duda, aparece otorgado por Andréu, compañero y amigo de mi suegro. ¿Sabes lo que mi suegro dice? Que la falsificación no está hecha por ti».

Isidora callaba. Hasta que el diálogo tomó otro giro, estuvo como una estatua, fijos en Miquis los ojos:

«Oyes. ¿Sabes que te me estás pareciendo a la pantera del Retiro? ¿Por qué me miras así y no dices nada? Pues bien: mi suegro, que es notario de la casa de Aransis, vendrá a hablarte; te anuncio esa grata visita. Te ofrecerá la libertad, la declaración de tu inocencia, y ainda mais, una gratificación, un socorro. Pobrecita, has sido víctima de un grande y tremendo engaño. Broma más pesada no se ha dado ni se dará. Quién fue el autor de ella, tú lo sabrás... Pero qué, ¿te has vuelto muda? ¿Eres de piedra? ¿A dónde miras? ¿Estas gozando de alguna visión? ¿Estás en éxtasis?».

Él también se callaba y la miraba. Metió la mano por la reja exterior e hizo algunas castañetas con los dedos, como cuando se trata de llamar la atención a un animal perezoso. Ni por esas. Isidora no decía nada.

«Voy a hablarte de otra cosa—añadió Miquis—. Ayer he tenido una grata sorpresa. Iba por la calle de Preciados cuando oí una voz que decía: «Señorito Miquis, señorito Miquis». Volvime y vi a tu tía, la sin par Sanguijuelera. «¿No sabe usted—me dijo—que hemos encontrado a la fiera perdida?...». «¿A quién?». «A Pecado». Allá en su lengua especial me contó que le habían dado noticias de tu hermano otros muchachos. Ha vivido algún tiempo en un tejar detrás de la nueva Plaza de Toros. ¡Pobre chico! Fuimos allá, y dos mujeres que encontramos y que no se recomiendan por su fisonomía, nos dijeron que, habiendo caído enfermo con calenturas, le habían llevado al hospital.

—¡Al hospital!—repitió Isidora saliendo de su letargo.

—Corrimos al momento al Hospital General, y le encontramos convaleciente. La enfermedad debe haber sido terrible, porque está poco menos que idiota, y tan desmejorado como puedes suponer. De su vida en el tejar y de sus correrías y altas hazañas, antes de caer enfermo, supimos algo que contaremos cuando tengas más tranquilidad de espíritu... Y ahora voy a hablarte de una tercera cosa, de Juan Bou. Dice que le haces muchos desaires, que no contestas a sus cartas, que pisoteas los ramos que te regala... Dice que eres la ingratitud misma.

—Augusto—murmuró Isidora gravemente, apartándose de la reja—, es la hora de reglamento. Dispénsame que te despida. Estoy fatigada. Adiós. Vuelve mañana».

Y se marchó como una reina, según dijo Miquis para sí, viéndola internarse en la cárcel. Y él se salió a la calle: repitiendo: «¡Gran mujer, gran mujer!».

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