III
Es de noche. Agonizante luz de un quinqué con pantalla torcida y sucia alumbra la estancia. JOAQUÍN, cansado de dar vueltas por el cuarto y de fumar cigarrillos, se arroja vestido a la cama y se duerme. ISIDORA se reclina en el sofá y cierra los ojos. Pero no pudiendo dormir, habla consigo misma.
«Decididamente optaré por el canelo con combinación níquel, por el azul de ultramar y por el negro con combinación de brochado, oro y cardenal... En los sombreros no determino nada hasta no enterarme bien. ¡Ay Jesús!, lo primero que tengo que hacer es tomar un profesor de francés... Supongamos que cuando menos se piensa, mañana, o la semana que entra, o el mes que entra, gano el pleito; bien porque lo gano, bien porque la marquesa se cansa, reconoce su terquedad, y cede y me llama y me dice... Hace días que me estoy figurando esto y nada tendría de particular que lo que pienso resultase verdad. Pues bien: mi abuela me llama el mejor día; voy allá, subo, entro, espero un ratito en el gabinete del piano, sale ella, me mira, me toma las manos, me las aprieta mucho y me dice: «Basta de pleitos, hija; abracémonos». Y me abraza, y yo me echo a llorar, y ella también, y todo queda concluido, y yo en la casa y en posesión de lo que es mío... Supongamos esto, que es lo más natural, lo más lógico. ¡Qué alegría tan grande, Dios de mi vida! Entonces sí que podré tener cuanto necesite y cuanto me agrade sin humillarme. Sacudiré la tierra que se haya pegado a las suelas de mis botas, y diré: «Ya no más, ya no más lodo de las calles». El cristal más puro no podrá compararse entonces a mi conciencia. Seré tan honrada como los ángeles... Levantaré mi frente... (Se interrumpe y da un gran suspiro.)
»¿Pero podré levantarla con el peso de ciertas cosas de mi vida pasada... y presente? Esto me vuelve loca. ¡Maldita sea la necesidad, que no es otra cosa sino lo que antes se llamaba el Diablo! La decencia del vestir, la delicadeza en el comer, el aseo y las comodidades, que son tan necesarias a ciertas personas como el aire y la luz, nos matan el alma... ¡Que venga Dios en persona a sacarme de este círculo maldito! Si me privo de todo, me muero de pena, y si no me privo me deshonro... ¡Oh Dios!, ¡quién fuera cursi, quién fuera populacho!... Me pasaría la vida haciendo cigarros, lavando ropa, comiendo bodrio, durmiendo en un jergón asqueroso; me casaría con un cafre hediondo, tendría un chiquillo cada año, viviría como una bestia, toda imbécil, toda sucia...; ¡pero sería feliz como son felices los que no conocen el dinero!... ¿Qué es mejor, ser una piedra, que se está donde la ponen, o ser una criatura racional que quiere ir a alguna parte? ¡No sé, no sé! ¡Benditos sean los adoquines, que ni siquiera sienten los pisotones que les dan!... Vaya, vaya, qué duro es este sofá. Y el pobre Joaquín, ¡qué profundamente duerme! ¡Buena falta le hace! ¡Cuánto has padecido estos días, desgraciado mártir de la sociedad! Tienes mala cabeza, pero eres bueno. Has gozado mucho, demasiado quizás, y ahora lo estás pagando. Los muy felices tienen que pagar su felicidad con desgracias, y viceversa. Por eso yo, que he sido y soy tan desgraciada, he de cobrar pronto la felicidad que se me adeuda... (Suspira y se aflige.) Sí, sí; no hay debajo del sol una persona más desgraciada. Y, no me digan que soy mala. Yo no soy mala. Es que las circunstancias me obligan a parecerlo. Y si no, que baje una santa del cielo y se ponga en mi lugar, a ver si no haría lo mismo... (Se da un golpe en la frente.)
»Cuando pienso lo que me espera mañana, me dan ganas de matarme. Y al mismo tiempo, ¡vaya con las jugarretas que me hace mi destino! Deseo que llegue mañana. Mis necesidades, los apuros de este infeliz y la urgencia de pagar los gastos de mi pleito, me hacen cerrar los ojos... El honor me echa hacia atrás; la ansiedad de satisfacer mis necesidades me echa hacia adelante. Pues no hay otro remedio, adelante. El sí y el no me vuelven igualmente loca. (Rompe a llorar, y para sofocar sus lamentos muerde el pañuelo. Larga pausa.) ¡Y cómo duermes tan tranquilo!... Si yo no te quisiera tanto, podría suprimir uno de los principales motivos que tengo para dar este mal paso, y quizás, quizás hallaría otros medios... Pero no puedo remediarlo; se me despedaza el alma de verte así... Y para que veas lo que soy, siempre que considero lo mal que te has portado conmigo, me entran ganas de servirte, de favorecerte. Te diré..., yo soy así; Dios mío, ¿por qué me hiciste noble? ¿Por qué no me hiciste nacer de vil populacho? ¿Por qué no me hiciste canalla de la cabeza a los pies, canalla la figura, canalla los modales, canalla el alma?... (Gran pausa, durante la cual se adormece.) No, no; me decidiré por el azul Ultramar con combinación rosa y plata...
(Otra pausa, durante la cual amanece.)»Es de día; me levantaré y saldré sin que él me vea. Aún es demasiado temprano. Procuraré no hacer ruido... Le dejaré el dinero suelto que me queda aquí y dos palabras escritas con este lápiz. (Escribe; pone sobre la mesa el papel y algunas monedas.) Vaya, ya es tiempo. (Afligidísima.) ¡No poderle decir adiós! ¡Qué vida, qué humanidad! Me voy, porque si despierta, no tendré valor para salir. (Vase.)
JOAQUÍN.—(Despertando, ya entrado el día.) Isidora, Isidora... No está. Se ha ido. Me levantaré. Como estoy vestido, mi toilette no ofrece grandes dificultades. ¿Habrá por aquí el lujo de un peine? Es posible. (Levántase y da algunos pasos por la habitación.) ¡Que claridad! ¡Qué feo y antipático es el día! Prefiero la noche, tapadora y discreta. ¡Ah!, la señora de la casa, antes de marcharse, ha dejado aquí sus disposiciones. (Toma dos duros que hay sobre la mesa y el papelito, y lee.) Vamos, bien, me ha dejado el dinero para que almuerce hoy. (Lee.) «Manda traer de la fonda tu almuerzo. No te apures. No volveré hasta la noche, porque tengo que hacer». Esta pobre Isidora, ¡qué buena es! Si no fuera la maldita manía del pleito, que no ganará nunca, sería una muchacha ejemplar. Bien, bien; haremos lo que manda la señora. La fiera patrona no me envenenara con sus guisotes. Voy a llamar, a pedir agua, a lavarme, y después esperaremos. Luego que almuerce dictaré mis últimas disposiciones, y en cuanto llegue la noche, la querida noche...
Pausa de algunas horas, durante la cual entra y sale una zafia criada, arréglase el personaje, y luego almuerza lo que te traen de la fonda.
»Me olvidé de la botella de Champagne que está en aquel armario. No me importa que se la beba otro. En mi testamento la dejaré a los huéspedes de esta casa para que la vacíen por mi salvación eterna... Ya que estoy solo escribiré a papá y a Isidora. (Se sienta y escribe.) ¡Buenos cosas le digo a mi señor padre!... Si los deslices del hijo han sido grandes, el padre no tiene aún motivos para dudar de su buena fe... Jamás he cometido una vileza. Mis faltas son debilidades, y además un efecto preciso de la mala, de la perversa educación que he recibido. ¿Por qué educaron en el lujo al hijo de un pobre empleado con treinta mil reales? ¿Por qué desde niño me enseñaban a competir con los hijos de los grandes de España? ¿Por qué no me dieron una carrera, por qué no me aplicaron a cualquier trabajo, en vez de meterme en una oficina, que es la escuela de la vagancia? Estas son las consecuencias. Me criaron en la vanidad, y la vanidad me conduce a este fin desastroso. (Sigue escribiendo con agitación, se pone pálido y, al concluir, su mano tiembla.)
»Ahora escribiré a Isidora, a quien no veré más. La única persona por quien siente emociones cariñosas mi corazón es ella. ¡Cuánto más vales tú que otras virtudes secas y orgullosas! Nuestras dos almas han simpatizado, porque son similares. Tú, como yo, fuiste educada en la idea de igualar a los superiores... (Escribe.) «Querida y adorable amiga: Próximo a morir, adquiero una lucidez extraordinaria; veo el mundo y la vida en su verdadero aspecto. Yo no tengo ya salvación; tú puedes salvarte. Procura olvidar tus aspiraciones; renuncia a ese pleito, hazte humilde, y si se te presenta un hombre honrado que quiera casarse contigo, cásate, aunque sea muy bruto». (Hablando.) No, no miento nada al decir que la quiero con todo mi corazón. Su lealtad conmigo, la constancia de afecto con que ha pagado mis desvíos prueban la grandeza de su alma. (El personaje redacta largos párrafos amorosos y llena cuatro carillas de papel...) ¡Ah!, me olvidaba de lo principal, de Riquín, mi hijo. ¡En esta hora triste me ha entrado un amor por él!... ¡Si estuviera aquí me lo comería a besos!. Le reconoceré. (Escribe otro larguísimo párrafo, y pasa el tiempo y avanza la tarde.) En fin, esto es hecho. Ahora, ánimo. Tremenda cosa es afrontar el dudoso abismo de la eternidad. Pero no puede ser de otra manera. Dios me perdonará mi crimen. ¡Todo antes de ser chacota de la gente y presenciar la befa de mi honor! Pronto anochecerá. No vacilo más. (Se dirige a la percha, saca el revólver y lo examina.) Aquí está. Me parece un juez de hierro que me condena sin permitirme defensa ni apelación.
UNA VOZ.—(Que suena cavernosa detrás de la puerta, acompañada de dos golpecitos.) ¿Se puede?
JOAQUÍN.—Adelante.
DON JOSÉ.—(Entrando.) Buenas tardes.
JOAQUÍN.—¿Viene usted en busca de Isidora? No está.
DON JOSÉ.—No, vengo de parte de ella. Esta carta...
JOAQUÍN.—(Tomando la carta con mano temblorosa.) ¿A ver?... ¿En dónde está Isidora?
DON JOSÉ.—(Con sequedad.) Hace un rato estaba en una tienda de la calle del Carmen, escogiendo telas para vestidos.
JOAQUÍN.—(Estupefacto) ¡Telas! (Abre la carta, que es voluminosa. Dentro del pliego aparecen risueños algunos billetes de Banco; Joaquín palidece.) ¿Qué es esto? (Se sienta y lee. Palidece más y luego se pone encarnado y vuelve a palidecer.)
DON JOSÉ.—(Aparte, mirando a Joaquín con expresión de poca simpatía.) No lloro porque soy hombre. Mi corazón concluirá por ser como las rocas en que bate el mar.
JOAQUÍN.—(Guardando la carta en el bolsillo, se pasea.) ¡Estoy salvado! La cantidad es redonda... ¿Pero aceptaré esto? ¿De dónde procede?... ¿Es una vileza aceptarlo? Sí que lo es; pero las circunstancias... ¡El abismo!... Supongamos que un desventurado está al borde del precipicio y se le presenta el demonio de la infamia y le alza en sus manos. No, no; antes rodar al fondo del abismo. (Alto.) Don José vaya usted allá, y devuelva esto a Isidora.
DON JOSÉ.—(Aparte y tétricamente, coincidiendo en sus expresiones sin sospecharlo, con Otelo.) Oh flor graciosa y bella, ¿por qué has nacido?
JOAQUÍN.—(Vacilando.) No, no; deshonra por deshonra... Pesémoslas ambas en la balanza de la fría razón. ¿Cuál pesa más? ¡Oh!, no hay que vacilar. Esta lleva en sí la imposición del acontecimiento, del hecho real. Tomaré el dinero... Me he salvado. Pero ¿por qué no estoy tan contento como debiera? (Alto.) Don José, ¿con quién ha hablado hoy Isidora?... ¿En dónde ha estado?
DON JOSÉ.—No lo sé... (Aparte, lleno siempre de espíritu shakespeariano.)—¡Estúpido! ¿cómo quieres que te lo diga? No me atreveré a decirlo ni aun a vosotras, ¡oh castas estrellas!
JOAQUÍN.—Usted nunca sabe nada. Usted está siempre en Babia. (Aparte.) ¡Malditas sean las circunstancias!... Me engañaré a mí mismo, haciéndome creer que este dinero es de procedencia honrada. Es tan torpe el ser humano, que fácilmente se le engaña... Pero discutamos esto; abordemos la cuestión con filosofía. Si este dinero ha venido a mí por una vía poco honrosa, es evidente que yo no he ido a buscarlo por dicha vía. Los procedimientos de la Providencia son misteriosos. Es irreverente y sacrílego ponerse a discutir sus designios. El hecho consumado lleva ya en sí una dosis tan grande de lógica, que no necesita argumentaciones retóricas. (Alto.) ¿No piensa usted lo mismo, hombre de Dios?
DON JOSÉ.—(Como quien despierta de un sueño.) ¿Yo?... Yo no pienso.
JOAQUÍN.—(Volviendo a mirar con cariño los billetes.) ¡Y la cantidad es redondita! ¡Pobre Isidora! ¿Cómo no amarla? No sé qué daría porque ganara el pleito. Pero no, no lo ganará. Sólo los pillos tienen suerte. ¡Don José, señor don José!
DON JOSÉ.—(Pasándose la mano por la frente y el cráneo como para detener una idea que intenta escaparse.) ¿Qué?...
JOAQUÍN.—Le voy a convidar a usted a una copa de Champagne.
DON JOSÉ.—(Con repugnancia.) Gracias, no..., me mareo. (Vacilando.) Pero, sí, venga; así se olvida.
JOAQUÍN.—¿Tiene usted muchas penas que olvidar?
DON JOSÉ.—(Mirándole con ojos dulzones.) ¿Yo?... ¿Penas yo? (Contrae horriblemente sus facciones al tratar de contener la emisión de un suspiro.)
JOAQUÍN.—(Escanciando.) Ahí va.
DON JOSÉ.—(Bebe.) ¡Cómo pica la maldita! (Apenas ha llegado a su estómago la primer gota del precioso líquido, inclina la cabeza y cierra los ojos, diciendo.) ¡Mundo miserable!
JOAQUÍN.—¿Qué?... ¿Por tan poca cosa?
DON JOSÉ.—(Levántase bruscamente, los ojos brillantes y airados, la actitud trágica.) Sí, lo repito. Un caballero no recoge sus palabras. ¡Es usted un miserable, y le voy a romper a usted el bautismo!
JOAQUÍN.—(Soltando la risa.) ¡Don Pepe!
DON JOSÉ.—(Cuadrándose.) A sable o a pistola, como usted quiera. Me es igual. De todas maneras sabré castigar su infamia. ¡Usted, un hombre ordinario, un monstruo, un cafre, atreverse a coger en sus garras aquel lirio! (Da algunas vueltas por la habitación, perseguido por espectros.) No, no os tengo miedo, no. Pez, Botín, Melchor, Bou, no os temo. Os mataré a todos, os haré polvo. Soy el defensor de la virginidad ultrajada, de la inocencia perseguida, de la casta paloma... ¡Vamos, al momento, al momento, me bato con los cuatro!
JOAQUÍN.—(Le empuja hacia el sofá.) ¡Pobre hombre!
DON JOSÉ.—(Cayendo en el sofá como un talego.) Me habéis matado, porque sois cuatro. Os perdono a todos menos a uno. Os perdono a los tres; pero a ti, bestia repugnante, a ti, tronco de la Ipecacuana, no puedo perdonarte. (Se desvanece.)
JOAQUÍN.—(Disponiéndose a salir.) Ahí te quedarás hasta que te pase.