I
A la mano se viene ahora, reclamando su puesto, una de las principales figuras de esta historia de verdad y análisis. Reconoced al punto el original del retrato exacto y breve trazado con tanta destreza por Isidora. El bigotito de cabello de ángel, de un dorado claro y húmedo; los ojos como dos uvas, blandos y amorosos; la cara arrebolada, fresca y risueña, con dos pómulos teñidos de color rosa, marchita; el mirar complaciente, la actitud complaciente, y todo él labrado en la pasta misma de la complacencia (barro humano, del cual no hace ya mucho uso el Creador), formaban aquel conjunto de inutilidad y dulzura, aquel ramillete de confitería, que llevaba entre los hombres el letrero de José de Relimpio y Sastre, natural de Muchamiel, provincia de Alicante. Rematemos este retrato con dos brochazos. Era el hombre mejor del mundo. Era un hombre que no servía para nada.
Tenía sesenta años. Procedía de honrada y decentísima familia. Había sido militar en sus mocedades; pero, por no servir para la milicia, viose forzado a dejar la pesadez y estruendo de las armas. Había sido empleado en Rentas, pero cumplía tan mal y se tomaba tan largas vacaciones, que le despidieron de la oficina. Fue contador de un teatro, y se arruinó la empresa. Fue asociado de un contratista de fielatos, y por razón de su maldita amabilidad, la parte mayor de las vituallas entraban sin pagar. Fue marido de D.ª Laura, y gastó el reducido patrimonio de esta en varias suertes de amabilidades.
Doña Laura, mujer de áspera naturaleza, agriada por la vejez y por el cansancio de aquella vida de tentativas penosas y sin fruto, le decía con dramático acento:
«Hombre inútil, hombre—muñeco. El día en que me casé contigo debió el Señor haberme llevado de este mundo. ¿Para qué sirves tú, como no sea para comer?
—Soy tenedor de libros»—respondía D. José, satisfecho de una razón que, a su juicio, excusaba todas las demás razones; y consideraba para sí cuán lejos está de la mente del vulgo aquel precioso arte o ciencia en que era maestro. Bien por su larga permanencia en oficinas, bien porque se dedicó resueltamente a ello, lo cierto era que D. José conocía la Partida Doble como conoció Newton las Matemáticas y Colón la Náutica. Hay afinidades verdaderamente extrañas entre el espíritu humano y los distintos modos del saber, y aquel que por su organización parece no prendarse de las cosas ideales y halagüeñas, encuentra en las arideces de la Contabilidad los mayores encantos. Habiendo dominado esta ciencia, emprendió el escribir un tratado de ella en sus ratos de ocio, que eran los más del año, y si no lo dejara a la mitad, habría sido un monumento de la humana sapiencia. Sobre cada parte de la Teneduría tenía escritos substanciosos tratados, y era de ver con qué inspirada sagacidad explicaba la Banca en comisión, las Cuentas de Resaca, la Gruesa ventura a cobrar, las Fianzas y Avales, los Depósitos y Mercaderías. Suspendió el trabajo al llegar a ocuparse del precioso tema de Mi cuenta, Su cuenta y Cuenta común, y es lástima que en tan interesante punto lo suspendiese.
Lo extraño era que siendo D. José poseedor de los más escondidos secretos de la Contabilidad, no tuviera nada que contar. El movimiento de sus fondos y el manejo de la casa no merecían que se emplease en ellos una gota de tinta; pero D. José, que tratándose de hacer números iba siempre más allá de las necesidades, tenía en su cuarto el libro Mayor, el Diario, el Diario provisional, el Mayor de mercancías, el de Caja, el de Cuentas corrientes, el de Efectos a cobrar, el de Facturas, y otros voluminosos mamotretos, en cuyas hojas ponía más números que arenas tiene el mar, sin que la familia supiese qué sustancia sacaba de ello.
Pero lo que más a D.ª Laura enfurecía era que, con ser viejo y cascado, se mirase tanto al espejo. En efecto; además de que en su cuarto, a solas, se pasaba las horas muertas mirándose, no entraba en pieza alguna donde hubiese un espejillo sin que, ya con disimulo, ya sin él, se echase una visual para examinar su empaque, y atusarse después el bigote, o poner mano en los contados cabellos que venían flébiles y pegajosos, desde la nuca, a tapar el gran claro de la coronilla.
«Eso es, mírate bien—le decía D.ª Laura—, para que no te olvides de esa cara preciosa. ¡Lástima que no vengan los pintores a sacar tu figura de gorrión mojado!».
Don José se reía con esto. ¡Era tan bueno!... Si la miel es condición y substancia precisa en la naturaleza del hombre, aquel era, más que hombre, un merengue andando. Riendo decía a su cara consorte:
«No todos tenemos la suerte de conservarnos como tú, que estás tan hermosa y frescachona como cuando te conocí.
—Calla, Sardanápalo.
—La verdad por delante. Todavía, todavía... Vamos, que alguien daría un resbalón.
—Quita, quita—clamaba la señora con expresión de asco—. ¿Me tomas por esas...?».
Don José había sido un galanteador de primera. No lo podía remediar: estaba en su naturaleza, en su doble condición de tenedor de libros y de galán joven, y así, ya casado y viejo, no veía mujer bonita en la calle sin que la siguiera y aun se propasase a decirle alguna palabreja. Entre sus amigos, solía llevar la conversación desde los temas trillados a los motivos de amor y aventuras; y todo se volvía almíbar, hablando de pies pequeños, de tal pantorrilla hermosa, vista al subir de un coche, de una mirada, de un gesto. Las aventuras no pasaban generalmente de aquí y eran pura charla, porque su timidez le ponía grillos para pasar a cosas mayores.
Pero aun en aquellos días de vejez y decadencia, cuando salía a tomar el sol, embozado en su raída capita, iba a los lugares más concurridos de muchachas guapas. Si topaba con alguna que fuese sola, se aventuraba a seguirla con su paso vacilante, sin malicia, sólo por rutina del oficio, como solía decir; y siempre que en sitio y ocasión de apreturas, como parada militar y procesión de Corpus, se hallaba en contacto inmediato con alguna beldad, el alma se le salía a los labios, toda acaramelada y jaleosa, para decir: «¡Cómo me gusta usted, señora!... ¡Vaya una real moza!... Dichoso el mortal que tal posee».
Este libertino platónico era tío de Isidora en tercer grado, por ser primo segundo de Tomás Rufete; y además la había sacado de pila. La había visto nacer y crecer, y desde aquellos tiempos había profetizado, con la seguridad de un conocedor profundo en teneduría de destinos humanos, que la niña sería una hermosa mujer, quizás elegante y famosa dama. ¡Cuánto se alegró de volver a verla ya crecida, y cuánto compadeció sus desgracias, y con qué puro interés se ofreció a ella para servirla en todo lo que hubiese menester!
La familia Relimpio vivía pobremente, porque D. José, con ser tan maestro en números, no había sacado de ellos ninguna sustancia. Doña Laura conservaba una casa y una viña en Dolores, que le daban mil reales al año. Las niñas trabajaban para las camiserías. Tenían máquina, y cosiendo noche y día, velando mucho y quedándose sin vista, allegaban de cinco a siete reales diarios. Melchor, el varón, no había llevado hasta entonces un solo céntimo a la casa, como no fuera el caudal inmenso de ilusiones y proyectos; pero la familia fundaba en él grandes esperanzas. Melchor, recién salido del vientre de la madre Universidad, tan desnudo de saber como vestido de presunción, había de ser pronto un personaje, una notabilidad. ¿No lo eran otros? Este era un punto inconcuso, el axioma de la familia, pues no hay familia que no tenga algún axioma.
Para pagar con desahogo la casa, la familia tenía que ceder un gabinete a caballero decente, sacerdote, o señora viuda sin hijos. Durante tres años proporcionáronle este alivio distintos sujetos. Vacó dos meses el gabinete, hasta que vino Isidora, y con ella los cuatro reales diarios, y a más los ocho de la comida. Sin este refuerzo la hacienda de Relimpio se habría resentido bastante.
Pero las cosas vienen según Dios quiere, y no según nuestro gusto y conveniencia, y Dios quiso que a Isidora se le acabase el dinero, para lo cual le inspiró aquel desordenado apetito de compras, antes mencionado. Él se sabría los motivos de esto. Doña Laura, que gustaba de meterse a descifrar los designios del Ordenador de todas las cosas, decía que este le había mandado a Isidora, como una plaga de Egipto, para probar su paciencia.
En suma, la de Rufete se quedó sin un cuarto, y su tío el Canónigo mostraba la mayor pachorra del mundo para enviarle fondos. ¡Ay!, esa gente de provincias cree que una onza es un millón. ¡Un mes llevaba la pobre de grandes apuros, haciendo diligencias inútiles en pro de su hermano, que en la cárcel seguía, y privada de todo, viendo tantas cosas bonitas sin poder comprarlas! Cumplido el vencimiento del hospedaje, no sólo no pudo pagar el dinero del gabinete ni los ocho reales de la comida, sino que, por añadidura, tuvo que pedir prestada cierta cantidad a D.ª Laura. Diósela esta con el gesto menos gracioso que se puede imaginar; pero la esperanza de un nuevo envío del Canónigo, a todos consolaba. Remolón era el buen señor, y transcurrió otro mes sin que entrase por las puertas la ansiada libranza. Áspera y recelosa D.ª Laura, invitó a Isidora a trabajar con espaciosos argumentos. ¿No tenía manos? ¿No sabía coser? ¿No trabajaban como negras aquellas dos señoritas decentes, Emilia y Leonor?
Isidora era hábil en la costura y en prepararla, pero no sabía manejar la máquina. En esto era consumada maestra Emilia, la más inteligente y trabajadora de las dos hermanas. Había llegado a amar la máquina como se quiere a un animal querido; conocía los secretos de su maravilloso artificio, y había hecho de este un esclavo sumiso. Semanalmente la engrasaba con cariño, la recorría con interés fraternal, para ver si alguna parte o miembro de ella necesitaba reparación, y todos los días cosía en ella con presteza increíble. Cuando llegaba la hora del reposo la cubría y la abrigaba bien para que no le cayese polvo. Entre las dos costureras, una de hierro y otra de carne, hacían los pespuntes más preciosos, largos o menudos, según fuera menester. Además de esto, Emilia, a quien inspiraba sin duda el espíritu venturoso de Elías Howe, dominaba los mecanismos auxiliares para hacer dobladillos, enjaretar, marcar y coser bastillas.
Don José conocía regularmente la máquina (que era la Canadiense de Raymond) y sabía prepararla; pero aunque sus hijas y su mujer le apremiaban a todas horas para que cosiese y las ayudase, él no se daba a partido, bien porque le parecía impropio de varón aquel trabajo, bien porque creyera (y esto es lo más probable) que una cuenta bien llevada aprovechaba a la familia más que todas las costuras del mundo. A él que no le sacaran de apuntar números, de leer La Correspondencia, hacer cigarrillos y charlar. Todo lo demás era ocupación denigrante. Una noche de verano, sin embargo, en que estaba toda la familia reunida en el comedor, como de costumbre, D. José empezó a mover la máquina.
«Papá—le dijo Emilia—, ya que no nos ayuda usted, al menos enseñe a coser a Isidora».
Don José quería tanto a su ahijada y gustaba tanto de verse próximo a ella, que aceptó gozoso. Las primeras explicaciones tuvieron poco éxito. Isidora no podía comprender aquel endiablado mete y saca de hilo superior, que por tantos agujerillos tiene que pasar hasta que lo coge en su horadado pico la aguja, y empieza, debajo de la placa, la rápida esgrima con el hilo interior. Se atacan con encarnizamiento, se cruzan, se enlazan, se anudan y se retiran tiesos, para volver a embestirse después que pasa una vigésima parte de segundo.
¡Lástima que Isidora no tuviera su espíritu aquella noche en disposición de atender a las sabias enseñanzas de su padrino! Estaba aburridísima. Habían pasado tres meses sin que su situación variara sensiblemente. El Canónigo la había mandado fondos; mas eran tan escasos que, cubiertas algunas atenciones perentorias, volvieron las escaseces y apuros. Mariano continuaba en la cárcel, y la causa seguía adelante. El interés que el público y la prensa habían mostrado por aquel grave suceso, quitaba toda esperanza de arreglarlo satisfactoriamente. A estos motivos de pena añadía la de Rufete el ningún adelanto que en tantos días había tenido el principal y más interesante negocio de su vida, con más otras cuitas, sobre las cuales, por tenerlas ella como en delicado secreto, no nos atrevemos a aventurar palabra alguna. Tan distraída estaba, de tal modo se le escapaba el pensamiento para entregarse a su viciosa maña de reproducir escenas y hechos pasados, presentes y futuros, el habla y figura de distintas personas, que no atendía a la lección más que con los ojos y con un mutismo respetuoso que Relimpio tomaba por la mejor forma de atención posible.
Empezaba el verano. El comedor, expuesto al Poniente, estaba caldeado como un horno. Emilia y Leonor hilvanaban junto a la mesa, ya despojada de manteles, a ratos silenciosas, a ratos charlando por lo bajo sobre cosas que las hacían reír. Doña Laura había abierto la ventana que daba a un denegrido patio, por donde subía el vaho infecto de una cuadra de caballos de lujo instalada en el fondo de él; y acomodándose en un sólido sillón que, como señora gruesa, tenía para su exclusivo uso, se quedó dormida. En la misma mesa y en el lado opuesto al ocupado por las dos hermanas, tenía Relimpio máquina y discípula, y sobre aquel círculo amoroso de confianza y trabajo derramaba una colgada lámpara su media luz, tan pobre y triste, que los que de ella se servían no cesaban de recriminarla, achacando su falta de claridad a la escasez de petróleo, a la falta de mecha, o bien a lo mal que la preparara la moza. Todo era darle a la llave para subir la mecha, con lo cual se ahumaba el tubo, o para bajarla, con lo que se quedaban todos de un mismo color. Pero sin acobardarse por la pestilencia del petróleo ni por la penumbra de su avara luz, seguían trabajando aquellas pobres chicas, sometidas a la ley de la necesidad, que obliga a comprar el pan de hoy con los ojos de mañana.
«Ahora voy a enseñarte a llenar una canilla—decía D. José—. ¿Ves este carretillo de acero que saco de la lanzadera? Pues hay que llenarlo de hilo, para lo cual se pone aquí, y con el mismo volante de la máquina se le hace dar vueltas y...».
Isidora fijaba los ojos en la operación; pero ¡cuán lejos andaba su pensamiento!
«¡Qué triste vida!—decía para sí—. La deshonra que ha echado Mariano sobre mí me impide reclamar por ahora nuestros derechos... Parece que Dios me desampara... Una persona me demostró interés. ¿Por qué no viene a verme ya? ¿Qué ha pasado? ¿Qué piensa de mí?...».
«Ahora, ya que tenemos la canilla bien repleta de hilo la metemos en la lanzadera. Ajajá. Fíjate bien en la maña con que hay que ponerla. Pif, ya está. Ahora viene lo más delicado. De esto depende el coser bien o el coser mal. Atiende, hija; pon aquí tus cinco sentidos. Hay que pasar la punta del hilo por estos agujeritos, ¿ves?
—Será preciso que yo le escriba. ¿No me recomendó mi tío a él y a su padre?... Pues le escribiré. Así no puedo vivir. ¡Qué triste es el verano en esta tierra! Toda la gente elegante se va, y yo me quedo sola, sin amigos, sin amparo...
—Cojo la punta del hilo, sacándola por la izquierda de la canilla, la meto con mucho cuidado por el primer agujero, pif, ya está. Mira... Ahora mi señor hilo tiene que meterse por el segundo agujero, pif. Muy bien, y después allá va por el tercero. En seguida..., que no se te olvide esta particularidad..., el hilo pasa por debajo de la uncella, y ya está. Ahora pongo mi canillita en su puesto, enganchó el hilo de abajo con el de arriba, para lo cual hasta dar una vuelta, y... adelante con los faroles. Niñas, tela.
—Hace cerca de veinte días que no viene a verme. ¿Se habrá ido a veranear sin despedirse de mí?... ¿Creerá que soy una impostora?... Esta idea me mata.
—Ahora, bajo mi pisatela, acorto el punto, dándole una vuelta al tornillo..., atiende bien..., y después de aflojar un poco el hilo superior, empiezo. Anda, maquinita, que a casa vas...
—¡Qué idea me ocurre! Iré a su casa... No, eso no debe ser... Le escribiré con cualquier pretexto... Quizás no sea preciso... El corazón me dice que vendrá mañana... ¡Oh! Dios de mi vida, si viniera...».