I
La noticia de este hecho, llevada por el viento de la novelería, penetró en los últimos y más apartados rincones de Madrid, en los palacios y en las covachas, y cuando ya todo el vecindario lo sabía, se enteraron del caso las monjas de los conventos, los enfermos de los hospitales y los presos de la cárcel. Las presas fueron las últimas en saber la ocurrencia. Lo que agradecerían las cien lenguas del Modelo aquel pasto riquísimo no es para dicho. Comentáronlo de infinitos modos. Una gitana aseguró que ella lo había soñado la noche anterior y otra hacía gala de un entusiasmo monárquico tan estrepitoso, que hubieron de encerrarla para que entrase en vías razonables. La piedad aconsejaba no se revelase a Isidora un suceso que debía de impresionarla terriblemente; pero a sus amigas les faltó tiempo para decírselo. Ella no lo quería creer; decía que era imposible, que ciertas cosas no pueden pasar nunca. Poco a poco se fue convenciendo, y últimamente razonaba el caso de este modo:
«Sí, basta que sea disparatado y horrendo para que sea cierto. Dios se vuelve contra mí, Dios me deja de su mano».
Y diciéndolo, le entró una pena y una desesperación tal, que si no enderezara su espíritu en el mismo instante por la vía religiosa, habría estado en peligro de perder la razón. Pidió a la celadora con vivas instancias la llave del coro, y se fue a él sola, decidida a hacer un acto espiritual que diese salida y respiro al dolor condensado en su seno. En el coro hizo tentativas de rezo, puesta de rodillas y mirando al altar. La cavidad sosegada, ancha y blanquecina del templo ofreció a la tensión de su espíritu un alivio dulce y lento; pero cuando más recogida estaba, se le desvaneció la cabeza, inclinose de un lado, y no teniendo tiempo para asirse a la reja, cayó al suelo sin sentido.
Cuando la llevaron a su cuarto, el volver en sí fue la vuelta de la desesperación y de los gritos; pero ya no se acordaba de la religión, sino de la libertad, y decía:
«Que me saquen de aquí. Señor Nones, yo firmaré lo que usted quiera con tal que me saquen de esta basura. Quiero aire, calle, mi baño, mi casa, vestirme como debo, y ser honrada y feliz».
Después, sin poder apartar de su mente el crimen de su hermano, increpaba a este con las frases más duras. Algo había en lo íntimo de su ser que representaba como una tímida aprobación del intento de Mariano, si no de la forma en que fuera realizado. Pero no, el crimen y la barbarie no hallarían jamás en su espíritu benevolencia ni simpatía. Su hermano era un bandido incorregible; ella era una mártir angelical. Lo que principalmente anhelaba ya era libertad, libertad aun sin nobleza, porque el papel de María Antonieta en la Conserjería, con ser muy poético, empezaba a serle odioso. El mal olor de su inmundo asilo, la falta de comodidades, el detestable comer y peor vestir, eran contrarios a su naturaleza aristocrática, y la misma corona del martirio, con todo su nobleza y su resplandor de gloria, le destrozaba las sienes tan horriblemente, que prefería, sí, prefería mil veces un sombrero de última moda. Pero, ¿y sus derechos? Ya dudaba de ellos; ya casi no creía en ellos. ¡Ay de aquel dogma que es contaminado de la duda! En seguida se daña y muere, y para en ser ludibrio de quien antes lo adoraba. Y aun suponiendo que su dogma fuera verdadero, ¿qué podía obtener de su insistencia? Nada, porque las leyes todas se habían conjurado contra ella, y la condenarían y la encerrarían en un presidio. Libertad, pues, y adiós para siempre la ilusión de toda su vida, el sostén y fundamento de su ser moral; adiós nobleza, marquesado, fortuna...
Mas ¿por qué afligirse tanto, si en sí misma hallaba Isidora indecibles consuelos? Libre y ya sin pretensiones, procuraría ser siempre muy señora. ¿Acaso el verdadero señorío no puede existir sin títulos y grandes riquezas? Sí, sí; sería muy señora, muy honrada, muy decente, arreglaría sus cosas, trabajaría (¡otra vez!), pondría el mayor orden en todos los actos de su vida, educaría admirablemente a su hijo, se casaría con un hombre modesto y juicioso... Al pensar esto, un sabor ideal de ipecacuana le hizo contraer los labios. «Adelante, adelante—dijo—; cerrar los ojos y adentro con la medicina, como dice Augusto. Es forzoso amoldarse a las circunstancias, y templar el alma en las adversidades. La mía no se dejará vencer de la desesperación. Plan magnífico: mujer de bien, mujer ordenada, mujer trabajadora, mujer exclusivamente práctica, eso es, práctica». ¡Oh, qué tarde!
Pensando en esto, que tanto le ayudaba a combatir su desaliento, vio entrar a D. José, el cual venía muy erguido, con los ojos animadísimos, la sonrisa en los labios, y en su rostro una expresión particular y desusada que alarmó a Isidora. Sentándose en el único sillón que en la celda había, el anciano la contempló con éxtasis. ¿Qué había en él? ¿Estupidez o desvarío? Isidora le observó con tanta lástima como sorpresa, diciendo: «¡Padrino...!».
Relimpio la miró como se mira una visión celeste, y poniendo los ojos en blanco, todo suspenso y como transportado a una esfera ideal por el delirio de la inspiración poética, murmuró con arrullo estas palabras:
«¡Hurí, hurí..., nadie osará ya mancillar tu blancura! Los dragones todos fueron vencidos por el fuerte brazo de tu caballero, a quien perteneces y que te pertenece».
Inmediatamente le entró como un acceso congestivo, inclinó la cabeza, cerró los ojos y empezó a roncar desaforadamente. Asustadísima, Isidora le mojó la cabeza, le llamó a voces, a gritos: «¡Padrino, padrino!».
Anunciado por un suspiro, reapareció en la persona de D. José el conocimiento de sí mismo. Abrió el viejo los ojos, suspiró más, y al ver a Isidora y hacerse cargo de su situación, se avergonzó un poco.
«Ya me ha pasado—dijo frotándose la frente con la palma de la mano—. ¿Ha sido breve?... ¿He dicho muchos disparates?... No me riñas, no me riñas.
—¿Pero qué es eso?
—Nada, nada. Ahora me dan... estos mareos... Todos tenemos nuestras debilidades, hija... ¡Miseria humana! He contraído un pequeño vicio; pero no ha sido por relajación, no; ha sido por tristeza, por la fuerza de mis desgracias sin número. Creo que me comprenderás».
Isidora, en efecto, no comprendía nada.
«Soy muy desgraciado; padezco los mayores tormentos..., tormentos morales, del corazón—dijo Relimpio con la voz más débil y balbuciente que se puede oír—. Cierto día unos amigos me hicieron tomar Champagne. ¿Qué creerás? Hubo en mí una revolución, me entró el mareo, y con el mareo pasé a ser otro ser distinto, quiero decirte que fui otro hombre, fui un caballero, un joven, un héroe, qué sé yo... ¿No es cosa buena ser algo por espacio de diez minutos? Luego he repetido la toma y los efectos han sido los mismos. Concluye todo por un sopor tan breve como profundo, y en seguida vuelvo a mi ser natural, ¡ay!, a la miseria humano, a la realidad asquerosa, a la vejez caduca...
—¡Don José! ¡Don José de mi alma!
—No me riñas; te digo que no me riñas. ¡Ser algo durante diez minutos! Los que no somos nada, caemos en estos peligros. Pues te confesaré todo con tal que no me riñas. Me he comprado una botella de eso que llaman fine Champagne, y cuando veo que me entra la gran tristeza, cuando siento que se me desgarra el corazón y se me retuerce toda el alma, me tomo mi copita...
—¡Padrino!
—Somos frágiles... A mi edad... No te enfades. Cuando estoy con el mareo, te veo, te defiendo, te pongo en las nubes, hago por ti las cosas más bellas, arriesgadas y sublimes...
—¡Por María Santísima!—exclamó ella poniéndole la mano en la boca.
—En fin, ya esta vez me ha pasado... Vine por la calle con el mareo. Al entrar, creí que entraba en un encantado y hermosísimo palacio; las presas me parecieron unas ninfas muy aéreas, unas como animadas flores, hijas del viento, ¿qué tal? La escalera, una escalera de plata y la celadora, un ángel...
—¡Jesús, basta, basta!...
—Basta, sí; ya pasó, ya pasó. Hablaré ahora de lo que quieras.
—Es que yo no me fío de esa cabeza... Sin embargo, óigame usted, padrino. Estoy inclinada a renunciar a mis derechos para librarme de la persecución de los malos. ¡Qué infames picardías! ¿Debo o no debo hacerlo? Respecto a mis derechos, ¿los tengo yo? ¿Son un delirio o una verdad? Usted que conoció a mis padres, que debió de estar al corriente de lo que pasaba en su casa, dígame al fin de una vez y con completa sinceridad lo que piensa; pero la verdad, la verdad.
—Hija, querida hija mía—repuso el viejo con una torpeza de palabra y de pensamiento que anunciaban un lamentable estado cerebral—. ¿Sabes lo que me pasa?...
—¿Qué?
—Que he perdido completamente la memoria. No me acuerdo de ninguna cosa anterior a la época en que viniste a vivir a mi casa de la calle de Hernán Cortés. Ayer estuve todo el día preocupado con una idea, y es que yo fui un lince en Partida doble.
—Sí, sí.
—¿Pues creerás que trataba de recordar algo de esta ciencia sublime, madre de todas las demás ciencias, y no podía?...
—¡Pobre padrino, pobre padrino!... ¿Se ha enterado usted de la acción de Mariano?
—Sí, hija. ¡Qué deshonra!
—¡Qué deshonra!... Dios se ha vuelto contra mí, me ha dejado de su mano. Pero yo me haré mujer formal, mujer ordenada, mujer trabajadora, me casaré...
—¡Casarte!—exclamó el viejo con espanto.
—Casarme con cualquier hombre honrado... Juan Bou me ofreció su mano, y aunque me gusta poco, es un hombre de mérito...
—¿Casarte...? con el monstruo, con el dragón...».
Y obedeciendo a una fuerza superior que nacía no se sabe en qué parte de su turbado ser, el tembloroso anciano marchó hacia la puerta. ¿Iba en busca de la milagrosa copita?... De pronto se detuvo, diose una manotada en la frente, se echó a reír, y mirando a Isidora con gozo, dijo:
«¡Maldita memoria mía! Ya no me acordaba...
—¿De qué?
—Tranquilízate, José. Juan Bou ha pedido ayer la mano de la hija de un herrero muy rico de la calle de las Navas de Tolosa; él mismo me lo ha dicho».
Isidora meditó.