II
Una mañana de diciembre de 1875, estaba Isidora triste y sin sosiego. Sus idas y venidas dentro de la casa, sin motivo aparente de tal actividad, indicaban que algo muy grave ocurría. Se sentaba, leía una carta, lloraba un poco, guardaba luego la carta, arrugándola en el bolsillo de la bata; iba en seguida al comedor, regresaba al gabinete, repetía la lectura, la lágrima y el estrujamiento del dichoso papel... ¿Qué es eso, señora? ¿Qué pasa?
Desde el gabinete se veía toda la cavidad de la alcoba, donde la gran cama dorada se alzaba como un catafalco, elevando hasta muy cerca del techo su armadura de cobre, sin cortinas. La alcoba se comunicaba con otro cuarto, del cual venían dos voces distintas, pero acordadas en un tono de candorosa alegría. Era la una dulce, angelical y ternísima. Era la otra cascada y a veces chillona. ¡Vaya con la pareja! Riquín y D. José de Relimpio jugaban arrastrándose por el suelo. Caballo y jinete se besaban, locos de regocijo, en la confusión de las caídas leves.
Abriose de pronto la puerta de la sala, y entró... nada menos que la Sanguijuelera.
«Gracias a Dios que viene usted, tía—le dijo Isidora reconviniéndola—. Siéntese usted; tenemos que hablar detenidamente.
—¡Hablar detenidamente!—exclamó la vieja puesta en jarras—. No digas más; ya entiendo tus detenidamentes. Ya sé que es para pedir dinero. Sí, en cuanto llegó a casa tu D. José y vi su cara de carnero a medio morir, dije: «Ojo al Cristo...». Pues mira, hija, toca a otra puerta».
Isidora, harto afligida, no pudo seguir a su tía por el camino de las bromas. Con la concisión de los grandes apuros, dijo que era cuestión de vida o muerte para ella reunir en aquella mañana cierta suma, y que contaba con la generosidad de su tía, a quien otras veces había pedido caudales, reembolsándoselos con buenos intereses.
«Cierto que te he consolado; cierto que me has pagado; pero no lo hay. Ya sabes que aquí murió el fiar... Pues sí; que están unos tiempos divinos... Pero di, quimerilla, ese hombre, ese hombre, ¿en qué piensa que no te da...?
—Lea usted—replicó Isidora alargando la carta con un gesto y tono que se usan mucho en los dramas.
—¡Oh!, no; ya sabes que me estorba lo negro.
—Pues dice... En fin, hemos reñido. Él está mal. Probablemente tendrá que irse con un empleo a La Habana... ¿Qué le parece a usted eso?
—Sopas en queso. ¿A mí qué más me da que se vaya a La Habana o a Sierra—Ullones, o al Infierno?
—En fin, hemos reñido. Todo se acabó. No hablemos más de eso. Hoy tengo un gran compromiso.
—¡Anda, anda, frutilla temprana!... ¡En la que te has metido!—dijo Encarnación encendida de ira—. ¿Y qué vas a hacer ahora? Ya no tienes salvación, ya estás perdida. Bien me lo temí y bien te lo dije cuando te vi en estos andares. Yo tengo mucho mundo—añadió señalando del modo más insinuante su ojo derecho—; aquí dentro hay mucho quinqué. Pues, claro, a esto habías de venir a parar. Ahora empiezas, ahora. ¡Y quieres que te dé dinero!... Anda, anda, castaña pilonga, que otra cosa podrá faltarte ahora; pero dinero... No, no cuentes con tu tía; no te acuerdes más de esta perla vieja de la honradez».
Las groserías de su tía Encarnación enfadaban atrozmente a Isidora. Queriendo concluir pronto, expuso en términos tan concretos como pavorosos su situación, y luego hizo una protesta enérgica de sus ideas morales. Ella quería y se proponía ser honrada. Las reticencias de su tía la herían en lo más vivo del alma.
«No vengas con andróminas—replicó la cacharrera—. Tú podrás tener buenas ideas; pero has dado el pasito, y ya no puedes volver atrás. ¡El pasito, hija! ¡Repuñales! De todo tiene la culpa ese hombre, ese hombre... Es un lameplatos. Siento que no esté aquí para despotricarme con él y decirle las del barquero... Total, chica, que yo no tengo un real partido por medio.
—No, no creo que usted me vea en tales agonías y no me favorezca.
—¿Yo?... ¿Y de dónde lo voy a sacar?
—Del arca.
—No estás tú mal arca de Noé.
—¡Tía!
—¡Si debes más que el Gobierno; si te has metido en unos belenes...! Suponte tú, y es mucho suponer, que yo, echando por zancas y barrancas, arañando aquí y allá, reúna mil reales...
—Mil reales es muy poco.
—¿Pues qué?... ¿Creías que te iba a dar un ojo de buey?—gritó la vieja riendo a todo reír—. ¡Mira ésta!...
—Yo quería lo menos dos mil—dijo Isidora con terror.
—¡Jo... sús! ¡Los dos mil los tienes tú en el canto de la memoria! Yo los quisiera para mí. En fin, y mismamente..., si me prometes devolvérmelos pronto, podré buscarte mil... ¡Ay! arrastrada, ¿en qué gastas tú el dinero? Si hubieras hecho lo que yo te aconsejé... Yo te decía: «Guarda, aprovéchate; sácale a ese hombre el redaño y ve poniendo en el Monte para el día de mañana...». Pero tú, grandísima pandorga, con gastar y gastar... Aquí parece que siempre está la gata de parto, según se gasta y derrocha.
—¡Tía, dos mil!
—Dos mil puñales...
—Ande usted...
—No, no te caerá esa breva.
—No la dejaré a usted en paz hasta que me los dé...
—Trabajo tienes... Ganas de trasquilar la marrana.
—Pues vengan los mil; pero pronto, al momento».
Instantáneamente formó Isidora un plan distinto del que había hecho contando con los dos mil.
«Te los traeré para las doce. ¡Ay! ¿En qué parará esto?...
—Antes de las doce, si puede ser. Váyase usted pronto para que vuelva pronto... Coja usted un coche.
—Venga la peseta.
—Tome usted la peseta.
—Otra para el papel del recibo..., porque no te pienses que te los voy a dar sin recibo.
—¿Otra peseta?... Ahí va. Váyase usted pronto. ¡Ay!, ¡qué día está!—dijo Isidora mirando con tristeza al balcón, cuyos cristales, azotados por la lluvia, sonaban con estrépito de perdigonada.
—¡Si fueran monedas de cinco duros...! Voy a dar un beso a Riquín.
—Después, después.
—¡Jo... sús! ¡Qué prisa!... Agur, agur».
Luego que la anciana estuvo fuera, Isidora sacó de la cómoda un cofrecillo y del cofrecillo un libro. Era una novela entre cuyas hojas había varios papeles o cédulas guardadas con cierto orden y clasificación. No debían de ser ciertamente billetes de Banco, porque Isidora, al volver de cada hoja, daba un suspiro y ponía cara de mal humor. Después de pasar revista a su tesoro negativo, gritó: «D. José», y como D. José, a causa del ruido que él mismo hacía, jugando con Joaquín, no pudiera oír la voz de su ahijada, esta tuvo que levantarse a llamarle por la puerta de la alcoba.
«¡Venga usted acá, por Dios!...
—¡Hija, no te había oído!».
Veríais entonces aparecer al gran D. José, fatigado de tanto andar a cuatro pies, ligeramente encendido el rostro; pero hecho todo miel, y tan risueño y bondadoso como antaño. Traía en brazos a Riquín, que era muy lindo, gracioso y dicharachero. Su deformidad incipiente no era tal que le privara de los encantos de la niñez, antes bien daba risa verle erguir su cabezota con cierto aire de valentía, como un hijo de Atlante predestinado a superar a su padre en la facultad de cargar grandes pesos.
«Deje usted al niño... Riquín, hijito; vas a irte un rato con Ramona... ¡Ramona!».
El sucesor de los Rufetes (o Aransis, que ello está por saber) declaró con un gesto de fastidio y preludio de llanto el agravio que a su dignidad se hacía pasando de los brazos de D. José a los de la niñera. Pero no le valieron sus artimañas. Cargó con él la moza, y D. José y su ahijada se quedaron solos en presencia de las papeletas.
«Es preciso echar un esfuerzo, echar mano de todo.
—¡Cuánta papeleta!»—exclamó el santo varón cruzando sus manos con ademán piadoso.
Isidora las pasaba, las leía, las iba contando. ¡Ay! Cuando se entregaba a la Aritmética, su cara se volvía lúgubre y desconcertada, cual si estuviera sometida a la acción de fenómenos morbosos. La Aritmética tenía para ella algo de enfermedad cimótica, y así, desde que absorbía con su atención aquellos miasmas deletéreos llamados números, se ponía pálida y se le alteraba el pulso. ¡Y pensar que no puede haber dinero sin que haya cifras! Los hombres lo empequeñecen todo. Desdichadas las almas que siendo hermanas de lo infinito, tienen que entroncarse a la fuerza con estas miserias del planeta llamadas cantidad, relación, gravedad. Verdaderamente, ¿qué cosa más contraria a lo infinito y a lo ideal que aquellos nefandos papeles?
«Esta es del Monte—murmuró Isidora con el corazón oprimido—. Esta... ¿a ver?.... es la de mi calabrote.
—El calabrote está en la calle del Clavel—manifestó Relimpio con el aplomo de un agente de Bolsa, que tiene en la memoria las colocaciones de fondos realizadas en todo el año.
—Es verdad... ¿Y el brillante?
—También, hija. ¿No te acuerdas? Lo llevé el mes pasado. Del Monte ha de haber cinco papeletas.
—Justo, cinco... Hay además ocho...
—Tu reloj... Si no recuerdo mal, está en treinta duros. ¿Pero qué te pasa hoy? ¿Vas a sacar todo?
—¿A sacar?—repitió Isidora, herida por aquella ironía como por un porrazo.
—¿Qué cálculos haces?».
Isidora se auxiliaba de sus dedos para calcular. La tersura y fineza de aquellas extremidades de sus manos indicaban no estar ocupadas ya más que en trabajos matemáticos.
«Ya comprendo, hija—dijo él entre dos suspiros.
—¿Cuánto darán por esto?—preguntó ella, mostrando aquellas cédulas que por su nombre debían ser montaraces.
—Eso no puedo decirlo. Se las llevaré a Rodríguez, el de la calle de Cádiz. Es amigo mío...; buena persona. Por papeletas, ya sabes que no se corren mucho».
Isidora se llevó las manos a las orejas.
«¿Tus pendientes?... Espera, te vas a hacer daño. Yo te los destornillaré».
Y con suma delicadeza realizó la operación, gozoso de que sus dedos jugaran, siquiera por un momento, con los pulpejos de las orejitas de su ahijada.
«Ya están aquí.
—Pongámoslos en el estuche.
—Estos te los regaló cuando vino al mundo Riquín. Por estos te darán... darán...».
Se cogió entre los dedos el labio inferior, y moviendo la cabeza y hundiendo la barba en el pecho, metía los ojos debajo de las cejas.
«En fin..., yo hablaré con Rodríguez... Es amigo mío..., buena persona.
—¡Dos mil quinientos!—murmuró la joven ensimismada en sus cálculos, como un calenturiento sumergido en el doloroso caos de su estupor febril.
—Veremos... Quizás se pueda...
—Ahora—dijo Isidora con resolución alargando la mano hacia el chaleco del buen hombre—, venga el reloj...
—¿El mío?... ¿Y la cadena?
—Todo».
Algo se desconcertó el viejo al verse privado del uso de aquella prenda, no de mucha valía, que Isidora le había regalado el 19 de marzo del año anterior. Pero como la voluntad de su ahijada era ley para él, no dijo más que lo siguiente:
«Déjamelo puesto, pues yo lo he de llevar... Darán diez y ocho o veinte. Recordarás que la otra vez...
—Ahora los cubiertos de plata.
—¿Los...?
—Sí—afirmó ella levantándose con expresión triunfante—. Creo que está vencida la situación por hoy. Pero la semana que entra...
—Dios dirá.
—La semana que entra—declaró Isidora—vendo la sala.
—¡Vendes la sala!
—Sí. Pásese usted luego por casa de la prendera. Que venga a verla. Veremos lo que da».
Después echó una mirada de cariñoso desconsuelo al armario de luna.
«¿Y el armario también?
—También.
—¿Y la cama dorada?».
Isidora meditó un rato. Después dijo:
«No; me quedo con la cama».
En esto andaban cuando reapareció la Sanguijuelera. Entró sacudiéndose el mantón, calado de agua.
«¡Jo... sús, qué tiempo! Llueven capuchinos de bronce.
—Pero ¿no ha venido usted en coche?
—¿Por quién me tomas, tonta? La peseta del coche es para mí, por el mandado. Tengo más salud que el Botánico, hija, y ando más que un molino de viento... Conque toma... Cuatrocientos y cuatrocientos son ochocientos... Nueve duros en plata...
—Falta un duro.
—¡Reparona! ¿Qué más da?
—Son novecientos ochenta—declaró D. José, haciendo gala de su saber de cuentas.
—¿Quiere usted callar?... Usted, Sr. D. Pepe, no tiene que poner su carne en este garfio.
—La equidad, amiga D.ª Encarnación...
—¡Amiga, doña!... Diga usted, tío Lilaina, ¿en qué bodegón hemos comido juntos? ¿Se quiere usted meter en sus cosas y dejarme a mí?
—Falta un duro—repitió Isidora.
—Total, que no he podido reunir más. Aquí está el papel para el recibo... Pon mil doscientos reales para el mes que viene.
—Mejor será para el otro mes.
—Mira, mira, no pintes el diablo en la pared. Pon el mes que viene».
Don José empezó a extender el recibo.
«Bien clarito, señor escribano... ¡Hola, hola!, ¿está aquí tu Holofernes?... ¡Vida! ¡Gloria!».
Había entrado Riquín paso a paso, porque sus piernas eran cortas y débiles. Se le había desatado el faldellín, corriéndose por la cintura abajo. Estaba, pues, en traje talar que le arrastraba, y por los bordes de él asomaban sus patitas vacilantes. Traía empuñado en ambas manos el bastón de D. José, y caminaba derecho a la Sanguijuelera, todo risas y alegría, con la evidente intención de darle un palo. Ella se dejó pegar, le cogió luego en brazos y le dio tantos y tan sonoros besos, que el muchacho empezó a gruñir y a defenderse a cabezadas.
«Dale un palo a tu madre; anda, pégale...
—No, no, no se pega—dijo Isidora, atándole en su sitio la falda—. No le gusta más que pegar. En las piernas no tiene fuerzas; pero en los brazos...
—Riquín, hijo mío, dile: «Yo voy a ser un hombre de puños...». ¡Leña a ella!... Como te coja... Cuidado como riñen a mi cabezudito.
—El médico me ha dicho que ahora se le desarrollará bien el cuerpo—afirmó Isidora contemplándole con satisfacción de madre.
—Pues si no... ¡Y qué bonito es, qué rico, qué galán! ¡Le quiero más...! ¡Qué tonta soy! Me da rabia conmigo misma. Desde que veo un mocoso, ya se me cae la baba».
Isidora reía. Cogió a Riquín y le hartó de besos.
«¡Pobrecito mío! Todos han de tener que decir algo sobre si tiene la cabeza grande. Pues yo digo que la tiene toda llena de talento.
—¿Sabes lo que te digo?—manifestó la Sanguijuelera en tono de misterio—. Pues digo que este chico es el Anticristo. No te rías. Sí; por lo que sabe, parece que tiene cuatro años.
—No, mi niño no es un fenómeno; mi niño no es el Anticristo—dijo Isidora oprimiendo contra su garganta aquella cabeza, mayor de lo conveniente, pero muy hermosa.
—Te digo que este chico ha venido al mundo para alguna tremolina. ¿Ves esa cabeza? ¡Pues dentro debe de traer una cosa...! Hija, tu pimpollo es cosa mala.
—No diga usted disparates.
—Anticristo o lo que seas—exclamó Encarnación volviendo a tomarle en sus brazos—, me tienes boba. Te voy a comer».
Y estallaban los besos como cohetes. En pie ya para marcharse, después de tomar su recibo, la Sanguijuelera, sin soltar a Riquín, dijo a Isidora:
«¡Pero qué alma tienes! Dijiste que le ibas a comprar un pandero, y no se lo has comprado... ¡Anda, mala madre! Yo se lo compraré, yo, yo. ¿Verdad, hijo?...
—Ven acá, ven acá, que la tía se marcha.
—Oye tú..., dame una peseta.
—¿Para qué?
—Vaya que estás lela... Para el pandero».
Diole Isidora la peseta, y la Sanguijuelera se fue gruñendo.