III
Cuando Augusto se marchó, quedose Isidora meditabunda, clavados los ojos en su propia falda.
«¿Quién es ése?—le preguntó Mariano.
—Un tipo, un mequetrefe—repuso ella sin mirar a su hermano, señales claras por donde manifestaba estar aún dentro de la esfera de atracción del pensamiento que la dominaba.
—Dame más turrón, marquesa—exclamó el muchacho.
—¿Por qué me llamas así?—preguntó Isidora bruscamente, despertando de su mental sueño.
—¿Es apodo? ¡Puño!... ¿Y por qué te pone motes ese gatera?
—Mariano, cuidado cómo se habla.
—¡Se burla de ti!—gritó Pecado con aquel arrebato de infantil fanfarronería que en él parecía cólera de hombre.
—Yo te juro que no se burlará más»—dijo ella con los ojos húmedos de lágrimas.
Mariano la miró, diciendo:
«Tonta, no ha sido para tanto... Las mujeres lloran por cualquier cosa. Que venga a mí con bromas; verá cómo le saco las entrañas...
—Mariano, loco, bruto y salvaje—gritó ella, despertando otra vez en su letargo de pena y despecho—. Si te oigo hablar así otra vez...
—No dije nada, nada... Dame turrón».
La algazara de la sala crecía, y por las palabras sueltas, los plácemes y exclamaciones que de ella hasta el cuarto de los Rufetes llegaban, así como por los olores culinarios que invadían toda la casa, se podía saber a qué altura andaba el festín. Se sintió sucesivamente la aparición del besugo, la del pavo, aclamado con palmoteo y vivas. Don José lo recibió cantando la Marcha real. Después se oyeron las ruidosas cuestiones a que dio motivo el gran acto de trincharlo. Las risas sucedían a las risas, y los comentarios a los comentarios. Al mismo tiempo se conocían los efectos del Valdepeñas y del Cariñena en la torpe lengua del ortopédico, que desgranaba las palabras, y en el entusiasmo anacreóntico de D. José Relimpio, que no decía cosa alguna derecha y con sentido.
La criada entró en el cuarto de Isidora, trayendo un plato con varias lonjas de pechuga y un poco de relleno. Encendiéronsele a Mariano con luces mil los ojos, y no parecía sino que cada destello de su mirar era un largo tenedor; pero Isidora, en quien el orgullo no daba lugar al agradecimiento ni al perdón, vio con repugnancia aquel tardío obsequio. Aunque comprendió que este había nacido en el bondadoso corazón de Emilia, siempre veía en él como un mensaje de lástima. Rechazó la fineza diciendo:
«Que muchas gracias y que no queremos nada.
—Chica, chica, tú eres tonta—gruñó Mariano con su rudeza propia, exacerbada hasta el salvajismo.
—Si no te callas, te pego.
—Yo quiero cenar—afirmó él con brutal terquedad, echando a un lado la cabeza y dando un golpe con ella sobre la mesa.
—Eso es, rómpete la cabeza.
—Mala hermana, ¡no das de cenar a tu hermanito! Mira tú, mejor estaba en la cárcel...
—Como vuelvas a nombrar...
—¡Nombro!... ¡Puño!
—Como vuelvas a decir...
—¡Puño!—repitió el bergante alzando la mano.
—¡Alzas la mano!..., ¡a mí!..., a tu hermana.
—Yo me quiero ir con mi tía.
—Si vuelves a nombrar...
—¡Mala hermana..., marquesa!...».
Pecado hizo burla de su hermana con tanto descaro, que esta hubo de ponerle a raya con dos bofetadas muy bien dadas que, o mucho nos engañamos, se oyeron desde la sala. No era ella mujer que se dejaba embromar de un mocoso, aunque este tuviera los buenos puños y los medianos antecedentes del señorito Rufete. Dominado este por la actitud de su hermana y por el cariño que le tenía, se contuvo. Echado de bruces sobre la mesa, la barba apoyada en el arco que con sus brazos hacía, a Isidora contemplaba en silencio con la seriedad y atención hosca de uno de esos perrazos que muerden a todo el mundo menos a su amo.
El bullicio de la sala llegaba ya al delirio. Don José hacía el amor a su mujer echándole ternísimos requiebros entre los aplausos de los divertidos comensales. Doña Laura llamaba a su marido Sardanápalo. El ortopédico había empezado a cantar villancicos, acompañándose de golpes dados sobre la mesa con el mango del cuchillo. Sólo Emilia y Leonor conservaban su amable serenidad, la una obsequiando a Miquis, la otra a Sánchez Berande. El joven poeta, Miquis y el hijo del ortopédico alborotaban también, el primero con sus discursos, el segundo con sus cantorrios de tangos y malagueñas. Después se hizo una grande y solemne pausa, porque Berande, a ruegos de todos, iba a recitar versos. Creíase destinado a la inmortalidad; tenía un buen tomo preparado para darlo a la estampa, en el cual, como en muestrario de bazar, había de todo: elegías, odas, pequeños poemas, poemas grandes, epigramas, doloras, suspirillos germánicos, sáficos y octavas reales. La sala parecía tribuna del Congreso, que se hundía con los aplausos al terminar Berande su recitación.
«Versos—dijo Mariano, alzando su cabeza y poniendo atención.
—¿Te gustan los versos?—preguntole Isidora, gozosa de sorprender a su hermano un síntoma de decencia.
—Sí—replicó el muchacho—; me sé de memoria los de Francisquillo el Sastre, que empiezan:
Salga el acero a brillar,
pues soy hijo del acero...
—Calla, bruto; esas son barbaridades.
—También sé los del Valeroso Portela, que dicen:
Escuchen, señores míos,
les diré de Juan Portela,
el ladrón más afamado
de la gran Sierra Morena.
—Calla, hijo, calla por Dios. Me estás envenenando con tus horribles coplas. Ningún joven guapo y decente aprende tales cosas. Esto está bien para el pueblo, para el populacho. ¿Sabes tú lo que es el populacho?
—Mi tía la Sanguijuelera—contestó el chico con tan graciosa naturalidad, que Isidora no pudo contener la risa.
—Ya aprenderás mil cosas que no sabes. Y dime ahora, ¿qué aspiración tienes tú?... ¿Qué quieres ser?...
—Yo no quiero ser nada—repuso él con apatía.
—Es preciso que estudies y que trabajes. No volverás a la fábrica de sogas. Irás a un colegio. ¿Qué carrera quieres seguir?».
Mariano meditó un instante. Después dijo con resolución:
«La de tener mucho dinero.
—¿Y para qué quieres tú el dinero?
—Toma..., mia ésta... Pues para ser rico.
—Pero es preciso que seas algo.
—Rico...
—¿Y en qué gastarías el dinero?
—En comer lomo, granadas, turrón y en beber buen vino. Tendré un caballo y me vestiré todo de seda.
—¿No te gustaría militar y llegar a general?
—Sí, sí—afirmó Pecado, despidiendo de sus ojos brillo de animación y alegría—. Para ir mandando la tropa y arreando palos..., así..., ¡toma!
—No, no, no se pega. No creas que los generales pegan... Hay carreras preciosas, como Estado Mayor, Ingenieros, Artillería.
—¡Artillero, artillero!—gritó Pecado, dando golpes en la mesa—. Ya me verás, cañonazo va, cañonazo viene... ¡Bum, bum!
—Dispararías cuando fuera menester...
—No, no, siempre... Al que me hiciera algo, ¡zas!...».
A esto llegaban cuando volvió la criada trayendo un plato con varios pedazos de turrón, de parte de la señorita Emilia y del señorito Miquis. No considerándose aún desagraviada Isidora con estos regalitos, negose a admitirlos; pero Mariano se abalanzó al plato más pronto que la vista, y arrebatando el turrón, empezó a engullir con tanta prisa, que no pudo su hermana evitarlo.
«¡Malcriado..., glotón!—le dijo cuando otra vez se quedaron solos—. ¿No has comido ya bastante?».
Mariano negó con la cabeza, por no poder hacerlo con la boca.
«Te pondré interno en un colegio».
Mariano hizo con los dedos una señal que quería decir: «Me escaparé».
«No te escaparás. ¿Piensas que vas a lidiar con bobos? Hay un maestro muy rígido.
—De la bofetada que le pego—dijo Mariano pudiendo ya articular algunas palabras—, va volando al tejado.
—¡Fanfarrón!...».
En la sala, la cena parecía tocar a su fin. Todas las clases de turrón habían sido probadas, así como las granadas y las ruedas de naranjas espolvoreadas de azúcar. Relimpio, con la última copa de cariñena, dio con su cuerpo en tierra. «¡A la Misa del Gallo, vamos a la Misa!», gritaba con torpe lengua el insigne galán rodando debajo de la mesa. Muertos de risa los demás, le cogieron por los cuatro remos para llevarle a la cama, y él iba cantando el Kirie eleisón con voz de sochantre, y los demás riendo y vociferando, de lo que resultaba el más grotesco cuadro y música que se pudiera imaginar.
«¡Cuánta grosería! ¡Qué gente tan ordinaria!»—exclamó Isidora.
Poco después llegó Emilia al cuarto de esta, y diole excusas por la soledad en que se había quedado en noche de tanta alegría. Mas, no dando su brazo a torcer Isidora, replicó que había estado perfectamente en su cuarto. Trajeron un catre de tijera para que se acostase Mariano, y cuando Isidora le mandó que se recogiera, por ser ya más de medianoche, el maldito muchacho se le plantó delante y le dijo con sus bruscos modos:
«Dame dinero.
—¿Y para qué quieres tú dinero, tunante? Acuéstate.
—Me acostaré; pero yo quiero dinero. Si no me das dinero, no te quiero...
—¿Para qué lo necesitas?
—Para ir mañana a los toros.
—Si ahora no hay toros, mentecato.
—Pero hay novillos y mojiganga.
—¿Y cómo sabes eso?
—Por los chicos... Si no me das dinero, no te quiero.
—Mañana te daré unos cuartitos...
—¿Cuartitos? Tú eres rica—dijo pasando la vista con malicioso examen por los diversos objetos que Isidora poseía—. Tú tienes dinero, porque has comprado estas cosas ricas, y yo no tengo nada, nada; soy un pobre».
Al decir esto se desnudaba para acostarse.
«Yo también soy pobre—afirmó Isidora—; pero con el tiempo, tal vez dentro de poco, tú y yo estaremos bien y tendremos todo lo necesario y aún más.
—La señorita gasta y come bien, y tiene a su hermanito muerto de hambre—gruñó él, acostado ya.
—No seas tonto. Cállate y duerme.
—Si mañana no me das dinero, salgo a la calle y pido limosna. Ya sé yo cómo se pide. Me lo ha enseñado un chico.
—¿Qué estás diciendo, cafre?
—Que pediré limosna. Verás.
—No me sofoques... A un colegio, a un colegio.
—Ya me estoy durmiendo... Hasta mañana.
—¿No rezas, herejote?».
Mariano murmuró algo que no era fácil descifrar, y se durmió sosegadamente. Todavía quedaba en él algo de niño. Su hermana le contempló un instante movida de un sentimiento extraño en que se combinaban el cariño y el terror. Iba a darle un beso; pero cuando ya casi le tocaba con sus labios, se apartó diciendo: «Temo que se despierte y me pida lo que no puedo darle».