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El Copo de Nieve: VIII. El secreto de Policarpa

El Copo de Nieve
VIII. El secreto de Policarpa
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. El Copo de Nieve
  4. I. Lo que pueden decir a una joven los ecos de una flauta
  5. II. De cómo la imaginación sabe prestar distintas formas a todos los objetos
  6. III. Cuadros de sombra
  7. IV. Lo que puede pesar un capullo de rosa en la balanza de la vida
  8. V. El cuento de las dos almitas
  9. VI. La intriga
  10. VIII. Lo que se ve a la luz de los sepulcros
  11. VIII. El secreto de Policarpa
  12. IX. La catástrofe
  13. X. Cuadros de luz
  14. XI. La expiación
  15. XII. Un rayo de sol tras la tormenta
  16. Epílogo
  17. Otros textos
  18. CoverPage

VIII. El secreto de Policarpa

El primer paso del vicio es rodear de misterio las acciones inocentes; el que encubre sus acciones es porque en el secreto de su conciencia cree tener motivos para ocultarlas.

—ROUSSEAU.

¿Qué había pasado entre Guillermo y Juana la noche en que el primero la sorprendió en su despacho?

Nadie lo supo en la casa; pero Juana pálida y triste, aguardó a Clotilde al pie de la escalera cuando se dirigía al comedor a la mañana siguiente, y la dijo con voz alterada:

—Aguardo mi rehabilitación de los labios de usted. ¡Guillermo sospecha de mí!

Y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Clotilde la cogió ambas manos, se las estrechó vivamente y pasó adelante.

No sabía qué imaginar para salvar a Juana sin perderse a sí misma.

Jamás una mentira había manchado sus labios, jamás había llevado a cabo una acción que no pudiese ser vista por todo el mundo y aprobada por su ángel de la guarda.

Carecía de la facilidad expeditiva que poseen ciertas mujeres avezadas a la falsedad y a las intrigas. No veía más medio que salir del angustioso conflicto, que confesar la verdad; pero no tenía valor para hacer la terrible confesión que debía arrebatarla la estimación de Guillermo y la paz de su vida íntima.

Y entretanto Guillermo estaba preocupado, Juana llorosa, y el abuelo y los niños no cesaban de preguntar a ambos la causa de su oculta pena, de su extraño disgusto.

Clotilde se acostaba todas las noches con el firme propósito de revelar su culpa a la mañana siguiente, y por la mañana carecía de valor para llevarlo a cabo.

Dos o tres veces fue a buscar a su marido a su cuarto, y en vez de la confesión que iba resuelta a hacer, sólo pudo prorrumpir en tales sollozos y tales lágrimas, que alarmando seriamente a Guillermo, éste la colmó de apasionadas caricias, poniendo con sus caricias un candado a los labios de la infeliz, que ya no osaron entreabrirse para arrancarle sus tiernas y bellas ilusiones.

Una tarde hallábase toda la familia reunida, como de costumbre, en el comedor.

Juana cosía silenciosamente al lado de la ventana que daba al jardín, los niños jugaban en un rincón con un amiguito suyo, llamado Teodoro, hijo de un acomodado labrador de la vecindad, Guillermo y su padre hablaban de los trabajos de la fábrica, del vino nuevo, del próximo abono de las tierras.

Clotilde estaba más triste, más agitada que nunca, sin atreverse a mirar a Juana, sin atreverse a hablar, porque le asustaba hasta el sonido de su voz. Un vago presentimiento oprimía su corazón y la parecía que le faltaba aire para respirar libremente.

De pronto entró un criado y anunció la visita de doña Segismunda.

Tan de cerca seguía doña Segismunda al criado, que Clotilde no tuvo tiempo para decir que pasase al salón.

Al ver que asomaba ya por el dintel de la puerta se levantó rápidamente, y le acercó una silla al fuego, excusándose por recibirla en aquel sitio.

Doña Segismunda venía de luto riguroso, pero aunque venía de luto, su rostro expresaba una feroz alegría, y sus ojos saltones brillaban con un fulgor inusitado.

Durante los primeros cumplidos movía mucho sus manos, cubiertas de guantes negros, y agitaba su manto de duelo, como si quisiese llamar la atención hacia su atavío.

Pero viendo que nada alcanzaban sus manejos, entró de lleno en la cuestión que la traía.

—He querido ser la primera, dijo, en dar a ustedes el pésame, en manifestarles la parte que tomo en su desgracia.

—¿El pésame de qué?, murmuró Clotilde alarmada, porque en el más leve accidente creía ver un peligro.

—¿Qué desgracia?, preguntó Guillermo.

—¡Jesús, que imprudencia!, exclamó Doña Segismunda haciendo aspavientos, ¡yo pensaba que ustedes lo sabían!... ¡Quién había de imaginar!...

—¿Pero en fin, de qué se trata?, insistió Guillermo con impaciencia.

—¡No, no, permitan ustedes que me calle!... ¡No me gusta llevar malas noticias a ninguna parte, y si yo hubiera sabido!...

—Pero señora, interrumpió el abuelo, ¿no ve usted que con sus reticencias aumenta nuestro sobresalto, y nos hace creer en una desgracia tal vez mayor de la que sea?... Por Dios, hable usted, se lo suplico...

—Pues bien, pues bien, dijo Doña Segismunda, haciendo como que tartamudeaba, lo diré... ¡Al fin y al cabo, la desgracia no es tan grande como parece a primera vista!...

¡Ya había cumplido sus días! como suele decirse...

—¿Pero a quién se refiere usted?, exclamó Clotilde llena de ansiedad.

—¡Pues a la señora Marquesa, que ha pasado a mejor vida!, prosiguió la dama con tono compungido.

Clotilde soltó un grito, se cubrió el rostro con las manos y prorrumpió en sollozos.

A pesar de sus excentricidades y su descreimiento, Clotilde amaba a aquella anciana, que al fin era su parienta más próxima, y la única de su familia a quien había conocido.

—No se aflija usted así, niña, dijo doña Segismunda tras algunos instantes de silencio. ¡Su tía de usted no merecía esas lágrimas! ¡Ni siquiera se ha acordado de usted en sus últimos momentos! ¿Querrán ustedes creer que ha dejado su inmensa fortuna a los asilos de Beneficencia?

Como la noble matrona medía el corazón de los demás por la ruindad del suyo, miró a Clotilde con aire triunfante, creyendo haberle asestado la primera herida que venía resuelta a inferirle.

Pero el dolor de Clotilde era sincero y siguió sollozando con el mismo desconsuelo que antes.

¡Perfectamente representado!, pensó doña Segismunda.

Irritada hasta lo sumo, por lo que ella creía hipócritas alardes, prosiguió yendo derecha a su asunto.

—Todo esto lo sé de buena tinta, nada menos que por Miguel, que se hospeda, o más bien se oculta, no sé por qué, en casa de la tía Ojazos.

¡Oh, entonces sí que la perversa maldiciente pudo gozarse con el efecto que producían sus palabras!

Al oír el nombre de Miguel, los ojos de Clotilde quedaron secos y sus mejillas se cubrieron de lívida palidez, como si le hubiese faltado la vida de improviso, Juana se puso tan pálida como ella, y dejó caer la labor que tenía entre las manos. En cuanto a Guillermo, se levantó impetuosamente, y empezó a pasear a lo largo de la estancia, con los ojos hoscos, con el ademán extraviado. Acababa de hallar el porqué de la tristeza de Clotilde, de sus inmotivadas lágrimas, de sus extrañas reticencias.

Saboreó doña Segismunda, con singular placer, el triple golpe que acababa de descargar sobre aquellos atribulados corazones, y luego prosiguió como si nada hubiese hecho:

—¿Pero quién había de pensar que Miguel no hubiera visto a don Guillermo, y no le hubiese dado la noticia? Yo le encontré esta mañana por casualidad en los alrededores de la ermita.

Por cierto que a él no le dio gusto el encuentro, y si no se escondió fue porque no pudo.

¡Viene muy triste y muy desmejorado!

¡Para mí, anda cupidito de por medio!...

Miró a Juana al hablar así; pero sus ojos se fijaron con marcada insistencia sobre Clotilde.

Esta se puso encendida; Guillermo precipitó su paseo como si quisiese moderar con el movimiento el ímpetu de su cólera.

Doña Segismunda repuso con su no desmentida impavidez:

—Es verdad que la señora Marquesa era la protectora de Miguel, y justo es que sienta su muerte. Cuenta y no acaba de las escenas que promovieron los parientes al verse desheredados.

Hubo algunos momentos de silencio.

A pesar de su desfachatez, doña Segismunda comprendió que estaba de más allí, y que las conveniencias sociales la mandaban retirarse.

—Los dejo a ustedes, dijo por fin, que la tarde está oscura y amenaza lluvia.

Aunque nadie la instó para que se quedase, permaneció sin embargo sentada y mirando a la puerta como si aguardase algo.

En efecto, al poco tiempo la tía Ojazos apareció en su dintel.

Traía un ramo de flores en una mano, y en la otra una maceta.

—Buenas tardes la compañía, dijo. ¡Ahora sí que he encontrado para don Guillermo una magnífica planta de clemátides! ¡Véala usted, qué hermosa!

Guillermo se detuvo en su paseo. Bien se leía en su rostro contraído, la ira que le cegaba, y su deseo de arrojar a aquella infame mujer de su casa.

El temor del escándalo le contuvo.

—Dé usted la maceta al jardinero, dijo con brusco tono, y pídale usted su importe.

La tía Ojazos, en vez de obedecer, se acercó a Clotilde, que estaba pálida y convulsa.

—¡Yo nunca me olvido de usted!, dijo haciéndola un guiño expresivo y poniendo en su mano el ramillete. ¡Ya sé cuánto le gustan las flores!

Guillermo se había detenido otra vez, y al ver la astuta vieja que la miraba de hito en hito, se esquivó, dirigiéndose a la cocina.

Entretanto, doña Segismunda, que ya se había levantado, se estaba despidiendo del abuelo.

—Es ya muy tarde, le decía, y no quiero que la noche me sorprenda fuera de la ciudad. Dicen que andan muchos ladrones. No sé cómo no tienen ustedes miedo, viviendo en este solitario caserón. La tapia del jardín está muy baja y puede escalarla cualquiera.

Miró, al decir esto, a Guillermo, que contestó con vivacidad sombría:

—¡No hay cuidado: tengo buenas pistolas, y al que fuese bastante atrevido para intentarlo, pagaría su audacia con la vida!

Si doña Segismunda había querido advertirle de algún peligro, la arrogancia de la respuesta debió demostrarle que había sido comprendida.

Clotilde se empeñó en acompañar a la noble matrona hasta la puerta exterior.

Necesitaba un pretexto para salir de allí, porque le era imposible dominar por más tiempo su angustioso sobresalto.

—Adiós, queridita, le dijo doña Segismunda al llegar al dintel de la puerta, animarse y encomendar a Dios a la difunta, que es cuanto se puede hacer por ella.

Luego añadió con maligna sonrisa, mirando el ramillete que Clotilde estrujaba entre sus manos.

—¡Qué flores tan frescas y perfumadas! Dichosa usted que comprende su lenguaje, y tal vez halle algún consuelo al descifrarlo.

Cada palabra de aquella mujer era un dardo emponzoñado que iba a clavarse en el corazón de la víctima elegida por su saña.

Clotilde quedó muda y aterrada.

Imprimió doña Segismunda un beso en su frente, verdadero beso de Judas, y se alejó con paso majestuoso.

Cerca ya de la ciudad, se destacó una sombra de una casucha en ruinas y se dirigió hacia ella.

Era Policarpa.

—¿Ha salido todo bien?, preguntó en voz baja.

—Perfectamente. La mina está muy cargada, la mecha encendida. Ya oiremos decir mañana.

La hija del escribano se puso a dar saltitos, evidente señal en ella de alegría.

—¡A mí se me debe todo!, dijo palmoteando. ¡Si yo no hubiese escrito a Miguel, nada hubiera sucedido!

Dio algunos pasos hacia adelante; se detuvo, y mirando fijamente a doña Segismunda, añadió en voz baja:

—¡Y usted no sabe lo mejor! He guardado el secreto hasta ahora, porque así lo había exigido mi padre; pero dentro de algunos momentos será público, y quiero que usted sea la primera que lo sepa... Los verdaderos herederos del tío Guillermo, porque aquellos son los verdaderos herederos, habían pedido la revisión de pruebas. Guillermo no ha dudado en volver a presentar el famoso documento, en el que el testador expresaba su última voluntad, y que según declaración de los testigos, había sido escrito de su propio puño y letra; pues bien, el documento ha resultado ser a todas luces apócrifo, falso... ¿Me entiende usted? falso ¿Y sabe usted la pena que señala el Código a los que fabrican falsos testimonios?... ¡La de presidio!...

Los ojos de Policarpa brillaban con un fulgor siniestro en la oscuridad, su voz que revelaba el gozo infernal de su torcida alma, tenía un timbre seco y estridente, que helaba la sangre dentro de las venas.

Segismunda se estremeció a pesar suyo, y sus nervios se crisparon.

—¿Será posible?, exclamó.

—¡Es un hecho!, repuso Policarpa, con la misma sombría entonación. Cotejado el documento con las cartas de don Diego, que se hallan en poder de la justicia, se ve claramente que es una imitación bastante grosera de su letra... Pero aún hay más... Los sobrinos han hallado quien falsificó el testamento y compró a los testigos, mediante una fuerte suma que recibió de manos de Guillermo... Este tal, que es un antiguo presidiario, lo ha declarado así; y su declaración es de sumo peso, atendida la notoria falsedad del testamento...

Ya ve usted como Dios se encarga de castigar a las mujeres que faltan a sus deberes, y como la bella y orgullosa Clotilde va a perder juntamente con su honra y el amor de su marido, todas las ventajas de su rico casamiento.

La blasfema invocaba el nombre de Dios, sin temer que la pulverizase a ella, pues por un puñado de oro había ayudado a su padre a fraguar aquella tenebrosa intriga.

Doña Segismunda, con ser de tan aviesa y ruin condición, experimentó un movimiento de repulsivo horror hacia aquella diminuta criatura, que encerraba en su corazón una dosis tan grande de veneno.

—Se me resiste el creer todo eso, murmuró en voz baja, y a la verdad, si por ella me alegro, lo siento por él.

—¡Sentir la desgracia de un hombre que se ha ido a casar con una loca presumida y casquivana! Pues qué, ¿no había muchachas en el pueblo?

Usted misma, doña Segismunda, no era mucho más digna que ella de casarse con Guillermo.

No había dejado de tender algún día a Guillermo sus redes, la augusta solterona, resintiéndose no poco de su absoluta indiferencia, y bien sabía Policarpa que este recuerdo había de avivar su ira. Necesitábale la astuta meguera para completar su obra, pues sólo doña Segismunda, por su posición, podía ser la vocinglera trompeta de la fama que difundiese la horrible calumnia en todos los altos círculos de Orduña.

—Bien, bien, refunfuñó la matrona, que allá se las avengan. ¿En dónde nos aguardan las otras?

—En la iglesia.

—Pues vamos, que ya me hace cosquillas la lengua y estoy rabiando por contar la escena de que he sido protagonista. ¡Mojigata, hipócrita, ya llegó tu hora! Justo es que las mujeres honradas demos una lección a las mujercillas perdidas.

Ofreció el brazo a Policarpa, que se empinó para llegar a ella, y ambas se alejaron celebrando su victoria.

Mientras tanto la infeliz víctima de su negra intriga, había corrido a refugiarse en su cuarto. Recelaba que el ramillete ocultaría alguna carta, y así era en efecto.

Sacóla temblando y la leyó rápidamente a la fugitiva luz del ocaso.

«Heme aquí, decían aquellos caracteres trazados por la mano de Miguel. Me has llamado y acudo presuroso, abandonándolo todo; negocios y placeres. Héme aquí, alma de mi alma, luz de mi pensamiento, estrella que guía mi vacilante paso por los ásperos senderos de la vida.

»Has pronunciado una sola palabra, y ya estoy a tus pies. Son las doce de la mañana; te aguardaré durante todo el día... Si a la noche no has venido, iré a tu casa suceda lo que quiera. Deja abierto el balcón de tu aposento; escalaré la tapia del jardín».

Clotilde leyó muchas veces esta carta, no acertando a comprenderla.

¿Qué llamamiento era aquel a que aludía Miguel? ¿Cómo, si ni aún su última carta había llegado a sus manos, podía emplear aquel extraño lenguaje?

¡Aquí hay algún misterio!, pensó. ¡Ambos somos víctimas de una intriga, la misma intriga que arrebata a mis hijos su fortuna!... ¡No puede ser de otro modo!

Repasó en su memoria todas las frases que había estampado en las dos únicas cartas dirigidas a Miguel, y no halló ninguna que pudiese interpretarse por un llamamiento.

Recordó lo que había dicho doña Segismunda acerca de los ladrones y las tapias bajas del jardín, acerca del misterioso lenguaje de las flores.

—¡Esa mujer lo sabe todo!, exclamó con el rostro inflamado de vergüenza, y por tanto no habrá nadie en Orduña que lo ignore. ¿Quién sabe si ella misma no tendrá participación en la pérfida trama que me envuelve?

En efecto, si Miguel la había escrito a las doce de la mañana, ¿cómo su billete no llegaba a sus manos hasta el anochecer, cuando quizás iba a poner por obra su amenaza?

—Han querido, murmuró la infeliz llena de espanto, han querido, interceptando la carta, que yo no pudiese evitar el conflicto, para que se realizasen sus funestas consecuencias.

¡Doña Segismunda y la tía Ojazos están de acuerdo para perderme!... Y ahora ¿qué haré, Dios mío, qué haré?...

Miró al cielo, que nublado y triste se iba cubriendo con las sombras de la noche.

Recordó el tono amenazador de Guillermo, cuando dijo, que tenía preparadas sus pistolas para dar muerte al que osase franquear los muros de su casa.

—¡Si Miguel viene, exclamó fuera de sí, si se encuentran, si se interpusiera entre mi marido y yo un lago de sangre!...

Por un instante pensó en ir a arrojarse a las plantas de Guillermo y confesárselo todo.

—¿Querrá creerme cuando le diga que soy inocente?, prosiguió aterrada, ¿no tiene ese hombre en su poder mis cartas? ¿No se considera con derecho para escalar el santuario de mi casa? ¿Y no querrá Guillermo arrebatarle esas cartas, arrancarle ese derecho aún al precio de su sangre? ¿Qué horrible cadena es esta que no me es dado romper? Un solo paso en falso, un solo secreto en mi vida, y ya mi vida y mi reposo están merced de todo el mundo, y por todas partes me cerca un espantoso e insondable precipicio...

Pero mientras se lamentaba así, el tiempo volaba, las sombras crecían, y la catástrofe se acercaba amenazadora y terrible.

Clotilde se cogió la cabeza con ambas manos, queriendo reunir sus ideas y fijarlas para buscar un medio de salvación.

—¿Y si yo fuese a ver a Miguel?, pensó vislumbrando en aquel paso un destello de esperanza.

¿Si yo fuese a decirle que no le he llamado, y postrándome a sus pies, le suplicase que me devolviese mis cartas, que partiera, que me restituyera, con su olvido, mi honra y mi reposo? Si, sí: ¡Miguel es bueno! ¡Miguel tendrá compasión de una infeliz mujer que en nada le ha ofendido!... Ánimo, puedo ir y volver en media hora... ¡Dios me dará fuerzas para llegar; me dará elocuencia para convencerle!...

Esparcióse el cabello, se puso una bata oscura de mañana, se sentó junto a la chimenea procurando afectar un aire sosegado, y tiró del cordón de la campanilla.

A los breves instantes apareció Felisa.

—No me encuentro bien, dijo Clotilde, la muerte de mi tía me ha afectado en extremo. Dame un poco de éter, y di que no me aguarden a cenar, pues voy a meterme en la cama. Quisiera que me dejasen descansar...

Tomó el éter, y despidió a la doncella, pues tenía costumbre de desnudarse sola.

Cuando se hubo convencido de que Felisa estaba ya lejos, pasó el cerrojo a la puerta del aposento que daba al corredor, y a la puertecita falsa de la alcoba, se envolvió en un pañolón negro se puso otro también negro en la cabeza, y bajó por la escalerilla cubierta, dejando el balcón entornado.

De resultas de sus antiguas solitarias correrías por el campo, había quedado en su poder la llave de la puerta falsa del jardín.

Podía salir y entrar sin ser vista de nadie.

En el jardín resonaban las risas de sus hijos. Ínterin llegaba la próxima hora de la cena, jugaban con Teodoro al escondite o se columpiaban en las ramas de los árboles.

—¡Hijos míos, hijos de mi vida!, murmuró Clotilde deteniéndose al pie de la escalera. ¡Vosotros reís y yo lloro! ¡Ah, quiera Dios que estas lágrimas rescaten vuestra dicha!

Hizo un supremo esfuerzo sobre sí misma, se deslizó a lo largo de la tapia, llegó a la puerta falsa, abrió, salió y cerró por fuera.

Los niños se detuvieron en sus juegos al oír el ruido de la puerta.

María tuvo miedo y corrió a acurrucarse junto a un árbol.

—¿De qué te asustas, tontuela?, dijo Carlos queriendo aparentar un valor que no tenía. Yo soy más pequeño que tú, y no tengo miedo de nada.

—Es que vosotros no habéis visto... murmuró María con vez trémula. ¡Por junto a la tapia ha pasado una sombra muy despacio... muy despacio!...

— ¡Si será la dama blanca! exclamó Carlos temblando, y perdiendo de repente toda su arrogancia.

—Dejaos de dama blanca o azul, y venid a jugar, dijo Teodoro impaciente.

—No, no, murmuró María cubriéndose el rostro con las manos, he oído muy bien el ruido de la puerta.

—¡Pues si se ha marchado, tanto mejor!, exclamó Teodoro.

Y como la niña no se moviese de su sitio, ni Carlos se atreviese tampoco a dar un solo paso, se dirigió a la puerta falsa, corrió el cerrojo y dijo con aire triunfante:

—¡Que vuelvan a entrar ahora los duendes si pueden! ¡No hay cuidado, no, que les he atrancado bien la puerta!

Cobraron entonces ánimo Carlos y María, y volvieron a sus risas y a sus juegos.

Entre tanto Clotilde recorría con ligera planta el trayecto que separaba su casa de la ermita. La noche era oscura. Una niebla densa y húmeda envolvía la atmósfera enlutando todos los objetos. Los troncos de los árboles agitaban sus ramas desnudas movidas por el cierzo que gemía entre la maleza y se asemejaban a amenazadores fantasmas apostados en medio del camino. Aquí y allá la lechuza y la abubilla dejaban oír sus gritos lúgubres, mezclados con el sordo rumor de los torrentes.

Clotilde corría con el seno palpitante, con el rostro cubierto de sudor. Caía y se levantaba, tropezaba con las peñas y los desnudos troncos de los árboles. No se cuidaba del dolor que le producían los golpes y las caídas. El caso era llegar; llegar cuanto antes y a cualquier precio...

—¡Si entrasen en mi cuarto!, pensaba algunas veces estremeciéndose.

—¡Si entrasen en mi cuarto!, pensaba otras con angustia. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, ten compasión de mí! ¡Santa Virgen del Milagro, haz un milagro en favor de esta pobre mujer desamparada!

Vio por fin dibujarse entre la bruma las paredes de la ermita.

Redobló sus esfuerzos, llegó al cobertizo del tío Ruperto y dio un fuerte aldabonazo a la puerta.

Se sentía abrasar y tiritaba de frío, sus dientes castañeteaban y tuvo que apoyarse en el enrejado de cañas para no caer al suelo.

La tía Ojazos vino a abrir alumbrándose con un candil.

Parecía esperarla, porque no demostró la menor sorpresa al verla, antes bien, la introdujo en un cuarto contiguo a la cocina.

Sin duda, merced a la infame traición hecha a Clotilde, la suerte de la tía Ojazos había mejorado considerablemente.

Había añadido a cada lado del cobertizo dos cuartos, perfectamente alhajados. El uno era su dormitorio; el otro aquel en que introdujo a Clotilde; era una salita con una ventana baja que daba al campo. Componían su ajuar una mesa de caoba, seis sillas, un espejo y algunos cuadros. En medio de la habitación había un brasero de hierro, lleno de fuego chispeante, sobre la mesa un ramo de flores puesto en un vaso de cristal.

¡La esperaban!

¿Cómo? ¡Lo que ella había llevado a cabo tras rudas y dolorosas batallas, le parecía a aquellas gentes fácil, natural, sencillo! ¡Comprendió cuánto había descendido en la estimación general, sintió su dignidad rebajada hasta el último extremo!

La tía Ojazos, después de haberla introducido en la estancia, salió cerrando tras sí la puerta.

Clotilde, con el alma y el cuerpo destrozados a la vez, se dejó caer sobre un taburete sin poder articular ni una sola silaba.

Miguel corrió hacia ella.

Tenía preparado su discurso, y lo relató corno un cómico consumado. Su voz, su ademán, su fisonomía, todo expresaba perfectamente el desorden de una pasión violenta.

El sueño de Clotilde se había realizado; había logrado inspirar un amor delirante: así debía creerlo, y sin embargo su alma rebosaba de terror y de amargura.

—Miguel, dijo entre lágrimas, he sido muy culpable; pero no tanto como usted cree... Yo no lo he llamado a usted... yo no he escrito ese billete que muestra como un trofeo delante de mis ojos... ¿Quién ha trazado esos pérfidos caracteres que tan bien imitan mi letra? ¡Lo ignoro! Sin duda un enemigo oculto que quiere mi perdición a toda costa. ¡Ah, Miguel, tarde reconozco lo horrendo del precipicio a cuyo borde me he asomado con planta irreflexiva!

¡Tengo marido, tengo hijos!... Próxima a perderlos tal vez, comprendo todo el valor de estos queridos objetos... Por Dios, Miguel, sálveme usted... ¡Váyase usted ahora mismo, vuelva usted a Madrid y olvide para siempre haberme conocido!... ¡Usted es bueno, noble y generoso! ¡Usted no querrá perder a una infeliz mujer que le pide su honra y la honra de sus hijos!...

—¿Cómo?, exclamó Miguel interrumpiéndola con apasionado trasporte, ¿crees tú que es posible encender un volcán en el corazón de un hombre, y arrojar sobre él luego el hielo de la indiferencia y del desprecio? ¿Crees tú que es posible engañarle, alucinarle, hacerle confiar en una ventura sin límites, y decirle después con insultante sangre fría: basta ya de juego, se ha terminado la comedia? ¡No, oh, no! ¡Me perteneces! ¡Tus cartas, tus adoradas cartas me lo dicen!

Sacó las dos cartas del bolsillo e imprimió en ellas un ardiente beso.

—Consuelo de mis noches, añadió con apasionada ternura, tesoros de mi vida. ¡Ah, cuán lejos, cuán lejos estaba yo de creer cuando os estrechaba sobre mi corazón corno un talismán bendito, que los labios de aquella cuyo corazón había dejado escapar tan dulces frases, llegaría algún día a despedirme como se despide a un lacayo miserable!

Luego, por medio de una brusca transación, pasó otra vez de las súplicas a las amenazas.

—Pero no, dijo con tono sombrío, no será así.

¿Crees que basta querer para romper con el pasado, para romper los fuertes vínculos que nos unen a otro ser, mucho más cuando son los vínculos de un amor culpable?

¡Ay, infeliz de mí! Lo abandono todo fiado en tus promesas, llego a tus brazos delirante de amor, y tú me señalas la puerta diciéndome con desdén supremo: ¡vete!

—¡Miguel, por Dios, Miguel!, exclamó Clotilde llena de desesperación, nada de lo que usted dice es cierto... No lo he tomado a usted como un juguete que se arroja después de haberme entretenido con él... Ha habido verdadera alucinación por mi parte... La soledad y el retiro de mi vida, exaltando mi fantasía, me hicieron creer por un instante que le amaba... Lo confieso: esas cartas eran sinceras, no hijas de mi corazón, pero sí de mi imaginación exaltada.

Hoy he recobrado la razón... La razón me ha despertado de mi culpable sueño... ¡Si he venido aquí, llena de esperanza, ha sido contando con su generosidad de usted, con la nobleza de su alma!

¡He creído que usted no resistiría a las súplicas de una pobre mujer anegada en llanto, que le pide de rodillas su salvación y la salvación de sus hijos!...

Estaba hermosa Clotilde, que uniendo la acción a la palabra, se había postrado de rodillas, y levantaba hacia él sus manos suplicantes. Si a Miguel le había conducido a Orduña el deseo de alcanzar un triunfo que satisficiese su amor propio, en aquel instante sintió el fuego de la pasión recorrer sus venas.

—¡Es verdad! ¡Estaba loco!, exclamó con tono conmovido, mis palabras han sido sobrado duras; perdóneme usted... Pero ¿es acaso posible renunciar a su amor de usted, mi hermosa, mi adorada Clotilde? ¡Ah, no! Pida usted al náufrago que renuncie a asirse a la tabla salvadora; al que cruza los abrasados páramos, que renuncie a la gota de agua que puede volverle a la vida; pero no me pida usted a mí que deje de amarla, que la olvide, que me aleje para siempre de su lado... Han sido demasiado largas, demasiado tristes las horas pasadas lejos de usted, siempre gimiendo, suspirando siempre por abrasarme en la lumbre de sus bellos ojos.

Sacó del seno un retrato, una preciosa miniatura trazada por su mano.

—He aquí la adorada imagen, consuelo de mis penas, repuso con tono melancólico, presentándolo a la joven. ¡Estaba esculpida en mi corazón y en mi mente y la he trasladado al papel sin que se me olvidase ni el más ligero detalle!

Era verdad: a un maravilloso parecido reunía la expresión cándida y dulce de Clotilde.

La joven se sintió profundamente conmovida. Aquel testimonio de un amor verdadero, de un incesante recuerdo, despertó en su alma un sentimiento de dulce gratitud. Fuerte ante las amenazas y las recriminaciones, se sintió turbada ante aquel lenguaje respetuoso, melancólico y apasionado.

Miguel comprendió la ventaja que había alcanzado, y prosiguió con trasporte:

—¡He aquí su imagen de usted!... ¡Su bella e idolatrada imagen! ¡Ella ha recibido mis tiernas confidencias!... ¡Mis amantes besos!... ¡Mis ardientes lágrimas!... Ella me sonreía en medio de mi tristeza, en medio de mis triunfos... A ella debo mis momentos de felicidad, mis momentos de sublime inspiración... ¡Ah! Clotilde, Clotilde idolatrada, usted que es buena como los ángeles del cielo, ¿podrá negarme el galardón debido a tanto amor, a tantos sufrimientos? ¡Ya no exijo: ruego!... ¡Soy su esclavo: si usted lo quiere, partiré al instante; pero por Dios, que no sea sin oír de sus labios una palabra de ternura!...

¡Ay del que juega con el rayo! ¡Ay del que se solaza con veneno! ¡Ay, que no se pueden excitar las pasiones para decirlas luego, como Dios a los irritados mares, no pasaréis de aquí!

Un velo oscureció las pupilas de Clotilde; el fuego que abrasaba las venas de Miguel empezó a circular también por sus venas.

Trémula y conmovida invocó el auxilio de su madre, invocó el auxilio de su ángel de la guarda.

—¡Demos al olvido estos sueños, estos delirios, Miguel!... balbuceó con esfuerzo, tengo marido, tengo hijos... ¡Nuestro amor sería un crimen!...

— ¡El amor todo lo santifica!, exclamó Miguel con trasporte.

Dejó sobre la mesa las cartas y el retrato, se adelantó hacia la joven, ciñó con su brazo su talle, y murmuró en su oído con delirante tono:

—¡Te amo! ¡Oh, cuánto te amo!

Inclinó la cabeza hacia ella, fijó en ella sus miradas, como si quisiera abrasarla con la llama eléctrica que despedían sus ojos...

Clotilde experimentó un vértigo, y si apartó de sí a Miguel fue ya solamente por instinto.

Pero había invocado el auxilio de su madre y de su ángel de la guarda, y ambos acudieron en su auxilio.

Llamaron a la puerta, y una voz conocida gritó desde afuera:

—¡Miguel, abre por Dios, Miguel!

Era la voz de Juana.

Clotilde, pálida y anonadada, se dejó caer sobre el taburete; Miguel permaneció inmóvil sin saber qué hacer.

Pero Juana empujó la puerta con ímpetu, y la puerta se abrió de par en par.

Juana no sospechaba que se hallase allí Clotilde. Al ver a Clotilde dio un grito, retrocedió algunos pasos y se cubrió el rostro con las manos.

Clotilde halló fuerzas en su misma desesperación para correr hacia ella y decirla entre sollozos:

—¡Juana, Juana mía, soy culpable; pero aún puedo sostener tu mirada! ¡Bendita seas que has venido!

—¡Dios quiera que aún sea tiempo de impedir una catástrofe!, dijo Juana anhelante. He visto salir a Guillermo con los ojos hoscos y el cabello erizado... Le he visto tomar sus pistolas y dirigirse a este sitio... Las pérfidas palabras de doña Segismunda, sin duda, han despertado sus celos... Me he adelantado a él por un atajo... Huya usted, Clotilde, huya usted al instante, o estamos perdidos...

—¡Dios mío, Dios mío!, exclamó la infeliz abalanzándose hacia la puerta.

—No, por ahí no, dijo Juana, ¡oigo pasos... es él!...

Clotilde corrió a la ventana y se precipitó por ella, mientras Miguel, a una indicación de Juana, se abalanzó a la mesa y recogió las cartas y el retrato.

Era tiempo, porque ya resonaban en la otra estancia los pasos de Guillermo, y Juana sólo tuvo el necesario para cerrar la ventana.

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IX. La catástrofe
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