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El Copo de Nieve: XII. Un rayo de sol tras la tormenta

El Copo de Nieve
XII. Un rayo de sol tras la tormenta
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  1. Portada
  2. Información
  3. El Copo de Nieve
  4. I. Lo que pueden decir a una joven los ecos de una flauta
  5. II. De cómo la imaginación sabe prestar distintas formas a todos los objetos
  6. III. Cuadros de sombra
  7. IV. Lo que puede pesar un capullo de rosa en la balanza de la vida
  8. V. El cuento de las dos almitas
  9. VI. La intriga
  10. VIII. Lo que se ve a la luz de los sepulcros
  11. VIII. El secreto de Policarpa
  12. IX. La catástrofe
  13. X. Cuadros de luz
  14. XI. La expiación
  15. XII. Un rayo de sol tras la tormenta
  16. Epílogo
  17. Otros textos
  18. CoverPage

XII. Un rayo de sol tras la tormenta

El esposo y la esposa, entre los cristianos, viven, mueren y renacen juntamente: crían a la par a los frutos queridos de su unión, a la par se reducen al primitivo polvo, y unidos, vuelven a hallarse, por fin, más allá de los límites del sepulcro.

—CHATEAUBRIAND.

Las hojas de los árboles se iban tornando amarillentas; se iban tornando en quejas los suspiros de las auras. Eran los últimos días de otoño: las tardes estaban todavía serenas, los campos verdes, las linfas de los arroyos transparentes. ¡Otoño de la naturaleza, otoño de la vida! ¡Para quien ha llenado los trojes de rubio trigo y las bodegas de vino perfumado, para quien ha hecho acopio de santas y buenas obras, tienes un dulce y misterioso encanto que sobrepuja a las alegrías de la primavera, a la embriaguez bulliciosa del estío!

Era la hora del crepúsculo: estaba próximo el momento de que humeasen las chimeneas, de que resonasen las campanas, de que chisporrotease la llama del hogar iluminando la alegre frugal cena.

Las aves viajeras, dispuestas a partir para lejanos climas, llenaban todavía con sus trinos la floresta; pero ya a sus trinos melodiosos mezclábase el melancólico golpeteo de las hojas, que, desprendiéndose de los árboles, caían al suelo. Todavía los grillos, escondidos entre la yerba, dejaban oír su canto; pero las ramas graznaban en los infinitos charcos que, como espejos, esmaltaban la campiña.

Sin embargo, oíanse a los lejos los cencerros de los rebaños, el chirrido de las ruedas de los carros y los aullidos de los perros.

Resonaban en todas partes esos mil vagos rumores que suben de la tierra para perderse en los cielos, como otros tantos himnos de gratitud que eleva por mañana y tarde la naturaleza a su Creador Supremo.

Una mujer apareció entre el hueco que formaban dos colinas: dos colinas que se hallaban como dos hermanas gemelas, la una junto a la otra, arrojándose la una a la otra, como por vía de juego, guirnaldas de verdura.

Aquella mujer era Clotilde.

Seguíala a larga distancia otra mujer anciana, que anhelosa y jadeante, en vano pretendía alcanzarla en la rapidez de su carrera.

Era una anciana maestra del Sagrado Corazón, a la que había comisionado la Superiora para que acompañase a su hija predilecta.

Clotilde sabía que la puerta falsa del jardín permanecía abierta hasta el anochecer, y quería llegar antes de esta hora y penetrar en su casa sin ser vista.

Pero a medida que andaba y se acercaba a su casa, le iban abandonando las fuerzas.

¿Habría sido bastante largo el sacrificio que se había impuesto a sí misma? ¿Habría sido bastante completa la expiación de su momentáneo extravío?

La Superiora le había dicho que sí, la Superiora le había invitado a partir, pero su corazón temblaba en el momento supremo, y el temor y la desconfianza combatían alma.

Hubiera querido que el viento la prestase sus alas, y sin embargo retardaba el paso.

¡Y qué recuerdos!

Vio la encina en cuya corteza había escrito una palabra que se apresuró a borrar, ensangrentándose las manos, vio el lugar en donde ella estuvo próxima a buscar una tumba, vio los abrojos entre cuyas ramas había dejado los jirones de su vestido.

Había pasado cerca de un año, y entre aquellas dos épocas de su vida parecía mediar un abismo.

La emoción la ahogaba, y tuvo que sentarse sobre una piedra. Con esto dio lugar a que llegase la anciana, ya exhausta de fatiga, y tomase asiento junto a ella.

Entonces resonaron a lo lejos los melodiosos sonidos de una flauta.

¿No eran aquellos sonidos los que había escuchado con embriaguez, aquella noche feliz en que Guillermo fue a pedir su mano?

¡Si, eran aquellos mismo dulces sonidos que parecían otras tantas notas escapadas de los cielos!

Como entonces también, Anselmo apareció en lo alto de la colina, precedido de sus cabras blancas y negras que se esparcieron triscando por el llano.

El pastor vio a Clotilde, e interrumpió su melancólica tocata.

Acercóse a ella, y exclamó con alegría:

—¿Es usted, señora?

—¡Sí, yo soy, yo soy! dijo Clotilde poniendo su blanca mano sobre la ruda mano del pastor.

—¡Gracias a Dios que la veo ya restablecida de su larga enfermedad, dijo éste, aunque está usted todavía muy pálida, muy delgada! Bien dicen, que cuando viene un mal nunca viene solo, y en su casa de usted se han reunido todos a la vez. ¡Si viera usted cuánto rogábamos a Dios para que le devolviese la salud! No quedó nadie en estos alrededores que no fuese por mañana y tarde a preguntar a Juana por usted.

—Mire usted que se le van a perder las cabras, exclamó vivamente la anciana, deseando interrumpir aquel diálogo peligroso.

Pero Anselmo había pronunciado el nombre de Juana, y ya no le era posible callar.

—Mis cabras conocen el camino, dijo sonriendo. Y luego repuso: ¡cuánto la ama a usted Juana, señora!

Partió precipitadamente, me decía entre lágrimas, para ir a cuidar a la Superiora del colegio que la había servido de madre, y cuya vida estaba en grave riesgo, y es tan sensible, que obrando en ella a la vez el susto y el pesar, cayó gravemente enferma. ¡Juana! ¡Qué buena es Juana! ¿Hay alguna mujer que se asemeje a ella? ¡Ah, señora, si usted supiese todo lo que ha hecho mientras su enfermedad la ha tenido a usted lejos de aquí, mientras don Guillermo ha estado en la cárcel!...

—¡Vámonos!, exclamó la anciana levantándose con impaciencia.

Pero ya era tarde.

—¡En la cárcel, preguntó Clotilde con doloroso asombro, en la cárcel!...

Cubrióse el rostro con las manos y prorrumpió en sollozos.

Algo le había hablado la Superiora de pleitos y disgustos, algo le habían dicho en sus cartas Guillermo y Juana; pero estaba muy lejos de sospechar la catástrofe espantosa.

—No se aflija usted, señora, dijo Anselmo. ¡Dios envía estas pruebas a las buenas almas para acrisolar sus virtudes! Es verdad que la prueba ha sido dolorosa, pero ya está todo terminado. Si don Guillermo ha perdido el pleito, y con él sus inmensas propiedades, nada ha perdido en la consideración general, y todos creen firmemente que ha sido víctima de una infame intriga. Los mismos jueces qué le han condenado no se han atrevido a imponerle más pena que un año de prisión. Todo Orduña se hubiera sublevado ante un fallo más severo. Y así, ¡si viera usted que muestras de aprecio y de cariño ha recibido en la cárcel! ¡Todas las personas más distinguidas de Orduña se disputaban el placer de acompañarle y consolarle, y cuando volvió a su casa, su vuelta fue un verdadero triunfo! Pobres y ricos le acompañaban, como si quisiesen protestar en masa del fallo de los tribunales... ¡Tenía además el consuelo, en medio de su desventura, de que aquí estaba Juana, el ángel bueno de su casa, velando por su anciano padre, velando por sus hijos!... ¡Ella hizo frente a todo, ella sostuvo el valor de todos!... ¡Es singular cómo piensa hasta en las cosas más pequeñas! Mire usted allá la cabrita manchada, a la que usted quería tanto, y que iba a tomar el pan de sus manos... Pues cuando se sentenció el pleito a favor de los otros herederos, y éstos se arrojaron como buitres sobre la herencia para repartirse los campos, viñedos, olivares y rebaños. Juana compró esa cabrita para usted de su propio dinero, satisfaciéndoles la cantidad que quisieron pedir por ella.

¡Ah!, si Juana quisiese venir a habitar mi pobre choza, ¿qué rey sería más feliz que yo?

Clotilde no interrumpió ni una sola vez este razonamiento: ¡parecía estar muerta!

Las cabras, que no entendían de pláticas, y estaban ansiosas por llegar cuanto antes al redil, triscaban ya a lo lejos, y Anselmo, mal su grado, tuvo que despedirse y seguirlas a toda prisa.

—¡Guillermo en la cárcel!, murmuró Clotilde escondiéndose su rostro en el seno de su anciana compañera, ¡su honor menoscabado, el pleito perdido, y todo por mí! ¡Una sola ligereza, y qué horribles consecuencias! ¡Ah! ¡No soy digna de perdón!

Quiso consolarla la anciana, pero en aquel momento empezaron a tocar las campanas de la ermita, y respondieron a su melancólico tañido todas las campanas de Orduña.

Las campanas parecían decir con su dulce clamoreo:

Paz a los hombres en la tierra, gloria a Dios en las alturas.

Clotilde se postró de rodillas, y exclamó con apasionado transporte:

—¡Oh, Dios de amor y de perdón, que aceptas las lágrimas de un corazón contrito, dame fuerzas para expiar mi culpa por medio del sacrificio y la ternura!

Se levantó más serena, y se dirigió rápidamente a su casa.

Empujó suavemente la puerta falsa, que por fortuna no estaba todavía cerrada, y entró.

La anciana se sentó discretamente en el primer banco que halló al paso, no queriendo turbar con su presencia las expansiones del primer momento; Clotilde siguió adelante.

Casi estuvo por besar los árboles del jardín, como si fuesen antiguos amigos, vueltos a hallar de nuevo. Las flores de otoño campeaban sobre las hojas de un verde mate, un mirlo cantaba, saltando de rama en rama.

Clotilde tuvo que detenerse con las manos puestas sobre el corazón que palpitaba con violencia.

Permaneció inmóvil y palpitante algunos momentos, apoyada en el tronco de un tilo.

Entretanto habían ido cesando por grados los rumores del valle, habían ido subiendo por grados las sombras de los llanos a invadir los montes: empañaron el cielo azul las tenues humaredas que se elevaban de las chimeneas, y resonaron aquí y allí los lúgubres chillidos de las aves de la noche.

De pronto brilló una luz en el anchuroso comedor, y Clotilde comprimió un grito de alegría, como si aquella luz fuese el bendito faro que le indicase la playa salvadora.

Acercóse despacio a la ventana, y oculta entre las enredaderas y rosas de guirnaldas, miró al interior del aposento.

Estaba puesta la mesa, cubierta de blanquísimos manteles, y sentados a la mesa vio a Guillermo entre su padre y Juana, y junto a Juana, Carlos y María.

Pero entre Guillermo y su padre había un sitio vacío, y en aquel sitio, al lado del plato, brillaba su cubierto de oro, y arrimada a la mesa veíase la silla que ella solía ocupar en otro tiempo.

¡La esperaban! ¡La esperaban siempre, supuesto que ella había cuidado mucho de que ignorasen el día de su regreso!

¡Oh, cómo no murió de júbilo y de gratitud en aquel instante!

Pero ¡ah! que Guillermo estaba pálido y triste. Prematuras hebras de plata surcaban su cabello; prematuras arrugas su frente, antes tan tersa y tan serena. Su padre había envejecido extraordinariamente, y en sus mejillas se veía la huella de muchas lágrimas.

¡Ay, que era su mano la que había marchitado aquellas existencias, la que había destrozado aquellos corazones, que se habían abierto a ella, como abre la flor su cáliz al rayo de sol que debe vivificarla y la abrasa con su fuego!

Apoyó la frente en los cristales, hizo cuanto pudo para contener sus sollozos.

La cena fue breve y triste.

Sólo Juana conservaba su serena actitud, su indefinible dulzura. Era de ver cómo repartía los manjares a cada uno, cómo prevenía los deseos de cada uno, animando a éste con una sonrisa, conteniendo a aquel con una mirada de dulce autoridad: parecía el eje alrededor del cual giraban todas las voluntades.

—¡Ésta es la poesía de la vida!, murmuró Clotilde con tono tristísimo!, ¡ay! ¿por qué he querido buscarla en otra parte? He ahí el trono de la mujer, he ahí su cetro. Ángel suspendido entre la tierra y el cielo para atraer las bendiciones de Dios sobre la familia, su reino, como el de Jesucristo, no es de este mundo.

Terminóse la cena y los comensales se dispusieron a entonar el tributo de gracias al celeste Padre.

¡Oh, cuán bello, cuán dulce fue entonces el cuadro que se ofreció a los ojos de Clotilde!

El ciego, sentado en su poltrona, semejante a los antiguos patriarcas, con su barba blanca y su espaciosa frente circundada de una diadema de plata, Guillermo de pie a su lado, con la cabeza descubierta; Juana de rodillas entre los dos niños, también arrodillados, que alzaban con fervor sus manecitas al cielo; en el fondo de la estancia los criados agrupados con actitud reverente.

—¿Se acordará de mí?, pensó Clotilde llena de vivísima ansiedad.

El ciego dio gracias a Dios en voz alta por el pan de cada día, oró por los vivos y los muertos; oró por cada uno de sus hijos, por cada uno de sus servidores, por cada uno de sus enemigos.

A Guillermo y Clotilde los envolvió en una misma plegaria, en una misma bendición.

—Rogad a Dios para que vuelva pronto vuestra madre, terminó diciendo a los niños.

—¡Oh, Dios misericordioso, tráenos pronto a nuestra querida madrecita!, exclamaron Carlos y María, cruzando las manos sobre el pecho y con sus dulces voces de ángeles.

Turbóse la vista a Clotilde, sintió que el gozo no le cabía ya en el corazón, soltó un grito de inmenso júbilo y cayó de espaldas.

Cuando volvió en sí, se halló sentada en su asiento acostumbrado, y rodeada de todas las prendas queridas de su alma.

Guillermo la estrechaba contra su corazón, los niños cubrían de delirantes besos sus mejillas, y el abuelo alzaba las manos al cielo en actitud de gracias, mientras Juana y los criados agrupados en el fondo lloraban de contento.

¡Hasta las llamas del amigo hogar chisporroteaban alegremente, como si quisiesen también celebrar el regreso de Clotilde!

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