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El Copo de Nieve: V. El cuento de las dos almitas

El Copo de Nieve
V. El cuento de las dos almitas
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  1. Portada
  2. Información
  3. El Copo de Nieve
  4. I. Lo que pueden decir a una joven los ecos de una flauta
  5. II. De cómo la imaginación sabe prestar distintas formas a todos los objetos
  6. III. Cuadros de sombra
  7. IV. Lo que puede pesar un capullo de rosa en la balanza de la vida
  8. V. El cuento de las dos almitas
  9. VI. La intriga
  10. VIII. Lo que se ve a la luz de los sepulcros
  11. VIII. El secreto de Policarpa
  12. IX. La catástrofe
  13. X. Cuadros de luz
  14. XI. La expiación
  15. XII. Un rayo de sol tras la tormenta
  16. Epílogo
  17. Otros textos
  18. CoverPage

V. El cuento de las dos almitas

La mujer es la obra maestra de la naturaleza.

—LESSING.

La mujer es el ser más perfecto entre todas las criaturas, es una creación transitoria entre el hombre y el ángel.

—BALZAC.

Dios quiso también ser escritor: su prosa es el hombre; su poesía la mujer.

—NAPOLEÓN.

¡Oh dulce paz, oh bella y sagrada Virgen, que envuelta en cándidos velos eres la guardadora fiel

del hogar en cuyo derredor se aúna la familia, plegue a Dios que nunca jamás te apartes de mi hogar ni del de los seres a quienes idolatro, porque una vez apartada de él es muy difícil que vuelvas, y porque sin ti son inútiles las riquezas, mentidas las glorias de la tierra!

¡Oh, vosotras, las tiernas perpetradoras de las costumbres suaves, de las virtudes sencillas, vosotras cuyos atributos son las gracias, en cuya mano se encierra el bálsamo del consuelo, y cuantos beneficios morales pueden endulzar la existencia del triste desterrado del Edén eterno, rodead a la paz de un fervoroso culto, como rodeaban los antiguos de un culto fervoroso a sus dioses lares; no perdonéis sacrificio alguno con tal de que permanezca con vosotras, dulcificando vuestras penas, embelleciendo vuestras alegrías!

¡No olvidéis que la dulce y benéfica Virgen es como la sensitiva que se agosta al más leve contacto!

¡No toquéis jamás a su blanca vestidura, porque como el oro y los diamantes que cubren las alas de las mariposas, con el más leve contacto se convierte en polvo!

¡Oh, no: renunciad a los pasajeros triunfos del amor propio, a vuestros más legítimos derechos, si no están en absoluta contradicción con vuestra dignidad; renunciad a todo antes que renunciar a la dulce paz, guardadora fiel del hogar doméstico, y dispensadora perpetua de los castos goces, de las delicias puras e inefables que sólo se encuentran en su seno!

La paz se había ausentado dando alaridos de dolor del hogar de Guillermo, ya mudo, triste y solitario.

Guillermo y Clotilde habían dejado de entenderse y, como dos enemigos que se hallan siempre en acecho, bastaba una palabra indiscreta, una mirada distraída para ahondar el funesto abismo que separaba sus dos corazones, nacidos sin embargo para confundirse en uno solo.

No había mediado entre ellos explicación ninguna; tampoco la habían buscado. Guillermo amaba y respetaba demasiado a su mujer para resolverse a dirigirle un reproche; Clotilde se creía demasiado agraviada para humillarse a formular una queja.

Y así estaban hacía más de un mes, tristes, sombríos, recelosos, esquivando la ocasión de hablarse o de estar juntos, llenando con su conducta de malestar y de angustia a todos los demás habitantes de la casa.

El abuelo gemía cuando veía estrellarse todos sus esfuerzos por conducirlos a una reconciliación, los niños se preguntaban el uno al otro, y preguntaban a Juana con infantil sorpresa:

—¿Qué tiene papá que llora cuando nos mira?, ¿qué tiene mamá, que huye de nosotros y ya no nos acaricia como antes?

Juana sellaba sus labios con un beso y respondía:

—Papá y mamá tienen disgustos por el pleito que sostienen, y les hace temer por vuestro porvenir. Redoblad para con ellos vuestras atenciones y cariño, que así se disipará su justísima tristeza.

La última mirada que Miguel había dirigido a Clotilde era una ardiente protesta de amor. Miguel no amaba a Clotilde en la verdadera acepción de la palabra; pero aquella aventura, que casi no había buscado, halagaba vivamente su amor propio y satisfacía su imaginación de artista, apasionada de lo misterioso y lo imprevisto.

—¡Cómo César, llegué, vi y vencí!, pensaba lleno de fatuidad. ¿Qué dirán mis amigos cuando les cuente esta aventura? Está visto que la virtud de los campos corre pareja con la de las ciudades. ¡Miserable humanidad, qué poco vales! Lo que siento es no haberme apoderado de algún trofeo que atestigüe a los ojos de mis compañeros la asombrosa rapidez de mi conquista... Una carta.... un retrato... El retrato yo lo puedo hacer, que están sus facciones muy grabadas en mi imaginación y creo que sabría trazarlas con mano tan rápida y segura como ha sido rápido mi triunfo.

Si el imbécil del marido no nos hubiese arrojado de ese modo, a la calle... Pero sin lucha no hay victoria: esto prueba que soy temible y mi aventura ha hecho ruido.

Tales eran los pensamientos de Miguel cuando se dirigía al Leviatán de los carruajes; pero cambiáronse repentinamente, tornándose en sombríos, al hallar en sus manos la cajita que Juana acababa de deslizar en ellas...

Su primer movimiento fue de cólera.

—¡Qué ridícula es!, murmuró en voz baja. ¡Qué rancias preocupaciones las suyas! De todo se asusta, y del átomo más leve forma una montaña.

¿Qué tiene de particular que Clotilde, que es hermosa, se aburra en ese antiguo y solitario caserón, y que yo, que soy joven y amante del placer, haya gastado una broma?

Bien debía saber Juana que ella y yo somos dos dedos de una misma mano, como dice un autor célebre, y que no puede extinguirse jamás el santo y mutuo cariño que nos une. Cariño de hermano a hermana, de madre a hijo, cariño apacible, sereno, que no se parece a los sentimientos tempestuosos del amor mundano. ¿Pero me quiere ella ni aun así? Empiezo a dudarlo. En un mes que he vivido a su lado, siempre hemos girado, y por su culpa, en órbita distinta; yo en el salón, ella en la cocina. ¡Qué compañera tan prosaica para un artista!... Y sin embargo, así la quiero yo para esposa mía... Me parece que ella ya no piensa en eso... ¡La he encontrado tan apática, tan fría, tan indiferente!... ¿Si será cierto lo que dicen las malas lenguas?, ¿si será cierto que Guillermo?... ¡Oh, si fuese cierto, le mataría!

Encendiósele el rostro de rubor e indignación contra sí mismo.

—¡Soy un miserable!, pensó haciendo trizas sus guantes. Juana es la mujer más pura y noble de la tierra.

Miguel, como todos los libertinos, como todos los maldicientes, que por una extraña aberración excluyen a sus madres y a sus hermanas del fallo injurioso que arrojan al rostro de todas las mujeres, excluía siempre a Juana del concepto despreciativo que le merecía la más bella mitad del género humano, y al que se hubiese atrevido a ofenderla con la más leve insinuación le hubiera arrancado la existencia.

Le parecía fácil y natural, si hubiese querido, vencer la virtud de Clotilde, de costumbres puras, de intachable fama, y le parecía absurdo pensar siquiera en que pudiese flaquear la virtud de Juana, adornada de iguales circunstancias. Le parecía que en nada faltaba él al decoro y al deber solicitando a una mujer casada, y le hubiera parecido un infame, digno del desprecio público y del mayor castigo, al que hubiese intentado seducir a Juana, libre de todo lazo y solidaria únicamente de sí misma, que así juzga la ciega pasión del hombre de lo malo y de lo bueno, de lo justo y de lo injusto.

Pero cuando el carruaje monstruo emprendió su marcha majestuosa se desvaneció repentinamente la cólera de Miguel, y sus ideas se borraron, reemplazándolas los sentimientos. Se le desgarraba el corazón, al separarse de aquel modo de su compañera de la infancia.

Triste, inquieto, preocupado estuvo todo el camino, y aprovechó la primera parada para escribir a Juana una larga carta, llena de quejas y recriminaciones.

Apenas llegó a Madrid corrió desolado a su casa, creyendo encontrar en ella la contestación, pero sólo halló cartas indiferentes de sus amigos de café, o de las mujercillas compañeras de sus orgías.

En medio de su despecho las arrojó todas al fuego. En diez días escribió veinte cartas, y las dos últimas por conducto de don Eustaquio, sin obtener contestación alguna.

—¡Esa mujer no tiene corazón!, exclamaba lleno de cólera a cada esperanza defraudada, ¡no sólo ignora lo que es pasión, sino que es incapaz de comprender el sentimiento! Su alma es fría como el mármol de la tumba, y por esto sólo resuena en ella la voz glacial del deber.

La providencia es quien me salva de unirme a un verdadero cadáver.

En uno de estos accesos de rabia, tomó la pluma y escribió a Clotilde una carta apasionada. Era un acto de venganza, pues nunca hubiera pensado en escribir a una mujer que habitaba bajo el mismo techo que Juana, y con la cual, si se había permitido un ligero pasatiempo, nunca, por aquella razón, había deseado que se formalizase.

Quince días después de haber partido la Marquesa, entró una tarde la tía Ojazos en el jardín, en donde se hallaba Clotilde con Juana y los niños, y dijo, mirando a la primera con aire significativo, que iba a llevarle el ramillete que le había encargado.

Clotilde se sonrojó, porque no le había hecho semejante encargo, pero aunque hubiese querido deshacer la equivocación no hubiera podido, porque la vieja, al poner precipitadamente el ramillete entre sus manos, se las apretó diciendo:

—Fíjese usted en la hermosa anémona que he puesto en el centro; no la hay igual en todo el mundo.

Clotilde ruborosa, acongojada, adivinando lo que podía ser y no atreviéndose a dar crédito a sus propios pensamientos, no supo si debía tomar o rechazar el ramo. Tomarlo era hacerse cómplice de la tía Ojazos, rechazarlo era dar un escándalo. Miró a Juana, miró a sus hijos, pareciéndole que todos debían leer en su rostro lo que ella adivinaba.

Por fin cogió el ramo, dirigió algunas frases de gratitud a la vieja y, lanzándose a la escalerilla de hierro, subió a su cuarto, cerró el balcón y la puerta, y se dejó caer casi sin sentido sobre un butaca.

El ramo que apretaba entre sus manos parecía abrasarla con un fuego intenso; sus perfumes le producían un desvanecimiento extraño.

Largo tiempo luchó consigo misma, entre el deber y la curiosidad, que más curiosidad que amor era lo que experimentaba.

Y por último sucumbió a la tentación, como Eva en el paraíso.

Desató el lazo de cinta verde que sujetaba el ramo, y las flores cayeron esparcidas sobre su falda. Entonces, arrollado al tallo de la anémona, vio efectivamente aparecer, como había pensado, un billetito.

Su primer movimiento fue apoderarse de él; pero casi al mismo instante sintió algo en el corazón que le advertía un peligro, mientras su rostro se cubría de púrpura.

—No debo leerlo, pensó, debo devolvérselo a esa mujer, para que lo remita de nuevo a su destino.

Estuvo largo tiempo entregada a una angustiosa lucha.

Y, por último, sucumbió otra vez a la tentación.

Después de haber principiado a leer la carta, la devoró hasta el fin.

Aquella carta era un verdadero capítulo de novela: amor ideal y delirante, pintado con palabras de fuego, amenazas de suicidio, si aquel amor volcánico se veía mal premiado, quejas, protestas, lágrimas, nada faltaba en la carta, que como dictada por el cálculo y no por la pasión, era una verdadera obra maestra, en la cual no había ni un tilde ni una coma que no estuviese en su sitio.

Pero Clotilde era cándida, inexperta...

Aquel lenguaje espiritual, nunca le había visto usar sino en sus libros. La primera declaración de amor que le había hecho Guillermo había sido pedirla sencilla y prosaicamente en matrimonio. Después le había expresado su amor de un modo espontáneo y natural, sin frases declamatorias ni pomposo estilo.

Lo primero que experimentó Clotilde al finalizar su lectura fue un movimiento de orgullo.

—Por fin soy amada como merezco, se dijo, como lo fue Valentina, como lo fue Indiana, como hubiera querido serlo la sublime Lelia. He aquí la poesía que me faltaba.

No contestaré a esta carta, pero la guardaré eternamente sobre mi corazón, y cuando sufra mucho, cuando me vea, como lo estoy, escarnecida y vilipendiada, recordaré que hay en el mundo un ser ¡que me adora de rodillas!

Cumplió su propósito durante tres días; al cuarto, una palabra dura, o que ella creyó dura, de su marido, puso en sus manos la pluma, y escribió una carta en la que, queriendo rivalizar con Miguel en elocuencia, le sobrepujó, porque puso en ella todo el fuego de su alma.

Demasiado inocente para calcular el peligro, demasiado noble para prever una traición, dejó correr la pluma a merced de su fantasía y estampó en ella palabras que el mundo, siempre malévolo, podía traducir de mil distintos e injuriosos modos.

Al principio pensó que aquella carta no debía mandarla a su destino, pero la tía Ojazos fue a ver si tenía respuesta la de Miguel, y cediendo a sus ruegos la puso furtivamente entre sus manos.

En el transcurso de otro mes recibió tres cartas más por el mismo conducto, y escribió tres cartas.

Luego empezó a decaer su entusiasmo, la novedad se hizo vieja, y fue perdiendo gradualmente su atractivo.

Halló que el piélago de poesía en que vagaba su alma no le ofrecía los goces inefables que había imaginado. Tenía como una espina en el corazón; no se sentía tranquila en ninguna parte. Parecía que una fuerza superior la obligaba a inclinar la frente, que antes llevaba tan erguida.

Experimentaba un extraño rnalestar en presencia de las personas respetables que iban a visitarla, se ruborizaba a pesar suyo delante de su marido y de sus hijos.

El aleteo de un pájaro la hacía estremecer, la hacía estremecer la voz de cualquiera que resonase repentinamente en sus oídos.

—¿Por qué?, se preguntaba a sí misma; ¿no estoy en mi derecho? ¿No es justo que la esposa desdeñada se refugie en el corazón del hombre que la adora? ¿No es justo que sacuda el tiránico yugo que la oprime y, recobrando su libertad moral, se convierta en un ser libre de pensar y de sentir, borrando el sello de esclavitud que la bárbara sociedad grabó sobre su humillada frente?

A pesar de estos razonamientos, la espina clavada en su corazón parecía introducir cada vez más en él su venenosa punta.

Sintiendo un bochorno inexplicable delante de su familia, procuró evitar en cuanto le fuese dable su presencia.

No salía de su cuarto más que a las horas de comer, o para dar solitarios paseos por el campo. Guardaba en su poder la llave de la puerta falsa, y salía y entraba sin ser vista de nadie.

Pero corno el corazón humano es tan extravagante, y ansía precisamente aquello de que está privado, diole a Clotilde entonces por anhelar la vista de sus hijos, y aún, aún, sin confesárselo a sí misma, la de su marido.

Aquellas cartas de fuego que guardaba sobre su corazón eran como una barrera infranqueable, como un abismo profundo interpuesto entre ella y Guillermo, porque Clotilde era de espíritu demasiado recto, de corazón demasiado noble, para desempeñar el villano papel de la mujer culpable que se entrega a sus devaneos, conservando, sin embargo, por medio de pérfidos amaños, su puesto de honor en el hogar doméstico.

Considerándose Clotilde, en la lealtad de su carácter, como moralmente divorciada de su familia, desde que había contestado a la primera carta, dióle por evocar los tranquilos recuerdos del pasado, los días plácidos y sin nubes en que se había deslizado blandamente su existencia.

Y con tanta viveza empezó a ofrecerse a su imaginación el recuerdo del bien perdido, que por combatirlo volvió a pasar revista a todos los volúmenes que componían su biblioteca, y que antes habían formado sus delicias. Figuraban entre ellos, en primer término, las obras de Jorge Sand.

Jorge Sand, que había olvidado sus deberes, que necesitaba sincerarse de su propia conducta ante el mundo, fue la que dio el primer paso en la torcida senda y, como sucede siempre que el árbol del mal produce efectos de muerte, por disculpar su infracción a las leyes de la moral y de la virtud, comprometió la felicidad futura de millares de mujeres.

¡Ah, si los espíritus incautos supieran que todas las ideas desorganizadoras brotan de la pluma del escritor que se halla, por su culpa casi siempre, fuera de la ley y en pugna con la sociedad, no prestarían tanta fe a sus descabelladas utopías!

¡Ah, que casi nunca el escritor se halla moralmente a la altura de su sagrado ministerio, convirtiendo lo que debería ser un elevado sacerdocio en vil comercio, y ciego por las pasiones, dominado por los intereses, pinta lo que le conviene, y no lo que siente y le dicta su conciencia!

¡Cuándo, cuándo seremos tan amantes del bien y la virtud que antes de tomar un libro en nuestras manos preguntemos por las cualidades morales de su autor, rechazando todos aquéllos que no procedan de un hombre digno y honrado! Entonces no miraríamos con tanto respeto la letra impresa, que en último resultado no representa más que el criterio de un hombre sujeto a error o extraviado por la pasión y la mano complaciente del cajista!

Seguían a las obras de Jorge Sand las de la condesa Hahan, que en su Faustina y en su Sibilia, y en tantas otras novelas, por desgracia de un mérito incontrastable, representó a la mujer emancipándose por un acto de justicia del yugo del matrimonio, y luego todas las de los novelistas franceses que durante más de treinta años han inundado el mundo con los enfermizos partos de su ingenio, haciendo una cruzada terrible contra la más santa y bella de las instituciones.

Brotaron de estos funestos libros, escritos la mayor parte con talento, infinidad de rosas, pero rosas selváticas, sin color y sin perfume, desnudas de hojas y cuajadas de espinas, con cuyas espinas se forjó la fantástica cruz del matrimonio.

No llegaron las miasmas ponzoñosas a Inglaterra, en donde se conserva intacto el respeto a la familia a causa del carácter grave y reflexivo de sus moradores; pero en Francia, en Italia, en España, en donde las imaginaciones son vivas, las pasiones turbulentas, causaron estragos incalculables, cuyas funestas consecuencias tocamos hoy con espanto, viendo por todas partes al esposo y a la esposa, posponiendo los goces a los deberes, reducidos a letra muerta, sacrificando a los frívolos goces del momento sus más caros intereses y el porvenir de sus hijos, viendo casi glorificados por todas partes la separación y el divorcio.

¿Y cómo no había de suceder así, si durante muchos años fueron el tema invariable de tantos y tantos libros devorados con delicia por la juventud de ambos sexos, los matrimonios contratados sin una simpatía recíproca, por cálculo, por ambición, por la arbitraria tiranía de padres codiciosos, por capricho, por ligereza o por inexperiencia, matrimonios que son otros tantos sepulcros del amor y la moral, y que deben necesariamente producir las más funestas consecuencias?

¿Cómo no había de suceder así, si en la cátedra, en la tribuna, en la prensa, se ha proclamado la libertad civil de la mujer, levantando para proclamarla el sagrado velo del hogar doméstico, discutiendo los recíprocos derechos del esposo y de la esposa; poniendo en tela de juicio si ésta debe o no debe someterse a lo que las leyes divinas y humanas le ordenan que cumpla; poniendo en tela de juicio su respeto al marido, jefe natural de la familia; su necesidad de velar junto a la cuna de sus hijos y formar su corazón para el bien, grata y dulce e importante tarea que basta por sí sola para llenar toda una vida; discutiendo, en fin, la santidad del juramento; reduciendo el indisoluble lazo bendecido por el cielo a simple contrato civil, transitorio y baladí, como todo lo que dimana de los hombres?

Y para sostener estas polémicas ardientes, estas sofísticas controversias, se ha apelado a todos los medios, sacando de quicio a los hechos más sencillos, trastornando las ideas más naturales, mancillando las virtudes más castas y más bellas.

¡Míseros innovadores, que por separarse del vulgo, amontonan utopías sobre utopías, imitando a aquel fanático que incendió el templo de Diana, monumento grandioso de las artes, para que su nombre oscuro pasase a los futuros siglos!

Y el hombre puso a la mujer sobre un altísimo pedestal, sin advertir que era de fango, y la mujer, orgullosa, desvanecida, delirante, se apresuró a escalarlo, renunciando a su misión divina, que es como si la rosa renunciase a su perfume y la estrella a sus bellos resplandores.

¡Y el ángel se ha convertido en criatura sin sexo, impotente y miserable, y la mujer, libre por el cristianismo, ha vuelto a tomar las cadenas de la esclavitud, porque en el terreno físico y material jamás podrá competir con su fuerte compañero!

Basta: hora es ya de que una cruzada sensata imponga silencio a esta cruzada loca y vocinglera, hora es ya de que los escritores honrados pongan un dique a este desbordamiento inmoral que amenaza destruir para siempre los vínculos de las modernas sociedades.

¡Basta, basta!

¡Por esos inocentillos de rubias cabezas, sonrosadas mejillas y ojos de azul de cielo, esperanza de las edades futuras, unámonos todos los que tenemos amor y fe en el alma, para salvar a la familia!

¡Dichosos aquellos que acudan a romper lanzas en el nuevo y gloriosísimo palenque; dichosos aquellos obreros que aunque oscuros y acaso vilipendiados, puedan dormir el sueño eterno, seguros de haber puesto una pequeña piedra al edificio moral, levantado sobre los escombros de la inmoralidad, hoy prepotente y orgullosa!

Fortalecida Clotilde con aquellas nuevas lecturas, se tranquilizó respecto a la justicia de su causa y al derecho que la asistía para obrar del modo que obraba, pero sin saber por qué, aquella espina clavada en su corazón se iba introduciendo más y más en él, no bastando todos sus esfuerzos para arrancarla de allí. Era un sentimiento, por decirlo así, instintivo, en el que no tomaba parte la razón.

Le sucedía como a Eva, que apenas hubo perdido la flor de su inocencia y antes de comprender el mal, ya se sintió ruborosa de sí misma.

Y agravó su malestar la nueva actitud en que Guillermo se fue colocando paulatinamente: en vez de rehuir como en los primeros días una reconciliación, parecía provocarla.

Dios es infinitamente misericordioso porque su amor es infinito.

Guillermo, que adoraba a su mujer, sintió abrirse su pecho a la misericordia.

Creía haber arrojado para siempre a la serpiente del paraíso, creía haber extirpado el mal de raíz, y a la borrasca dolorosa sucedieron la calma y la esperanza. La inmensidad de su amor buscó excusas a Clotilde.

—¡Es tan joven, pensaba, veinte años aún no bien cumplidos! Miguel es bello, elocuente, de modales distinguidos, ciñe a sus sienes una corona de laurel; yo soy tosco, sencillo, oscuro, ¿qué tiene de extraño que la comparación me haya sido desventajosa?, ¿que por un instante haya flaqueado su fe?

Además, muchas veces, preocupado con mis negocios, con mis disgustos, no soy con ella todo lo galante, todo lo expansivo que debiera ser: Clotilde es una flor delicada que necesita para vivir los aires tibios y embalsamados de un invernadero. No hay duda que su imaginación es más viva que la mía, su alma más espiritual que mi alma.

Preciso es que procure acercarme a ella, preciso es que procure conquistar de nuevo su amor, entibiado quizás

Y el noble joven procuraba, en efecto, por cuantos medios le sugería su ternura, salvar el abismo que sin saber cómo se había interpuesto entre él y el adorado ídolo de su alma.

Clotilde creía que debía resistir a sus halagos y resistía; pero a costa de luchas y tormentos indecibles.

Una tarde salió a dar un paseo por el campo. Iba sola como de costumbre, y vagando a la ventura se encontró en la cúspide de unos riscos escarpados hasta los cuales no había llegado nunca. Tuvo miedo al encontrarse tan lejos y tan sola, y lo peor era que había ido hasta allí atravesando eriales y no sabía el camino que había traído.

Pero brotaba al pie de una empinada roca un manantial de aguas límpidas y puras que, convirtiéndose luego en arroyuelo, bajaba bordeado por frescas espadañas a perderse en la llanura. Clotilde tomó por guía el arroyuelo, segura de que le conduciría hasta muy cerca de su casa.

El arroyuelo unas veces se paraba, detenido por un montón de gruesas piedras, otras saltaba alegremente por encima de las peladas guijas. Cuando se paraba no era por mucho tiempo porque, aunque quejándose y lamentándose, se destrenzaba en mil hebras de plata, y dejando en medio el obstáculo, corría a reunir más abajo sus cristalinas aguas.

Entonces sus murmullos, que antes eran quejas, se trocaban en cantos de plácido triunfo.

El arroyuelo parecía decir a Clotilde:

—Ésta es la vida: una cadena de esfuerzos y victorias; un tejido de penas y alegrías. El peregrino del cielo, para volver al cielo, tiene que atravesar una comarca sembrada de bellos oasis y páramos desiertos. ¡Dichoso él si no flaquea, dichoso él si salvando los obstáculos llega a la meta deseada, dejando cubierta de beneficios la senda que atraviesa, como yo cubro la vía por donde paso de modestas florecillas!

Esto parecía decir a Clotilde el arroyuelo, y Clotilde, de imaginación poética, de alma sensible, parecía comprender su lenguaje misterioso.

—¡Cómo luchas y combates, murmuraba al compás de los murmullos de su humilde compañero; pero tú nunca desmayas, tú sigues impávido tu camino, y llegas a tu fin con una precisión matemática! Por donde has pasado una vez pasas siempre, a pesar de que te destrozan los obstáculos. ¿Será menos firme la voluntad del hombre que tu voluntad, pobre manantial de aguas deleznables?

—Mira, parecía responderle el arroyuelo, mira allá abajo aquellas mustias florecillas que esperan ansiosas la vida de mis linfas transparentes. El amor que anima a todo el universo, el amor que anima hasta a las duras piedras, es el que me mueve a mí a seguir mi curso, para ir a llevarlas el bálsamo del consuelo.

Cuando llego allí me sumerjo en el seno de la tierra para aparecer de nuevo más puro y trasparente, y llevar la vida a otras comarcas. Si el hombre soberbio se sometiese a la dulce ley universal, llenando su corazón de amor, salvaría como yo los obstáculos del camino, y llegaría triunfante y feliz al término donde cesan las amarguras de la vida.

Y así discurriendo Clotilde y el arroyuco, bajaron ambos sin sentir de las empinadas crestas y llegaron a la llanura, deteniéndose a la par en una verde praderita cercada de arbustos que entrelazaban su follaje.

Eran ya los últimos días de octubre, y mientras por todas partes sólo se veían secas laderas y árboles desnudos de sus hojas, allí en donde el arroyo formaba una pequeña balsa, antes de filtrarse por entre la arena, el suelo estaba cubierto de musgo y de flores otoñales.

Clotilde se sentó al borde de la balsa, al pie de unas altas espadañas, y fijos sus ojos en las temblorosas aguas, parecía decirles:

—Adiós, líquidas perlas, que a pesar de haberos deslizado sobre el limo de la tierra, no habéis perdido vuestra pureza inmaculada; adiós, ondas mansas y serenas, que sin otra ambición más que la de dar la vida, habéis llegado al término del viaje, dejando sembradas en vuestro camino mil humildes florecillas. ¡Adiós, descansad en paz; quedan aquí para bendeciros los insectos que se alimentan de las hierbas, los pájaros que se albergan en la enramada, las brisas que mecen el cáliz de las flores, esparciendo por todas partes sus perfumes!

Así decía Clotilde viendo a las hebras de plata sumergirse aquí y allá por entre la verde grama.

De repente dio un grito de dolor y espanto. Por dos caminos distintos que convergían cerca de aquel punto, formando un solo camino, vio adelantarse a Guillermo y a Juana. ¿Era que se habían visto de lejos y corrían a reunirse? ¿Era que se habían dado una premeditada cita?

Clotilde se escondió entre la enramada, deseando no ser vista.

Muy difícil hubiera sido que la apercibieran, porque ya el velo de la noche iba cubriendo a la tierra y confundiendo todos los objetos.

—Me alegro encontrarte, dijo Guillermo a Juana desde lejos. Cabalmente te iba buscando. El señor de Linares me compra todo el trigo a un precio muy alto, porque espera hacer un buen negocio enviándolo a Francia, en donde la cosecha este año ha sido escasa. ¿Quieres venderle también el tuyo? Tienes el del año pasado y el de éste, y puedes triplicar las ganancias.

—Usted haga lo que quiera, Guillermo, dijo Juana poniéndose encendida. ¿Quién mejor que usted, cuya generosidad me ha dotado con ese campo tan fértil, puede mirar por mis intereses?

—Pues yo lo vendo, supuesto que te parece bien.

Y a propósito, ¿sabes que tu capital asciende ya a más de cincuenta mil reales? Como nunca tocas a los productos, que ganan en mi poder el tres por ciento, pronto se va lejos.

—¿Y cómo he de tocar a los productos, dijo Juana con expresión de ardiente gratitud, si ustedes son tan buenos que no me dejan carecer de nada? Clotilde me regala siempre más vestidos que los que necesito; ¿en qué quiere usted que emplee el dinero?

—Pero di, Juana, interrumpió Guillermo, teniendo ya un capitalito, ¿por qué no piensas en establecerte? El matrimonio es el verdadero estado de la mujer. Sí, sí, repuso, viendo que Juana se ponía pálida y trémula, ya sé que tienes un amor en el corazón, ya sé que almas como la tuya no aman más que una sola vez en la vida.

¿Crees tú que si yo perdiese a mi adorada Clotilde, podría amar jamás a otra mujer? ¡Oh, no, bien seguro estoy de que no! Mi corazón, que es todo suyo, quedaría muerto para siempre.

Ya ves que comprendo tu sentimiento, ya ves que te hago justicia. Pero tú eres buena y juiciosa, y te bastará apreciar y querer a tu marido para hacerle feliz, y ser feliz en cuanto se puede serlo en este mundo. Necesitas un compañero, un apoyo; la juventud es breve; la vejez aparece luego triste y solitaria: ¡ay del que no tiene un brazo que le sostenga, un corazón sobre el cual pueda reclinar la frente!

—Ya ves; no puedes pensar en Miguel; Miguel se ha distraído; se ha desvanecido con el oropel de la corte.

—¡Jamás seré esposa de Miguel!, exclamó con viveza Juana. Miguel no me ha amado nunca y no me amará jamás. Pero yo le he erigido un altar en mi corazón, y no puedo poner en él a otro hombre.

—Anselmo lo sabe, dijo Guillermo, y sólo desea ser tu protector, tu amigo, el compañero de tu vida. Anselmo te ama hace muchos años. Ahora mismo acabo de encontrarle y me ha repetido por la centésima vez lo que acabo de decirte, con un acento que partía el alma. ¿Qué quieres que le responda cuando le vea?

—Que amo a Miguel, y que no puedo acercarme al altar para pronunciar un falso juramento.

—Piénsalo bien.

—Ya lo he pensado. ¡Ah!, mientras ustedes no me echen de su casa me consideraré feliz pudiendo servir de algo a usted, a su buena esposa y a sus queridos hijos.

Hablando así, ambos se alejaron.

¿Qué había experimentado Clotilde durante aquel diálogo que desvanecía todas sus sospechas, que daba un mentís a todas sus falsas suposiciones?

Con las mejillas encendidas de vergüenza y el corazón destrozado por los remordimientos, permaneció largo tiempo inmóvil y silenciosa.

—¿Qué he hecho?, pensaba, ¡mi calenturienta imaginación ha dado cuerpo y vida a fantasmas impalpables, he calumniado a dos seres puros que me aman, y a Juana, ¡ay de mí, a Juana le he robado el corazón en el cual había depositado la esperanza de su vida!...

Al día siguiente se celebraba una gran función, en la ermita de nuestra Señora del Milagro, costeada por un rico hacendado de Orduña, que ya en los bordes del sepulcro, había recobrado milagrosamente la salud.

Por la mañana había misa mayor y sermón, por la tarde plática y rosario.

Clotilde fue a la función de la tarde, acompañada de Felisa, su doncella.

Ya hemos dicho varias veces que la instrucción de don Eustaquio no era muy vasta: casi se reducía al Evangelio; pero predicaba el Evangelio con tan sencilla fe, y sus palabras brotaban tan a raudales de su alma sencilla y bondadosa, que no había quien le aventajase en la magia de conmover los corazones.

Como su ejemplo correspondía a sus palabras, como se sabía que él y la verdad eran una misma cosa, como en su santa vida no había nada que reprocharle, como no fuese el dar con tanta profusión a los pobres, que él quedaba reducido a no tener lecho en que reclinarse ni dinero para reemplazar su vieja sotana con una sotana nueva; cuanto como tenía gran autoridad sobre sus feligreses que le idolatraban.

Por una extraña coincidencia, que quizás no lo sería, la plática de la tarde pareció ir dirigida a Clotilde.

El venerable sacerdote frecuentaba su casa, y tal vez habría adivinado la cruel enfermedad que aquejaba el alma de la triste joven.

Habló de los deberes de la esposa cristiana; habló de la inmaculada pureza que debía presidir, no tan sólo a sus actos, sino también a sus pensamientos; dijo que todo el edificio moral descansaba sobre los flacos hombros de la esposa y de la madre, y que Dios, al confiarla tan sagrado ministerio, la había dotado de fuerzas poderosas para llevarlo a cabo, fuerzas basadas sobre el amor, la abnegación, el deber y la virtud, cualidades tan inherentes a ella, que formaban su misma esencia. Dijo que Dios la había dotado sobre todo del misterioso pudor, preservativo mágico contra los deseos terrenales, y que constituía por sí solo su defensa en las borrascas de la vida. Dijo que el honor no es una cosa baladí, como se acostumbra a creer en el día, que del honor de la madre especialmente, pende el honor de los hijos, que son su continuidad moral sobre la tierra, y que siendo un depósito precioso que la confía el hombre a los pies del ara y que Dios recibe en depósito, no está en sus manos el poder empañarlo al enajenar una joya que no fuese suya.

En una palabra, dijo cosas tan nuevas y conmovedoras, que Clotilde se sintió completamente subyugada y vencida.

El sitio y la hora también influyeron sobre su ardiente imaginación.

Era ya de noche: las puertas de la ermita estaban abiertas, porque no cabiendo todos los fieles en su recinto, éstos se extendían hasta la mitad de la subida. De este modo un rayo de luna llegaba hasta el mismo púlpito, formando una aureola de plata alrededor de la cabeza del venerable anciano.

Las mujeres, que si no eran madres, pensaban con la ayuda de Dios llegar a serlo algún día, sollozaban en voz baja, o pendían con fervor a la bendita Virgen que les prestase su auxilio para cumplir dignamente sus deberes; los hombres, viendo realzar la importancia de su débil compañera, a quien quizás miraban con sobrado menosprecio, se sentían enternecidos y avergonzados, y cuando dijo el sacerdote que Jesucristo al morir había puesto a los hombres bajo el amparo de su madre, como para manifestar cuál debía ser el ministerio de las madres sobre la tierra, todos prometieron en lo más íntimo de su corazón respetarlas y adorarlas, corno el mártir del Calvario había respetado y adorado a la Virgen sacrosanta.

La emoción es una chispa eléctrica, que se comunica con la celeridad del rayo a todos los corazones.

Cuando el buen sacerdote, cuando el buen padre descendió del púlpito con las mejillas cubiertas de lágrimas, porque había predicado lo que sentía, todos se precipitaron a su encuentro para besar su mano y ofrecerle la enmienda de sus culpas.

Después, fueron desfilando silenciosamente los unos en pos de los otros, con el corazón lleno de fe y la mente henchida de santos propósitos, y la iglesia quedó desierta.

—Vaya usted a casa de la tía Ojazos, dijo Clotilde a su doncella, y dígala usted que haga dos ramos que quiero llevarme a casa. Aguárdeme usted allí. Voy a rezar un poco, y luego iré a buscarla.

Alejóse Felisa, y Clotilde se sentó en un banco de piedra que había a la puerta de la ermita.

Don Eustaquio que se había estado quitando los ornamentos sacerdotales, mientras el monaguillo apagaba las luces, salió el último de la ermita y cerró la puerta con llave.

Mientras estaba cerrando, sintió que le tiraban suavemente de los pliegues de la sotana. Volvióse sorprendido, y vio a Clotilde.

—Padre, dijo la hermosa con voz trémula. ¿Será cierto que la esposa, que consagra sus pensamientos y los latidos de su corazón a un hombre que no es su marido, pierde la inmaculada pureza de su alma, aunque no haya sido culpable, aunque jamás haya pensado en ser culpable?

—Sí, hija mía; respondió vivamente el anciano. ¿Cómo puede la mujer entregar a otro hombre el amor que debe a su marido y permanecer pura? ¿Qué extraña doctrina sería esa? Cuando el alma inmortal y responsable está manchada, ¿qué importa que deje de mancharse el cuerpo, finito e irresponsable? Dios cuenta los propósitos mucho más que las acciones.

Y además ¿no es el primer deber de la esposa labrar la felicidad del esposo? ¿Y cómo puede labrarla, si tiene el corazón y el pensamiento extrañados del hogar doméstico? Y además, ¿cómo puede impedir que ese extrañamiento no traspire, y sólo por las apariencias deshonre a su familia? Y además, quien acaricia un culpable pensamiento, está muy cerca de cometer la culpa: lo que el pensamiento acaricia, pronto lo acaricia la voluntad.

Hablaba el buen anciano con tanto ímpetu, que Clotilde le interrumpió acongojada.

—¡Pero, padre, me parecen esas doctrinas demasiado severas! El siglo progresa, y ya no se ven las cosas a la misma luz que se veían.

—La verdad y la virtud, exclamó don Eustaquio, no admiten disfraz alguno. Tales corno salieron de las manos de Dios, caminan por la tierra, y caminarán hasta la consumación de los siglos.

—Pero la mujer ha dejado de ser la esclava del hombre, replicó Clotilde; la mujer ha sacudido el yugo brutal con que quiso dominarla en aquellos tiempos de funesto oscurantismo, en que se consideraba como un delito que supiese leer, y en que hasta se la negaba que tuviese un alma.

—¡Oh, no serían los fieles observadores de la ley de Jesucristo los que negasen esto, exclamó don Eustaquio con fuego. ¡Jesucristo confió el cetro del mundo moral a la mujer, en la persona de su Santa Madre, y la elevó por cima de todas las criaturas del universo!

—¡Cetro ilusorio, murmuró Clotilde, con el cual se pretende acallar sus justas quejas, como se acalla el llanto del niño con un fútil juguete! Lo que necesita es revindicar sus derechos, usurpados por su soberbio compañero, tener opción, como él, a la gloria, a los honores, a los altos cargos que puede desempeñar del mismo modo. La mujer es igual al hombre: iguales deben ser sus derechos. ¿Por qué el hombre ha de mostrar la orgullosa frente ceñida de laureles, y relegar a la mujer al estrecho y oscuro círculo del hogar doméstico?

—¡Oh, cuánto, oh, cuánto se equivoca usted, Clotilde! prorrumpió don Eustaquio arrebatadamente. ¡La mujer no es igual al hombre, es muy superior a él; usted, pretendiendo ensalzarla, la rebaja!

¡No, no! La mujer no es igual al hombre. Dios, después de haber formado al hombre de barro, no tomó otro montón de barro para formar un ser idéntico al primero. Por medio de una sublime alegoría, la Escritura nos dice que formó a la mujer de una costilla de su marido, y presentándosela luego, dijo: ésta es la carne de tu carne, el alma de tu alma.

¡No, no, la mujer no es igual al hombre, es su más bello complemento! Son dos mitades, que adaptándose perfectamente entre sí, forman un armonioso todo; sólo que cada una de estas mitades está dotada de los atributos que le faltan a la otra: el hombre posee la fuerza, la inteligencia, la energía; la mujer, la sensibilidad exquisita, la imaginación ardiente, la gracia seductora. Aunque distintos los lotes, no se sabe cuál es mejor, cuál es más importante. Para mí, el de la mujer, que la convierte en ángel de paz, de amor y de dulzura.

¿Qué ha hablado usted de humillación, de esclavitud? ¿No es ella la reina del mundo, ante la cual dobla el hombre la rodilla? ¿No es ella la diosa, ante cuyo altar el hombre ofrece el puro incienso, la olorosa mirra? Se presenta ella y se abren todas las puertas; habla, y se recogen sus palabras, cual las de otra profética Sibila; llora, y sus lágrimas ablandan todos los corazones, torciendo la voluntad que se consideraba a sí misma inquebrantable. En el fondo de todos los bienes y los males, se halla la mujer, que, con su varita mágica, hace brotar flores de los páramos, o convierte los vergeles en áridos desiertos. ¿No es a ella a quien el hombre acata como virgen, adora como esposa, venera como madre? ¿No es a ella a quien vuelve los ojos en sus dolores, como el náufrago vuelve los ojos al cielo? ¿A qué desear lote más bello, destino más fecundo? ¡Oh, que santo, oh, que sublime, ob, qué glorioso ministerio el suyo!

En el seno de la familia, el hombre encuentra la fuerza para luchar contra las borrascas de la vida, las suaves inspiraciones del bien, las gratas esperanzas de mejores días: en el seno de la familia, se educa el niño que luego será hombre, y acaso decidirá de los destinos de la patria; en el seno de la familia, reposa el anciano caduco y fatigado por su larga peregrinación sobre la tierra.

En el bendito dintel del hogar doméstico, se estrellan los huracanes que engendra la vida pública; se detienen las pasiones tumultuosas y bastardas; allí encuentra el hombre los puros goces en los días felices; la resignación y el consuelo en los días de amargura.

¿Y quién es la reina absoluta del hogar doméstico? ¿Quién es el alma de la familia?

Qué, ¿no satisface la ambición de la mujer, el desempeñar el papel de Providencia? Qué, ¿no satisface a su alma la facultad de dar al mundo y al cielo seres dignos de sí misma?

Poco he leído, viviendo como he vivido siempre en estas breñas, pero sé que Kant, un célebre escritor, ha dicho: «Detrás de la primera educación que brota en el seno de la familia, se oculta el misterio del perfeccionamiento y la felicidad del género humano».

Y otro no menos célebre, Aimé Martin, murmura al oído de la mujer que va a ser madre:

—«Está atenta: he aquí el momento de engrandecer tu alma, porque va a trasmitirse toda entera al ser que mora en tus entrañas. No permitas que ningún otro pensamiento más que el tuyo penetre en aquel santuario. Se trata del vicio o de la virtud, de la paz o los remordimientos de toda una existencia. Estás grabando sobre bronce. La suerte de tu hijo dependerá de la fuerza y el entusiasmo que emplees en grabar en él la salvadora máxima primera».

¡Ah, Clotilde, qué dulces, qué suaves armonías existen entre el hijo y la madre! La naturaleza lo suspende a sus labios, lo estrecha a su seno, le despierta a sus caricias; quiere que se lo deba todo a ella, de modo que después de haber recibido de ella la vida y el pensamiento, aguarde su inspiración para creer, amar y ser dichoso!

—Pero padre, interrumpió Clotilde con ansiedad, el cuadro que usted ha trazado es bello, pero no exacto. Al lado de esas glorias que usted pinta, se ocultan en el hogar doméstico profundos dolores, amargas decepciones, sufrimientos indecibles.

—¿Pues qué?, exclamó el sacerdote, ¿la vida es otra cosa que una incesante batalla, que un prolongado martirio; martirio por medio del cual, conquistamos las palmas eternales? ¿Pues qué, el pintor, el poeta, el sabio, antes de mostrar al mundo sus sublimes obras, no han apurado profundos dolores, decepciones amargas, sufrimientos indecibles? ¿Pues qué, los conquistadores no alcanzan el precio de su reposo y de su sangre, los lauros de la victoria? ¿Y quiere la mujer llevar a cabo la obra más bella de todas, alcanzar los lauros más gloriosos de todos, sin lucha, sin esfuerzo?

—Pero si ella creyera que el marido la desestima, si hubiese llegado a suponer que abría su pecho a otros amores... murmuró Clotilde en voz baja.

—El buen pastor va por montes y por llanos en busca de sus descarriadas ovejitas, repuso don Eustaquio, y no descansa, no sosiega hasta que las encuentra, y estrechándolas, lleno de sublime gozo contra su corazón, vuelve con ellas al salvador aprisco. No hay hombre, por pervertido que esté, que no se rinda a las castas solicitudes de la esposa que marcha tranquila y serena por la senda del deber.

¡Ah, que el deber es árido! ¡Ah, que la vida íntima carece de poesía para ciertas almas que se elevaron sobre el común de los mortales!, tartamudeó Clotilde ya vencida, y refugiándose en su última trinchera.

Don Eustaquio la miró fijamente.

—¿Poesía?, dijo. ¿Qué es poesía? La poesía reside en un alma bella, en una imaginación pura. Un alma bella derrama su poesía sobre cuantos objetos la rodean, siendo estos otros tantos espejos que reproducen su imagen; si el alma carece de poesía, en vano la buscará por todas partes.

Halla el labrador poesía en el chirrido de las ruedas de su arado que proporciona el pan a su familia, la halla el manufacturero en el estrépito de las máquinas que le proporcionan un bienestar tranquilo, la halla la mujer en el escondido hogar en donde chisporrotea el amigo fuego encendido por ella, y hasta en los remiendos que echa a los vestidos de sus hijos. No busque usted la poesía, Clotilde, fuera del deber, fuera de la exquisita sensibilidad del alma, fuera del amor y la abnegación, que todo lo embellecen.

La poesía que usted invoca no es la casta virgen que Dios nos ha mandado a la tierra, para prestar belleza y encanto hasta a las informes orugas, es una divinidad mentida, que se aleja y se disipa cuando queremos tocarla con las manos, porque es la hija fantástica del orgullo y del delirio...

Interrumpió a don Eustaquio la presencia de Felisa, que acudía inquieta por la tardanza de su señora.

Despidióse Clotilde del buen anciano, y se dirigió llena de confusión a su casa.

Cuando llegó a ella no subió a su cuarto, como tenía costumbre, sino que entró en el comedor, en donde se hallaba reunida la familia.

Guillermo estaba de pie, junto a la ventana que daba al jardín. ¡Tal vez aguardaba el regreso de Clotilde! El ciego, recostado en su poltrona, tenía sobre sus rodillas a Carlos, que le divertía con su graciosa charla; Juana, sentada junto al hogar, en donde ardía un buen fuego, hacía recitar a María su plegaria de la noche.

Clotilde se detuvo en el dintel de la puerta, al contemplar aquel sereno cuadro, y por primera vez sintió que había allí algo poético e inefable.

Pero no se atrevió a entrar.

Había estado tanto tiempo alejada de la vida íntima, que su presencia allí era como la presencia de una extraña.

Juana la vio, y comprendió el motivo de su vacilación.

Se levantó rápidamente, y dijo algunas palabras al oído a María.

Entonces la inocente niña corrió a la puerta, y cogiendo a su madre de los pliegues de la falda, le dijo con su dulce vocecita:

—Ven a hacerme recitar la oración, verás que bien la sé.

La llevó hacia donde estaba Juana, pero Juana había desaparecido, yendo a ocultarse, como siempre, en el último rincón del aposento.

Clotilde se dejó caer sobre el asiento que había ocupado la joven, después de haber dado con voz conmovida las buenas noches, puso a la niña sobre sus rodillas, y la invitó a que dijese su oración, que María repitió punto por punto, y con una gracia indecible.

Después se deslizó de su falda, y corrió a buscar a Juana para recibir los plácemes merecidos.

Juana murmuró otra vez algunas frases al oído.

La niña, sonriendo con aire de inteligencia, fue entonces a buscar a su padre, le llevó con dulce violencia a sentarse en el mismo banco que ocupaba Clotilde, rogó al anciano que acercase su sillón, y cuando hubo formado un grupo, se puso en medio y dijo con sumo donaire:

—Ahora voy a contar un cuento. ¿Cuál quieres que cuente, mamita Juana?, añadió empinándose sobre las puntas de los pies y buscando con los ojos a su amiga.

—El de las dos almas, dijo Juana desde su rincón.

—¡Ah!, pues bien, repuso la graciosa niña. Eran dos pobres almitas, que se dirigían al paraíso, ambas cargadas con su cruz, que les fatigaba mucho.

El camino era largo, largo, interminable...

A ambos lados del camino había serpientes de inflamados ojos y enroscada cola. ¿Digo bien, mamita Juana? El camino era muy estrecho, muy estrecho, y a ambos lados había también espantosos precipicios que daba miedo el verlos.

Pues bien, aquellas dos almas se habían aborrecido en el mundo, y marchaban la una detrás de la otra por temor de codearse. Llevaban las cruces de mala gana y arrastrando, de modo que además de enredarse con las zarzas, si daban un paso hacia adelante, resbalaban ciento hacia atrás.

Y la noche se hacía cada vez más oscura, y los relámpagos eran cada vez más vivos, y los truenos más espantosos, y más lejos parecía verse la puerta de los cielos...

Entonces pasó por delante de ellas un viejecillo, cargado con una cruz muy grande, que iba dando saltitos, y a cada salto dejaba atrás una legua de camino.

¡Y ahora no me acuerdo!, dijo María interrumpiéndose y poniéndose un dedo en la frente!

Aquello no era verdad, y así prosiguió riéndose de su propio engaño.

—Llegó el viejecillo dando saltos junto a las dos pobres almas que se arrastraban penosamente, y las preguntó:

—¿Qué es eso que lleváis sobre vuestras cruces, que andáis tan agobiadas, siendo mucho menos pesadas que la mía?

—Un ramito de albahaca, contestaron las dos almas a la vez, un ramito de albahaca, que simboliza el rencor que nos hemos guardado en la tierra, no habiendo querido tolerarnos ni perdonarnos nuestras mutuas faltas.

Y la traviesa niña miró de soslayo a su hermanito Carlos.

Después prosiguió con la gravedad de un pequeño misionero.

—El viejo sacudió tristemente la cabeza, y dijo:

—Pues mirad, si no arrojáis lejos de vosotros esos pérfidos ramitos, que con parecer tan ligeros son tan pesados, si no entrelazais vuestras manos, y no apoyáis una en otra vuestras cruces, no llegaréis jamás al término del viaje.

Además, las cruces, hijas mías, no se llevan de ese modo: en vez de llevarlas arrastrando, ponedlas valerosamente sobre vuestros hombros, y veréis cuánto se disminuye su peso.

Obedecieron al instante las dos almas, arrojaron las ramitas de albahaca al precipicio, entrelazaron las manos, poniendo antes valerosamente las cruces sobre sus hombros, y apoyándolas una en otra, marcharon con paso tan ligero como el del viejo, y en breve llegaron a la puerta del paraíso, que parecía estar tan lejos.

Batieron palmas los ángeles y los santos al verlas llegar, y las condujeron a la presencia de Dios, que estaba sentado sobre un trono de estrellas y de soles, y luego a unos jardines, llenos de flores y frutos y pájaros muy hermosos para que descansaran allí eternamente de sus penas.

Y colorín colorado, el cuento se ha acabado. ¿He dicho bien, mamita Juana?

—¡Muy bien, muy bien!, respondió Juana conmovida. Guillermo y Clotilde no contestaron. ¿Qué había pasado entre ellos durante el relato de la hechicera niña?

Sus manos se habían buscado y se habían entrelazado a favor de la oscuridad, mientras el anciano había levantado las suyas al cielo, invocando a la dulce concordia, para que volviese a habitar entre sus hijos.

Y la concordia había descendido efectivamente del cielo, risueña y apacible, para tomar de nuevo asiento junto a aquel hogar, huérfano de alegría, y las almas de Clotilde y Guillermo, se sintieron sumergidas en un piélago de inefables y desconocidas emociones.

¡La reconciliación estaba hecha!

La velada fue deliciosa y Clotilde se sorprendió al oír la hora marcada para retirarse.

Entonces subió a su aposento, y fue a sentarse junto a la chimenea, en donde ardían los enormes troncos de encina.

Largo tiempo permaneció allí inmóvil, fijos los ojos en las brasas inflamadas.

Después se levantó, se dirigió a su biblioteca, cerró con llave, y arrojó la llave entre las brasas.

Después fue a buscar las tres cartas de Miguel que guardaba atadas con una cinta verde, y las arrojó también al fuego. Levantaron las llamas un torbellino rojizo con el alimento entregado a su voracidad, y los troncos, crujiendo y despidiendo chipas de oro, parecieron celebrar con vistosos juegos de artificio, la victoria que Clotilde acababa de alcanzar sobre sí misma.

Después, Clotilde se hincó de rodillas, inclinada, como las vestales, hacia el sacro fuego, y juró guardar siempre intachable la pureza de su alma.

Y después aún, se reclinó en el blando lecho, y los ángeles de paz y de consuelo la acariciaron blandamente con sus alas.

¡Dios la había perdonado!

¿Pero la había perdonado el mundo?

¿Era tiempo aún de detener el rayo que ella misma había concitado sobre su serena frente?

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VI. La intriga
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