X. Cuadros de luz
Solamente, a expensas de la felicidad, puede una mujer intentar sustraerse a las trabas severas que fueron impuestas a su sexo.—M.ME DE PERTIGNY.
¿Qué había sido de Clotilde?
La infeliz había huido a través de los campos, en el mismo desorden en que había llegado al cobertizo. Sus pies chorreaban sangre: dejaba los trofeos de su traje y sus cabellos en todas las ramas de los árboles.
No pensaba, no sentía: el espanto y el dolor habían embotado su imaginación y su alma.
Tres veces se halló detenida delante de la corpulenta encina que se alzaba solitaria en medio de los cuatro senderos. La encina en cuya corteza había grabado un pensamiento culpable, elevaba sus desnudos brazos al cielo, como si fuese el símbolo de Dios que quisiese interceptarla el paso.
Cuanto más pretendía alejarse, más se acercaba a aquel fatídico árbol: parecía recorrer un círculo mágico que siempre la conducía al mismo punto.
Por fin venció al sortilegio; por fin pudo evitar su encuentro y seguir adelante.
Llegó a su casa, metió la llave en la cerradura de la puerta falsa, abrió, empujó, pero la hoja de la puerta no giró sobre sus goznes.
—¿Qué es esto?, murmuró estremecida.
Reunió todas sus fuerzas, sacudió la puerta con verdadero frenesí; pero la puerta, inmóvil e implacable, no cedió ni un ápice siquiera.
Tres veces renovó su ciega acometida, y tres veces retrocedió, yendo a caer de espaldas sobre la yerba.
Aquella puerta, como el árbol fatal, parecían ser los instrumentos del castigo que impone el cielo a los culpables.
Clotilde oprimió su frente entre las manos para concentrar sus ideas.
—¡Esto es que han corrido el cerrojo por dentro!, exclamó al fin con indecible espanto.
¿Por qué lo han corrido? ¿Es que Guillermo se ha apercibido de mi fuga? ¿Es que quiere que quede manifiesto mi extravío?
¡Sí, sí, esto es! No han sido sólo las sospechas las que han guiado sus pasos al cobertizo... ¡Tenía la certidumbre de mi falta, y ha querido evidenciarla a los ojos de todo el mundo!...
Y ahora, ¿qué haré, Dios mío, qué haré?
Si llamo, los criados no me oirán, y aunque me oigan, ¿cómo puedo justificar mi salida a semejante hora, cuando he pretextado que estaba enferma?
Se apercibió de que sus cabellos estaban esparcidos, de que su traje estaba hecho jirones y mojado por la húmeda niebla que envolvía la atmósfera.
—¡El escándalo!, murmuró con voz sorda.
Representáronse a su acalorada imaginación las palabras de doña Segismunda, del escribano; vio que estaba perdida en el concepto del mundo, perdida y deshonrada en el concepto de su familia.
—Insensata, insensata, ¿qué he hecho yo?, exclamó fuera de sí. ¡Voy a ser la fábula de Orduña! ¿Podrá soportar Guillermo su deshonra, sin matarse y sin matarme?
Sonrióse a la idea de la muerte que todo lo termina. Halló algo grande y sublime en el suicidio. Acordóse de la fraseología de sus libros, cuando decían que el polvo vuelve al polvo, la nada vuelve a la nada.
—Cuando la vida no es amable, ¿por qué soportarla?, dijo con tono lúgubre. ¿Quién me impide que rompa sus cadenas? ¿Qué importa que antes o después vaya a fecundar la tierra?
Echó a andar con paso lento y desigual; se dirigió hacia el río...
Sólo la halagaba la imagen de aquellas ondas plácidas y serenas, en cuyo fondo hallaría el reposo eterno.
—Me maldecirán viva, pensó; me llorarán muerta.
A pesar suyo, la idea de la inmortalidad germinaba en su alma.
Anduvo mucho tiempo errante, con la cabeza inclinada sobre el pecho, con los brazos caídos a lo largo de su cuerpo.
A lo lejos se oía el rumor de las aguas del río. Aquel rumor la atraía, como nos atrae el abismo abierto a nuestros pies.
Aunque la noche estaba oscura, veíase la plateada y movible sábana que formaban las ondas tendidas en el centro de los cañaverales que bordeaban sus orillas.
Llegó a la margen del río, tendió los brazos hacia adelante...
¿Qué pasó entonces por ella?
¡No fue cobardía, no fue terror!...
¡Sintió que su alma inmortal se resistía a cometer el crimen que la condenaba a muerte eterna! Sintió que había en su ser algo que la sobreviviría, y que este algo debería ser juzgado por una potestad superior repartidora de premios y castigos.
—¡El polvo vuelve al polvo, la nada vuelve a la nada!, murmuró para infundirse a sí misma aliento.
Pero aquel algo misterioso y desconocido se sublevó contra su blasfemia.
¡Oh, no fue el ciego instinto de conservación, como propalan los escépticos, lo que la detuvo al borde de las trasparentes y sonoras ondas!
Fue que cruzó rápidamente por delante de sus ojos la imagen de su madre anegada en llanto, los dulces rostros de sus hijos anegados también en llanto. Conoció que su ser no era un ser aislado, como lo son tal vez la flor, el bruto, el ave: conoció que su ser era solidario de los que fueron y los que debían venir...
Alzó los ojos al cielo, y creyó ver entre las nubes el soplo inflamado del espíritu divino.
¡Si hubiese Dios!, pensó. ¡Si todo no terminase aquí! ¿No me habrán engañado en esto mis libros, como me han engañado respecto al amor culpable y borrascoso? ¡Ah, el amor turbulento, en vez de rosas, ha tenido para mi frente espinas! Su poesía ha sido la poesía amarga de las lágrimas...
Recordó la pequeña ermita y la efigie de la Virgen compasiva, refugio de las almas pecadoras... Recordó el sermón de don Eustaquio en aquella tarde poética en que cambió su ser, en que se cambiaron sus ideas...
El buen cura elevaba a virtudes el arrepentimiento y la expiación...
—¿Qué es lo que me dice esta voz suave y misteriosa que resuena en el fondo de mi pecho?, prosiguió la triste. Es la voz de mi ángel de la guarda, de mi madre, de mis hijos, que repiten las palabras del buen cura; es la voz del Crucificado, que me ofrece el perdón conquistado por las lágrimas...
Cayó de rodillas, oró... Oró con todo el fervor de un alma contrita y desolada...
La naturaleza gemía en torno suyo, y aquellos gemidos le parecieron otras tantas preces elevadas en su favor al Ser Supremo... ¡Y le pareció que la campiña se iluminaba con suaves reflejos, y que de entre aquellos vagos resplandores surgía el ángel de la expiación y del consuelo, para ofrecerle un apoyo en su camino!
Desvióse de la margen del río, se sentó al pie de un árbol y lloró en silencio mucho tiempo.
—No debo volver al santuario que he profanado, se dijo a sí misma, sin haber dirimido antes mi culpa; no puedo imprimir mis labios en la frente de mis hijos, sin haberlos antes purificado por medio del dolor del alma que vuelve al alma su inocencia...
Recordó a la bondadosa superiora del convento en donde había pasado su infancia, y que había sido para ella casi una madre...
¿Pero cómo llegar a Madrid?
Registróse los bolsillos, y halló que no tenía dinero.
—Iré en peregrinación, repuso; he delinquido y debo expiar mi falta... Desde el convento escribiré a Guillermo y le haré una completa confesión.
Se puso de pie y anduvo un largo trecho en dirección opuesta a la de Orduña.
Pero se detuvo de repente dando un grito.
Absorta en la idea de su propio peligro, no había pensado en el peligro ajeno.
—¿Qué habrá pasado entre Guillermo y Miguel?, exclamó estremeciéndose.
Volvió atrás precipitadamente.
Dio una vuelta alrededor del cobertizo.
Todo reposaba en él, todo reposaba en torno suyo.
El silencio y la calma reinaban de un modo absoluto en aquellas vastas y sombrías soledades.
Clotilde interrogó en vano a los ecos callados de la noche: sólo le respondió el silencio con el medroso encanto de su misterio, con el vago indefinible rumor que producen sus alas cuando recorre la inmensidad, y recoge los ecos indecisos del bosque, el agua y los peñascos.
Apartóse de allí Clotilde otra vez con el paso rápido y el corazón henchido de esperanza.
—¡Juana estaba entre ellos!, exclamó, y Juana es un ángel.
Anduvo largo trecho entre la sombra, subiendo y bajando las colinas, dejando atrás los bosquecillos de árboles desnudos de sus galas y los yermos campos.
Los árboles gigantescos y las gigantescas rocas formaban mil formas pavorosas, que cambiaban a cada instante asemejándose a fantasmas: fantasmas a los que daban voz los plañidos lastimeros del viento y los lastimeros murmullos de las olas.
Pero Clotilde seguía adelante, sin vacilación, sin descanso.
Iba derecha a su fin: sólo la animaba el deseo de redimir su culpa por medio del sacrificio.
Blanqueó por fin al Oriente la pálida claridad del alba. Pero el alba no pudo revestir el sonrosado manto de la aurora, envuelta en negros nubarrones.
Y llegó el día tan pálido y triste como el alba. Y la naturaleza, en vez de regocijados cantos, sólo exhaló melancólicos y lúgubres quejidos.
Pero el hombre animó con su presencia aquellos yermos.
Abandonaron los pastores los apriscos con sus perros y sus rebaños; salieron los labradores de sus chozas, siguiendo el paso de sus bueyes que conducían el arado.
Orduña estaba muy lejos: sus torres se divisaban apenas entre la opaca neblina, y Clotilde, cobrando ánimo, perdiendo ya el temor de ser reconocida, dio entrada en su pecho al vivísimo deseo de penetrar lo que había ocurrido en el cobertizo.
—¡Oh, si los ángeles de mi vida careciesen ya de padre!, pensaba horrorizada; ¡oh, si mi ardiente deseo de expiar mi culpa careciese ya de objeto!
Inundaba su rostro un sudor frío, y cesaba de latir su corazón al entregarse a estos temores.
No estaba en la carretera de Orduña, pero era un camino real el que atravesaba, aunque no supiere a dónde conducía.
Hasta entonces había evitado el encuentro de los campesinos, entonces quiso interpelar al primero que pasase, atropellando por todo.
Divisó entre los árboles a un buhonero que venía cantando, a pesar de ir casi doblado por el peso de su mercancía, que traía a la espalda.
Parecióle que tenía el rostro afable, la mirada bondadosa.
Tomó una resolución suprema, se sentó sobre unas piedras, y esperó.
—Buenos días, dijo alegremente el buhonero al pasar por delante de ella.
—Buenos días, contestó Clotilde con voz trémula.
Y luego repuso haciendo un esfuerzo:
—Oiga usted, buen hombre. ¿Qué ha ocurrido anoche en los alrededores de la Virgen del Milagro? Me han contado no se qué...
El buhonero apoyó su pesado fardo en el tronco de un árbol, sacó el tabaco que llevaba esparcido en el bolsillo, y se puso a hacer un cigarro, diciendo al mismo tiempo:
—¡Pues yo no he oído nada! Precisamente he estado echando un trago en la taberna con la tía Ojazos!... ¡Y ya sabe usted que ella se muere por charlar!... Si algo hubiera ocurrido, me lo hubiera dicho, así como se ha estado lamentando de que un huésped que tenía, y con quien pensaba ganarse buenos cuartos, se había marchado de repente, tomando el camino de Francia. ¿Sabe usted? Miguelillo el hijo del antiguo santero del Milagro. ¡Qué chico ése! ¡Quién lo vido y quién lo ve! ¡Yo le conocí chiquitín, porque hace muchos años que vengo a vender mis mercancías al mercado de Orduña!
¡Pero los tiempos de hogaño no son como los de antaño!
Aunque ayer fue día de mercado, ¡mire usted cuánto me traigo de regreso!... Pues volviendo a Miguelillo, dicen que se ha vuelto un hombre de provecho... ¡Vaya!, ¡que hace unas estatuas que no hay más que ver!... ¡Como que se va a Francia a trabajar para el Emperador!...
Pues volviendo a lo que ha ocurrido, no debe haber ocurrido nada, porque, como voy diciendo, la tía Ojazos me lo hubiera dicho.
Acabó de echar su cigarro y, después de haberse despedido de la joven, se alejó otra vez cantando.
Clotilde se hincó de rodillas, elevó las manos al cielo, y dio gracias a Dios desde lo más profundo de su alma.
Miguel había oído la voz del deber y la razón, había partido, ¡estaba salvada!
Fortalecida con esta idea, prosiguió rápidamente su camino.
El día avanzaba; pero en vez de que el sol disipase los negros nubarrones, éstos se fueron condensando más y más, hasta que empezaron a dejar caer leves copos de nieve que pronto cubrieron la campiña con una blanca sábana.
Al cabo de algunas horas, Clotilde sintió que sus pies helados y destrozados se negaban a dar un solo paso, y que el aguijón del hambre torturaba sus entrañas.
No sabía a dónde condujese el camino que seguía: no se divisaba a lo lejos ningún pueblo.
Tendió en derredor sus miradas con una desolación indecible, y entonces quiso su buena suerte que sus ojos tropezasen con una apartada cabaña, que se alzaba sobre un otero, circuida de verdes pinos. Aquel sitio parecía un oasis en medio de los campos solitarios y cubiertos de nieve.
Encaminó a la choza su vacilante paso y, después de muchas dudas, se resolvió a franquear sus umbrales.
El interior de aquel asilo que le deparaba la Providencia ofrecía un aspecto muy pobre. Constaba de una única habitación, dividida en dos por una cortina verde. No obstante, en el hogar ardía un buen fuego. Suspendida sobre las llamas estaba una caldera de cobre que hervía a borbotones, y con la cabeza apoyada en los morrillos dormían en plácido consorcio un mastín y un enorme gatazo blanco, armonizando el run run del gato y los ronquidos del perro con el sonoro borbotar de la caldera.
Dos niños jugaban en un rincón; otro, el más pequeño, iba y venía agarrado a la falda de una mujer ocupada en sus domésticos quehaceres.
El cuadro, si era pobre, era apacible.
Clotilde se sintió animada, y dijo venciendo su timidez y su vergüenza.
—¡Una limosna por Dios!
La mujer, que estaba vuelta de espaldas, se volvió bruscamente, y fijó en ella sus miradas atónitas y compasivas.
—Soy una pobre huérfana, repuso Clotilde, voy a Madrid en busca de una colocación, y se me han acabado los recursos.
—Entre usted, hija mía, exclamó la buena mujer corriendo a su encuentro y cogiéndole ambas manos. ¡Jesús, mi Dios! ¡Pobrecilla! ¡Si está usted caladita de agua! ¡Si está usted heladita de frío!
¡Entre usted, entre usted! ¡No llore usted, no se aflija! ¡Acá somos temerosos de Dios, y conocemos la pobreza!... ¡Dios dice que el que da a los pobres le da a Él!... ¡Pero se va usted a quedar baldada si no se quita presto la ropa! Tome usted estos zapatones de mi marido, esta saya mía, este pañolón de lana... ¡Bien, así!... ¡Esto es otra cosa!... Ahora pondremos todo esto junto al fuego, y mientras usted toma un bocado, se secará la ropa.
Y la buena mujer, que había unido la acción a la palabra, obligando a Clotilde a desnudarse y a vestirse con las prendas que de tan buena voluntad le ofrecía, le hizo sentar junto a la lumbre, sacó con un cucharón de palo las berzas y las patatas cocidas con un poco de tocino, y las puso en una escudilla negra.
La pobre mujer ni siquiera se disculpó por lo tosco del menaje y lo grosero de los manjares; a ella le sabían tan bien como si fueran perdices servidas en vajilla de porcelana.
Cuando Clotilde, después de haber apagado el hambre y calentado sus miembros entumecidos, empezó a sentir un dulce bienestar, pensó que, si como decían sus libros, si como decía su tía, no existiesen más que los intereses materiales, ella a aquellas horas estaría expirando de hambre y de frío sobre la nieve.
La mujer era un poco locuaz; pero como hablaba con el corazón, podía perdonársele su charla.
—¿Con que huérfana, eh? ¡Pobrecilla!, seguía diciendo mientras iba y venía de un lado al otro de la cabaña. ¡Ay, si mis pobrecitos niños quedasen huérfanos!... ¡Pero no, que la Virgen bendita es la madre de los huérfanos, y Dios el padre de los desamparados!... No alborotes, Juanillo, no llores Mariquita, añadió interrumpiéndose, y dirigiéndose a los dos niños que jugaban y se disputaban unas chinitas cogidas en el arroyo.
Sacó de su delantal un puñado de piedrecillas de colores, y dándoselas al más pequeñuelo, le dijo:
—Toma, corazón mío, y vete a jugar con tu hermanos, que madre tiene que hacer.
Se sentó junto a un canasto de ropa hecha jirones y tan llena de piezas, que no se conocía la tela primitiva, y se puso a echar un nuevo remiendo con una paciencia admirable.
El mover la aguja con suma presteza, no le impedía mover la lengua, y no fueron pocas las preguntas que dirigió a Clotilde, poniéndole en un grave aprieto.
Pero si Clotilde no sabía mentir, la mujer era demasiado crédula y bondadosa para sospechar de cualquiera que fuese, teniendo formada una buena opinión de todo el mundo.
—¡Pues si yo le contase a usted mi historia!, dijo por fin, disponiéndose a referir lo que habría ya relatado un millón de veces. Yo también quedé huérfana y desamparada a la edad de cinco años. Desamparada no, que nunca me faltó Dios ni la caridad de las buenas almas. Yo era la hija de todo el pueblo: entre todos me vestían, entre todos me daban de comer y me enseñaban a ser una mujercita de provecho. Me miraban con igual amor los grandes y los pequeños, los ricos y los pobres.
¡Allá va la huérfana!, exclamaban al verme pasar, y las mujeres corrían a mi encuentro, y me abrazaban, y me besaban, y me festejaban más que a sus propias hijas. Pues, señor, cuando ya fui crecidita, iba a coser aquí y a lavar allá, o a ayudar a hacer el pan; ¡a mí nunca me faltó en qué ocuparme! ¡Primero la huerfanita, decían, que no tiene amparo de nadie! Pero llegué a ser moza, y ¿en quién dirá usted que fui a fijarme?
¡Pues!, en un muchacho que volvía de presidio. Le habían echado allá por haber herido en una disputa a un compañero suyo, que por fortuna no había muerto: era borracho, jugador, holgazán... Tampoco hubiera podido trabajar, porque en cualquier parte que se presentase a pedir ocupación, decían: ¡quita allá, que es un licenciado de presidio!
Diome en dar pena su triste estado, y formé la resolución de casarme con él.
La buena mujer hace el buen marido, respondía a cuantos querían quitarme de la cabeza aquel proyecto. ¡Yo estoy segura de que con paciencia le volveré como un calcetín, y le obligaré a ser muy otro de lo que es!¿Qué va a ser de él si todo el mundo se encoge de hombros y le deja seguir en su mal camino?
¡Me casé! Al principio ¡qué de palizas tuve que recibir! ¡Cuánto tuve que llorar! Gastaba lo que yo ganaba con tanto afán, en el juego y la taberna, y luego, conociendo que había hecho mal, en vez de pedirme perdón, me maltrataba. Pero yo iba derecha a mi fin poquito a poco, unas veces con lágrimas, otras veces con risas, unas veces con consejos, otras veces con amenazas de separarme de él, le fui volviendo, volviendo, y tanto le he vuelto, y tan bueno es, y tan juicioso, que le han nombrado guardabosque, y todo el mundo le aprecia y le respeta.
Clotilde escuchaba este relato con las mejillas encendidas de vergüenza.
¡Ah, ella tenía un marido honrado, noble, generoso, que la había rodeado de lujo, que la había adorado de rodillas, y se había creído desgraciada!
—¡Tenerlo todo y perderlo todo por mi culpa!, pensó con desconsuelo. ¡Oh, qué criatura tan abyecta y miserable he sido!
—Ahora vivimos como dos ángeles, prosiguió la mujer, mi Juan no piensa más que en su Agustina y en sus hijitos. La bendición de Dios ha descendido sobre nuestra choza.
Clotilde miró en torno de sí: parecióle imposible que aquella buena mujer pudiese vivir contenta en medio de tantas privaciones.
Agustina adivinó su idea.
—¿Le extraña a usted que me conceptúe feliz?, dijo sonriendo.¿Qué tiene el palacio de la reina que yo no tenga cuando me sonríen mi marido y mis hijitos? Ven acá tú, serafín, añadió llamando al más pequeño y levantándose en sus brazos, ¿qué más gloria que tú, puede haber en este mundo?
Las penas son según se toman, y además todos sabemos que tenemos que llevar nuestra cruz sobre los hombros.
Resonaron cerca unos pasos lentos y pesados.
—¡Id, id, que padre viene!, exclamó Agustina con alborozo, dirigiéndose a los niños.
Levantáronse éstos atropellados, sin cuidarse de sus codiciadas chinitas, corrieron a la puerta, y se abrazaron a las rodillas de su padre, que era un hombre ya entrado en años, pero ágil y robusto, y armaron tal chillariza de alegría, que parecía aquello una jaula de locos. El uno le tornó la escopeta, el otro le arrimó un tarugo de madera para que se sentase, y el más pequeñuelo, subiéndose sobre sus rodillas, le llenó de besos y caricias.
Tampoco se descuidaron el perro y el gato en manifestar su alborozo. El perro corrió al encuentro de su amo, dando saltos y ladridos y lamiéndole las manos; el gato se esperezó, agitó la cola como si fuese una serpiente que se enroscaba sobre sí misma, y fue a restregarse contra sus piernas; pero sin quitar ojo a la caldera, de la cual iban a salir cosas tan ricas.
Puso entretanto la mesa Agustina, con una sola fuente de barro en medio, ni más platos que unas rebanadas de pan negro colocadas con simetría delante de cada uno de los comensales, pues estaban destinadas a hacer a la vez el oficio de tenedores y cucharas. Tampoco había más que una sola vasija, destinada a contener el vino.
—Esta joven es una huérfana que va a servir a Madrid, dijo Agustina. La pobre no tiene dinero y la he convidado a comer con nosotros.
—Poco hay, dijo Juan: pero partiremos nuestra pobreza.
Hicieron sentar a Clotilde en un escabel, se colocaron todos alrededor de la mesa y comieron con singular apetito, incluso la misma Clotilde, que aunque ya había tomado algo, cedió a las cariñosas instancias que le hacían, sintiéndose reanimada por la paz y la alegría que veía reinar en torno suyo.
Concluido el potaje, trajo la mujer algunas cebollas para postre.
—A ver, Agustina, dijo Juan guiñando un ojo. ¡A ver si sacas unas gotitas del vinillo que guardas para Nochebuena! Con un traguito que beba esta señora se pondrá mucho mejor.
—¡Ah, pícaro borracho!, exclamó la mujer, ¡lo que quieres es probarlo tú! ¡Pero el día en que un huésped entra en una casa es un día de fiesta!
Dirigióse a la alacena y sacó un barrilito.
—No crea usted, dijo a Clotilde, aunque la alacena está abierta, mi Juan jamás lo toca.
—Mujer, replicó Juan alegremente, sé que te daría disgusto y que se lo daría también a Dios, que no quiere que nos entreguemos a los vicios.
Para beber aquel divino néctar, Agustina sacó un vaso de cristal tallado, reservado para las grandes solemnidades.
El vaso pasó de mano en mano y, en efecto, era tan bueno el vino, que todos se sintieron restaurados.
Entonces Clotilde manifestó sus deseos de partir, deseosa de llegar a Madrid cuanto antes.
—¡Criatura!, exclamó Agustina, ¡sola, y sin dinero, y joven!, ¿qué va usted a hacer por esos caminos?, ¿qué va usted a hacer cuando llegue la noche?
—¡No dice usted que Dios no desampara a nadie!, exclamó Clotilde sonriendo.
—Ya se ve que es así, replicó Agustina, y por lo tanto, aunque puedo poco, verá usted que puedo mucho en este caso. A Juan lo mismo le da ir por un lado que por otro del bosque.
Él la acompañará a usted hasta el pueblo inmediato, que está distante de aquí a una buena legua, y la dejará en casa de una prima mía, que es una verdadera santita. ¿Está bien arreglado de este modo?
Fue a buscar la saya y los zapatos de Clotilde, ya secos, retiróse la joven detrás de la cortina para ponérselos, y cuando ya iba a salir, entró Agustina y deslizó en su mano furtivamente una monedita de plata, diciéndole:
—¡Tome usted y que Dios la bendiga!
—¡Que Dios la bendiga a usted!, exclamó Clotilde con los ojos inundados de lágrimas.
—¡Yo tengo un buen pagador que me da ciento por uno!, dijo la mujer, procurando ocultar el alborozo que le había causado su propia buena acción.
Pero aún más alborozo, aunque mezclado de vergüenza, sintió, cuando Clotilde, abrazándola, puso en su cuello una crucecita de oro pendiente de un cordón.
—¡Es de mi madre, dijo entre sollozos, guárdela usted para sus hijos!
Agustina besó la crucecita con respeto, y salió de detrás de la cortina enjugándose los ojos con el dorso de la mano.
Despidióse Clotilde de ella y de los niños, y siguió a Juan, que le fue haciendo el mismo relato que le había hecho su mujer, acerca de las circunstancias de su casamiento.
—¡No sabe usted cuán bueno es ser bueno!, concluyó diciendo. Aseguran que el camino del mal es ancho y lleno de rosas, y el del bien estrecho y lleno de espinas; pero yo por mí puedo decir que es todo lo contrario.
Cuando pasaba el día en la taberna, siempre estaba de malhumor y dispuesto a armar una camorra con el lucero del alba. No tenía ni casa, ni cama, ni ropa con que cubrirme. Si me aturdía un rato, que aquello no era divertirme, luego venían las penas y las desazones.
Nunca tenía un sueño tranquilo; nunca tenía un rato de sosiego. Conocía que todos me despreciaban, y yo despreciaba a todo el mundo.
Ahora tengo casa: cuando vuelvo a ella hallo a mi mujer y a mis hijos que brincan de alegría. Como un potaje bien caliente y sazonado, duermo en una cama dura, pero con un sueño tranquilo, y nunca me falta camisa para mudarme, aunque sea remendada.
¡Le digo a usted que es muy bueno ser bueno!
¡Es verdad que no se sabe lo qué es una mujercita que nos está siempre al oído! Dicen que lo que quiere la mujer Dios lo quiere, y debe de ser así, cuando ha puesto en ella una brujería tal que es imposible resistirla.
Qué brujería debe de ser, cuando alcanza lo que quiere, unas veces con lagrimitas y otras veces con sus ruegos.
El hombre que parece tragarse el mundo, se vuelve dócil como un niño con una buena mujercita como mi Agustina. Cuando volvía de la taberna, y la encontraba rezando con una cara tan triste, se me partía el corazón, y poco a poco me fui quedando en casa para no darle disgusto.
Embebido Juan en su discurso, y Clotilde en sus amargas reflexiones, llegaron ambos sin sentir al pueblo a donde iban, que se extendía sobre pelados riscos, pareciendo cada casa un castillo con sus fosos y contrafosos.
En el cerro más alto descollaba la iglesia, de macizas paredes y atrevida fábrica, que parecía querer remontarse hacia la iglesia celeste de la cual era símbolo en la tierra.
—La prima de mi mujer, dijo Juan dando un nuevo curso a sus ideas, es una verdadera santa.
Figúrese usted que vive con una anciana de ochenta años, ciega, baldada y cubierta de asquerosas llagas, que de resultas de sus años y de sus males, está siempre gruñendo y blasfemando.
Pero, dicen, y con razón, que quien bien hace para si hace.
Esa pobre vieja, que no tiene ahora sobre qué caerse muerta, era antes una labradora acomodada, que protegió siempre a los padres de mi prima Antonia, socorriéndolos en todas sus desgracias, y dándoles trabajo cuando andaba más escaso.
La madre de Antonia al morir, le dijo a su hija que mirase por su protectora, y que no olvidase nunca lo mucho que le debían.
Antonia, que era muy lista y muy entendida, se puso a maestra de niñas, y pronto tuvo muchos pretendientes, y entre ellos uno con el cual iba a casarse. Apoyo éste de sus viejos padres, no podía separarse de su lado, y era preciso que Antonia fuese a habitar con ellos; pero he aquí que llovieron desgracias sobre la antigua protectora de su familia. Se quemó su cortijo, murieron sus cabras, perdió uno tras otro a sus hijos y a sus nietos, quedó sola, enferma y desamparada. Antonia renunció a su boda, y se la trajo a su casa, cuidándola como si fuese su hija, y sufriendo sus impertinencias con la paciencia de un ángel. ¡Figúrese usted cuál será su vida entre una vieja enferma y las chiquillas de la escuela, que sólo piensan en jugar y hacer diabluras!
Llegaban en esto a la casa de Antonia, que era la mejorcita del pueblo. Entraron en una sala ancha, en donde quince o veinte niñas estaban arrodilladas y cantando la Salve, con la cual solían despedirse. Sus voces argentinas parecían efectivamente voces de ángeles tributando sus homenajes a María.
Clotilde y Juan permanecieron al lado de la puerta. Juan con el gorro quitado, y uniendo su canto desentonado y estridente al dulce cántico de las niñas.
Cuando éstas concluyeron su plegaria, vio Clotilde que se dirigían una a una a la alcoba, en donde besaban la mano a alguien que estaba en la cama, viniendo después a besarla a una mujer de mediana edad, sentada en una silla más alta que las otras.
Salió la última niña, y entonces se adelantó Juan, siempre con su gorra en la mano.
—Buenas tardes, Antonia, dijo, vengo a hacerte un regalo, porque sé que tal consideras el que te proporcionen un medio de hacer bien.
¡Velay, una joven huérfana que va a Madrid sin un cuarto! No sabe a dónde pasar la noche y es preciso que le des hospedaje.
—Partiremos con mucho gusto cama y cena, dijo Antonia, levantándose y abrazando a Clotilde con singular cariño. ¿Y tu mujer y tus hijos?, añadió dirigiéndose a Juan.
—Todos buenos, gracias a Dios, respondió éste, y por cierto que me voy corriendo, que mi casa está lejos, y aquellos angelitos me estarán esperando para cenar...
Despidióse con esto de ambas, y se marchó a buen paso, canturreando un estribillo popular.
Iba Antonia a dirigir algunas preguntas a Clotilde, cuando la enferma, que era la que estaba en el lecho, empezó a dar grandes voces diciendo:
—¡Pícara!, ¡infame!, ¿cómo me tienes abandonada? ¡Me trata como si fuese un perro!¡Hace una hora que se han ido las niñas, y no viene a curarme esta maldita pierna, que me está abrasando! ¿Con quién cuchicheas? ¿Qué haces?
—¡Aquí estoy!,dijo apresuradamente Antonia. Deje usted que encienda la luz, y la curaré al instante.
—¡Tus instantes son años! ¡No he visto a nadie tan pesado y desmañado como tú! ¡Cuando yo era joven daba cien vueltas a la casa en un minuto! ¡Ya se ve cómo lo haces de mala gana! Como yo soy vieja y no sirvo más que para el muladar, dirás tú, cuanto antes se la lleve el diablo será mucho mejor...
No respondió nada Antonia, que acababa de encender la luz, aunque Clotilde vio que tenía las mejillas encendidas y los ojos arrasados de lágrimas, y fue a curarle la llaga de la pierna, que era muy grande y despedía un hedor insoportable.
Prosiguió la vieja en su letanía durante la penosa cura, acordándose más bien de los diablos que de los santos, y llenando a Antonia de improperios, hasta el extremo de amenazarla con los puños cerrados, impulsada por sus agudos sufrimientos y su diabólico humor.
Acudió Clotilde indignada, pero Antonia, apartándola suavemente, puso un dedo en sus labios para imponerle silencio.
Una hora tardó en curar a la desapacible enferma, darle el caldo y arreglarle la cama para que pudiese estar con la mayor comodidad posible.
Clotilde durante aquel tiempo, sentada en un rincón, se entregaba a profundas reflexiones.
—He aquí una mujer, se decía a sí misma, que gasta su juventud en cuidar a esa anciana, que en pago de su cariño la insulta y la maltrata. No es su madre, no le une a ella ningún lazo más que el de una gratitud hereditaria. Podría contentarse con socorrerla, y el mundo alabaría su buen comportamiento. ¿Quién la impulsa a llevar a cabo tamaño sacrificio? ¿Quién le da fuerza para soportar esta lucha cotidiana? ¿Qué interés le mueve?¿Qué espera en premio de tantos sufricimientos? ¡Nada!
¡Ah que la caridad, la abnegación y la virtud, no son plantas exóticas en este mundo, como piensan algunos: las hace florecer en nuestro corazón el que, formándonos a semejanza suya, nos ha transmitido sus divinos atributos! ¡Ah, que tenía razón mi madre, y el hombre, como la naturaleza, es un compuesto de luz y sombra: si débil sucumbe a veces a sus pasiones y se arrastra por el cieno, otras, levantado por su espíritu inmortal, se lanza hacia el espacio, cerniéndose triunfante sobre las estrellas! ¡La perfección completa, así como la calma completa, están más allá de la tumba!... Pero injuria a la humanidad quien niega sus virtudes: esas virtudes heroicas y maravillosas que la elevan sobre todo lo creado, y la hacen brillar como un reflejo de Dios sobre la tierra. Juan, que dirigió sus primeros pasos hacia el presidio, es hoy un hombre honrado; yo que he visto deslizarse los apacibles días de mi infancia en el seno de la inocencia y la pureza, he faltado sin saber cómo a mis deberes más sagrados. Pero la misericordia de Dios es infinita. El arrepentimiento y la expiación borran las culpas a que nos arrastra nuestra propia debilidad, y nos otorga otra vez el dulce título de primogénitos del cielo. ¡Oh, Dios mío, mi arrepentimiento es sincero, mi expiación será completa!
Llamóla a la sazón Antonia para que compartiese su frugal cena, ofrecida con toda la efusión de un alma delicada y compasiva, y luego ambas se acostaron en la misma cama; pero ninguna de las dos durmió; Antonia para atender cien veces a las exigencias de la enferma que en toda la noche paró sus ayes y sus quejas, Clotilde agitada con sus propios sentimientos.
Lució el alba, y la diligente maestra de niñas se levantó, aunque no había dormido, para dar cima a sus quehaceres domésticos y abrir la escuela.
—Si quiere usted ir a Ávila, dijo a Clotilde, yo le daré una carta de recomendación para la señora condesa de Arnedillo, que es la madre de todos los desgraciados, y que le proporcionará los medios de llegar a Madrid, si tal es su deseo. Es una señora muy rica. Casi todos los campos que circundan el lugar son suyos, como suyo es el palacio gótico que habrá usted visto a la entrada del pueblo empinado sobre un risco. Pero con ser tan rica nada es suyo, porque todo es de los pobres. Ella ha fundado escuelas y hospitales aquí y en Ávila, y en todas partes; así es que a todas partes le siguen las bendiciones de los desventurados. ¡Verá usted cómo la recibe sentada en su gran sillón de cuero, rodeada de sus hijos y sus nietos! ¡Verá usted con qué afabilidad le habla y se interesa por sus males! Cuando viene aquí, no se desdeña de entrar en la más miserable choza y poner sobre sus rodillas a los hijos andrajosos de los pobres.
Antonia, que conocía el valor del tiempo, escribió apresuradamente la carta de recomendación, y entregándosela a Clotilde repuso sonriendo:
—Yo conozco también a quien la llevará a usted a Ávila de balde.
¡Por ahí cabalmente pasa Jaime!
El que Jaime pasase por allí, no era mera casualidad, pues pasaba todas las mañanas cuando no estaba de viaje.
Llamóle Antonia, y Jaime se acercó con el rostro radiante de alegría.
Era un mocetón alto y robusto, aunque ya entrado en años.
—¿Cómo está la enferma?, fue su primera pregunta.
—No está peor, respondió Antonia, añadiendo luego con vivísimo interés: ¿Y tus padres?
—Pues siguen achacosillos, pero sin novedad particular.
—¡Dios sea loado, Dios les conceda larga vida!, exclamó la joven.
—¡Sí!, repuso Jaime conmovido. ¡Cuando nos casemos también nos desearán larga vida nuestros hijos!
Interrumpió Antonia ruborosa para hablarle de su pretensión, y en un instante quedó arreglado el asunto.
—Venga usted, señora, dijo Jaime a Clotilde, cabalmente tengo ya las mulas enganchadas.
Irá usted en mi galera, como una reina, solita con mi madre, que va a la ciudad a ver a mi hermana Mercedes, que acaba de dar a luz un hijo, el cuarto de los que Dios le ha concedido.
Convenidos ya, dispuso Antonia en un instante la merienda para el camino, y obligando a Clotilde con dulce violencia a aceptarla, juntamente con algún dinero, fruto de sus ahorros, la acompañó hasta la galera.
Ocupaba ya su asiento, entre sacos de harina, barriles de vino y cestos de frutas, la madre de Jaime, que era una viejecita de ochenta años, pero alegre y pizpireta.
Despidiéronse unos de otros con muestras de sincero cariño, y la galera emprendió su marcha lenta y majestuosa; pero hubo de parar a la salida del pueblo, por cuanto Antonia la alcanzó de nuevo, gimiendo y sollozando en tales términos, que todas las vecinas de las últimas casas salieron a la calle, formando círculo en torno suyo.
—¡Ay, suspiró Antonia, ay, que ustedes no saben la desgracia que ocurre! Acabo de ver a Melitón que viene de Ávila, y me ha dicho que la señora Condesa está sin esperanza de vida.
Un grito unánime de sorpresa y de dolor, resonó por todas partes al oír esta noticia. Luego todos los circunstantes quedaron mudos, trémulos, anonadados.
—¡Ay, Virgen santa, salva a nuestra madre!, exclamó una mujer con desolado acento.
Esta exclamación despertó de nuevo al dolor embargado por el pasmo, y todos prorrumpieron en gemidos y lamentos.
—¡Es mucho más joven que yo!, exclamó una viejecilla decrépita, ¿quién me había de decir a mí que ella me enseñaría el camino?
—Cuántos parece que se van a morir y luego recobran la salud, dijo una joven con la esperanza ilimitada que es patrimonio de los pocos años.
—¡Sí, sí, saltó Antonia, quién sabe! ¡Dios puede hacer un milagro en favor de nuestra madre!
Luego, encarándose con Clotilde, repuso:
—Le había a usted encargado una visita para ella, pero lo que antes era un favor que le hacía, ahora es un favor que le pido. Vaya usted así que llegue a Ávila, y llévela usted esta reliquia. Es una astilla de la cruz bendita, y mis abuelos la trajeron de Jerusalén. Dicen que el mismo Jesús baja a consolar y a acompañar a los agonizantes que llevan al cuello esta reliquia... ¡La han llevado mis padres! ¡Es el único tesoro que poseo!... ¡Oh, llévesela usted, llévesela usted a mi amada bienhechora!
Tomó Clotilde la reliquia, prometió a Antonia cuanto quiso, y Jaime, con el rostro demudado, arreó a las mulas, ansioso ya de salir del pueblo, y facilitar el cumplimiento de los deseos de su amada.
La galera marchaba a buen paso y antes del mediodía se detuvo en la cúspide de una montaña. Allí había un ventorro, en donde solían tomar pienso las mulas y Jaime refrescar con algunos tragos de vino.
Con el movimiento y el aire puro y embalsamado de los campos, Clotilde sintió que se había despertado su apetito, y sacando la merienda debida a la solicitud de Antonia, convidó a Jaime y a su madre a que participasen de ella.
No iba tampoco desprevenida la anciana, y así, juntando ambas meriendas, comieron y bebieron, y dando locuacidad a sus lenguas el espumoso licor, Jaime y su madre hablaron de mil cosas, y refirieron todas las particularidades de su inocente vida.
—Usted no sabe lo que es este hijo, dijo la anciana a Clotilde, en un momento en que Jaime bajó a cuidar de las mulas, ¡qué respeto, qué obediencia, qué cariño el suyo, a pesar de que es ya un hombre de cerca treinta y tres años! Para nosotros son todos sus ahorros, nos cuida si estamos enfermos, nos consuela si estamos tristes; ¡se puede decir que vive de nuestra vida!
¡Es verdad que yo hice lo mismo con mis padres! ¡Dios me ha recompensado, porque no hay en el mundo mujer más dichosa que yo!
¡Figúrese usted que mi hijo mayor, después de servir al Rey, se estableció en León, y Dios bendijo su matrimonio con cuatro hermosos chiquitines, mi hija mayor está casada en Arévalo, con un sastre, y tiene otros seis; mi hija segunda, Mercedes, a quien voy a ver, está casada en Ávila con un tendero, y tiene cuatro con el que acaba de dar a luz!... ¡Todos vienen a verme el día de mi santo, y me alegra el corazón hallarme sentada a la mesa entre mis hijos y mis nietos!... ¡Catorce nietecillos que rezarán por mí cuando me muera!
Y los ojos de la anciana al hablar así, resplandecieron de júbilo y de orgullo, y a Clotilde le pareció que sus blancos cabellos formaban una aureola luminosa en torno de su frente.
—Más tendría, repuso, si Jaime se hubiese casado con Antonia; pero ella no quiere hasta que Dios disponga de la enferma.
Dice, y tiene razón, que con las obligaciones de casada la descuidaría; pero anda, que a quien cumple su deber, nunca le desampara Dios, que es un buen fiador, y porque tarde la dicha no es menos segura, cuando se la gana en buena ley. Lo que hacemos con los demás, hacen los demás con nosotros, y aquello que sembramos aquello recogemos: si es trigo trigo, si son cardos cardos. Usted, pobrecita, no tiene padres, pero aunque no estén a su lado están a su lado, que las almas de los padres nunca desamparan a sus hijos. Obre usted como si ellos estuviesen presentes; no deje usted nunca el caminito derecho que el que va por el caminito derecho, no está expuesto a perderse, y a encontrarse en donde no quisiera haberse metido, sino que llega tarde o temprano al fin que se ha propuesto. Créame usted, hija mía, yendo por el caminito derecho, podrán no hallarse riquezas ni diversiones, pero se duerme sin zozobra y se está siempre contento.
Entretenidos con éstas y otras pláticas llegaron a Ávila, ya de noche, y después de dejar a la anciana en casa de su hija, Jaime se encaminó con Clotilde a la de la Condesa, ansioso de que la joven cumpliese el encargo de Antonia, entregando a la enferma el amuleto milagroso.
Atravesaron varias calles silenciosas, porque los vecinos se habían ya recogido, o porque todos se habían trasladado a una de las más principales, que hallaron atestada de gente de todas clases y condiciones. Pero gentes que más bien parecían fantasmas, pues se hablaban al oído, y en voz tan baja que sus conversaciones formaban un murmullo sordo, como el de la marea cuando sube cautelosa a inundar la playa.
Y a pesar de ser tan inmenso el gentío, ni siquiera se oía el ruido de sus pasos, porque sobre estar enarenado el pavimento, todos iban de un lado al otro de puntillas, como si pasasen sobre ascuas.
Jaime se acercó a un grupo de mujeres, que cuchicheaban en voz baja, para inquirir noticias de la enferma, pues ya presumía cuál era el motivo que tenía congregados allí a casi todos los habitantes de Ávila.
—Está muy mal, respondió a sus preguntas una mujer, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano. Ahora mismo acaban de pasar los médicos, y dicen que no tiene remedio, como Dios no haga alguno de sus milagros.
—Aquí están las velas, dijo otra mujer sobreviniendo anhelante. El cerero no me ha querido tomar los cuartos. ¡Es el pan de vuestros hijos lo que me dais, me ha dicho, guardadlo para ellos, que a la Virgen de la Salud no le ha de faltar cera, para que haga un milagro en favor de la madre de los pobres!... Tampoco han querido nada en la parroquia para cantar la Salve...
Vamos, vamos, ya están allí todos los niños del hospicio, y los ancianitos del asilo, y las niñas de la escuela... y los convalecientes del hospital... ¡Todos sus hijos!
Iban ya a alejarse en tropel las mujeres, cuando pasó un criado de la Condesa. Iba muy presuroso y conturbado.
—¿Cómo está?, preguntaron todos rodeándole.
Pero el criado, que era un anciano, prorrumpió en sollozos y pasó adelante.
A sus sollozos respondieron mil sollozos comprimidos, y por un instante reinó en la calle el silencio más profundo.
—¡Dejadnos pasar, dijo Jaime, empujando a unos y a otros, esta joven lleva a la señora Condesa una reliquia que tal vez la salve!
A estas palabras mágicas, todos se apresuraron a franquearle el paso, y no sólo no hallaron obstáculos en el camino, sino que tampoco los hallaron hasta la misma cámara de la moribunda, pues los criados, al ver que traían una reliquia se apresuraron a abrirles todas las puertas.
Una de las doncellas condujo a Clotilde, pues Jaime se había quedado en la antesala, a los pies del lecho, en donde se hallaban arrodillados los hijos y los nietos de la Condesa sumidos en un dolor profundo.
Al oír la hija mayor que traía una reliquia, se la arrebató vivamente de las manos, y la puso sobre el pecho de la moribunda, agitado ya con el estertor de la agonía.
—¡Madre, madre, le dijo ahogando sus sollozos, es una astilla de la Cruz del Redentor, ¡quiera él devolverle a usted la salud y conservarle a nuestro afecto!
Una inefable sonrisa entreabrió los labios de la moribunda, y su mano trémula estrechó contra su corazón la venerada reliquia.
¡Oh, santas y dulces creencias del cristiano!, ¡dichoso quien os alberga en su pecho, que sois manantial inagotable de esperanza y de consuelo!
Triste y conmovedor era el cuadro que se ofrecía a los ojos de Clotilde.
La estancia en que se hallaba, por su aspecto grave, armonizaba perfectamente con la lúgubre y dolorosa escena. Las paredes estaban cubiertas de tapices color de pensamiento, salpicados de estrellas de plata y de grandes cuadros, que representaban asuntos religiosos. Enfrente del lecho, adornado con colgaduras de damasco encarnado, veíase un altar, y sobre él un santo Crucifijo alumbrado por dos cirios.
A la cabecera del lecho un sacerdote que leía en voz baja las preces de los agonizantes; a los pies, arrodillados, hombres, mujeres y niños, todos hijos y nietos de la moribunda; en el umbral de la puerta, también arrodillados, los antiguos servidores de cabeza blanca y rostros arrugados.
El dolor de unos y de otros era grave, silencioso, solemne: el verdadero dolor del alma, templado por la santa resignación cristiana, y la conformidad con los decretos del cielo.
Hasta la agonía de la moribunda era apacible y serena, porque no la agravaba la desesperación, ni la conturbaban los fantasmas del pasado. Sabía que había nacido para morir, sabía que debía comparecer ante el tribunal de Dios, cuando Dios la llamase a sí; se había prevenido para el tránsito, había hecho acopio de virtudes: iba a presentarse a Dios con las manos llenas de los espléndidos frutos que habían brotado de sus buenas obras: ¿por qué había de temer la muerte?
Si no hubiese sido por el estertor que levantaba su pecho, y que resonaba con un eco lúgubre en el aposento, cualquiera hubiera podido creer que estaba dormida.
De repente, cual si la bendita reliquia le hubiese prestado nuevas fuerzas, la moribunda abrió los ojos y tendió los brazos hacia adelante.
—¡Me voy!..., dijo con voz dulce... ¡Dios me llama!... ¡Adiós, hijos queridos, adiós mis fieles y honrados servidores.... recibid mi bendición!... ¡Sí, me voy!... ¡Adiós, adiós!... ¡o más bien... hasta luego!...
Levantó los ojos al cielo, sonrió, se recostó en la almohada y exhaló un plácido suspiro...
¡Había muerto! ¡Había ido a recoger en el seno de Dios las palmas que había hecho florecer en este mundo!
—¡Roguemos por ella!, dijo el sacerdote poniéndose de pie y con ademán solemne.
Comprendieron cuantos asistían a la lúgubre escena lo que significaban aquellas palabras, y dejaron escapar de su pecho un grito supremo de dolor, que tuvo eco en los últimos confines de la calle, pero luego acompañaron con santa conformidad las preces del sacerdote, que la dulce religión nos fortifica y nos ampara hasta en los trances más amargos de la vida.
Al amanecer, Clotilde partió para Madrid en compañía de un anciano criado que iba a participar la infausta nueva a la hija menor de la Condesa, casada en la metrópoli de España, y al día siguiente llamaba con mano trémula a las puertas del Colegio del Sagrado Corazón, establecido en Chamartín, en donde había pasado su dichosa infancia.