XI. La expiación
Amor, pudor, misterio: he ahí a la mujer. Guardaos de descorrer el velo que la cubre, porque cegaréis las fuentes de su felicidad y de la vuestra.—MLLE. SCUDERY.
He aquí cómo terminaba la larga carta que Clotilde escribía a Guillermo, sentada al mismo pupitre, sobre el cual había escrito las cartas inocentes que dirigía a su madre.
«Es mi confesión completa la que acabo de trazar, tan sincera y completa como si estuviese delante del sacerdote en la hora postrera de la muerte. No he ocultado nada, no he disimulado nada: ni mi ingratitud para contigo, ni el crimen que cometí para recobrar la carta acusadora, ni la cobardía con que dejé que sospecharas de la noble Juana, ni la debilidad que me impulsó a acudir a una cita vergonzosa para impedir una catástrofe.
»Ya lo ves, no he sido culpable, Guillermo, como quizás crea el mundo, como quizás hayas creído tú, bien de mi vida, único y verdadero tesoro de mi alma.
»¡No soy culpable, ay de mí! No he manchado mi honor; pero ¿no mancha el honor de una mujer la más leve apariencia?¿Puede llamarse honrada la que con su conducta ha dado pábulo a las murmuraciones del vulgo? ¿Conserva su pureza la que empaña la virginidad del pensamiento?
»Creo que no.
»Pero D. Eustaquio dice que la expiación y las lágrimas son como el fuego que todo lo purifican.
»Yo he querido imponerme a mí misma una expiación casi superior a mis fuerzas. ¡Oh, que expiación tan dolorosa, Guillermo, no verte y no ver las rubias cabezas de mis hijos!
»Sufro tanto, que a veces me atrevo a esperar tu perdón, a veces me atrevo a esperar el perdón de Dios, de quien eres imagen en la tierra.
»Don Eustaquio dice que el buen pastor recorre los montes y los llanos en busca de sus descarriadas ovejuelas, que las coge entre sus brazos, y estrechándolas, amorosamente sobre su corazón, las vuelve al salvador aprisco. ¡Dios ha hecho esto conmigo! ¡Bendito sea su nombre!... ¿Lo harás tú alguna vez, Guillermo mío? ¿Me abrirás tú alguna vez los amorosos brazos, para que descanse al fin sobre tu seno?...
»Una sola cosa te pido de rodillas: haz una hoguera con los libros que llenan mi biblioteca, y esparce al viento sus cenizas. No permitas que los ojos de nuestra dulce María se fijen ni en una sola vez en sus páginas manchadas por el descreimiento y la impureza; no permitas que el veneno que se exhala de ellas, perturbe su razón y llene de inquietud su alma. ¡No los respetes aunque lleven al frente un nombre ilustre! Destrúyelos sin piedad, antes que comprometan su ventura. La mujer está formada de amor y de fe; arrebatarla su fe y su amor, es arrojarla sin lanza y sin escudo al palenque de la vida.
»¡Oh, Guillermo mío, amado mío! Tú no sabes el fruto de perdición que encierran esos funestos libros. Son como el árbol que crece en las zonas abrasadas, y que da la muerte al incauto que se sienta bajo su sombra, para embriagarse con sus armonías y sus perfumes.
»En ellos se afirma que la mujer es la esclava abyecta del hombre, la mártir escarnecida de la sociedad, que se ríe de su martirio, y que es preciso que se alce contra el hombre y la sociedad, que es preciso que reconquiste sus derechos vulnerados, que sacuda el oprobioso intolerable yugo.
»En ellas se pintan con brillantísimos colores las delicias inefables de un amor culpable, en ellos se convierte a la esposa culpable en un ser poético e ideal, que se eleva por cima del común de los mortales, y que colocada sobre un elevadísimo altar, se transforma en ídolo del mundo.
»Pero no se contentan con arrancarla su virtud: para hacer más completo su triunfo, le arrancan también la fe. Dios, dicen, es un mito: las dulces creencias de nuestros padres, pueriles supersticiones propias del vulgo inconsciente; el hombre, al que creíamos hijo primogénito del cielo, un ser como todos los demás, que nace, goza y muere, confundiéndose su espíritu con la masa de espíritus que flota en la atmósfera y dividida en átomos vuelve a animar otros cuerpos, quizás el de un reptil, quizás el de una flor; el goce indefinido es el móvil y el fin impuesto por la naturaleza a todos los seres que pueblan el universo, desde la piedra que busca a otra piedra, hasta el hombre que corre en pos de su bella compañera... ¡Cadena misteriosa que arranca de la materia para terminar en la materia!
»Pero aún van más allá en sus aseveraciones impías e insensatas. Afirman que el hombre, miserable esclavo del destino, no es libre para separar el mal del bien, la luz de las tinieblas.
»Que del mayor o menor desarrollo de sus órganos cerebrales, resultan sus vicios y virtudes, como resultan los sonidos más o menos armónicos de un clave, según la mayor o menor tensión que supo dar el artífice a sus cuerdas. De este modo, después de haber arrancado de nuestras almas la fe de Dios, nos arrancan la fe de nosotras mismas.
»¡Pero aún hay más, Guillermo mío, aún hay más! Los personajes que campean en esos libros, son personajes repugnantes, que practican el mal por el placer de practicarlo, como si fuese esta una condición de su naturaleza, una ley ineludible del destino. Sus protagonistas son héroes de presidio, agentes de policía, mujeres perdidas. Cubiertos de púrpura o de andrajos, siempre con los mismos tipos cínicos y vergonzosos, como si la sociedad de alto a abajo no fuese más que una inmunda sentina de vicios innobles y rastreros. Y de este modo nos arrebatan la fe en los demás, después de arrebatarnos la de Dios y la de nosotros mismos.
»Y si hablan de virtud, como una vasija sucia no puede contener agua pura, la virtud sale de sus labios despojada de sus divinos atributos: es una virtud convencional, especie de ramera disfrazada de matrona, que en sus palabras y maneras pone sin cesar de manifiesto el lupanar, palenque primitivo de sus glorias.
»¡Oh, que estos innobles y degradados libros no fuesen quemados en la plaza pública por la mano misma del verdugo!
»¡El verdugo pone el dogal al cuello del asesino que ha matado a un hombre, y deja libres a esos autores nefandos que asesinan a millares de familias! ¡La sociedad se asusta de una gota de sangre derramada, y no se asusta de un océano de lágrimas que puede sepultarla en sus abismos!
»¡Oh, no permitas que nuestra dulce María se contamine con estas pérfidas lecturas!
»¡Que no sufra ella lo que yo he sufrido, que no luche jamás como yo he luchado: entre la voz de mi corazón lleno de amor y fe, y las supersticiones de mi espíritu conturbado por mil fantasmas engañosas!
»¡Ah! ¿Por qué cuando sentía vacilar mi fe, cuando sentía vacilar mi amor, cuando luchaba contra las máximas santas impresas en mi corazón con caracteres indelebles, no corrí a refugiarme entre tus brazos, no fui a buscar amparo sobre tu pecho honrado, no pedí a tus labios el salvador consejo que me hubiera devuelto el reposo y la ventura? ¡He ahí mi culpa, Guillermo, he ahí mi mayor culpa! Haber olvidado que el marido es el amigo, el apoyo, el protector natural de la mujer casada; que la mujer casada no debe ocultar jamás sus pensamientos al que es carne de su carne y alma de su alma...
»¡Oh, Dios mío, ¿qué vértigo turbó mi razón hasta el punto de olvidar el santo juramento pronunciado al pie del ara, y las enseñanzas piadosas de mi madre?
»Heme aquí, Guillermo, en el apacible retiro en donde ha pasado mi infancia.
»La Superiora me ha recibido como una madre recibe a su hija, con los brazos abiertos; mis antiguas compañeras como a una hermana querida.
»Durante mi viaje, Dios no me ha abandonado; Dios me ha hecho ver que la bondad y la virtud no son flores exóticas en el mundo: me ha hecho ver que la dulce religión es la madre cariñosa que nos guía y nos sostiene y nos consuela en este valle de lágrimas por el cual peregrinamos.
»He recobrado mi pureza de ideas, mi pureza de sentimientos al contacto de las nobles almas: he vuelto a ser la Clotilde de otros tiempos...
»¡Ah! ya sé que esto no basta, que lo que está hecho está hecho.
»¡Cuando se desborda un torrente deja impresa en los prados la huella de sus aguas! ¿Quién devolverá sus hojas marchitas a las flores? ¿Quién devolverá sus matices a la mariposa prendida por las alas?
»Yo inclino mi frente agobiada bajo el peso de mi propia culpa, tomo resignadamente mi cruz y procuro redimir mi delito con las lágrimas... ¡Y he llorado tanto, Guillermo, tanto, tanto!...
»Pero si la dicha me está ya vedada, quisiera a lo menos tu perdón... ¡Oh, si tú pudieras perdonarme!
»¡Esta sola idea me hace estremecer de júbilo!... ¡Creo que moriría de júbilo, si una palabra de perdón llegase a mis oídos!...
»¡Adiós, Guillermo mío, amado mío!... ¡Di a tu buen padre que no olvide en sus rezos a su desgraciada hija!... ¡Estrecha en mi nombre la mano de la noble Juana, que me salvó por dos veces!... ¡Besa en la frente a mis hijos: mi hermoso Carlos, mi encantadora María!... ¿Se acuerdan ellos de mí?... ¿Echan de menos a su madre?... ¡Adiós, adiós, no puedo más!... Las lágrimas comprimidas en el fondo de mi corazón se agolpan a mis ojos, y me impiden ver... Mi mano que creía firme, tiembla y no acierta a formar los caracteres.
»¿Te acuerdas de cuando te vi por primera vez en mi linda casita, que descollaba como una flor acuática sobre las aguas del río?...
»Oh, cuán bello me pareciste aquella noche en que fuiste a entregarme tu honor, tu fortuna, la dicha de tu alma...
»¿Qué hice después del sagrado depósito confiado a mi lealtad? ¡Pluguiera a Dios que hubiese seguido a mi madre a la negra sepultura!...
»¡Adiós, Guillermo mío, hijos queridos, adiós!... ¡Esta carta va cubierta de lágrimas y besos!... ¡Ah, que he perdido el derecho de estamparlos en vuestras nobles frentes!...».
Así terminaba Clotilde su carta, y he aquí la que recibió a los breves días, en contestación a la suya.
«Dices que el buen pastor va por montes y por llanos en busca de sus descarriadas ovejuelas: yo imitaré al buen pastor y te acogeré sobre mi pecho.
»Dices que cuando un río se desborda, deja impresa en la arena la huella de sus aguas: es cierto; pero los rayos del sol disipan las impurezas del limo, y hacen brotar de su humedad el musgo perfumado, que cubre con su manto de esmeraldas la campiña. El sol de la misericordia celeste, hace brotar del arrepentimiento mil virtudes bellas y adorables.
»El que todo lo puede, vuelve a la flor la lozanía de sus hojas, y su polvillo de oro a las alas de la mariposa.
»El buen Jesús descendió a la tierra para promulgar la ley dulcísima de paz y de perdón; el buen Jesús extendió sus brazos en el leño santo para invitar a todas las criaturas a que vayan a buscar un refugio sobre su amante pecho... ¡Los ángeles recogen las lágrimas del arrepentido en copas de diamantes, y se las devuelven transformadas en el dulce néctar del consuelo!... Ven, tu aposento te aguarda, adornado siempre de nuevas flores; tu cubierto de oro, que te regalé el día de nuestros esponsales, te aguarda sobre la mesa... El día en que vuelvas, nuestra casa vestirá de fiesta, y te prenderemos en nuestros amantes brazos para que no vuelvas jamás a escaparte de ellos...
»Los niños rezan por ti mañana y tarde, y la dulce Juana les enseña a bendecir tu nombre... Mi padre echa de menos el apoyo de tu brazo... Yo no te envío mi perdón... Hace tiempo que le tienes... ¡Te envío mi bendición desde lo más profundo de mi alma!...»
Clotilde cayó desmayada al leer esta carta, pero fue de júbilo.
Volvió en sí en los brazos de la Superiora.
—¡Ob, madre mía! exclamó con efusión, ¡cuán dichosa soy! ¡Cuán bueno es mi Guillermo, cuán bueno es Dios que perdona a los culpables!
Pero la Superiora estaba conmovida y triste.
—Voy a partir ahora mismo, añadió Clotilde, aunque sea a pie y mendigando como he venido...
La Superiora quiso hablar, y no se atrevió a formular el pensamiento que la atormentaba.
¡Ah!, ella también había recibido una carta de Guillermo, en la que decía que estaba preso y sujeto a una causa criminal, y que retuviese a su lado a Clotilde por los medios que la sugiriese su prudencia.
Clotilde iba y venía por el aposento, arreglándose el traje, alisándose el cabello.
¡Parecía la tierna desposada que corre al encuentro de su hermoso prometido!
Reía y lloraba a la vez; se hincaba de rodillas y batía palmas.
La Superiora no sabía qué hacer; no tenía valor para turbar aquel júbilo tan puro y tan legítimo.
Por fin hizo un supremo esfuerzo, y murmuró con acento conmovido:
—Clotilde, tu esposo te llama y te perdona; pero ¿no deberías tú llevar a cabo el sacrificio generoso que te habías impuesto a ti misma? ¿No deberías mostrarte digna de él, y conquistar tu puesto en el hogar doméstico por medio de algunos días de lágrimas y privaciones? ¿No quedarías de este modo purificada a sus ojos, purificada a los ojos de Dios, purificada a tus mismos ojos?
Clotilde quedó inmóvil: una lívida palidez cubrió su semblante; cruzó las manos sobre el pecho y prorumpió en sollozos.
—¡La vida es una batalla, hija mía!, exclamó dulcemente la Superiora estrechándola en sus brazos. ¡Dichoso del que tiene bastante fortaleza para conquistar las palmas eternales!...