IV. Lo que puede pesar un capullo de rosa en la balanza de la vida
La mujer es el Atlante sobre cuyos flacos hombros descansa el edificio de la familia; un solo paso en falso, y el edificio se derriba y se convierte en ruinas.—STHAL.
La casa que habitaba el escribano de Orduña era un antiguo caserón situado en una calle angosta en donde sólo de escapada se presentaba el sol, como si no quisiera alumbrar con sus purísimos rayos a los aviesos seres que se escondían en ella.
Llamábanle la casa maldita, porque allá en los antiguos tiempos habían pasado cosas extraordinarias. Contábase que el señor que la habitaba había partido a la guerra de Flandes, dejando a una esposa joven y a un niño en la cuna. Cuando volvió, después de muchos años de cautiverio, apoyado en el bordón de peregrino, su mujer había muerto, y su hijo, que había entrado a disfrutar de todos los bienes, temiendo que su padre pusiera coto a sus devaneos, le encerró en un lóbrego subterráneo, y allí le dejó morir de hambre y desesperación, si es que no se había adelantado a la parca con mano parricida. Ningún correctivo dio la justicia humana a semejante crimen, por ser personaje importante el desnaturalizado hijo, pero Dios, que consiente y no para siempre, una noche en que daba un festín a sus amigos hizo que descendiera un rayo de las nubes, que hendió los techos de la casa, apagó las luces, y derribó la mesa, en derredor de la cual los comensales, beodos, desafiaban con brindis impíos la cólera celeste.
Acudieron los criados con antorchas a los gritos de su amo; pero éste quedó sumido en las mismas impalpables tinieblas, porque el rayo le había robado la luz de las pupilas. Huyeron los convidados y los criados, despavoridos ante tan ejemplar castigo, y el parricida quedó solo y entregado a sus remordimientos. Solo y entregado a sus remordimientos vivió muchos años, ensordeciendo los ecos de la calle con sus tristísimos lamentos.
Cuando él murió, la casa quedó cerrada, porque nadie quería ir a habitar en ella, asegurando los vecinos que durante las noches tempestuosas resonaban en su recinto quejas y alaridos.
En memoria del suceso hicieron un nicho en el arco que unía el antiguo caserón con otro caserón de enfrente, como que en tiempos remotos ambos habían formado un mismo edificio, y colocaron en el nicho la efigie de Jesús Nazareno, con un farolillo que lucía noche y día, costeando la luz entre todos los vecinos.
Deshabitado había quedado el caserón hasta principios de este siglo en que, dando de mano a rancias preocupaciones, su dueño fue a habitarle él mismo, y luego buscó trazas para alquilarlo a cuantos forasteros iban a establecerse en Orduña, porque a pesar de su ejemplo ningún vecino de la antigua ciudad se hubiera decidido a imitarle.
Uno de aquellos forasteros había sido el escribano don Lupercio Mangarrota que, natural de La Mancha, había comprado en Orduña una antigua escribanía, y ciertamente que ninguno mejor que él podía ocupar la casa de los duendes, como se la llamaba comúnmente.
El escribano parecía un verdadero duende cuando por la noche se le veía pasar a lo largo de las ventanas con su gorro negro, terminado en punta, y su velón de hoja de lata en la mano.
Era un hombrecillo seco, con las piernas torcidas, nariz de gavilán y ojos de mochuelo.
Tan bajo como era de estatura, tan largas eran sus manos descarnadas y con uñas descomunales, semejantes a las garras de un ave de rapiña.
Aquélla parecía una familia de enanos. Como hemos dicho, sus tres hijas, tan diminutas como él, eran su verdadera efigie, y la naturaleza no las había hecho gracia ni de su nariz corva, ni de sus ojos inflamados, ni de sus manos largas.
Andaban como sapos, y tenían una voz tan bronca, amén de lo desagradable, que parecía salir de una bodega.
Tan ruin como el cuerpo era el espíritu.
Medían a los demás por su propia malévola bajeza, y así como la bolsa de los clientes no se escapaba de las manos de don Lupercio sin quedar hecha jirones, así no se escapaba la honra de nadie sin quedar hecha jirones de las lenguas despiadadas de sus hijas. No necesitaban tener un interés cualquiera para deprimir y calumniar, no quitaban los pretendientes a las otras mujeres por quererlos para sí, porque sabían que esto era imposible, pero como otras gozan con el espectáculo de lo bello y de lo bueno, ellas gozaban ante el cuadro de las lágrimas ajenas y las ajenas desventuras. Obedecían a un ciego instinto, al cual se entregaban con placer como la fiera de los bosques o el ave de rapiña.
Guardando armonía con la vetustez de las paredes, en aquella casa todo era antiguo: los muebles, los trajes y las caras.
Ciñéndonos a la casa diremos que por delante tenía un inmenso patio en el cual crecía con abundancia la hierba en medio de los pedruscos puntiagudos y desiguales; por atrás un jardín bastante grande pero que, como en lugar maldito, no prosperaban más que los abrojos y las zarzas. En el interior, los salones eran vastos, los techos altísirnos; pero tanto éstos como las paredes estaban llenos de grietas, así como el pavimento de hoyos, por haberse desgastado los ladrillos. Aquella casa era la imagen perfecta de la desolación y la tristeza.
Atentas las tres mujercillas a otros gravísimos cuidados, no se ocupaban en reparar estas injurias del tiempo, y lo mismo sucedía con respecto a los muebles. Si a una mesa le faltaba un pie, a una silla le faltaba el respaldo, o lo que es peor, las aneas del asiento. Hasta un grande espejo que tenían en la sala, había perdido por completo su transparencia, gracias a las moscas que habían establecido sobre él sus tiendas de campaña.
No es necesario añadir, dados estos antecedentes, si todos los muebles estarían en amable desorden, pudiéndose escribir sobre cada uno de ellos infolios de romances o dísticos latinos, merced a las espesas capas de polvo que los cubrían.
Igual desorden ostentaban los trajes de los habitantes de la casa, llenos por todas partes de manchas insolentes y atrevidos jirones.
Los graves cuidados que absorbían por completo la atención de las tres hermanas se reducían a fisgar y a darse cuenta hasta del aleteo de una mosca en casa ajena.
Aunque ellas y las flores parecían cosas incompatibles, de lo cual daba fe el jardín convertido en páramo, tenían las dos ventanas que daban a la calle cubiertas de enredaderas, dispuestas con tal arte que podían asomarse sin ser vistas y ver a su sabor cuanto pasaba en ella.
Horas y horas permanecían en su puesto de observación, con la paciencia inalterable del gato que acecha a su presa, y la misma paciencia empleaban para enterarse de lo que ocurría en ambas casas vecinas, aplicando el oído, para la una, al mismo cañón de la chimenea, y habiendo practicado un agujerito imperceptible en la pared medianera de la otra, cubierto por sobra de precaución con sendas telas de araña.
Pero no les bastaba saber lo que pasaba en la calle y en las dos casas vecinas, necesitaban saber lo que pasaba en la ciudad, y a este objeto tenían establecida una especie de policía secreta, mucho más activa que la que pudiera tener el gobierno, atendido a que eran mujeres las empleadas en ella, y por lo tanto chismosas.
Era el capitán o jefe de esta policía la tía Ojazos, la vieja estantigua que tanto había mortificado a Juana, y que con su oficio de ramilletera lo mismo tenía entrada en los palacios de los nobles que en las buhardillas en donde habitaban sus compañeras de mercado. Así no había secreto por alto ni por bajo que no llegase a su noticia con más celeridad que el rayo. Tenía un arte tal, que sabía hacer hablar hasta a los mudos, valiéndose de los más ingeniosos circunloquios para llegar al punto deseado.
Todas las mañanas llegaba con el rostro risueño a traer un saco de noticias, como ella decía, a las hijas del escribano, recibiendo en premio de su espionaje, ya un taleguillo de garbanzos, ya un pedazo de tocino o una rizada y pomposa berza, sisando ellas a su avaro padre para hacer estos obsequios, o privándose de lo necesario para regalarse con los sabrosos chismes de que iba siempre provista la comadre.
Puestas de atalaya estaban las tres hermanas a los ocho días de haberse dado el baile en casa de Guillermo, y ya empezaban a impacientarse, porque la tarde estaba fría y lluviosa, y ni un perro, cuanto más un hombre, asomaba por la calleja solitaria.
Aunque faltaba mucho para anochecer, ya habían encendido los vecinos el farolillo que alumbraba a Jesús Nazareno, y habían hecho bien, porque el aire gemía como un condenado por las revueltas y esquinazos de la calle, imitando a la sombra del mal hijo, que debía estar purgando su culpa en los infiernos.
De repente, la mayor de las tres hermanas, llamada Policarpa, dio con el codo a la segunda, y la segunda hizo lo mismo con la tercera. La segunda y la tercera se llamaban respectivamente, Verónica y Telesfora.
—¡Guillermo!, dijo Policarpa en voz baja.
—¡Guillermo!, repitieron sucesivamente las otras dos, que siempre eran el eco de su hermana mayor, repitiendo invariablemente las tres la misma frase, fuera lo que fuese de lo que se tratara.
Un resplandor maligno iluminó los ojos de las malévolas gorgonas.
—¡Viene aquí!, exclamó la mayor con alborozo.
—¡Viene aquí!, repitieron los ecos.
Las tres se metieron dentro apresuradamente, y corrieron a instalarse alrededor de una mesita que había en una pieza anterior al despacho de su padre.
Apenas se sentaron, sacaron sus calcetas de unas bolsas inconmensurables que llevaban pendientes de la cintura, y se pusieron a hacer labor.
Las calcetas eran las encubridoras de su holgazanería; pero a la sazón, tan atentas estaban a escuchar los traspiés que daba Guillermo al atravesar el patio, lleno de hoyos y pedruscos, que dejaron caer todos los puntos, y enredaron el hilo en tal disposición que necesitarían luego un día para deshacer el enredo.
Entró por fin Guillermo, algo pálido, algo ojeroso, pero con ademán tranquilo.
—Buenas tardes, Guillermo, dijo la mayor.
—Buenas tardes, Guillermo, repitieron los ecos, acercándole una silla, la menos rota y empolvada que pudieron encontrar.
—Padre está ocupado en un trabajo urgente, y me ha dicho que no le interrumpa, objetó Policarpa, mirando de soslayo a sus hermanas. Siéntese usted un poco.
Verónica y Telesfora comprendieron lo que quería significar la torcida mirada de su hermana.
Como solían repetir punto por punto sus palabras, la conversación con ellas se hacía sumamente larga y fastidiosa; pero omitían esta costumbre inveterada en las ocasiones especiales, porque el afán de hacer daño les daba una insólita lucidez, y hasta tenía el poder de encadenar sus lenguas.
—¿Viene usted a hablar de su pleito?, preguntó la mayor. ¡Qué pleito tan fastidioso e interminable! ¡Y qué ingrata es la gente de este mundo! ¡Esos pícaros sobrinos, a quienes ha colmado usted de tantas mercedes, moverle, a los cien años, y sin por qué toda esta barahúnda! El caso es que, como ellos pleitean por pobres, no tienen prisa, mientras a usted le están causando perjuicios indecibles. Ayer padre hablaba de eso, y se lamentaba de su tenacidad, causada, según él, por los envidiosos de Orduña, que los aguijonean y alientan. Ahora, según creo, han pedido una revisión de pruebas.
¿Qué le parece a usted su pretensión?
Demasiado sabía Guillermo, porque era casi público en Orduña, que aquel trastorno lo debía a las artimañas de don Lupercio; irritóle la hipócrita falsía de Policarpa, para quien su padre no tenía secretos, y aún se suponía que recibía de ella sus más malignas inspiraciones, y así contestó con sequedad:
—Que hagan lo que quieran, si sigo el pleito es porque estoy seguro de mi derecho.
—Sí, sí, interrumpió Policarpa. Por eso deja usted obrar a la justicia, y apenas si se ocupa usted de defenderse. Por esto me extraña verle a usted aquí, cuando tan pocas veces viene a honrar nuestra casa. Pero ya caigo, ya sé a lo que viene usted, añadió sonriendo con su enfática sonrisa, viene usted a hacer la escritura de la tierra que trata de venderle el viejo Ruperto. La tierrecita es buena, y buena la ocasión de comprarla, porque Ruperto está, según dicen, con el agua al cuello, y la dará por lo que quieran, con tal de que se la paguen al contado.
Un relámpago de cólera iluminó las pupilas de Guillermo.
—¡Yo no acostumbro a especular con la miseria ajena!, dijo con voz breve.
—Ya se ve, ya se ve, replicó vivamente Policarpa. ¿Quién ignora en Orduña que es usted bueno y compasivo y generoso; quizás demasiado generoso, sobre todo con ciertas gentes.
Ruperto, por ejemplo, no merece nada, porque él es un vicioso, y tiene una mujer cuya lengua corta como un hacha.
Las dos hermanas no pudieron resistir al impulso de añadir:
—¡Como un hacha!
—De todos y de todas se atreve a hablar, repuso Policarpa, y ya que se presenta la ocasión, me atrevo a darle a usted un consejo, y es que le cierre la entrada de su casa.
—¡Lo que se hace en mi casa, puede hacerse a la luz del sol, respondió Guillermo con altivez...
—Ya se ve, ya se ve, interrumpió Policarpa; pero estas mujeres malas desfiguran las palabras y los hechos, y convierten la cosa más inocente en crimen espantoso. ¿Pues no se ha atrevido a hablar mal de Clotilde, que es una santa?
—¡Una santa!, repitieron Verónica y Telesfora, levantando los ojos al cielo y juntando las manos sobre el pecho.
—¿Y qué es lo que puede decir de Clotilde?, exclamó Guillermo con ímpetu.
—¿Qué ha de poder decir?, repuso Policarpa, ¡lo que ella inventa! Por ejemplo, la noche del baile, como la habían ustedes llamado para que hiciera ramilletes, que en esto tiene mucha habilidad, sí señor, mucha habilidad, observó que Clotilde salió a la galería con Miguel, y permaneció allí más de una hora. Observó que Miguel le hablaba en voz baja, y haciendo muchos y apasionados extremos, y que ella, por fin, le contestó arrancando una rosa de su ramillete y poniéndola en sus manos. Lo de la rosa todas lo vimos, porque cuando volvieron a entrar en el salón, ya muy tarde, Miguel la ostentaba muy ufano en el ojal de su frac. Pero eso, ¿qué tiene de particular? Pues la malvada vieja no se contenta con esto sino que, forjando un castillo de naipes sobre lo que ha visto y observado, pretende que desde aquella noche, Clotilde va todas las mañanas a la ermita, en donde la aguarda Miguel, y que juntos hablan y aun suspiran largo rato.
Y, aunque fuera cierto, ya ve usted, ¿qué tendría esto de particular, siendo Miguel un huésped de la casa, y a mayor abundamiento el prometido de Juana? Éstas son cosas muy inocentes y naturales.
—¡Muy inocentes y naturales!, repitieron los ecos.
—Y aún si se contentase con decirlo aquí, prosiguió Policarpa, que somos temerosas de Dios y que nuestra boca es un sepulcro, pero nada de eso, pues a estas horas ya lo sabe todo Orduña.
Un esfuerzo sobrenatural había tenido que hacer Guillermo para que su fisonomía no revelase el desorden de su alma durante este largo relato, y aún mayor tuvo que hacerlo para decir con voz segura:
—La reputación de Clotilde está muy por encima de los chismes de vecindad, y ha adquirido el derecho de despreciarlos.
Luego añadió bruscamente, levantándose:
—Supuesto que don Lupercio está ocupado, volveré otro rato.
—Vaya usted enhorabuena, dijo Policarpa sin procurar detenerle, segura de que la saeta había ido derecha al corazón y se había clavado en él.
—¡Vaya usted enhorabuena!, repitieron los ecos levantándose y haciéndole grotescas reverencias.
Y cuando las tres hubieron oído perderse a lo lejos el ruido de sus pasos, empezaron a dar saltitos como las mandrágoras, y a restregarse las manos con diabólica alegría.
Iba Guillermo con paso precipitado, sin cuidarse de que el viento le arrebatase casi de los hombros la capa y diese serias embestidas a su sombrero, que por dos o tres veces cayó al suelo. No sabía lo que le pasaba. Zumbábanle los oídos, y eran tan fuertes los latidos de su corazón, que tenía que detenerse a cada paso para tomar aliento. Sus ideas eran confusas, turbada su vista, hasta el punto de tropezar con todos los guardacantones y, cuando salió de Orduña, con todos los árboles que iba hallando al paso.
Si le hubiesen preguntado a dónde iba no hubiera podido decirlo, y sin embargo andaba, o más bien corría, hacia un punto fijo. Le guiaba el instinto: su voluntad y su pensamiento estaban paralizados.
Empezaron a caer gruesas gotas de lluvia, y no se apercibió de que llovía; empezó a tender la noche su negro velo, y no notó que era de noche. Ahullaban los perros de presa al verle pasar por cerca de los cortijos; chillaban las aves de rapiña, refugiadas en el hueco de las peñas, creyendo que iba a turbar su reposo. ¡El infeliz nada oía!
Por detrás de la ermita, y a corta distancia de ella, se alzaba un humilde cobertizo. Su techo era de cañas, y tenía por delante un cercado. Allí se detuvo Guillermo, con la frente inundada de sudor. Vaciló un breve instante, y luego gritó con voz ronca y destemplada.
—¡Ruperto! ¡Ruperto!
Abrióse al momento la puerta, y se asomó el viejecillo que traía un candil en la mano, y que exclamó lleno de asombro.
—¡Usted por aquí don Guillermo!
Hizo entrar a su visitador, dirigiéndole mil humildes frases de gratitud, y después de haber colgado de un clavo el candil, le quitó la capa y el sombrero, que estaban calados de agua, y le ofreció un tosco banquillo de madera para que se sentase.
Poco les había aprovechado a Ruperto y a su mujer la guerra encarnizada que habían hecho a Juana: ambos eran demasiado amigos de visitar la taberna para que pudiesen vivir en buena armonía con el avaro Blas y la atrabiliaria Segunda.
Aún no se habían pasado diez meses desde su instalación en la casa, cuando ya se vieron echados de ella y, lo que es peor, Ruperto perdió su colocación como mozo de labranza.
Así suele suceder siempre al que mal obra, que es la víctima primera de sus propias traiciones.
Perdida su colocación, y no siéndole fácil a Ruperto encontrar otra, por ser ya viejo, y por su creciente afición a los licores, fue yendo de mal a peor, hasta el extremo de tener que refugiarse en aquel cobertizo, destinado antes a los animales, cuando era suya la casa que había contigua, y que había pasado hacía muchísimo tiempo a otro dueño.
La barraca, que no tenía más de cincuenta pies, estaba dividida en dos mitades, habitada la una por tres gallinas y un cerdo; habitada la otra por Ruperto y su mujer, cuyo lecho se reducía a un montón de paja. Dos o tres platos negros y desportillados y otras tantas cazuelas y pucheros, junto con una mesita de pino y hasta media docena de tarugos de madera, formaban todo el ajuar de aquella inmunda vivienda, ennegrecida por el humo del hogar y por el polvo que cubría el techo y las paredes.
Formaba singular contraste con el mueblaje del cobertizo y con sus habitantes una enorme canasta de mimbres que se veía en un rincón, llena de ramilletes de flores hechos con un primor exquisito, y más singular era el contraste para quien sabía que aquellos hermosos ramilletes salían de las manos trémulas y descarnadas de la tía Ojazos, viejo esperpento calvo, sin dientes, apergaminado y andrajoso.
—Ya ve usted a lo que nos vemos reducidos, don Guillermo, dijo Ruperto con voz lastimosa, a habitar la covacha que teníamos en otro tiempo para los animales. ¡Somos muy desgraciados! ¿Viene usted a decirme que le parece excesivo el precio que pido por la tierra? ¡Me lo daba el corazón! ¡Eh!, ¡eh!, ¡somos tan desgraciados!
Sus lamentos e interjecciones parecíanse tanto a gruñidos, que el cerdo despertó y le respondió con gruñidos más quejumbrosos todavía.
—El pobre parece que sabe la suerte que le aguarda, dijo Ruperto haciendo como que se enjugaba una lágrima. Le compramos chiquito y le hemos criado, quitándonos el alimento de la boca. Parece un perro, según es de
manso y fiel; pero ya lo tenemos vendido, lo mismo que las gallinas. ¡Somos muy desgraciados, don Guillermo, muy desgraciados! ¡Eh!, ¡eh!
Renovóse el triste dúo entre Ruperto y el cerdo, y hubiera continuado mucho tiempo, porque Guillermo no pensaba en interrumpirle, si la tía Ojazos no hubiese intervenido, preguntándole bruscamente:
—¿Pero es verdad lo que dice Ruperto? ¿Viene usted a decir que no quiere la tierrecita?
—No, dijo Guillermo, volviendo en sí de su abstracción; al contrario, vengo a decir que me he enterado de la triste situación en que se hallan y que les daré el doble de lo que me piden para que salgan de apuros.
Sin poderlo evitar, Guillermo se halló con que la repugnante vieja se amparaba de su mano e imprimía en ella sus labios fríos y húmedos, causándole una impresión semejante a la que nos ocasiona el contacto de un reptil.
—Dios le bendiga a usted, señor, decía al mismo tiempo la tía Ojazos, Dios le bendiga a usted.
Guillermo procuró sonreírse, retiró la mano, se levantó, se dirigió a la canasta y cogió un ramillete.
—¡Qué flores tan hermosas!, dijo, respirando su aroma.
—Si no fuera por estos pobres ramos, suspiró la tía Ojazos, la mitad de los días no comeríamos.
¡Pero hay tan pocas personas de gusto en Orduña!
Guillermo seguía examinando las flores.
Era evidente que quería entablar una conversación espinosa y no sabía cómo hacerlo.
La tía Ojazos adivinó lo que pasaba en su alma.
Nunca hemos tenido ocasión de decir por qué la vieja ramilletera llevaba tan extraño apodo; pues se lo habían dado porque sus ojos, por pequeños, eran casi invisibles, y tan hundidos que desaparecían debajo de las cejas. Pero cuando la malignidad los animaba parecían agrandarse y entonces resplandecían con un fuego siniestro, como si fuesen dos tizones del infierno.
Esto es lo que le sucedió en aquel momento, clavando en Guillermo sus miradas con una persistencia escrutadora-Éste se resolvió por fin a decir, afectando indiferencia:
—A propósito, ¿le ha hecho a usted un encargo mi esposa?
—¡No!, dijo la vieja, sin dejar de mirarle fijamente.
—¡Qué distraída!, repuso Guillermo. ¡Ya me figuraba yo algo de eso! Como viene todos los días a hacer una novena a la ermita, le encargué que le dijese a usted que me buscara una planta de clemátides, a cualquier precio que fuese, porque es un obsequio que quiero hacer...
—Pues sí, interrumpió la tía Ojazos, mirándole de hito en hito y acentuando cada una de sus palabras, viene todos los días, y todos los días ha estado sentada en ese banquillo que usted ocupaba antes.
—El caso es que también se lo había dicho a Miguel, que por mi ruego la acompaña no siéndome a mí posible dejar mis ocupaciones.
—Vele hay, replicó la tía Ojazos, Miguel se sentaba en ese otro banquillo de al lado, pero como era después de haber paseado mucho por los alrededores se conoce que el cansancio les quitaba la memoria.
Estaba tan electrizada la diabólica vieja con la novedad de aquella escena, cuya siniestra importancia conocía perfectamente, que crispados sus nervios hacían que se erizasen sus blancos cabellos, formando corno una diadema de movibles culebras plateadas alrededor de su frente.
En aquella lucha, Guillermo era el que llevaba la peor parte; pero comprendiendo que si se dejaba vencer su honor quedaba perdido, aunque desconcertado y confuso, se esforzó a decir:
—¡La pobre Clotilde es tan sensible! La superiora del convento en donde se ha educado, y que le ha servido casi de madre, está muy mala, y esto la trae muy pesarosa.
Bien se veía que andaba buscando las palabras, y que lo que decía era una mentira.
—¡Ya!, dijo la tía Ojazos con irónica sonrisa, ¡será sin duda por esto la novena! Ya me parecía a mí que le sucedía algo malo, porque el otro día, después de haber ido a dar un paseo con Miguel, volvió muy pálida y con los ojos hinchados de llorar.
Bailaban sus crespos cabellos al decir esto, como si estuvieran atacados del mal de San Vito, y sus ojos despedían rayos de fuego.
Al ver destrozado y vencido a su enemigo, pues harto bien revelaban el estado de su alma el temblor de su cuerpo y la lívida palidez de su semblante, quiso rematarle con un solo mortal golpe y así repuso:
—Por cierto que aquel mismo día la vi grabar con un lindo cortaplumas no sé qué en la corteza de la grande encina que está en medio de los cuatro caminos, y a Miguel también, que le quitó el cortaplumas para grabar otras palabras. Sería alguna oración para que Dios devolviese la salud a su maestra.
—¡Quiá, mujer!, saltó Ruperto que aunque no sabía escribir sabía leer, y se mostraba siempre que podía muy orgulloso de su ciencia, si lo que dicen esos garabatos es: recuerdo eterno.
Harto lo sabía la tía Ojazos, que si no conocía las letras tenía muy expedita la lengua para preguntar lo que ignoraba, pero revistiéndose de un aire de fingida candidez añadió al instante:
—Pues bien, viene a ser lo mismo.
Guillermo no pudo resistir más, sintió que un velo oscurecía su vista y que le iban faltando las fuerzas.
Sin embargo, aún tuvo aliento para decir:
—En fin, búsqueme usted la planta de clemátides, y usted Ruperto, vaya por el dinero cuando quiera, aunque no esté hecha la escritura.
Y salió con ímpetu, cerrando tras sí la puerta.
—Don Guillermo, don Guillermo, ¿a dónde va usted de ese modo?, gritó el viejecillo presentándose en el umbral del cobertizo con la capa y el sombrero.
Guillermo se detuvo, se puso ambas cosas, y se alejó sin escuchar a Ruperto que decía:
—¡No se vaya usted que arrecia la lluvia y se va usted a poner perdido!
—¡Déjale!, murmuró la tía Ojazos a la espalda de su marido, ¿no ves qué mosca lleva?
Si pudiesen ver los hombres lo que pasa en los dominios de Luzbel, la maligna vieja hubiera visto la batahola que movían los espíritus del mal para celebrar su victoria.
Guillermo entretanto corría corno si tuviese alas en los pies, como si huyese delante de un enemigo terrible.
¡Quería huir de su propio dolor que le iba persiguiendo!
Pero no continuó por mucho tiempo su insensata carrera. De repente cayó al suelo, quedando tan inmóvil como si se hubiese muerto. Y así permaneció durante muchas horas, sin que el cierzo ni la lluvia le volviesen el sentimiento de sí mismo. Rayaba el alba cuando recobró el conocimiento, si recobrar el conocimiento era quedar sumido en un estupor profundo.
Se levantó, y se sentó debajo de un árbol con la cabeza caída sobre el pecho y el rostro escondido entre las manos.
¿En qué pensaba? Difícilmente hubiera podido transmitir a otro sus pensamientos. El que se ofrecía con más claridad a su imaginación era la calma y el reposo que deben disfrutarse en el sepulcro.
Apareció el alba tornasolada y bella, y fue arrojando del cielo uno por uno a los negros nubarrones; y tras el alba apareció el sol, coronado de brillantes rayos e inundando de alegría el universo.
Y las campanas de Orduña dieron al aire sus melancólicos tañidos, convidando a los corazones cristianos a la oración, y los pájaros salieron de sus nidos, los insectos abandonaron las corolas de las flores, y cantando y susurrando alabaron al Árbitro Supremo. Y las flores se balancearon en sus tallos, como invitando al dorado rayo de sol para que fuese a beber las perlas del rocío, y los arroyuelos precipitaron su curso por la pradera como para ir a saludarle, y la brisa fue batiendo sus alas aquí y allá, y esparciendo por todas partes perfumes y armonías. Y se abrieron una a una las chozas y los cortijos, y aparecieron los labradores, los unos guiando a sus borricos, cargados de hortalizas y frutas, para dirigirse al mercado, los otros en pos de los tardos bueyes, que iban a abrir surcos en la madre tierra para que brotase de su seno la dorada espiga. Y los hombres, al par que los insectos y las aves, las flores y los arroyos, elevaban llenos de júbilo al Criador su himno de la mañana.
Y Guillermo sintió más destrozado su corazón, y halló que eran muy lúgubres los pensamientos que cruzaban por su mente, porque la luz del sol y los encantos de la naturaleza parecen un horrible sarcasmo al rey de la creación, sumido en un piélago inmenso de amargura.
Sin embargo, permaneció aún inmóvil mucho tiempo, tan indiferente al sol que secaba su traje somo a la lluvia que lo había inundado.
Sólo cuando dos o tres labradores que pasaron junto a él le saludaron, su imaginación principió a salir del caos tenebroso en que estaba envuelta.
Pero entonces, sintió un dolor tan agudo en el corazón, que echó de menos el estupor pasado.
Se levantó y se dirigió lentamente hacia la encina a la cual había aludido la tía Ojazos.
No podía confundirse con ninguna otra porque, además de su extremada corpulencia, se alzaba sola en medio del crucero de cuatro caminos.
Guillermo se detuvo delante de ella y examinó su corteza, pero no vio nada.
Parecía haberse extendido un negro velo por delante de sus pupilas. Poco a poco el negro velo se tornó rojizo y, al través de su reflejo, leyó, clara y distintamente, las palabras recuerdo eterno, trazadas por una mano conocida y adorada, y más abajo la misma frase, grabada por otra traidora mano.
Sin embargo, no se movió.
Cualquiera hubiera dicho que aquella palabra era un logogrifo, y que hacía esfuerzos inauditos por descifrar su misterioso sentido.
—Buenos días, don Guillermo, dijo una muchacha que pasaba cargada con una cesta de albérchigos.
El infeliz se pasó las manos por los ojos y siguió maquinalmente a la muchacha, fija la atención en su saya a cuadros escoceses verdes y negros, y en sus piernas desnudas.
El mundo había desaparecido de sus ojos, y sólo veía aquella saya que se movía a impulsos del viento, como si en sus pliegues estuviese escondida la solución del misterioso logogrifo.
Tomó maquinalmente el camino de su casa.
Hombres y mujeres iban y venían, y le pareció que aquellos hombres y aquellas mujeres le miraban con aire sarcástico, entreabriendo sus labios una burlona sonrisa.
¿Por qué?
Aunque la muchacha no iba ya delante de él, pues había entrado en la ciudad, le pareció ver aún su saya a cuadros verdes y negros flotar delante de sus ojos.
Sin saber cómo, se halló delante de su casa; pero obedeciendo a un secreto instinto, no entró por la puerta principal, sino por la puerta falsa que daba al jardín.
Halló la puerta cerrada y escaló la tapia.
Luego empezó a andar por las calles del jardín, fijo siempre su pensamiento en la saya verde y negra.
De repente se paró y dio un grito.
Juana estaba sentada en un banco rústico, con la cabeza envuelta en su delantal para ocultar sus lágrimas; pero por más que ocultase sus lágrimas se oían clara y distintamente sus sollozos.
Al oír el grito de Guillermo, se descubrió la cabeza y corrió hacia él, asustada y temblorosa. Pero retrocedió aterrada al ver su palidez y la extraña fijeza de sus ojos.
—¿Qué tiene usted Guillermo, qué tiene usted?, preguntó con espanto.
Cogióle ambas manos, le condujo al banco y le obligó a sentarse en él.
—¿Qué tiene usted Guillermo, hermano mío, qué tiene usted?, repitió con la voz dulce de los ángeles, y olvidada de su propio dolor para ocuparse del ajeno.
Aquella voz dulcísima fue derecha al corazón de Guillermo, y conmovió sus embotadas fibras.
Entonces las lágrimas acudieron poco a poco a sus ojos, como un balsámico rocío, y los sollozos levantaron su pecho.
Juana no le dirigió más preguntas, lloró con él, estrechando entre las suyas sus manos heladas y temblorosas.
¡Ay, que los dos se comprendían sin hablarse! ¡Ay, que los dos lloraban su amor perdido, sus esperanzas defraudadas, tronchada para siempre la ventura de su vida!
¡Desdichados!
Más de una hora permanecieron de este modo, y era tan profundo su dolor, tan desolado su llanto, que hasta los serafines debieron compadecerse al contemplarlo.
De pronto apareció entre los árboles una figura esbelta y vaporosa. Asemejábase a una celeste aparición, llena de resplandores y hermosura.
Era Clotilde. Iba envuelta en un chal de gasa blanca, y llevaba en la cabeza un sombrerito de paja adornado de flores.
Turbóse al ver a Juana y a su marido con las manos entrelazadas y confundiendo sus lágrimas; pero al instante tomó su partido y, cruzando por delante de ellos, se dirigió a la puerta falsa.
Pero más rápido que el pensamiento, corrió Guillermo a la puerta, extendió el brazo sobre ella, y gritó con voz imperiosa:
—¡No: vuelva usted a su cuarto!
Clotilde quedó estupefacta: ¡era ella quien debía reconvenir y la reconvenían!, ¡era ella quien debía castigar y era castigada!
Llena de despecho y turbación arrojó sobre su marido una mirada de desprecio, y fue a encerrarse en su aposento.
Cuando llegó la hora del almuerzo no quiso bajar; pero pocos momentos después recibió un recado de su tía para que pasase a su aposento, y, al llegar allí, quedó muda de asombro al ver el extraño cuadro que se ofreció a sus ojos.
La Marquesa estaba entregada a un verdadero acceso de demencia; tiraba los muebles, hacía trizas sus vestidos, pateaba y lloraba como un niño a quien arrancan de repente algún juguete. Huían aquí y allá las doncellas despavoridas, acurrucábanse los perros debajo de las mesas y las sillas, y hasta el pobre tití estaba tan lleno de terror, que se había pegado a la pared, de modo que más parecía una moldura que un animal viviente.
Más de un cuarto de hora duró el alboroto, después del cual sobrevinieron las congojas y los espasmos, hasta que, como todo termina en este mundo, terminó aquella diabólica escena, y entre improperios y gritos de cólera supo Clotilde, al fin, de qué se trataba.
Se trataba nada menos de que Guillermo había entrado bonitamente en el cuarto de la Marquesa y le había significado que, deseoso de vivir en paz y no ver ya por más tiempo turbadas sus patriarcales costumbres, la agradecería en extremo que se marchase cuanto antes en compañía de Miguel.
—¡Ahora mismo!, gritaba la Marquesa, amoratada de ira, al referírselo a su sobrina; ¡no estaré ni un minuto más en esta maldita casa! Debía haberla abandonado hace ocho días, cuando tuvo la avilantez de insultarme tu grosero marido. ¡Ya se ve, la cabra siempre tira al monte! ¿Qué se puede esperar de un miserable plebeyo como él?
Parecióle, en efecto a Clotilde que su marido había hecho sobrado alarde de su autoridad, traspasando todos los límites del deber y la buena educación. Prorrumpió en sollozos, demostró a su tía su vivo pesar por aquel suceso, y la rogó que no dudase jamás de su cariño.
Dio un salto la Marquesa al oír esta palabra, como si le hubiese picado una víbora; dejó el frasco de sales que estaba aspirando y, volviéndose a mirarla, le dijo con enojo:
—¡No sé si me incomoda más tu gazmoñería, o la insolencia del tosco lugareño a quien llamas marido! ¡Ah!, ¡ah!, prosiguió con punzante ironía, ¿qué es cariño, hijita?, ¿qué ave fénix es esta de la que todo el mundo habla y a la cual nadie conoce? ¡Cariño!, ¡sentimientos!
¡Déjate de hipocresías, niña, que sientan mal a tu cándido rostro! En el mundo no hay más que interés, no hay más que toma y dame.
Todo se hace con un fin, que representa nuestro propio beneficio. Si es que, en último resultado, esperas calzarte con mi herencia, o esperas, visto el mal trato que te da tu marido, tener un apoyo en mí, no vistas ese interés, que yo, por otra parte, califico de legítimo, con las pomposas frases del cariño y el sentimiento. Estamos en un siglo de ilustración, y por lo tanto eminentemente realista; llama, pues, a las cosas por su verdadero nombre, y no procures sacarlas de su quicio decorándolas con ridículos apodos.
—Pero tía, le juro a usted... tartamudeó Clotilde confusa.
—Jura cuanto quieras, hija, interrumpió con ímpetu la vieja descreída; pero si por joven no aciertas a darte cuenta de tus propias sensaciones sabe, de una vez para siempre, que los sentimientos no existen, que no existen los afectos, y que aun lo que nos parece más sublime amor, el decantado amor de la madre hacia sus hijos, no es en realidad más que un egoísta interés del ser humano, que tiende a propagarse y a sobrevivirse. Y así, no me vengas con grandes frases, con mentidas propuestas, y di que si te conviene irás a verme, como a mí me ha convenido venir a veranear a Orduña, y por no tener otras casas en donde hospedarme cómodamente he elegido tu casa.
Mil veces había oído Clotilde de los labios de su tía, y aun de Miguel, que creía darse lustre imitando la despreocupación de su protectora, aquel cínico lenguaje; pero nunca le había hecho más efecto que en aquel instante en que iba a separarse quizás para siempre.
Inclinó la frente sobre el pecho y guardó silencio.
Aún no había trascurrido media hora cuando apareció delante de la casa el carruaje monstruo, adornado con el escudo de armas y la corona de marqués, y después de haber recibido en su inmenso seno a la vieja, a Miguel, a las dos doncellas con los perros, el tití y la caja de los afeites, partió con grande estrépito por el camino de la metrópoli de España.
¿Qué se habían dicho Juana y Miguel al separarse?
Juana había entregado furtivamente al joven una cajita, en la cual se encerraba una flor de acacia ya seca, y había corrido a encerrarse en su aposento.