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El Copo de Nieve: I. Lo que pueden decir a una joven los ecos de una flauta

El Copo de Nieve
I. Lo que pueden decir a una joven los ecos de una flauta
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  1. Portada
  2. Información
  3. El Copo de Nieve
  4. I. Lo que pueden decir a una joven los ecos de una flauta
  5. II. De cómo la imaginación sabe prestar distintas formas a todos los objetos
  6. III. Cuadros de sombra
  7. IV. Lo que puede pesar un capullo de rosa en la balanza de la vida
  8. V. El cuento de las dos almitas
  9. VI. La intriga
  10. VIII. Lo que se ve a la luz de los sepulcros
  11. VIII. El secreto de Policarpa
  12. IX. La catástrofe
  13. X. Cuadros de luz
  14. XI. La expiación
  15. XII. Un rayo de sol tras la tormenta
  16. Epílogo
  17. Otros textos
  18. CoverPage

I. Lo que pueden decir a una joven los ecos de una flauta

La mujer suspende en torno del hombre las flores de la vida, como las yedras de los bosques adornan el tronco de la encina con perfumadas guirnaldas.

—CHATEAUBRIAND.

¡Qué suaves y melancólicas suelen ser las tardes de otoño! ¡Cómo concuerdan con el espíritu humano, siempre inclinado a la meditación y a la tristeza!

En vano el alma quiere embriagarse con los placeres turbulentos, en vano quiere entregarse a los sueños de gloria, de amor y de ambición, a pesar suyo, siente que su vida es como las frágiles hojas arremolinadas por el viento de otoño, que su felicidad es como el azul del cielo, sin cesar empañado por pardas nubecillas precursoras de los nubarrones del invierno. Sabe que la naturaleza va a despojarse en breve de sus galas, y no sabe si volverá a verla cuando se engalane con otras nuevas.

El temor de perder un objeto adorado redobla su atractivo. El hombre escucha con indefinible complacencia los últimos trinos de las aves, prontas a partir de nuestros climas, los últimos murmullos del arroyo que debe convertirse en torrente, el rumor que producen al caer las últimas hojas de los árboles que irán a alfombrar la seca arena.

Escucha estos vagos acordes y suspira; suspira y levanta al cielo los ojos; siente que su tristeza se convierte en regocijo, como el fatigado caminante que ve a lo lejos la torre de su aldea, el techo de la cabaña en donde le aguarda su familia.

Era una tarde de otoño, aquella en que ocurrió el suceso que voy a referiros, tarde de otoño más bella, más armoniosa que ninguna. Los últimos rayos del sol doraban los altos campanarios de la nobilísima ciudad de Orduña, situada en los confines de Castilla la Vieja, y que al par que se enseñorea sobre una vastísima alfombra de campos en flor y praderas cubiertas de musgo, se contempla orgullosa en las aguas del Nervión, que va a morir en el mar, junto a Bilbao.

Fuentecillas de cristal y arroyos bullidores brotan y serpean por todas partes, semejando a sartas de perlas y diamantes entre la verde yerba; avecillas sonoras se albergan en los frondosos bosquecillos y las brisas perfumadas revolotean en todas direcciones, meciendo las corolas de las flores, balanceando las copas de los árboles, rizando las apacibles ondas del río y produciendo un concierto de susurros que se confunde con los trinos de los pájaros y los blandos murmullos de las aguas.

El que sueñe con los encantos del paraíso o la tranquila calma del Leteo, debe refugiarse en el escondido valle de Orduña, en donde la naturaleza desplega todas sus galas, y en donde no penetra el embravecido torrente de las pasiones mundanas.

Circúndale, menos por la parte del Norte, en donde hay abierto un boquete para que pase el río, cerros y montes, los más encumbrados y ásperos de toda España. Entre ellos descuella la renombrada Peña de Orduña, tan fragosa, que los moros jamás se atrevieron a franquearla, considerándola como el inexpugnable baluarte de la llanura de Ávila y Vizcaya.

En efecto, si se examina por su parte superior, no hay planta humana que se atreva a bajarla, y si por la inferior, sólo los buitres que descienden desde las concavidades a las hayas que guarnecen su falda, pueden, remontando el vuelo, buscar abrigo en su elevada cumbre, que se ve a muchas leguas de distancia.

Hoy, sin embargo, el ferrocarril circunvala sus altaneras crestas, dominando el hombre con su genio aquellas agrestes cimas que se creían infranqueables.

Hoy el silbido de la fugaz locomotora trae a los sencillos habitantes del valle los ecos turbulentos de la metrópoli de España, y turba su reposo con las visiones fantásticas de sus alegres orgías, de sus espléndidos festejos.

La ciudad, de aspecto grave y señorial, tiene una espaciosa plaza rodeada de buenas casas, con soportales cubiertos, en los que hay tiendas bien surtidas, y en medio una fuente de excelente arquitectura de ocho caños de agua exquisita. Todas las calles van a parar a la plaza.

El recinto está cerrado de murallas antiguas con reductos, baluartes, torreones y seis puertas de entrada, lo que demuestra que ha sido plaza fuerte en épocas anteriores.

Con decir que las laderas de los montes están cubiertas de bosques y viñedos, y la llanura de árboles frutales, se comprenderá cuántos ecos armoniosos y balsámicos perfumes esparcirían en torno los airecillos de otoño en la deliciosa tarde de que hablo.

Y a los blandos acordes, a las suaves melodías de la naturaleza, se juntaban los ecos de la flauta pastoril, el cencerro de los rebaños, los cantos de los vendimiadores y el chirrido de los carros que volvían a la ciudad cargados con los frutos de las vides.

Las campanas de las iglesias y ermitas tocaban el Angelus, las aves entonaban su himno de la noche, los hombres se inclinaban y rezaban.

Extramuros de la ciudad, a orillas del río, o más bien situada sobre una islita, alrededor de la cual, se destrenzaban las aguas, porque el Nervión, aunque casi seco en verano, se engruesa bastante con las aguas otoñales, se veía una blanca casa entapizada de rosas de guirnalda, yedra y madreselva. Nada más pintoresco que aquella casa cubierta de verdura, descollando sobre las cristalinas ondas como una flor acuática.

Formaban círculo a su alrededor muchos órdenes de macetas, colocadas en anfiteatro, y detrás de las macetas un enrejado en cañas servía de balcón para asomarse a contemplar el bellísimo paisaje.

Un caminito estrecho, orillado de rosas, conducía desde el umbral de la casa a la margen izquierda del río, en donde se alzaba un bosque de hayas.

Parecía aquella poética vivienda el albergue de un hada misteriosa, y en efecto, se asemejaba a un hada la jovencilla, que apoyada en el rústico balcón, estaba en aquel instante contemplando el magnífico cuadro que se ofrecía a sus ojos.

—¡Oh madrecita mía, exclamó de repente, si no estuvieras clavada en ese lecho de dolor y pudieras ver los bellos cambiantes del cielo! ¡Qué espléndidos tornasoles! ¡Qué ricos cortinajes de púrpura y de oro! ¡Mal hayan las nubes que en estas tardes precedentes, me impedían contemplar al rey de los planetas!

—Debes acostumbrarte, niña, dijo una voz lánguida y melancólica en la parte interior de la casa. En la naturaleza nunca brilla por mucho tiempo el sol sin que velen su faz augusta los pérfidos celajes; en la vida, nunca resplandece por mucho tiempo la felicidad, sin que venga a enlutarla alguna pena. Mira, por el contrario, las hojas secas, las flores marchitas, y piensa que toda gloria es fugaz en este mundo.

—¡Soy joven!, dijo la niña encogiéndose de hombros. ¡Es tan bella la vida! ¡Cuanto más busco el límite de su horizonte más dilatado le veo! En mi corazón resuenan millares de voces mágicas que me prometen mil delicias!

—¡Eres joven Clotilde! interrumpió la voz doliente, y sientan bien a la juventud la alegría y la esperanza, como a la primavera su guirnalda de risueñas flores. Embriágate de ilusiones, abre el pecho a la alegría; pero precávete al mismo tiempo contra el dolor, que no respeta ni a jóvenes ni a ancianos. Piensa en las aguas de ese río, tan pronto brillantes como un espejo, tan pronto turbias y encrespadas.

Calló la triste voz, y volvió a renacer el silencio.

Entre tanto las sombras habían bajado de los cerros a las llanuras, persiguiendo a los rayos de pálida luz, que huían aquí y allá, trémulos y azorados; las nubes purpúreas se habían vuelto primero moradas, luego blancas, y la naturaleza había enmudecido durmiéndose los pájaros en las ramas, los ecos en las peñas.

De pronto resonó a lo lejos una melodía deliciosa. No se sabía si eran acordes escapados de una flauta o coros de ángeles que resonaban en las alturas. Aquellos sonidos expresaban todos los trasportes de la pasión, todos los castos deliquios de una ternura inefable.

Los ruiseñores despertaron y se asomaron al borde de sus nidos para ver quien era aquel rival que los aventajaba en armoniosos trinos. Y con ellos despertaron los ecos soñolientos, las ondas que reposaban sobre el musgoso cauce, y las brisas escondidas en el cáliz de las flores. Y todos los seres de la creación, embriagados de entusiasmo, esparcieron aquí y allá y repitieron hasta lo infinito las notas de aquella música celeste.

Clotilde puso ambas manos sobre el corazón, que parecía querer salirse del pecho, y su espíritu se remontó hasta el sagrario de Aquél de quien dimana lo poético y lo bello.

Descendió entre tanto de una colina el inspirado músico, que era un joven pastor de gallardo aspecto y dulce fisonomía, descendió lentamente, precedido de sus cabras blancas, negras y manchadas, que se precipitaron en el llano dando saltos y balidos. Según eran las modulaciones de la flauta, tristes o alegres, suplicantes o imperiosas, así obraban las inocentes cabritillas, como si fuesen seres dotados de inteligencia, ya agrupándose en torno del pastor, ya esparciéndose a lo lejos, subiendo, bajando, triscando en todas direcciones.

Bien se conocía que no era el arte sino la naturaleza la que prestaba al músico sus inspiradas notas, porque sus tocatas carecían a veces de ritmo, eran caprichosas y desordenadas, como los rústicos conciertos que elevan las florestas.

Deslizóse el pastor a lo largo del río, tornó a la derecha, y bien pronto sus notas se perdieron entre los vagos rumores de la noche, disipándose asimismo la espesa nube de polvo que había levantado su rebaño.

Terminada la serenata, la naturaleza volvió a adormecerse plácidamente, mientras Clotilde con los codos apoyados en la balaustrada y la barba en la palma de las manos, dejaba vagar su espíritu por los espacios, y acariciaba mágicas visiones de formas indefinibles.

Pasó el tiempo, cerró del todo la noche y llamó con débil voz la enferma.

Entonces Clotilde se estremeció como si volviese en sí de un letargo, entró presurosa en la casa, encendió la luz, y tomando su labor, fue a sentarse junto a la cama en donde yacía su madre.

Esta era joven aún; pero ajada por los sufrimientos y las enfermedades. Tenía el cabello gris y los ojos negros, pero el rostro tan pálido y enflaquecido que parecía trasparente.

—¡Oh, qué bien revela la música la existencia de Dios! exclamó Clotilde con trasporte, ¡oh, qué alma tan sensible debe tener el pastor Anselmo para expresar de este modo las inefables delicias de los cielos!

Interrumpióse, volvióse para mirar a su madre, y vio que corrían dos lágrimas por sus mejillas.

—¡Estás enojada conmigo, madrecita mía!, añadió la joven entre asombrada y pesarosa. ¿Por qué lloras?

—Lloro por ti, dijo la enferma, cogiéndole ambas manos, lloro por ti, que vas a quedar abandonada y sola en este mundo, porque ya lo ves, cada día se disminuyen mis fuerzas, cada día avanzo un paso más hacia la negra sepultura. No tienes más patrimonio que esos lindos bordados, que son la admiración de todas las señoras de Orduña; pero ¿conservarás siempre estos hábitos de economía y de trabajo? ¿Resistirás siempre a las sugestiones del lujo y los placeres?

—Por Dios, madrecita mía, respondió la encantadora niña, ciñendo con ambos brazos el cuello de su madre, no te atormentes con el porvenir, poblándolo de lúgubres fantasmas. La suerte tiene varitas maravillosas, y cuando menos se piensa trueca en flores los abrojos, las lágrimas en sonrisas.

—Y también trueca en negro crespón el manto de la esperanza, ¡pobre niña! ¡Cuadros disolventes de sombra y luz: he aquí la vida!

Clotilde cerró los labios de su madre con un beso, y se puso a trabajar con ardor, como si quisiese poner término a aquella conversación penosa.

Era bella como un serafín: parecía una flor que acaba de entreabrir su corola a los rayos del sol de primavera. Tenía los ojos azules, el cabello rubio y ensortijado, las facciones armónicas y suaves. El junco no era más flexible que su talle: sus manos y pies tan diminutos como los de una niña de ocho años. Vestía un traje modesto pero lo llevaba con suma gracia y exquisita elegancia. Toda su persona ostentaba aquel sello aristocrático que solo puede darnos la nobleza de la cuna.

—No sé si estoy más triste que otras veces, no sé si me siento peor esta noche, dijo la enferma rompiendo otra vez el silencio; pero no puedo resistir al deseo de hablarte de cosas serias.

Motejabas hace poco mis temores futuros; pero ¿qué dirías si mis temores se refiriesen a lo presente?

Dejó Clotilde la labor y fijó en su madre una mirada de cándida sorpresa.

—¡Ah!, repuso ésta suspirando, mucho siento rasgar el velo de tu inocencia, pero es preciso:

Somos pobres: el fruto de tu trabajo apenas basta para subvenir a nuestras necesidades y a los gastos de la enfermedad que mina mi existencia, y sin embargo, esta casa llena de comodidades, revela un bienestar que no se halla en relación con la escasez de nuestros recursos.

—¡Oh!, exclamó Clotilde con entusiasmo, es que los dueños de esta casa son unos ángeles y nos colman de beneficios.

—Pero los dueños de esta casa son un anciano ciego y un joven de veinticinco años, hijo suyo.

—¡Y qué bueno, qué noble, qué generoso es Guillermo! No es a nosotras solas a quienes socorre y ampara, previendo hasta nuestros menores deseos con una delicadeza exquisita, es a todos los desgraciados de Orduña, de quienes es el consuelo y la providencia.

—¿Le amas?, preguntó la madre con voz trémula y que encerraba la explicación de todos sus temores.

Clotilde se puso encendida.

—No, dijo después de algunos momentos de vacilación, no le amo, le admiro. ¿Qué es amor? ¡No lo sé!... Yo no amo más que a los pajarillos que vienen a trinar en mi ventana, a las flores que me tributan su perfume y a las nubecillas de mil colores que vagan por el cielo.

—Pues bien, exclamó la enferma con febril agitación, Guillermo es demasiado rico para ti. Como industrial, posee una hermosa fábrica de paños, como hacendado, tantos campos y viñedos como días tiene el año.

—Pero Guillermo no tiene orgullo, interrumpió Clotilde, él es el primer trabajador en su fábrica, el primer labrador en sus campos.

—No olvides que un heredero rico debe casarse con una rica heredera. Guarda tu corazón: esto es cuanto quería decirte.

Clotilde se había puesto tan trémula que la hebra se rompió entre sus manos.

—Madre, murmuró en voz baja. Hace poco he dicho que no amaba a Guillermo... Cuando no es su mano la que me ofrece el agua bendita en la Iglesia, siento un vago deseo de llorar... Siento una vaga tristeza, cuando al ponerse el sol no le veo bordear el río para dirigirse a su casa... ¿Será esto amor?... ¡Hoy no ha pasado!... ¡Y sin embargo los sonidos de la flauta me decían que le vería!

—¡Ah hija de mi vida!, exclamó la enferma, incorporándose con viveza y estrechando a Clotilde entre sus brazos.

En aquel instante llamaron a la puerta.

—¡Si será él!, dijo Clotilde poniéndose encendida como una amapola... La flauta no puede mentir...

— ¡Abre, abre, dijo su madre, y que Dios tenga compasión de nosotras!

Dirigióse Clotilde con paso vacilante a la puerta, la abrió, y permaneció inmóvil en su dintel, en la actitud casta y ruborosa de la virgen, para quien se va a llenar la primera página del blanco libro de su destino.

Guillermo, pues en efecto era él, entró también con actitud tímida y conmovida, se dirigió al lecho y después de saludar a la enferma, se sentó a instancias de ésta en la silla que antes ocupaba Clotilde.

Si era rico Guillermo no necesitaba de sus caudales para agradar. Era alto, de figura noble y esbelta, tenía los ojos y el cabello negros, y una barba negra y rizada daba cierta gravedad a su fisonomía.

Venía vestido de negro y traía en la mano un ramito de flores.

—Vengo a tratar de cosas graves, señora, dijo con un tono en el que se traslucía una viva emoción, y reclamo toda su indulgencia de usted, todo el bondadoso afecto con que me mira, para que disculpe mi atrevido empeño.

Calló algunos momentos, y luego repuso:

—Trato de tomar estado con el beneplácito de mi padre, y con su beneplácito he elegido a la que debe ser compañera de mi vida.

La enferma se incorporó en el lecho llena de ansiedad, Clotilde se llevó ambas manos al corazón para contener sus latidos, Guillermo prosiguió con una voz que cada vez se hacía más trémula:

—Es Clotilde a la que deseo dar el dulce título de esposa. Quisiera que fuese únicamente su corazón el que pronunciase mi sentencia; pero no he podido resolverme a hablarle de mi amor sino delante de su madre.

—¡Clotilde es pobre!, murmuró la enferma.

—Clotilde es rica en virtudes, exclamó Guillermo con pasión, y ésta es la mejor de las dotes.

—El mundo tiene sus exigencias y es preciso respetarlas.

—Al mundo se le debe dar todo lo que es justo, pero nada más que lo justo. Clotilde es una joven honrada; yo la amo; mi padre aprueba mi elección, y si usted también la aprueba, si Clotilde consiente, nada tiene porque motejarme el mundo.

—Sabe usted mi historia, interrumpió vivamente la enferma, quiero no obstante recordársela en este solemne instante.

Mi padre descendía de una gran familia: su hermano mayor ostentaba una corona de conde. Mi padre era militar; extravíos de la juventud le habían arrebatado su legítima, y sólo contaba con su espada.

Era de carácter alegre y despreocupado. Había perdido a su esposa siendo yo muy niña, y cifrando en mí toda su ternura, me dio una educación esmerada, pero quizá demasiado libre. Llegó la edad de los amores, y entregué mi corazón a un artista. Era un pintor, rico tan sólo de futuras esperanzas.

Mi padre consintió en mi casamiento, y fui la mujer más feliz de la tierra, hasta que la dura realidad arrancó la venda de mis ojos. Nos sobraba amor y nos faltaba dinero. Sufrí todos los tormentos de la escasez, y sentí la amargura de ver que participaban de ellos mis hijos. Mis hijos, una vez sin pan, otras sin abrigo, nos abandonaban para volar al cielo, buscando un refugio entre los ángeles.

Mi padre, viejo y achacoso ya, se había retirado del servicio: al principio vivimos con su paga, y con la esperanza de que los cuadros de mi esposo hallarían en breve compradores dignos de su mérito.

Murió mi padre, y quedamos sin recursos; la miseria y los pesares apagaron la imaginación del artista, y sus obras posteriores no correspondieron a la idea que de su genio se habían formado los maestros. Mi noble familia, que había desaprobado mi desigual enlace, me volvió la espalda, y no hallé entre ellos ni apoyo ni benevolencia. Perdí a mi marido después de haber perdido a mi padre, y de todos mis hijos sólo me quedó Clotilde.

Fueme preciso vivir para ella, y subvenir a su subsistencia con el fruto exiguo de mi trabajo. No reportándome apenas nada el de aguja, resolví utilizar mis conocimientos en la música y en los idiomas, y entré de aya en casa de una gran señora, esposa de uno de los banqueros más ricos de Madrid. Había ascendido a ocupar su brillante posición desde el humilde estado de modista, y la fortuna la había envanecido.

Se había vuelto áspera y soberbia, creyendo que esto era de buen tono. En la institutriz de sus hijas no veía a la que debía cultivar su talento y educar sus almas, sino a la esclava que debía suscribir a todos sus caprichos.

Me rebajaba hasta el punto de obligarme a que comiese a la mesa con sus lacayos. Cuando me llevaba al teatro me hacía estar de pie en el último rincón del palco.

Pero me pagaba bien, y con mi salario podía sostener a mi Clotilde en el colegio del Sagrado Corazón, que se halla establecido en Chamartín, pueblecillo cercano de Madrid. Todo para ella: tal era mi divisa; mientras pudiese darle una educación brillante, comía con placer el pan amargo de la dependencia ajena, regado con mis lágrimas, y sobrellevaba con no desmentida fortaleza insultos y humillaciones.

Mis tiernas discípulas, educadas en la escuela orgullosa de su madre, me trataban con desdén, recibían con desdén mis lecciones, y más de una vez me echaron en cara el dinero que ganaba con el sudor de mi frente y los profundos tormentos de mi alma.

Es inútil decir que los criados me eran hostiles, los criados, groseros y envidiosos por instinto, declaran guerra a muerte a esas infelices personas de la clase media, superiores a ellos por su nacimiento y educación, y colocadas por la suerte en más precario estado. Mi carácter tímido, irresoluto, débil, acrecentaba su insolencia, y se puede decir que era el blanco de la tiranía de arriba y la de abajo; el objeto miserable del general encono.

A estas tiranías yo oponía una complacencia sin límites, pensaba que sirviendo a todos, que procurando anticiparme a los deseos de todos conquistaría, si no cariño y gratitud, al menos alguna consideración, pero no fue así. Cuanto más malgastaba mis fuerzas, centuplicándome, más bajaba en el nivel de la estimación de amos y criados, y considerando de derecho lo que había sido condescendencia, cuando mis cabellos empezaron a platearse, cuando mi vista empezó a oscurecerse, cuando mis manos trémulas por el dolor y la fatiga, empezaron a manejar con menos ligereza la aguja, me trataron corno trata el cazador al perro viejo y enfermo, que ya no puede correr tras de la presa.

Aquí sucedió la catástrofe dolorosa. Doña Eulalia, que así se llamaba la esposa del banquero, instada por unos amigos suyos, vino a pasar algunos días en Orduña con sus dos hijas. Se daba un baile en una de las casas más aristocráticas de la ciudad: las niñas y la madre, aunque traían riquísimos trajes de la corte, quisieron variar los adornos conforme a su capricho, encargándome a mí, como siempre, de tan enojosa tarea. Yo estaba mala, el tiempo era escaso, llegó la hora del baile y no estuvieron concluidos. Los concluí a las once de la noche, y lo peor fue que no los encontraron de su gusto.

Madre e hijas se entregaron a los arrebatos de una ciega cólera, y quizás, por la vez primera, me indigné al ver su injusticia y contesté con altiva dignidad a sus ultrajes.

Una actitud tan nueva en mí, las sorprendió, las irritó. De los denuestos pasaron a los más sangrientos improperios; yo, ciega ya también, y desatenta, se los devolví más sangrientos todavía.

Entonces doña Eulalia se abalanzó hacia mí en actitud amenazadora, luego se contuvo, y llamando a sus lacayos les ordenó que me echasen a la calle.

Los lacayos cumplieron con sumo gusto aquella cruel orden, y, sin saber cómo, me hallé en medio del arroyo.

Eran cerca de las doce de la noche: las calles estaban mudas y solitarias.

Sin poder darme cuenta de cuanto acababa de ocurrir, permanecí más de un cuarto de hora inmóvil delante de aquella puerta que acababa de cerrarse tras de mí. No conocía a nadie en Orduña, no tenía dinero para ir a llamar a ninguna posada. ¡Qué iba hacer! ¡No lo sabía!

Di algunos pasos a la ventura, y me hallé en una plazoleta rodeada de árboles. Entre los árboles había algunos asientos de piedra. Me senté en el más próximo resuelta a pasar allí la noche. Un torbellino de confusas ideas cruzaba por mi mente, pero dominaba entre todas la idea de mi hija a quien tendría que sacar del colegio para que viniese a compartir mi miseria. Miseria, sí, porque mi sueldo iba casi íntegro a la superiora del colegio, y no tenía ningún ahorro. No podía pensar en otra colocación: el estado de mi salud no me lo permitía. ¿Qué iba a ser de mí hija? ¿Qué iba a ser de mí? Fatal dilema que me era imposible resolver. Quizás entonces sentía haber dado a mi Clotilde una educación superior a mi estado, quizás temía que ella no aceptase con bastante resignación la pobreza a que se vería reducida.

Dios no quiso que fuera así: cuando más tarde Clotilde volvió a mis brazos, la hallé fuerte, animosa, sublime de abnegación y ternura.

Pero no anticipemos los sucesos.

Luchando con todas aquellas ideas, no sabiendo si al día siguiente debería ir a pedir perdón a doña Eulalia, o implorar de puerta en puerta la caridad pública, trascurrió la noche y vino el alba.

Como he dicho, estaba enferma; tal vez la alteración de mis nervios fue la que me impulsó a sobreponerme a mi humildad acostumbrada. El frío de la noche, el hambre, pues por concluir los vestidos no había comido, me produjeron un desmayo. Recliné la cabeza en el respaldo del banco, y perdí la conciencia de mí misma.

No sé cuánto tiempo permanecí de aquel modo, sólo sé que recobré el uso de mis sentidos, en una cómoda estancia, rodeada de personas amables y bondadosas.

Usted me había visto durante mi desmayo, usted sin conocerme, me había trasportado a su casa, que estaba cerca de aquel sitio, y era la dulce Juana, era su padre de usted, eran sus criados, los que me rodeaban con tan cariñoso celo. ¿Para qué decir más? Ustedes no limitaron su caridad a aquel primer beneficio.

Enterados de los dolorosos azares de mi vida, me instalaron en esta casita de su propiedad, y me facilitaron los medios para traer a mi lado a mi Clotilde.

He recordado todo esto, Guillermo, porque sé que en una población pequeña como Orduña, mi calidad de aya, o más bien de doncella, porque tal era en realidad no dejarán de presentarla a sus ojos como un borrón para su nueva esposa: lo he recordado también, para que Clotilde sepa cuánto debemos a su familia de usted y no acepte el presente de su corazón, sin estar bien cierta de que podrá pagarle con una ternura sin límites, con una profunda gratitud.

Durante este relato, Clotilde había derramado algunas lágrimas; pero su rostro no se había enrojecido de vergüenza. La condición precaria, pero honrada de su madre, no ofendía su orgullo, antes al contrario, le parecía que aquella dolorosa prueba soportada con resignación y dignidad enaltecía su nobleza.

—No sé si amo a Guillermo, exclamó ruborizándose, nunca me he detenido a dar un nombre al poderoso afecto que me inspira: ¡sólo sé que le estimo y admiro, que me siento capaz de labrar su dicha!

El joven se apoderó vivamente de la mano de Clotilde al oír estas palabras, la condujo hasta el borde de la cama y la obligó a arrodillarse junto a él.

—¡Qué Dios os bendiga, hijos míos, como yo os bendigo en este instante!, exclamó la enferma juntando sus manos trémulas sobre sus cabezas inclinadas, y derramando sobre ellas lágrimas de gozo.

* * *

Quince días después celebróse con inusitada pompa el enlace de Guillermo con Clotilde. Era tan bella la desposada, tan dulce, tan modesta, que los envidiosos enmudecieron, y sólo resonaron por todas partes plácemes fervientes.

Un año después, un ángel rubio y sonrosado vino a llenar de júbilo el tálamo conyugal, y la enferma bajó plácidamente al sepulcro, segura de haber dejado asegurada la felicidad de su hija.

Pero ¡ah!, ¿no había dicho ella misma que el cielo no es siempre azul, que no son siempre mansas las olas, ni blandos ni perfumados los céfiros de la tarde? ¡Cuadros disolventes de sombra y luz: he aquí la vida!

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