Epílogo
Las mujeres son el alfa y el omega, el principio y el fin de todas las acciones de los hombres.
—SAINT OMER.
Habían pasado algunos años, y no era ya el otoño el que alfombraba la tierra con los frutos de los árboles; era la alegre primavera la que recorría el espacio sembrando por todas partes ramilletes de flores.
Evocados por ella, volaban aquí y allá los ligeros cefirillos, esparciendo perfumes y armonías; se posaban aquí y allá los puros rayos del sol, haciendo brotar la vida por doquiera. Germinaban las plantas, nacían los insectos, trinaban las aves y repetían los ecos las armonías del prado y la floresta.
Aunque era ya la primavera, brillaba todavía en el hogar el amigo fuego.
Y junto al hogar estaba Clotilde, María, que era ya una linda jovencita, enseñando a hacer labor a otra niña más pequeña, otro capullo desprendido del mismo hermoso tallo.
Más allá, Carlos daba la lección a su padre, trazando sobre la pizarra signos matemáticos. En frente de Clotilde estaba el abuelo, ya octogenario, y junto a él la dulce Juana ocupada en su calceta.
Al lado de la lumbre, sentado en el suelo, y jugando con soldados de plomo, veíase a otro niño de tres años, blanco y sonrosado, como una manzana recién cogida.
Ya no se reconcentraban en Juana todas las miradas, ya no era ella el eje sobre el cual giraba la familia.
Juana se había apresurado a descender del trono y a entregar el cetro a Clotilde, volviendo a la modesta oscuridad que constituía su elemento.
Clotilde era una hermosa matrona en cuya frente residía la calma augusta del que ejerce un sublime ministerio, en cuyos labios residía la benévola y grata sonrisa del que ama y se siente amado.
Clotilde era tan feliz como se puede serlo en este mundo.
Ya el sol descendía al ocaso, ya empezaban a dibujarse por todas partes las leves sombras que determinaban el crepúsculo.
Pero en vez de la salutación angélica, las campanas de Orduña tocaron a muerto.
—¿Por quién doblan?, preguntó el anciano.
—¡Por don Lupercio!, dijo Guillermo. Desde que se quemó su casa, devorando las llamas cuanto poseía, el infeliz no ha tenido ni un solo día bueno. Postrado por una cruel enfermedad e imposibilitado de ejercer su profesión, ha vivido de las limosnas que sus hijas iban recogiendo por la ciudad. ¡No sé que va a ser de esas tres mujeres, de las cuales la mayor, Policarpa, ha quedado ciega! He sabido la muerte del escribano al salir de casa de doña Segismunda. ¡Ah, si viera usted cómo está doña Segismunda, clavada en el lecho, y sin que nadie quiera asistirla a causa de la asquerosa lepra que la cubre!...
—El que hace bien a sus amigos, exclamó el anciano, cumple un deber sagrado, el que hace bien a sus enemigos complace doblemente a Dios. Añade algo a las hijas del escribano, y Dios triplicará nuestra recolección, y multiplicará nuestras vides, como lo ha hecho hasta ahora.
Entre tanto recemos por el alma del difunto.
Y juntos entonaron una fervorosa plegaria, y los ecos se fueron extinguiendo, y la noche sobrevino poética y serena.
De repente se abrió la puerta del comedor, dando paso a un hombre: era Miguel.
Clotilde y Guillermo se sonrieron con aire de inteligencia al verle. Parecían saber que estaba allí, y que le estuvieran aguardando; pero Juana soltó un grito de sorpresa, y se puso toda trémula.
Miguel también había cambiado mucho: su belleza era más varonil; su aspecto tenía la gravedad que comunican al hombre los años y el estudio.
Venía vestido de viaje, y traía en la mano una caja blanca con letras doradas en el centro.
Dirigióse hacia Juana con paso trémulo y ademán conmovido.
—¡Heme aquí!, le dijo. ¡Heme aquí! En la noche de nuestra postrera despedida, tus labios murmuraron quizás, y esta dulce palabra ha resonado siempre en mis oídos para alentarme y fortalecerme en la espinosa senda que emprendía. Quizás, me decía a mí mismo, quizás, y seguía adelante con incansable afán, con constancia nunca desmentida. He estudiado mucho: he trabajado mucho; no quería volver a ti hasta haber conquistado un nombre ilustre, hasta que pudiese ofrecer a tus plantas una corona de laurel. ¡Dios ha bendecido mi trabajo!
Mi estatua de la Resignación Cristiana, cuyo rostro expresaba tu dulzura inefable y encantadora, ha sido premiada en la Exposición de París con una medalla de oro: mis compatriotas, en albricias, me han regalado una corona de laurel...
Abrió la caja y sacó la corona imperecedera, precioso galardón de su perseverancia y su talento.
—¡Heme aquí, Juana, heme aquí!, repitió con voz alterada y apenas inteligible. ¡Oh, tú, a quien todo lo debo, honradez, gloria, fortuna! ¿Podré deberte también la dicha de mi alma? ¿Podré llamarte la madre de mis hijos?
—¡Sí!, murmuró dulcemente Juana; ¡sí!...
Y escondió la ruborosa frente entre sus manos...
Al cabo de algunos días, Miguel y Juana, ya esposos, ya felices, se dirigían con las manos enlazadas y seguidos de sus bienhechores y amigos, todos los habitantes del llano, a la estación del ferrocarril; pues debían partir para la metrópoli de España.
La recién casada, vestida de fiesta, llevaba pintadas en el semblante la alegría y la tristeza; sonreía y lloraba al mismo tiempo, como sucede en abril, que brillan los rayos del sol al través de las gotas de la lluvia.
¡Seguía a su esposo, y abandonaba a sus amigos! ¡Abandonaba el suelo que le había visto nacer, el sepulcro bendito de sus padres! ¡Ah, que la vida es esta! ¡Cuadros de sombra y luz: goces amargados por las penas, penas endulzadas por plácidas alegrías!
Anselmo le esperaba al paso, sentado en la punta de una roca, y dando al aire los dulces sonidos de su flauta.
—¡Adiós!, dijo a Juana desde lejos. ¡Sé que eres feliz y soy feliz! ¡Adiós, Miguel; bendice a la Providencia que te ha otorgado tal tesoro; ámala por los dos; hazla dichosa!
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y con un movimiento convulsivo rompió su flauta, que cayó en pedazos a los pies de Juana.
—¡Anselmo!, exclamó ésta sollozando. ¡Perdóname el daño que sin querer te he hecho! ¡Siempre rogaré a Dios por ti! ¡Le pediré que te permita conducir a los pies del altar a una esposa digna de tus virtudes!...
—¡No, dijo Anselmo moviendo tristemente la cabeza, el amor ha muerto para mí, como han cesado para el valle de los ecos de mi flauta!
Y no pudiendo contener ya el ímpetu de su dolor, se levantó con presteza y huyó al través de los peñascos.
¡Cumplió su palabra! ¡Nunca jamás las alegres cabritillas triscaron al compás de las tocatas deliciosas con que antes solía embelesarlas!
Y pasaron los días y las semanas, pasaron unos tras otros los meses y los años, ya turbulentos, ya serenos, y sorprendieron a Clotilde, ofreciéndole una diadema de cabellos blancos, y Clotilde la aceptó sonriendo, apoyada en sus hijos y en sus nietos, y diciendo con su dulce voz impregnada de ternura:
—¡No teme a la vejez la que saborea los goces inefables del deber cumplido, la que sabe en que consiste la poesía de la vida! ¡Dichosa la que refrena su imaginación y sigue las estrechas vías del deber y la prudencia, porque la felicidad es un copo de nieve que si toca al suelo se convierte en lodo!