VI. La intriga
La mujer que tiene que guardar un secreto, por insignificante que éste sea, se convierte en esclava miserable de cuantos la rodean.—FAY.
Nada hay tan grato como recobrar el bien que se creía perdido para siempre.
Clotilde, en los días que se siguieron al de su feliz regeneración, se entregó de lleno a los puros goces de la familia y a los encantos del amor que la demostraba con apasionado entusiasmo su marido.
Una tarde se hallaba sentada haciendo labor junto al balcón de su cuarto. Por la escalerilla cubierta de follaje iba a visitarla todas las tardes Guillermo, cuando volvía del campo o de la fábrica, prefiriendo aquel camino poético al del corredor que daba vuelta a la casa. Era la hora de que volviese.
Como la cándida virgen que espera con el corazón palpitante al dulce elegido de su alma, esperaba Clotilde, llena de ansiosa emoción, al padre de sus hijos, de quien a pesar suyo la habían separado por tanto tiempo los delirios de su fantasía.
La labor descansaba sobre su falda, y sus ojos estaban fijos en el jardín, estremeciéndose cada vez que el viento agitaba las ramas o los pájaros aleteaban sobre el follaje.
El invierno se adelantaba con pasos agigantados: el cielo, en vez de su puro azul, ostentaba un color ceniciento y sombrío, los árboles habían perdido sus hojas, el césped su verdor, su blando rumor la brisa. Si quedaban algunas aves que no hubiesen emigrado a más benigno clima, en vez de trinos armoniosos, daban al aire notas melancólicas, que parecían gemidos lastimeros. No obstante, Clotilde hallaba indefinibles encantos en el paisaje que se ofrecía a sus ojos.
Le parecía que el cielo y la tierra estaban vestidos de fiesta, porque estaba vestido de fiesta su corazón.
De repente oyó sonar detrás de sí un ruido de pasos acompasados, volvióse, y con indecible asombro, vio dibujarse en la penumbra del aposento, la extraña y escuálida figura de don Lupercio.
Levantóse rápidamente y le dijo:
—Guillermo no ha vuelto aún.
—¡Eh! ¡eh!, dijo el hombrecillo adelantándose, porque sé que no ha vuelto, he subido a ver a usted.
Clotilde le respondió con una exclamación que no se sabía si era de disgusto o bienvenida, y le ofreció una silla.
Don Lupercio se sentó, extendió sus pies sobre la alfombra, aunque estaban cubiertos de barro, sacó una enorme caja de rapé, se puso a saborear un polvo, y por último, dijo mirando en torno suyo:
—¡Eh! ¡eh!, ¡linda habitación! ¡Verdadero nido de palomas!
—¿Me hará usted el favor de decirme a qué debo el placer de su visita?, interrumpió Clotilde.
Don Lupercio guardó la caja, se quitó los anteojos, los limpió, se los volvió a poner de nuevo, y la miró fijamente al través de los cristales.
Clotilde sintió frío en el corazón durante aquel examen.
Don Lupercio, dijo por fin, con voz lenta y llena de siniestras inflexiones:
—Vengo a devolver a usted una carta que la casualidad ha puesto entre mis manos.
—¡Una carta!, exclamó Clotilde poniéndose pálida.
—Es la cosa más sencilla del mundo, prosiguió el escribano. Usted sabe que el tío Ruperto ha vendido una tierra a su marido de usted. Pues bien, como él está enfermo, su mujer ha ido a llevarme los títulos de propiedad para extender la escritura, y nada más natural en quien no sabe leer, entre aquellos papelotes he hallado la carta en cuestión, juntamente con una receta para extirpar los callos, y otra para curar los lamparones, que así se anida la poesía entre las cosas más inmundas.
Echó mano al bolsillo mugriento e inconmensurable, al hablar de este modo, y tardó lo menos tres minutos en sacar lo que buscaba, como si quisiera avivar la ansiedad de Clotilde prolongando su martirio.
Clotilde tendió la mano con impaciencia febril, y cuando apareció, por fin, la carta, que era una de las tres que había escrito a Miguel, hizo un movimiento para apoderarse de ella.
—¡Eh! ¡eh!, dijo Don Lupercio con sorna y retirando la mano, es una epístola interesante y que contiene revelaciones muy curiosas.
—¡La ha leído usted!, exclamó Clotilde indignada.
—¡Pues ya se ve!, repuso el escribano riendo, con su risita irónica y malévola. ¡De la cruz a la fecha! ¡Es una atracción tan singular la que tiene para mí la letra escrita, que no puedo resistir a ella!
Dio vuelta al papel entre sus largas manos, y repuso.
—He aquí una carta, imprudente cuando menos, que compromete el honor de una mujer, y puede causar la ruina de una familia.
¡Es un precioso autógrafo, del cual he dudado mucho en desprenderme!...
—¡Por Dios!, exclamó Clotilde en el colmo de la angustia, y arrojando furtivas miradas hacia el jardín.
El astuto viejo prosiguió con creciente flema y como si no hubiese oído esta exclamación.
—Sí; esta carta por sí sola basta para deshonrar a una mujer; y mucho más cuando sirve de confirmación a las calumnias que se propalan en Orduña.
—¿Y qué calumnias son esas?, exclamó Clotilde con verdadero espanto.
—¡Eh! ¡eh!, replicó el escribano, no tendré yo la poca delicadeza de repetirlas. Me bastará decir a usted que en Orduña se está tan al corriente de los negocios reservados de usted, como usted misma.
—¡Don Lupercio!, sollozó la infeliz con los ojos llenos de lágrimas y cruzando las manos con desesperación, ¡no soy culpable! ¡Le juro a usted por la sagrada memoria de mi madre, que no soy culpable! Puedo haber cometido una ligereza, pero jamás, jamás se ha ofrecido a mi imaginación la idea de inferir una grave ofensa a mi marido.
El escribano se encogió de hombros.
—Nosotros los de la curia, dijo, no solemos atenernos más que a la letra escrita, y también el mundo procede de ese modo.
—No intentaré convencerle a usted, dijo Clotilde con altivez, ni me creo obligada a darle cuenta de mi conducta. Déme usted la carta, supuesto que me pertenece.
—¿Y qué diría su marido de usted si cayese entre sus manos?, dijo don Lupercio mirándola de hito en hito. Aquellas palabras y el tono con que fueron pronunciadas, equivalían a una amenaza.
Clotilde empezó a comprender. Un sudor frío cubrió su frente y murmuró con voz trémula:
—En fin, ¿qué pretende usted de mí?
—¡Eh, eh!, replicó el maligno viejo frotándose las manos con aire satisfecho. Veo que ya entra usted en el terreno práctico de los negocios. Toma y dame, esta es la gran cuestión, éste es el verdadero eje sobre el cual gira la humanidad.
Yo quiero otra cosa. Canjear este papel por otro, y aun ese otro prestado.
—¿Cuál?, preguntó Clotilde estremeciéndose.
—Entre los papeles de su marido de usted, debe hallarse uno que me interesa en extremo.
Un papel que contiene menos letras que esta carta. Se trata de la última voluntad del tío de don Guillermo, escrita sobre el campo de batalla de su propio puño y letra. No quiero más que verlo, y juro devolvérselo a usted con el mayor sigilo a las dos horas de haberlo recibido.
Dio un salto Clotilde al oír esto, y exclamó fuera de sí:
—¡Usted está loco! ¡En ese documento estriba todo el derecho que mi marido tiene a la herencia! ¡Lo que usted me pide es la fortuna de mi marido y de mis hijos!
—No lo niego, contestó don Lupercio con sorna; pero le devuelvo a usted su honor y el honor de su marido y de sus hijos. ¿Qué es lo que estima usted en más?
Puestas ambas cosas en una balanza, creo que Guillermo, que en tanto tiene su fama, se inclinará por la segunda.
—Pero en último resultado, ¿qué significa esta carta?, exclamó Clotilde fuera de sí.
—Esta carta significa que ha entregado usted su albedrío a un hombre que no es su marido; en esta carta recuerda usted con frases apasionadas y elocuentísimas los dulces momentos pasados con él en casa de la tía Ojazos, o vagando por los solitarios bosquecillos que cercan a la ermita.
—¡Soy inocente! gritó la infeliz sollozando, ¡una vez sola nos encontramos allí!
—¿Quiere usted hacer que su marido y el mundo la crean bajo su palabra, cuando tienen aquí la prueba escrita de lo contrario?
Clotilde cayó desplomada sobre su silla, sucumbiendo al peso de aquella realidad espantosa que la abrumaba con su lógica inflexible.
¡Ay, perder la felicidad cuando acababa apenas de recobrarla! ¡Perder para siempre la estimación de su marido, la paz de su hogar doméstico, y quizás el amor y el respeto de sus hijos!
¿Qué haría Guillermo cuando supiese la verdad, que ahora se ofrecía a sus ojos con colores tan horribles? ¡Quizás la arrojaría de su lado, cerrándola para siempre las puertas de su casa, privándola de la vista de sus hijos!
Si Guillermo era generoso, era también severo hasta lo sumo en cuestiones de honor y delicadeza.
Bien veía don Lupercio la lucha trabada en el alma de la infeliz, y así guardó silencio algunos instantes, dejándola abarcar con su imaginación todas las funestas consecuencias de su ligereza, y luego dijo con su tono frío y resuelto:
—En fin, nada hay perdido, señora. El negocio que usted no quiere aceptar, se lo propondré a don Guillermo.
Y se levantó sonriendo y mostrando sus dientes largos, amarillos y afilados como los de un chacal.
—¡Por piedad!, gritó Clotilde, asiéndole por el mugriento faldón de levita. Usted tiene hijas, ¡por piedad! ¡Quizás ellas se vean mañana en el amargo trance en que me veo!
—¡Eh, eh!, dijo don Lupercio; ¡mis hijas no cometerían jamás semejantes imprudencias! ¡Son hijas de escribano, y saben lo que vale una letra escrita!
En aquel instante resonaron los gozosos ladridos de los perros, que festejaban la vuelta de su amo.
—¡Hele allí!, dijo el escribano señalando a Guillermo, que atravesaba con paso ligero el jardín, dirigiéndose a la escalerilla cubierta.
—¡Piedad!, exclamó otra vez Clotilde con las manos juntas y las mejillas cubiertas de lágrimas.
—Si usted consiente, dijo rápidamente don Lupercio, mañana irá mi hija mayor a la misa de ocho de la iglesia más cercana, y recogerá el papel; volverá por la tarde a las vísperas, y se lo devolverá a usted. Mi hija es muy callada, y nadie traslucirá el negocio. ¡Diga usted sí o no!
—¡No, no!, dijo Clotilde con desesperación.
—Don Guillermo ya ha puesto el pie en el primer peldaño de la escalerilla: dentro de un segundo estará aquí: ¿sí, o no?
—¡No, no!, murmuró otra vez Clotilde, casi moribunda.
Guillermo apareció en el balcón.
Venía tranquilo y alegre y muy ajeno a la horrible batalla que se estaba sosteniendo en aquel sitio.
Clotilde creyó morir de terror al divisarle, y mucho más cuando vio al implacable viejo dirigirse hacia él, con la carta entreabierta entre las manos.
Entonces, tomando una resolución desesperada, corrió rápidamente a interponerse entre ambos, y dijo a Guillermo, procurando dar seguridad a su voz temblorosa y apagada:
—Aquí tienes a don Lupercio: venía a hablarte de negocios, pero ya estamos convenidos...
Y miró al escribano de un modo significativo.
La carta que éste agitaba entre sus largas manos pasó a sepultarse en su descomunal bolsillo.
¡Había vencido!
Lleno de gozo por su triunfo, dijo con tono de buen humor.
—Sí; había venido a hacer a usted algunas observaciones acerca de la tierra que han comprado al tío Ruperto. Está cargada con más de un censo, y no vale la suma que han dado ustedes por ella, pero dice su señora esposa, que es una obra de caridad que quieren hacer, y nada tengo que oponer a esto.
Habló luego de cosas indiferentes, y se retiró haciendo cortesía.
¿Quién podrá decir lo que sufrió Clotilde durante la velada larga e interminable que siguió a esta escena? ¿Cómo pudo sostener, ella, que no estaba avezada al crimen, las miradas de su familia, sin caer de rodillas y confesar sus culpas?
¡Cuántas veces estuvo tentada a hacerlo, si no la hubiese contenido el temor de sembrar en torno suyo el luto y la desesperación que cubrían su alma!
¡Ante aquella catástrofe imprevista comprendió cuál era el abismo insondable a que la había arrastrado la que ella creía leve falta! Comprendió cuán sofísticas eran las declamaciones de aquellos pérfidos libros, que la habían precipitado en el abismo.
Si las heroínas de novela forjadas por la imaginación calenturienta de autores sin conciencia, hallan gracia en la pública opinión, después de haber cometido una falta, y arrancan lágrimas de compasivo interés, las heroínas del mundo no hallan en derredor de sí más que ruina, deshonra y menosprecio. Evocó Clotilde el recuerdo de cien y cien mujeres descritas en páginas admirables, llenas de poesía y encanto. Cada una de aquellas mujeres se habían hallado envueltas, como ella, en una intriga; pero en medio de sus sufrimientos, habían experimentado goces inefables, compensaciones sublimes.
—¿En dónde están esos goces?, pensaba la infeliz conteniendo a duras penas sus lágrimas amargas.
A la tarde lúgubre y sombría había sucedido una noche oscura y tempestuosa. El vendaval azotaba las paredes e imitaba con sus lamentos los lamentos próximos a escaparse del angustiado pecho de Clotilde.
Sentada delante de la chimenea, en donde algunas noches antes se había sentido tan dichosa al renunciar para siempre a sus quimeras, luchaba aún consigo misma, sin saber si debía ir a refugiarse en los brazos de su marido y confesárselo todo, o cometer el crimen que se la exigía.
¡Ay! ¿Por qué no adoptó el partido de la lealtad y del deber? ¿Por qué no pensó que no hay, que no puede haber, un amigo más fiel para una mujer casada que su marido, unido a ella por los estrechísimos e indisolubles lazos del cariño, del interés y del honor?
Apretaba convulsivamente entre sus manos la llave del pupitre que guardaba los papeles importantes de la familia. Le había sido muy fácil cogerla, por cuanto Guillermo tenía una absoluta confianza en la compañera de su vida.
Pero para ir al despacho era preciso pasar por el dormitorio de Guillermo, y en la pieza contigua al despacho dormía Juana con los niños.
¿Qué sería de ella si su marido o Juana despertasen y la sorprendiesen?
Hasta el amanecer estuvo sosteniendo una angustiosa batalla contra sus encontradas ideas, contra sus encontrados sentimientos.
El viento azotaba los muros de la casa, y mugía sordamente al través de las rendijas.
Los mugidos del viento parecían ser a la vez un aviso y una amenaza.
Clotilde, al fin, se decidió. Se proveyó de un cerillero y una caja de fósforos, se quitó los zapatos y atravesó a oscuras y de puntillas el aposento de su marido, que dormía con un sueño apacible.
Cuando llegó al despacho cerró la puerta, encendió la luz, abrió el pupitre y se puso a examinar con agitación febril los legajos pertenecientes a la testamentaría.
Gruesas gotas de sudor corrían por su frente; los latidos tumultuosos de su corazón la ahogaban.
Cuanto más crecía su impaciencia, menos hallaba lo que buscaba.
Empezó a oír ese vago rumor que precede a la aparición del alba; cubrió la luz con ambas manos; miró al balcón y vio que por las rendijas penetraba una tenue claridad.
Guillermo se levantaba muy temprano.
Aunque desistiese de su criminal propósito, ¿cómo haría para reunir otra vez los papeles esparramados y colocarlos en su sitio, del modo que estaban, para que no se conociese que se habían tocado?
Más de un cuarto de hora duró su angustiosa tarea.
Pero al reunir los papeles, halló de improviso lo que buscaba.
Exhaló un comprimido suspiro de alegría, se lo metió apresuradamente en el pecho, volvió a hacer el legajo, cerró el pupitre, apagó la luz y atravesó con las mismas precauciones que antes, el aposento de su marido.
—¿Quién es?, preguntó éste despertándose a medias.
Clotilde no respondió, entró en su cuarto, y fue a dejarse caer sobre una butaca.
Estaba como muerta.
Pálida, con el cabello erizado y los ojos fijos, parecía el espectro de sí misma.
Permaneció mucho tiempo inmóvil y silenciosa.
Oyó como entre sueños levantarse a Guillermo y a todas las gentes de la casa, y sólo volvió en sí al oír el tañido de las campanas que convocaban los fieles a la iglesia.
Entonces dio un grito y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Y es en la casa de Dios en donde debe cometerse el crimen!, exclamó desolada.
A las ocho se envolvió en su manto, salió de su casa, entró en Orduña y se dirigió a la iglesia más cercana.
La mañana estaba fría y nebulosa, y pocos fieles habían acudido al llamamiento de las campanas.
Veíanse aquí y allá algunas mujeres arrodilladas en las capillas laterales o junto a los pilares. Algunos hombres estaban de pie y descubiertos a la entrada de la iglesia, o iban y venían como sombras de un lado al otro.
Clotilde se arrodilló junto a un confesionario, aguardando el momento fatal. Zumbábanla los oídos, oscurecíase su vista, teniendo casi perdida la conciencia de sí misma.
Aunque no veía ni oía nada de cuanto pasaba a su alrededor, había muchos ojos fijos en ella.
Pocas veces iba al templo tan temprano, y mucho menos sola.
Ya se sabe que la más pequeña alteración en los hábitos de una persona, da origen a millares de conjeturas en una ciudad reducida.
Aumentó las generales cavilaciones, el ver que la hija mayor del escribano atravesaba la iglesia para ir a arrodillarse junto a doña Segismunda. Ya se sabía que cuando estas dos esclarecidas rivales en malignidad se juntaban, era porque había un grave escándalo en Orduña.
Hallábanse ambas en una capillita dedicada a Jesús sacrificado. Una sola lámpara, suspendida sobre el altar, encima del cual descollaba una hermosa efigie del Redentor, alumbraba débilmente la capilla.
Doña Segismunda fingía leer en su libro de oraciones; pero había visto de soslayo acercarse a Policarpa, y esperaba, llena de impaciencia, que le dirigiera la palabra.
A pesar de su impaciencia, era tal el sentimiento que tenía de su propia dignidad, que por nada de este mundo hubiera consentido en hablar la primera.
Policarpa lo sabía, y por lo tanto, no permitiéndole las circunstancias divertirse con su expectativa, le tiró del vestido, diciéndola en voz baja:
—¡Tengo una carta de Clotilde, escrita de su propio puño y letra!
Volvióse doña Segismunda con la celeridad del rayo, y exclamó, fijando en ella sus ojos centelleantes.
—¡A ver, a ver!
Acercáronse ambas al altar, de modo que las diese de lleno la luz de la lámpara, sin ver que las estaba mirando Aquél que, lleno de amor y caridad, perdonó hasta a sus verdugos.
Colocó doña Segismunda la carta sobre su libro de oraciones, y devoró su contenido, murmurando entre párrafo y párrafo, con saña reconcentrada.
—¡Pícara, infame, mojigata, que usurpa el aprecio del mundo y la consideración del mejor de los maridos!
Volvióse, al terminar su lectura, y vio que tenía un auditorio numeroso. Todas las mujeres esparcidas por la iglesia habían ido arrastrando sus ruedos hasta allí, y habían formado círculo en torno de las protagonistas de esta escena.
Holgóse doña Segismunda al ver que había tantas lenguas viperinas que propalasen, comentasen y abultasen el escándalo, y así, después de haberse hecho rogar algunos momentos, emprendió otra vez la lectura de la carta a media voz, pero con tal lentitud y claridad, que sus oyentas pudieron saborear hasta las comas.
¡Y aquí de las exclamaciones y de los asombros de aquellas mujeres, que acaso tendrían mucho por qué acusarse a sí mismas! Santiguábanse, y gemían y se daban golpes de pecho, implorando la misericordia divina para la extraviada, mientras la estaban tan villanamente deshonrando. ¡Infelices! ¡Como si hubiesen podido engañar con sus hipócritas frases al Salvador divino, que mostraba su costado abierto para refugio de pecadores! ¡Ah, que así entienden la dulce religión, así profanan la santidad del templo ciertos espíritus groseros y malvados, verdaderos fariseos que especulan sin miramiento con las cosas santas!
¡Ofrecían un conjunto siniestro todas aquellas cabezas que se juntaban para murmurar al oído palabras de anatema, todas aquellas manos que se levantaban al cielo, para pedir venganza al infinito en bondad, al infinito en misericordia!
—¡Es preciso enviar esta carta bajo un sobre al Eco de Orduña, para que la estampe en sus columnas!, dijo doña Segismunda.
—¡Si las mujeres de bien no se unen para arrancar la máscara a las de mal vivir, el mundo está perdido!, murmuró una vieja de no muy limpia reputación, pasando apresuradamente entre sus dedos las cuentas de un rosario.
—¡Lástima de marido!, refunfuñó una solterona sin esperanza de mejorar de suerte. ¡Si una tuviese un marido así, todo le parecería poco para hacerle agradable la vida!
—¡Pues mandarle esa carta a él!, replicó una mal casada, despidiendo llamas por los ojos. ¡Que sepa quién es la serpiente que calienta sobre su pecho!
—No, dijo Policarpa alarmada por aquellas insinuaciones, pues si la complacía la humillación de Clotilde, más la complacía aún la suma enorme que debía reportar a su padre el crimen que meditaba. Esta carta debo devolvérsela en este mismo instante. ¡Como que ha venido a la iglesia para recogerla!
—¡Eso es!, exclamó impetuosamente doña Segismunda, recoge su carta, la hace pedazos, y sigue engañando a su placer al mundo. ¡Miradla allí recostada en el confesionario, con los ojos clavados en el suelo, y como si nada hubiese hecho!
¡Los hombres que pasan la saludan en vez de escupirla, y acaso dirán que es un ángel!
—¡No, esto no se puede quedar así!, murmuró la solterona con tono rencoroso.
—¡Lo que es yo por mí no devuelvo la carta!, replicó doña Segismunda, estrujando el papel entre sus manos. ¡Quien la hace que la pague!
Temió seriamente Policarpa por su fortuna, y así se apresuró a decir:
—Pues qué: ¿no hay otro medio más que ese para desenmascararla? ¿No podemos provocar un escándalo, patente a los ojos de todos, sin que se sepa la mano que lo ha producido? Yo sé la carta de memoria, yo tengo acá mi plan!
—¡A ver, a ver!, dijeron todas en coro.
Pero en aquel instante resonó la campanilla, anunciando que daba principio el sagrado sacrificio del Cordero Inmaculado.
No fue parte aquel divino llamamiento para acallar la envidia que las roía el alma, y así, acercándose todas a Policarpa, con el oído atento, con el corazón palpitante, mientras sus labios se movían como si formulasen una plegaria, que si la formulaban era una blasfemia, escucharon sin perder el más mínimo detalle, el diabólico plan que Policarpa se proponía llevar a cabo. Y cuando Policarpa hubo concluido, exhalaron un suspiro de satisfacción y levantaron los ojos al cielo, como si acabasen de salvar al mundo.
Y la perdición de Clotilde, de aquella pobre mujer, débil como ellas, quedó decretada, y quedó decretada la desventura y la deshonra de aquellos dos bellos niños que estaban durmiendo con el sueño de la inocencia, sin presentir la horrible tempestad que iba a estallar sobre sus cabezas.
Terminóse el Santo Sacrificio, deslizóse Policarpa del grupo de mujeres, y se dirigió con paso mesurado al confesionario, en donde estaba arrodillada Clotilde, muy ajena al funesto complot que debía hacer trizas su honor y su ventura.
Llegóse Policarpa a ella, hizo su famosa cortesía en tres tiempos, sin doblar el cuerpo ni mover un músculo de la cara, como si fuese un muñeco movido por un resorte, y le dijo con su voz breve y helada:
—Vengo en nombre de mi padre a lo que usted sabe.
Clotilde levantó hacia ella los ojos empañados por las lágrimas, sacó el papel de su seno, y respondió con voz trémula:
—Tome usted, supuesto que es preciso. ¡Su padre no ha querido apiadarse de mí! ¡Quiera Dios no tenerle en cuenta su crueldad!
—Mi padre no tiene la culpa de que usted haya abandonado el camino de la virtud, dijo Policarpa con tono severo.
Y luego repuso:
—Ya sabe usted que debo devolverle este papel a la hora de vísperas. No haré falta.
Tomó el papel, entregó la carta, repitió su quijotesca cortesía, y se retiró con aire grave y mesurado, volviendo a donde la aguardaban las mujeres llenas de curiosidad e impaciencia.
Elevóse del siniestro grupo, así que ella llegó, un sordo murmullo de improperios y amenazas; y prometiendo volver a las vísperas para saborear la segunda parte del drama, salieron las maldicientes como poseídas, para propalar por la ciudad cuanto habían visto y oído.
Y fueron desfilando una a una, pasando todas por delante de Clotilde, y fijando en ella una mirada descarada, llena de odio y menosprecio.
—¡Oh, cómo me miran esas mujeres!, pensó la infeliz; ¡parece que leen en mi frente mi delito!
Levantóse con paso vacilante para sustraerse a aquel martirio, se cubrió con el velo, y saliendo de la iglesia, se dirigió a su casa y corrió a encerrarse en su aposento.
Allí abrió la carta y la leyó temblando como la hoja en el árbol. ¡Tenía miedo hasta del aire y de la luz!
El escribano decía bien. Cada una de aquellas palabras ardientes, tomadas de la ampulosa fraseología de las novelas, encerraban la confirmación de una deshonra imaginaria.
Con las mejillas inflamadas de rubor, hizo trizas aquel funesto padrón de su ignominia; pero entonces recordó con espanto, que en poder de Miguel debían existir otras dos cartas como aquélla.
¿Habrían llegado efectivamente a su destino, o habrían sido interceptadas también para servir de objeto a una especulación infame'?
—¡Ay!, murmuró la desventurada entre sollozos, ¡la mujer que tiene un secreto ya no se pertenece; se convierte en esclava miserable del azar y de las personas malignas que la rodean! ¡Dios mío, no he hecho más que desviar mi pie de la senda del deber, y ya siento el castigo!
Por la tarde acudió a la iglesia, en donde se renovó la misma escena de la mañana, con la única diferencia de que asistieron a ella, protegidas por la penumbra que reinaba en las capillas, todas las comadres de Orduña; pero Clotilde volvió a su casa menos afligida, estrechando sobre su corazón el fatal papel devuelto por Policarpa.
Habíale mirado a la luz de una lámpara y le había parecido el mismo.
—¡Habrán querido tomar alguna nota, pensó; quizás el mal no sea tan grave como yo me imaginaba!
Confiada y bondadosa, no podía creer por mucho tiempo en la maldad ajena.
Aquella noche no aguardó al alba para entrar en el despacho.
Pero no fue tan feliz como la vez primera.
Aunque había adoptado las mismas precauciones que la noche anterior, cuando acababa de meter el papel en su legajo correspondiente, sintió el ruido de una puerta que se abría, y vio delante de sí a Juana medio desnuda y con el cabello suelto.
Ambas soltaron un grito al reconocerse.
Aquel grito despertó a Guillermo.
va? preguntó con voz estridente.
Oyóse el ruido que hacía al precipitarse de la cama.
Clotilde aterrada y sin darse cuenta de lo que hacía, puso un dedo sobre sus labios, miró a Juana con ademán suplicante, y abalanzándose al dormitorio de sus hijos, corrió a acurrucarse entre las dos camitas, en donde los ángeles velaban el sueño de aquellos inocentes hermanos suyos.
Cuando Guillermo a medio vestir se presentó en el despacho, halló a Juana delante del pupitre abierto y los papeles esparramados.
—¿Qué buscabas aquí?, le dijo con asombrado y severo tono.
La pobre Juana no supo qué responder.
No quiso denunciar a Clotilde, inclinó la cabeza sobre el pecho y guardó silencio.
—¿Pero qué buscabas aquí? ¡Responde!, gritó Guillermo con creciente cólera.
Clotilde lo oía desde su escondite, en donde permanecía inmóvil, llena de confusión y espanto, con la cabeza escondida entre las manos.
Su primer impulso fue salir y confesarlo todo; luego cedió a su cobarde y falsa vergüenza.
—¡Hacer patente mi delito a los ojos de Juana que es tan buena!, pensó en medio de su turbación; ¡oh, no, jamás!
El dormitorio de los niños tenía salida a la galería de cristales, que dando vuelta a la casa, comunicaba por una puerta falsa con su alcoba.
Clotilde se levantó, buscó a tientas la puerta, se deslizó de puntillas a lo largo de la galería, y penetró en su estancia.
Pero su valor y sus fuerzas estaban agotadas.
Apenas llegó a su aposento, cayó desmayada al suelo, y sólo volvió en sí cuando el primer rayo de sol vino a calentar sus miembros ateridos.