III. Cuadros de sombra
El honor de la mujer está mal custodiado, si la inocencia y la religión no forman sus guardias avanzadas.—LEVIS.
La virtud es de la naturaleza del oro,no admite mezcla.
—BIGNICOURT.
¿Quién era la Marquesa de los Gazules?
Su historia también se podía contar en dos palabras. Se reducía toda ella a galantes aventuras en las cuales jamás había tomado ni la más mínima parte el corazón, batallas dadas en los estrados con una destreza admirable e insulsas murmuraciones.
Su ocupación más seria había sido la de combinar sus trajes de modo que realzasen su hermosura. Había sido casada dos veces, sin que una prenda de amor hubiese venido a estrechar el bendito lazo. Había sido casada dos veces a la usanza del día, teniendo marido y mujer habitación aparte, criados aparte, amigos y placeres aparte.
Se había casado las dos veces por fórmula, sin examinar apenas al marido que le deparaba la suerte, bastándole con saber que era noble, rico y distinguido; la tercera quiso hacerlo no por amor, pues no era capaz de sentirlo, sino por capricho, y se fijó en un sobrino suyo a quien había nombrado heredero de su título y sus bienes, solicitando para él carta de sucesión; pero cuando pretendía esto, frisaba en los setenta, y el sobrino, que apenas había cumplido los veinticinco, tuvo el buen gusto de resistir a los halagos del interés y elegir compañera de su agrado.
Tocó el cielo con las manos la caprichosa vieja mal acostumbrada a los desaires, juró vengarse, y habiéndole recordado Miguel, que a la sazón hacía su busto, aquella sobrina olvidada en cuya casa se albergaba su querida Juana, determinó hacer un viaje a Orduña para conocerla y llevar a cabo su venganza nombrándola su heredera.
Nada más podernos decir respecto a la Excelentísima Marquesa de los Gazules. Era demasiado frívola para hacer el bien y para practicar el mal. Incapaz de afectos y de pensamientos serios, si esparcía algunos rumores calumniosos, si daba algunos consejos torcidos, ni preveía las consecuencias, ni se fijaba en ellas después de haberlas provocado.
El mundo hacía muchos elogios de la Marquesa, porque había sido bella, noble, rica y no demasiado altiva.
La había elogiado sobre todo porque su flaco era reunir a los amantes desgraciados, proporcionándoles medio de verse y entenderse burlando la tiranía de sus padres. Ninguna ocupación le era más grata que la de casamentera, aunque no presidía en su afán de casar ni el tino ni la reflexión. Obedecía a su gusto y a su capricho, como si se hubiese tratado de ir a un baile o al teatro. Pero esto, sin ella misma preverlo le reportaba la ventaja de tener siempre llenos sus salones y estar circuida de parejitas jóvenes que la recordaban sus felices tiempos. En esto no imitaba a aquellas viejas necias que, porque ya no les sonríe el sol de primavera, quisieran destrozar el sol y aniquilar el universo.
Otro de sus flacos eran los bichos, a los que quería con el fanatismo estúpido de los que tienen la cabeza hueca y el corazón vacío de nobles y levantados sentimientos. No los quería como Juana quería a su fiel Turco, sino de un modo ridículo y exagerado, dándoles en bizcochos y golosinas lo que negaba a un mendigo, hermano suyo, exhausto por el hambre. Su casa era una verdadera arca de Noé, llena de toda clase de animales. Pululaban allí perros y gatos de todas castas, aves de todos los climas.
Para llegar a ella, para obtener sus favores, era preciso conquistar antes a su feo tití, que se llamaba Aníbal, o a su Abelardo y Eloísa.
Pero bien examinado, con esta manía tampoco hacía daño a nadie, porque dinero de sobra tenía para mantener a tan dilatada familia y consagrar un criado a cada uno de sus individuos, de modo que si el mundo se reía, no se consideraba con derecho para fulminar sobre ella un severo anatema. En una palabra, para completar el retrato de la noble Marquesa diremos que había obrado exactamente como la cigarra de la fábula, que pasó todo el verano cantando sin guardar nada para el invierno; ella había pasado toda su vida ocupada en cosas frívolas, sin hacer el más mínimo acopio para la otra vida.
Nos habíamos olvidado de otro de sus flacos, y no el menor de todos, éste era la claridad, y tan clara quería ser en sus palabras y acciones que se parecía al sol, que pone de manifiesto hasta el lunar más pequeño. Gozaba extraordinariamente en llamar fea en su cara a la fea, y ridícula a la ridícula; era tanta su intransigencia que no perdonaba ni la más leve falta, complaciéndose en hacerla notar a todo el mundo. Y como era noble y tenía dinero, todo el mundo se reía de sus gracias, que eran verdaderas desvergüenzas, y la aplaudía con entusiasmo.
No pocas voluntades se había enajenado con estas claridades; pero a ella se le importaba un ardite, no teniendo en nada los sentimientos del alma.
Lo mismo sucedía con respecto a su famosa herencia, prometida sucesivamente a veinte herederos distintos, atrayéndolos con esta esperanza y convirtiéndolos en esclavos de sus caprichos, para despedirlos después como lacayos, cuando se cansaba de ellos.
Habíase con este manjeo concitado su odio; pero tampoco le importaba.
En último resultado, siempre hallaba criados que la sirviesen, y la sirviesen bien, seducidos igualmente con la promesa de mandas y legados fabulosos. Poco la costaba prometer, supuesto que no pensaba en cumplir sus promesas, al menor descuido los echaba a la calle sin consideración de ninguna clase.
Tanto entre los criados como entre sus herederos había hallado algunos de recto corazón, que le habían consagrado su afecto; pero ella los juzgaba a todos por su propio prisma, los medía a todos por su propio nivel, y en su consecuencia les daba a todos un idéntico pago.
Tenía dinero: no creía en Dios, ni en la enfermedad, ni en la muerte; obraba según su capricho, y con tal de no hallar limitación a sus caprichos, todo lo demás la era indiferente.
Un mes hacía ya que estaba en Orduña y, durante aquel mes, la casa tranquila y silenciosa de Guillermo se había convertido en un verdadero pandemónium, atestada siempre de visitas encopetadas, con gran descontento del anciano ciego que no salía de su cuarto, y también de Guillermo, aunque éste, que adoraba a su mujer y gozaba con verla feliz, lo llevaba todo con paciencia. A las comidas de etiqueta, sucedían los bailes de etiqueta, y nunca las severas paredes de aquella casa habían repetido tantos ecos armoniosos ni más alegres carcajadas.
La dirección de todo aquello corría a cargo de Juana que, aunque educada tan lejos de la sociedad, tenía un gusto exquisito para preparar una mesa suntuosa y un tacto admirable para prevenir los gustos de cada uno. Bastábale una ligera indicación, para adornar con esplendidez los salones y convertir el jardín en un jardín encantado, lleno de caprichosos arcos de musgo y farolillos de colores.
Pero como una verdadera hada benéfica y misteriosa, siempre permanecía en el último término del cuadro y hacía de modo que nadie reparase en ella.
Tenía tal arte de multiplicarse que, llenando todos aquellos nuevos deberes, no descuidaba un punto los antiguos. Cuidaba del anciano y de los niños como antes, y procuraba que a Guillermo nunca le faltara nada de lo que fuese de su agrado.
Por las noches sobre todo, mientras se divertían en los salones, ella se retiraba al aposento del anciano, y allí le divertía leyéndole algún libro piadoso o relatándole los sucesos del día.
A Miguel le veía muy rara vez y siempre de pasada.
¿Era malo Miguel?, ¿era olvidadizo?
Nada de esto. Había ido a Madrid y no había pensado ni un solo instante en romper los sagrados lazos que le unían a Juana, considerándola como a su mujer, y sin que se le ocurriese que otra pudiese reemplazarla en su corazón y en su casa.¿Pero cuándo realizaría su unión? En esto sí que no había pensado nunca. Tal vez dentro de un año, tal vez dentro de diez, en cuanto se pudiera, sin que hiciera ningún esfuerzo para poder cuanto antes.
Dios lo había dotado efectivamente con la llama esplendorosa del genio. Pero el bien y el mal, el porvenir de la vida, dependen casi siempre de circunstancias leves y al parecer sin trascendencia.
La amistad de un lacayo había decidido de su suerte y del porvenir de su alma.
Miguel, recién llegado a Madrid, lleno de fe y de entusiasmo por su noble arte, pasaba el día en el Museo estudiando las obras de escultura de los grandes maestros, y las noches en su buhardilla forjando estatuitas de barro, con las que se ganaba su sustento. Su alma entonces era buena, su imaginación era virgen, y se remontaba fácilmente a las regiones etéreas donde mora el arte. Iba a misa los domingos, rezaba por sus padres y por Juana, a quien pensaba algún día ofrecer una modesta casita en donde pudiesen vivir corazón con corazón y teniendo un solo pensamiento. Si veía llorar a alguno, se conmovía y procuraba consolarle; si un mendigo le pedía una limosna, partía con él el pedazo de pan que iba a llevar a sus labios. Tenía muy presentes las máximas evangélicas de don Eustaquio, y procuraba ajustar su conducta a aquellas santas máximas.
Si tenía privaciones, tenía también inefables compensaciones en sus sueños de gloria.
—¡Siento abrasada mi mente por una llama inextinguible, decía, y sólo me falta darle aplicación por medio del estudio! ¿Por qué no he de llegar a ser un Alonso Cano? ¿Acaso Alonso Cano no era hombre?, y redoblaba su afán por estudiar e imitar a los buenos modelos.
Pero quiso su desventura, aunque él no se resolvió a darle este nombre, que cayese enferma una vecina que habitaba en la buhardilla inmediata. Era una pobre anciana que vivía sola, pues su único hijo servía en clase de lacayo en casa de la Marquesa de los Gazules.
Miguel, bueno y compasivo, abandonó sus estudios y sus estatuitas, para velar día y noche a la cabecera de la pobre enferma. Súpolo el hijo de ésta, y no acertando cómo demostrarle su gratitud, una vez que su ama le ordenó que fuese en busca de un escultor, para que hiciese su busto, él le dijo que conocía a un joven que era un portento en esta clase de trabajos, y se apresuró a presentárselo.
Para comparecer dignamente delante de la encopetada señora, Miguel no tenía traje a propósito; pero el lacayo, que no era lerdo, y que sabía que en Madrid todo depende del traje, se dio buena maña en buscarle uno, alquilándolo de su propio peculio a un ropavejero.
Hízose el busto, y se hizo tan a gusto como ya sabemos de la Marquesa, que ésta, prendada del artista, tomó interés en darlo a conocer a sus amigos. Como conservando el parecido, había favorecido extraordinariamente a la vetusta dama, no hubo dama vetusta que no le encargase su busto, tanto, que el escultor tuvo que dar de mano a sus estatuitas, y abrir un registro para fijar turno a sus nobles clientes. Esto acrecentó su fama, y como en Madrid todo se hace objeto de moda, Miguel y sus bustos pasaron a estar de moda, ganando en aquel entonces sumas fabulosas. Y como a su mérito artístico reunía una figura bella y atractiva, no le faltaron galantes aventuras. Esto acabó de trastornar su imaginación, y poco a poco se fue volviendo muy distinto de lo que era.
Trocó su humilde buhardilla por una habitación elegante, se hizo vestir por el sastre más afamado, y aun compró un hermoso caballo tordo, para hacerlo caracolear a la portezuela de los dorados coches cuando paseaba por la Fuente Castellana. Entonces no hubo salón que no frecuentase, ni dama aristocrática que dejase de prodigarle sus sonrisas.
Miguel se desvaneció completamente, olvidó el cincel que le había abierto las puertas del templo de la fortuna y, ocupado en incesantes devaneos, no se acordó ya de Alonso Cano.
De baile en baile, de fiesta en fiesta, sólo le quedaba tiempo para escribir sus reseñas en la cuarta plana de los periódicos, reseñas en las que no escaseaban los elogios exagerados y las adulaciones ridículas. Y llegó a ser tan maestro en este nuevo género, que los periódicos más acreditados se disputaron su pluma, y obtuvo en uno de ellos una plaza de gacetillero, con muy buen sueldo y poquísimo trabajo. Y entonces tuvo entrada en los teatros, y lo que es más, entre bastidores, y como sus elogios tenían cierta autoridad, los artistas por alcanzarlos le abrumaban con dádivas y adulaciones. Y el pobre joven, enteramente deslumbrado por su nueva posición, decía restregándose las manos:
—¡Esto es Jauja!
Al paso que sus amigos decían con envidia:
—¡Qué suerte la de Miguel!
Pero las personas sensatas murmuraban por lo bajo:
—¡Qué lástima!¡Hubiera podido llegar a ser un grande artista, honra de su patria!
Sea como quiera, Miguel era feliz, en cuanto se puede serlo entre el torbellino de las pompas mundanas.
Tenía intrigas de todo género, en las que no brillaba por su caballerosidad, el decoro y la honradez, y esto en vez de arrebatarle prestigio se lo aumentaba, que así son los frívolos e injustos juicios del mundo.
Poco a poco se fueron extinguiendo en el alma de Miguel sus puras creencias de otros tiempos, su bondad natural, su delicadeza de sentimientos. Vivía, o más bien no vivía, en una casa de huéspedes, pues sólo iba a ella cuando no pasaba la noche en una orgía, que solía suceder con harta frecuencia. Comía aquí, almorzaba allá, y a veces ni comía ni almorzaba.
Gustaba de lo imprevisto y de las aventuras misteriosas. Frecuentaba los salones de la aristocracia y los lupanares; pero habitaba más en los segundos, y sólo permanecía algunos instantes en los primeros, de modo que, juzgando ligeramente por aquel trato fino y galante que usa la buena sociedad, apropiaba a las elegantes señoras que veía en los salones, el tipo de las mujeres perdidas que formaban las delicias de su vida íntima.
No se detenía en examinar a aquellas mujeres, que quizás eran modelos de virtud y caridad cristiana, sino que viéndolas amables, las clasificaba entre las heroínas de bodegón con las cuales se codeaba a cada paso.
Así se forman las más de las veces nuestras vidas sobre el mundo, juzgándolo sin conocerlo, o juzgándolo por el prisma de nuestras propias ideas y nuestras propias costumbres.
Linterna de Diógenes, que sólo alumbra lo que revestimos con nuestras propias formas.
Aleccionado por sus aturdidos compañeros, se hubiera avergonzado de creer en Dios, en la virtud, en la otra vida; se hubiera avergonzado de no rendir un público y entusiasta culto al becerro de oro, hablando con desenfado de los goces materiales y positivos. Había aprendido perfectamente la innoble jerga que se usa en nuestros días, en que barajando todos los sentimientos y todas las ideas, ya no se sabe cuál es el nombre verdadero que corresponde a cada una. Había aprendido a decir, que puestos en una balanza los sentimientos y los intereses, siempre se inclinaría el fiel hacia éstos últimos, porque los hombres del siglo XIX no eran ya tan estúpidos que prefiriesen un sentimiento noble a un átomo de interés positivo.
En sus discursos, viniesen bien o no, siempre mezclaba estos párrafos tomados de un publicista célebre.
«El mundo es un sueño, la vida una exhalación. Si hay, que no lo creo, y sólo lo creen los espíritus apocados y timoratos, quien dirija la máquina, él pasará el cuidado de las ruedas. Yo soy un átomo, y los átomos van a discreción del viento. La responsabilidad es del ambiente».
O bien aquellos versos, también célebres, originales de uno de nuestros más notables filósofos:
«Deshecho mi cadáver, sus vapores
Que rueden por las zonas superiores
Del anchuroso cielo,
En tanto que recoja el blando suelo,
De mis materias sólidas las sales,
Y el plácido regar de aguas pluviales
Se nutran cien semillas,
Y suban por sedientas raicillas
En savia transformados mis despojos,
A coronar de malvas y de hinojos
De mi postrer morada las orillas».
—¿Cómo?, ¿Cómo?, había exclamado un día don Eustaquio, que había ido a verle, ¿qué es lo que dices, muchacho, qué despropósitos son éstos? Blasfema cuanto quieras de los vivos, pero deja en paz a los muertos. Cuando desde que el mundo es mundo, no hay rincón de tierra, ni por civilizado ni por salvaje, en donde no se veneren las cenizas de los queridos difuntos, es que los hombres obedecen a un sentimiento innato y no convencional. ¿No te complace a ti pensar en aquel rinconcito de tierra, en donde duermen tus padres el sueño eterno, y decir: aquí reposan sus huesos venerandos?
Juana nada dijo; pero engañó a Miguel al día siguiente, obligándole a ir, sin que él supiera el objeto, al cementerio, y allí tuvo el consuelo de verle conmoverse, a pesar suyo, quitarse el sombrero, doblar una rodilla, y tartamudear una oración. ¡Ah! sí, ¡que las más de las veces blasonamos de lo que no sentimos, y nos sucede como al que desde la playa habla con desprecio de la mar, y cuando se encuentra en medio del Océano, reconoce transido de pavor el poder del monstruo cubierto de blanca espuma!
Una noche en que se daba un gran baile en casa de Guillermo, hallábase Clotilde recostada sobre el tocador, delante del cual su tía acababa de dar la última mano a su revocación, pintando de carmín sus labios con la destreza de un artista consumado.
Clotilde estaba absorta, contemplando aquella maravillosa transformación: acababa de ver a su tía calva, sin dientes, con el rostro apergaminado, y la veía ahora casi bella y representando a lo sumo cincuenta años.
Afortunadamente ella no necesitaba ni toalla de Venus ni colorete. Su cutis era de nácar y rosa, sus cabellos eran de oro, sus ojos hermosos y rasgados remedaban el azul brillante de los cielos.
Llevaba un vestido blanco recogido a trechos con grandes ramos de rosas y una corona de rosas en la cabeza.
Parecía la diosa de la juventud y la hermosura; estaba encantadora.
Hasta la expresión de suave melancolía que se notaba en su rostro aumentaba su atractivo.
¿Qué había sido del alma de Clotilde durante aquel mes pasado entre incesantes fiestas?
Su enfermedad se había desarrollado rápidamente, amenazándola con una próxima muerte.
Su tía y Miguel, con su lenguaje ligero y descreído, habían venido a confirmar todas las perversas doctrinas de sus libros.
En efecto, si la literatura de una época lleva su veneno al corazón de la sociedad, luego pasa a ser su eco, retratando los tipos, costumbres y creencias que ve pulular en torno suyo.
Solidarias entre sí, y estrechamente enlazadas, si la sociedad principia a modelarse sobre la literatura, ésta a su vez acaba por modelarse sobre la sociedad, recibiendo simultáneamente la una de la otra inspiraciones y vida, hasta que gastadas las ideas, llegando al abuso las costumbres, una y otra despiertan de su error, efectuándose la reacción, porque el mundo moral es una rueda que gira perpetuamente sobre sí misma; es como las aguas de un río, que después de haber inundado los campos, obedeciendo a una ley ineludible, vuelven a su nivel primitivo.
Oyendo sin cesar a Miguel y a su tía burlarse de Dios y de la virtud, que es su imagen sobre la tierra, con aquel tono frívolo y petulante, que no sólo no admite discusión sino que zahiere sin piedad a los que creen, tachándolos de imbéciles, Clotilde había ido poco a poco perdiendo la fe y el conocimiento del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto.
Cada siglo tiene su hipocresía; su máscara para ocultar sus vicios; su bandera para justificarlos. La máscara y la bandera de este siglo son la falsa ilustración y el falso progreso indefinido. El progreso indefinido, que levantó la torre orgullosa de Babel, para producir la confusión y la ruina. Dios ha confiado al hombre, su hijo predilecto, una centella de sus propios resplandores; pero el hombre soberbio que quiere convertirse en Dios, cae precipitado al caos donde residen las tinieblas.
A favor de esa máscara, agrupados debajo de esa bandera, los hombres de este siglo han rasgado las tablas de la ley, tan antiguas como el mundo, quedando destruidos los lazos que, uniéndolos entre sí, los unían al mismo tiempo con el Ser Supremo. Se ha perdido completamente la idea del deber; los padres no respetan la cándida inocencia de sus hijos, los hijos vilipendian las blancas canas de sus padres: y en su consecuencia, los ciudadanos no respetan la ley, ni erigen altares a la probidad, y en su consecuencia, las madres de familia escarnecen a su esposo y derriban el altar de la virtud que antes campeaba en su hogar doméstico, y lo que no respetan las obras, no lo respetan las palabras; los hombres pasan el día en el café o en la plaza pública entreteniéndose con conversaciones obscenas; las mujeres, cargadas de frívolos adornos, recorren las calles o las casas de sus amigas entreteniéndose con murmuraciones ociosas. No hay orden ni concierto; cada jerarquía de la sociedad traspasa el límite marcado por el Legislador Divino y se halla fuera de su verdadero centro.
Todos quieren brillar, todos quieren mandar, todos quieren ser felices, Verdadero torrente desbordado que se esparrama por la campiña y sumerge los campos en flor, arranca de raíz los árboles, y arrastra entre su limo cenagoso los puentes y las casas y los ensangrentados cadáveres, sin que nada baste a poner dique a su saña destructora.
Y las mismas aguas, en castigo, lejos de ser puras y cristalinas como antes, lejos de retratar corno antes la bóveda del cielo, se enturbian y ennegrecen mezcladas con las arenas de su fondo.
Y la literatura, que debiera ser el faro refulgente que guiase a la humanidad por las serenas vías de lo bello y de lo bueno, se empequeñece y se arrastra, y los escritores, que debieran ser los sacerdotes del bien se convierten en juglares, atentos sólo a divertir a la multitud con sus grotescas farsas.
Por esto no brilla ningún genio ni en las letras ni en las artes. ¿Se podría modelar una Venus de Praxíteles con el cieno de la tierra? ¿Se podría cantar la Odisea, con el oído atento al resonar del oro?
¿Pero será siempre así? ¡Dios es Dios, y el hombre es su hijo predilecto!
La Marquesa no hablaba a su sobrina más que de los derechos de la mujer, de su justa participación en la vida pública, en los públicos negocios. Decía que la casta matrona de los antiguos tiempos, que sólo salía a la calle cubierta con los triples velos del recato, el decoro y la modestia; era una figura ridícula, incompatible con la ilustración del siglo. Que el matrimonio era un contrato civil como otro cualquiera, y que en su consecuencia la mujer no debía ni respeto ni obediencia a su marido, que había
dejado de ser con los modernos usos el jefe de la familia. Que iguales en sus derechos, si él iba al café, ella debía ir al teatro, porque bastaba y sobraba para el gobierno de la casa una doncella, no pudiendo descender a tan mezquinos cuidados una mujer joven y hermosa. Que si una mujer joven y hermosa tenía hijos, no era preciso que estuviese como una esclava meciendo su cunita, y privándose de todos los goces de la vida.
—Porque gozar es vivir, decía. ¿Quién te agradecería la renunciación a ti misma? Dios, si existe, se está en su cielo, sin cuidarse para nada de las míseras criaturas, tu marido se acostumbraría a no ver en ti más que al ama de gobierno de su casa, tus hijos, ingratos como todos los hijos, mañana te olvidarán por el hombre o la mujer que les sonría, y la sociedad se encogerá de hombros al contemplar tu retraimiento, murmurando: ¡pobrecilla!
Gozar es vivir; y ¿sabes cómo se goza únicamente?, ¡con los triunfos del amor propio satisfecho! ¡Cuando una mujer se presenta en un baile, ataviada con magníficos trajes que realzan su hermosura y oye elevarse por doquier un murmullo de entusiasmo, su corazón se estremece de júbilo infinito! Cuando ve que los caballeros se precipitan, se codean, se empujan, para obtener el favor de una contradanza, y sufren sus rivales todos los tormentos de la envidia, su amor propio satisfecho le brinda con delicias que no conocerá jamás la que vegeta oscurecida entre cuatro paredes silenciosas.
Conviene esto además al bienestar del matrimonio: el marido, satisfecho el primer capricho, ya no se apercibe de las perfecciones de su mujer, si cien y cien adoradores, excitando sus celos, no le sacan de su aletargamiento.
Una mujer que brilla da importancia a su marido, y mañana podrá intrigar para procurar una buena colocación a sus hijos. ¿Qué hace Guillermo aquí sin ambiciones, vegetando entre estas breñas? Si tú fueras una mujer de talento, le empujarías para que pusiera en juego su influencia, y saliese diputado.
Con esto irías a Madrid y desempeñarías el brillante papel que te corresponde.
Pronto se escala el poder, afiliándose a un partido político. Tu marido, de diputado, podría subir a ministro. Lo que no bastase a alcanzar su talento, lo alcanzarían tus manejos.
A bien que Guillermo es un tirano, y tú una pobrecilla, como dice el mundo, y aquí o en la corte siempre vivirías oscurecida, que predicar conciertas gentes es sermón perdido.
No entraba de lleno Clotilde en las torcidas doctrinas de su tía, pero sus pérfidos consejos bastaban para aumentar sus cavilaciones y desviarla de Guillermo, a quien acabó por considerar como un déspota egoísta que no hacía el aprecio que debía a una mujer como ella.
—Yo soy muy lince, la dijo la Marquesa una tarde en que iban juntas a hacer una visita, y tengo tal costumbre de adivinar los secretos de las casas ajenas que ya he adivinado el de tu casa. Ya sé por qué tu marido no está nunca a tu lado, ni te hace caso.
—¿Por qué?, preguntó Clotilde temblando.
La Marquesa se paró y la miró fijamente.
—¿Por qué?, dijo, ¿pues no lo has adivinado tú? ¿Serás tan cándida que no lo hayas adivinado?
—¡Yo; no!, balbuceó Clotilde poniéndose encendida.
—Porque mientras tú te consumes en un rincón, y dejas que se marchite tu hermosura él, cansado de tu amor, ha puesto los ojos en la primera mujer que ha hallado a su paso, aunque ésta sea una mujer fea y en todos conceptos despreciable.
—¡Juana!, murmuró Clotilde con voz alterada y el corazón destrozado.
—Juana, sí, no me cabe duda alguna. Siempre veo el uno detrás del otro, siempre cuchichean en voz baja. ¿No has advertido que a ella la consulta para todo, que con ella cuenta para todo? Y ella, la gazmoña, ¿no has advertido con qué diligencia le sirve, le mima, y hasta procura adivinar sus pensamientos?
Clotilde quedó aterrada y prorrumpió en sollozos.
—¡Llora, llora!, exclamó la Marquesa con sarcasmo, ¡qué bien sirven las lagrimitas para marchitar la hermosura! ¡Necia, llora y ponte fea, éste es el mejor medio para desilusionar a tu marido!
—¿Pues qué haré?, exclamó Clotilde desolada.
—Toma, muy sencillo, si te da cuidado que ame a otra, porque si fuese yo, poco me importaría. Yo diría, ¡ancha Castilla!, y me aprovecharía de mi libertad para divertirme. Pero en fin, si a ti te da cuidado, como veo, lo que debes hacer es ponerte muy guapa, reír, gozar, mostrarte indiferente, y aun darle celos con otro, que éste es el medio mejor y más seguro. ¡Hay tantos que se considerarían dichosos con una mirada tuya, cuando tu imbécil marido te desprecia! Y sin ir más lejos, Miguel, que es un buen mozo, muy fino y muy ilustrado. ¡Ya, ya! ¡Si vieras en Madrid cómo se lo disputan las damas! Y sería una obra de caridad romper su compromiso con Juana, pues al fin él se cree ligado a ella por la gratitud, y sólo por gratitud se casará algún día con ella, porque por otra parte, yo sé muy bien que no la quiere, y ¿cómo la ha de querer nadie, no siendo el rústico de tu marido?
Así estaban las cosas en la noche en que se daba el suntuoso baile.
—Sabes, dijo de repente la Marquesa a su sobrina, que he discurrido un medio para que alcances la victoria que anhelas. Dicen comúnmente, y es verdad, que la privación es causa del apetito. Vente conmigo a Madrid cuando me vaya, que será muy pronto.
Y como entre los caprichos de la Marquesa y su ejecución no solía mediar ni un solo instante, repuso, dirigiéndose a su doncella, y sin dar siquiera tiempo a Clotilde para contestar:
—Leonor, vaya usted a decir al amo de la casa que deseo hablarle ahora mismo.
Siempre que hablaba de Guillermo nunca le llamaba mi sobrino, sino el amo de la casa.
No debía estar lejos Guillermo, por cuanto apenas hubo salido la doncella se presentó en el dintel de la puerta; pero con tan mala suerte, que al descorrer el portier derribó una frasquera de cristal que estaba sobre una mesa inmediata.
La Marquesa le echó una mirada furibunda. Reprimiéndose, no obstante, le mandó que se sentase; pero Guillermo, aturdido, añadió a una torpeza otra mayor, sentándose sobre un colchoncillo de color oscuro que había sobre una silla y dentro del cual Aníbal dormía, entregado a un sopor profundo.
Chilló el tití, levantóse Guillermo asustado y aún más se asustó al ver al feo animal lanzarse de la silla y correr de un lado a otro dando saltitos con una pierna encogida.
Al chillido de Aníbal había contestado con otro chillido estridente la Marquesa quien, después de haber pronunciado en voz perceptible la palabra patán, se entregó a los arrebatos de una desesperación sin límites.
Cogió en sus brazos al tití, le meció y acarició como si fuese un niño, mandó traer sales, vinagre, árnica, y sólo después de haber curado y vendado la herida que no existía, y de haber ella tomado éter para el susto, pareció tranquilizarse.
La dicha humana pende de un cabello; el vuelo de un insecto rompe a veces y repentinamente lazos que se creían inquebrantables.
Aquella farsa ridícula incomodó a Guillermo, que permanecía serio y altivo en un rincón. Acaso no había sido más que la gota de agua que hace desbordar la copa, pues durante el mes trascurrido había tenido que apurar muchas humillaciones y muchos sufrimientos.
—Le he mandado a usted llamar, dijo por fin la Marquesa con tono seco e imperativo, para participarle mi resolución. Quiero que mí sobrina me acompañe a Madrid. Creo tener derecho a exigirlo, supuesto que la he nombrado heredera de mi fortuna y de mi título.
Una nube de sangre subió a oscurecer los ojos de Guillermo. Aquella orden, dada con tono tan absoluto, y basada sobre el mezquino interés, sublevó cuanto había de noble y generoso en su alma.
—Clotilde se ha casado conmigo cuando usted la tenía abandonada, dijo con voz trémula de cólera, y ahora es bastante rica para no necesitar de su herencia. Si desea ver Madrid, Clotilde irá conmigo cuando mejor le parezca, y la visitará a usted y la acompañará sin miras de interés alguno.
La vieja le miró fijamente, y prorrumpió diciendo:
—¿Es así cómo se agradecen mis beneficios?
—¡Esos beneficios yo no los he solicitado!, replicó el joven con altivez.
—Porque tiene cuatro terrones y una fábrica mal montada, cree poder codearse con los que ostentan una corona, refunfuñó la Marquesa haciendo trizas su pañuelo de nipis.
Aunque había pronunciado estas palabras en voz baja, Guillermo las oyó.
Miró en torno de sí, vio a las doncellas ocupadas en arreglar el traje color de naranja que se iba a poner su señora, comprendió que en breve la afrenta sería repetida y comentada por todos los maldicientes de Orduña, y ya incapaz de contenerse, exclamó fuera de sí:
—No olvide usted que yo soy el amo de esta casa, que usted ha venido a ella por su beneplácito, y que por su beneplácito, y no a instancias mías, permanece en ella.
—¿Es decir que me echa usted?, gritó la Marquesa levantándose y con los ojos chispeantes de cólera.
—Tía, por Dios, dijo Clotilde interviniendo con ademán suplicante.
—¡Ya ves, ya ves cómo trata a tus parientes el que debía considerarse muy honrado con los lazos fortuitos que le unen a ellos!, vociferó la vieja, golpeando el suelo con los pies y entregada a un verdadero paroxismo de ira.
Guillermo a su vez experimentó un vértigo, al oír aquel nuevo insulto.
Sin embargo se contuvo.
—Basta, señora, dijo, está usted en mi casa, y no contestaré con improperios a sus improperios.
Pero no olvide usted que si yo la respeto, tengo derecho a ser respetado, y a que se consulte mi voluntad antes de tomar una resolución cualquiera.
Volvió la espalda, y salió con paso grave y mesurado del aposento.
No estaba la Marquesa acostumbrada a sufrir la más leve contradicción; no estaba acostumbrada, sobre todo, a ver que al pronunciar la mágica palabra de herencia, sus presuntos herederos dejasen de arrastrarse de rodillas delante de ella. Sólo aquel sobrino, del cual deseaba tan ardientemente vengarse, le había ofrecido resistencia, y aún éste tenía la excusa de que amaba a otra mujer.
Ciega, desatentada y furiosa, prorrumpió en mil denuestos, y formó los más extravagantes propósitos de venganza.
—¿Ves?, decía a su sobrina apesarada y llorosa, ¿qué has adelantado con sufrir?, ¿qué has adelantado con tolerar? ¡Formulas el primer deseo, y lo rechaza brutalmente encastillándose en su potestad conyugal! ¡No le basta sacrificarte a un ser indigno, quiere que presencies sus viles devaneos, y quizás que mueras de pena al presenciarlos! Pues si tú fueras una mujer de espíritu, una mujer superior, ahora sería la ocasión de dernostrarle que de igual a igual no va nada, y que sí él tiene voluntad y libre albedrío tú también lo tienes.
Clotilde defendió cuanto pudo a su marido, declaró que no se sublevaría jamás contra sus mandatos; pero ¡ay! que su corazón estaba brotando sangre, y su alma conturbada por mil opuestos sentimientos.
Hacía suya la ofensa que Guillermo había inferido a su tía, parecíale que debía haberla respetado por lo que tenia de común con ella.
—¡Al fin ha nacido en noble cuna!, se decía a sí misma ¡y por postergados que estén, algo valen los pergaminos! ¡Rebajando a mi tía me rebaja a mí!
Y luego proseguía:
—¡Es cierto, jamás le he pedido nada!, ¿por qué negarme con tono tan absoluto el primer deseo que formulo? ¡Ah, es que no me ama, es que ama a otra! Y no obstante yo soy joven... soy bella...
Cruzó vagamente por su imaginación el recuerdo de Amanda, a quien la deslealtad y cruel indiferencia de su marido habían dado derecho para buscar el calor de otro corazón amante...
Batallando con todas estas ideas, herido en lo más vivo su amor propio, entró en el salón ya lleno de convidados.
Componíase la elegante sociedad congregada en aquel sitio de algunos nobles de la provincia, tiesos y encopetados, que parecían moverse por resorte, y que hubieran creído rebajarse si hubiesen contestado más que sí y no a cuanto se les preguntaba. Fieles a sus principios de inamovilidad absoluta, ostentaban galas antediluvianas, porque también hubieran creído rebajarse adoptando las modas que llevaban las personas de la clase media. Éstas, por su parte, estaban cortadas al hallarse por primera vez confundidas con la aristocracia, que siempre campeaba sola en Orduña, porque nunca se había dado el caso de que una dama ilustre, habitante de Madrid, en donde se nivelan y confunden todas las clases, hubiese venido a trastornar el orden y a reunirlas en un mismo punto.
Capitaneaban los dos bandos, por una parte doña Segismunda mujer alta, corpulenta, que parecía más alta porque llevaba siempre la cabeza erguida como las torres de los palacios, que pretenden dominar a las míseras cabañas que los cercan. Su paso era lento, su andar mesurado; miraba siempre de frente como si se desdeñase de volver la cabeza a derecha e izquierda para ver a los que pasaban, y abría los ojos de un modo desmesurado, como si no hubiera nada en el mundo que pudiese hacerle inclinar la vista al suelo.
En sus tiempos, porque no contaba menos de medio siglo, había sido hermosa pero no coqueta. El arte de agradar y atraer era incompatible con su orgullo, que pretendía hallar tan sólo esclavos que la acatasen de rodillas.
De su hermosura no había quedado nada, pero su orgullo había permanecido incólume, corno los árboles gigantescos que se levantan altivos sobre un campo desolado.
Vestía siempre de negro, pero en cambio se presentaba cubierta de joyas pesadas y macizas, tan venerables como ella. En sus conversaciones no hablaba más que de su elevada alcurnia y de sus invictos abuelos, que habían peleado contra los moros, o habían ido a la conquista de la Tierra Santa. Pretendía descender del rey Egica, y describía con admirable prolijidad las fiestas de la corte de los reyes Godos.
No se había casado porque, según decía, no había halla-do otro noble tan noble como ella. Despreciaba los títulos porque eran debidos, según decía también, al favoritismo, mientras que los sencillos escudos de armas, como el que ella ostentaba en el portalón de su casa, habían sido ganados en buena ley con la punta de la espada. A pesar de su severa majestad, algo se había murmurado de ella a tuertas o a derechas, que en una ciudad pequeña corno Orduña, todo se observa, se cuenta y se zahiere.
Por esta misma razón había declarado guerra a muerte a las reputaciones intachables, y no había nada que la irritase tanto como el oír alabar delante de ella a una mujer virtuosa. También había declarado guerra a muerte a las personas que pasaban por ricas, porque sus abuelos, con haber atesorado tanta nobleza, se habían olvidado de llenar sus arcas, y la ilustre matrona se veía obligada a vivir más que con estrechez, con miseria, en su casa solariega, desmantelada y sombría, pero con puertas claveteadas de hierro, y airosas torrecillas, que se subían a predicar a las nubes, para pregonar desde allí las excelencias de sus dueños.
Y así, no tenía más que una doncella y un escudero, tan viejos como ella; pero que, sin embargo, desempeñaban todas las funciones, él desde paje a copero, y ella desde menina a dueña Quintañona.
Capitaneaban el bando opuesto, es decir, el de la clase media, las tres hijas del escribano, de quien ya dejamos hecha mención, poco honorífica por cierto, en el anterior capítulo, y que con ser el más moderno de la ciudad, por su genio intrigante y solapado había conseguido alzarse con toda la clientela.
Eran sus tres hijas tan pequeñas y diminutas como niñas de ocho años, aunque la menor pasaba de los cuarenta, y tan parecidas entre sí como una gota de agua a otra gota.
Dejaremos para más adelante la descripción física y moral de estas amables señoritas, incansables por más de un concepto, y sólo consignaremos que su padre era hijo de un pobre molinero de La Mancha y que, según propalaban malas lenguas, había llevado a cuestas durante su juventud sendos costales de trigo, razón por la cual, tanto él como su respetable padre, miraban de reojo a la nobleza, por aquello de desdeñar lo que no nos es posible poseer.
Inútil es decir que mediaba un abismo profundo entre ambos bandos; pero como nada hay tan sabroso como la murmuración, y como la murmuración es la vida de las ciudades pequeñas, había momentos solemnes en que el abismo desaparecía colmado por la saña y la malicia, y que los dos bandos pactaban algunos instantes de armisticio. Esto sucedía cuando se trataba de mancillar la honra de alguno, o de combinar alguna intriga que diese por resultado la pérdida de alguna mujer o la desventura de alguna familia.
Entonces las diminutas hijas del escribano se acercaban a la corpulenta doña Segismunda, y encogiéndose ésta, y estirándose aquéllas, lograban pronto asimilarse y confundirse, que tanto puede el afán de censurar y morder en almas viejas y bajas.
La posición de Clotilde en medio de aquella sociedad heterogénea era sumamente espinosa: si sonreía a los nobles, los otros decían que por ser sobrina de su tía se daba aires de gran señora; si hablaba con los de la clase media, los otros clamaban porque arrastraba por el fango sus blasones.
Hasta entonces todo se había reducido a hablillas sin consecuencia; aquella noche los unos y los otros tuvieron ocasión para asestarle sus más venenosos tiros.
Clotilde acababa de cantar una melodía de Schubert, tierna y melancólica como todas las suyas. Clotilde tenía la voz de un ángel, y daba nuevas y sublimes inflexiones a su voz la profunda tristeza que abrumaba su alma; cada nota era un suspiro de su corazón ulcerado, y cuando concluyó de cantar se retiró del piano con las mejillas cubiertas de lágrimas, mientras los circunstantes conmovidos, electrizados, respondían a su canción con una salva de aplausos.
Al ocupar de nuevo su asiento, Clotilde se vio rodeada de hombres y mujeres que la felicitaban por su triunfo, y la necesidad de sonreír y buscar frases de gratitud aumentaba su tormento.
Hubiera deseado estar sola para dejar correr sus lágrimas y confiar al viento sus suspiros.
Entonces oyó una voz conmovida, que murmuraba una súplica junto a ella.
Levantó los ojos y vio a Miguel, pálido y con los ojos iluminados por un extraño fuego.
Miguel era artista, y aquel canto apasionado había conmovido repentinamente todas las fibras de su alma.
—¿Quiere usted otorgarme el honor de bailar conmigo?, replicó el joven con voz alterada por la emoción.
La música alternaba con el baile, y el piano ya preludiaba un vals.
—¡Oh!, no, dijo Clotilde, ¡me ahogo aquí!
—¿Quiere usted que salgamos a dar una vuelta por la galería?, preguntó Miguel.
Clotilde se levantó, apoyó su brazo en el del joven y ambos salieron a una galería circular que daba al jardín, defendida de la atmósfera exterior por un cierre de cristales. Hasta la misma barandilla llegaba el ramaje de los árboles y las rosas de guirnalda, que parecían subir a ofrecer a los habitantes de la casa sus encendidos botones.
La noche estaba hermosa, la luna esparcía en torno sus rayos de luciente plata, y la brisa juguetona llenaba el espacio de perfumes y armonías.
Clotilde abrió los cristales y se puso a contemplar el paisaje lleno de contrastes y misterios, pues mientras aquí y allá estaba envuelto en impalpables sombras, los rayos de la luna iluminaban con su brillante luz, ya una colina, ya una choza o un grupo de árboles que escondían en las nubes su frondosa copa.
A la vista de aquel paisaje poético, Clotilde experimentó una sensación dulce y triste a la vez, y su alma se sumergió en un suavísimo delirio.
Hay horas peligrosas en la mujer, tierna y apasionada por naturaleza, contra las cuales debe estar siempre en guardia, apercibida siempre para no sucumbir a su funesto influjo.
Las lágrimas que había contenido a duras penas en el salón, se desbordaron de sus ojos, y fueron a caer sobre sus manos, cruzadas y apoyadas en la barandilla.
El alma del artista es semejante al alma de la mujer: su sensibilidad, sobreexcitada siempre, hace que sea más susceptible de entregarse a inefables y sublimes emociones.
Miguel, que durante aquel mes había galanteado a Clotilde por pasatiempo, se sintió verdaderamente conmovido, verdaderamente electrizado, al ver sus lágrimas.
—Clotilde, ¿qué tiene usted?, exclamó con apasionada ternura; por Dios, Clotilde, ¿por qué llora usted?
Clotilde inclinó la hermosa frente y, en vez de contestar, dejó que sus lágrimas corriesen en abundancia.
Miguel tomó su mano y la estrechó entre las suyas.
—¿No soy su amigo?, murmuró con infinita dulzura; ¿no tengo derecho a que usted me confíe sus pesares?
—¡Ah, que soy muy desgraciada!, exclamó Clotilde, dejando, por fin, escapar el secreto de su alma.
Era la primera vez que esta confesión salía de sus labios, y salió con todo el ímpetu de un dolor largo tiempo comprimido.
—¿Usted desgraciada?, exclamó Miguel con no fingido asombro. ¡Usted a quien el mundo aplaude, usted que tiene esposo y tiene hijos!...
—Sí; murmuró Clotilde con expresión dolorosa; ¡tengo esposo, tengo hijos y sin embargo sufro!...
Levantó los ojos sobre Miguel al decir esto, y enmudeció.
El rostro de Miguel expresaba todo el transporte de la pasión, toda la embriaguez de una inesperada victoria.
Aquellas imprudentes palabras le habían hecho creer que sus galanterías habían hallado un eco en el alma de la joven, y trémulo, delirante, exclamó, juntando las manos sobre el pecho:
—¡Ah Clotilde! ¡Con toda mi sangre pagaría el derecho de enjugar esas lágrimas que brillan en sus mejillas!
Miguel era sincero en aquel instante.
Clotilde, de alma pura, cándida, inocente, que ignoraba las artes de la coquetería, que no había querido, en manera alguna, provocar una declaración, quedó suspensa, ruborosa, asustada de sí misma y de aquel amor apasionado que se ofrecía de repente a sus miradas.
Bajó los ojos, calló, apoyándose en la baranda, pálida y convulsa.
Entonces, Miguel, cobrando ánimo con su confusión, con su silencio, le dijo cosas sublimes que brotaban de su corazón a sus labios, y que, como todo lo que brota del corazón, tenían una magia irresistible.
Clotilde experimentó el choque eléctrico de aquellas ardorosas sensaciones; sintió correr por sus venas parte del fuego que corría por las venas de Miguel, el amor desordenado y poético de sus libros se ofreció a su enferma imaginación avasallándola; creyó estar en su derecho, compartiendo aquel amor ideal que ofrecía un bálsamo dulcísimo a sus penas.
Más de una hora permaneció allí escuchando las palabras elocuentes del joven, que resonaban en su corazón como una música deliciosa.
Durante aquel coloquio, los ángeles no tuvieron por qué cubrir su faz con sus blancas alas; pero al volver a entrar en el salón, cuando ya las luces se apagaban y los ecos de la música se extinguían, las hijas del escribano y doña Segismunda pudieron ver que en el ojal del frac de Miguel se ostentaba una purpúrea rosa arrancada del ramo de Clotilde.