IX. La catástrofe
No hay alma más firme y valerosa que la de la mujer que se respeta a sí misma.—DIDEROT.
No hay nada como la virtud que pueda transformar al hombre en semidiós y que mejor revele su celeste origen.
—J. ZANDA.
Como un huracán salido de improviso de sus oscuros antros, apareció Guillermo en el dintel de la puerta. Sus ojos arrojaban fuego, y sus labios lívidos podían contener a duras penas la imprecación próxima a escaparse de su pecho.
Se detuvo, giró en torno una rápida mirada, y quedó suspenso al descubrir a Juana.
Juana, aunque trémula y agitada, tuvo bastante presencia de espíritu para salir a su encuentro y decirle:
—Aquí está Miguel, que no se ha atrevido a ir a casa, para comunicar a usted la noticia de la muerte de su tía. Me estaba encargando a mí que desempeñase en su nombre tan triste ministerio... El pobre está muy afectado con la pérdida de su bienhechora, que para él había sido casi una madre... Pero ¡cuánto me alegro de que haya usted venido, Guillermo!, añadió cambiando de tono. Usted es mi Providencia: aún no formulo un deseo, cuando ya se presenta usted para realizarlo.
Guillermo y Miguel se miraron asombrados; ninguno de los dos comprendía adonde la joven quería ir a parar.
Pero Juana repuso dulcemente, dirigiéndose al primero:
—Figúrese usted que Miguel, desesperado con la pérdida que acaba de sufrir, ha resuelto abandonar la corte e ir a estudiar a Italia. Sin recursos de ningún género, piensa emprender tan largo viaje, apoyado únicamente en su bordón de peregrino.
Poco se me alcanza a mí de las cosas de la vida; pero sé que en un país extranjero nadie es amigo de nadie, y sólo se encuentran auxilios en la caridad pública o el público hospital.
Fortuna ha sido que no haya llevado a cabo su insensato propósito sin venir antes a despedirse de mí.
Yo quiero que acepte la pequeña cantidad que usted, Guillermo, guarda en su poder, de los productos de la tierrecita, y hace una hora que estoy batallando con él para que no desdeñe mi pequeña ofrenda. Su exagerada delicadeza se lo impide, y si usted, mi generoso protector, no acude en mi auxilio, llegará la hora de partir el tren, que según creo es a las ocho y media, y quedará defraudada mi esperanza.
¿De dónde había sacado fuerzas la pobre Juana para pronunciar este largo discurso, y pronunciarlo con voz entera y actitud serena?
¡Ah, que en la mujer el ardiente deseo de hacer el bien, suele producir portentos indecibles!
Guillermo la había escuchado al principio con impaciente cólera, después se fue calmando por grados, y por último, al anuncio inesperado de aquel viaje, sintió descender a su pecho la esperanza.
¿Por qué no ha de ser así?, pensaba. ¿Por qué no ha de ser natural e inocente la venida de Miguel? ¿No es justo que venga a despedirse de Juana? ¿No es natural que no haya querido ir a mi casa, de donde le he arrojado tal vez injustamente? ¡Ah!, que la maledicencia suele convertir en fantasmas pavorosas las más leves sombras.
Juana leyó en su expresiva fisonomía estas distintas sensaciones, y prosiguió animándose.
—¿No es verdad, Guillermo, que lo que es de la hermana es del hermano? Hemos nacido casi en una misma cuna, hemos bebido la leche de un mismo seno: he sido una madre para él; ¿no es deber de un hijo aceptar sin falsa delicadeza los dones de su madre?
—¿Pero por qué has de consentir en que se vaya a Italia?, dijo Guillermo con un resto de duda, y fijando en ella una escrutadora mirada.
Si pensáis casaros, como siempre he oído decir, ¿por qué no añadís otras tierras a la que ya posees, con la cantidad que guardo en mi poder, y no fundáis tranquilamente una familia ahora que sois jóvenes?
Juana se puso encendida, pero casi al instante repuso dominando su emoción:
—Porque Miguel ha nacido artista y debe ser artista. Así lo comprendí el día en que no teniendo qué vender, me vendí a mi misma, para que fuese a la corte y cumpliese la ley de su destino. Miguel ha nacido artista: la mano que sabe modelar la efigie de la bendita Virgen no debe guiar el tosco arado. ¿Quiere usted ver una prueba de lo que digo? Hago traición a Clotilde con esto, pero le anticipo usted un placer. Dame el retrato de mi querida bienhechora, Miguel.
Miguel había permanecido hasta entonces cabizbajo, y jugando con los dijes de su reloj, para aparentar un aplomo que estaba muy lejos de su espíritu.
Creía que todo aquello era una suposición para desorientar a Guillermo; pero cuando oyó a la joven pedirle el retrato, fijó en ella los ojos con indecible espanto y perdió por completo su afectada serenidad.
Juana sonrió.
—No quiere enseñárselo a usted, dijo a Guillermo, porque Clotilde le ha exigido el mayor sigilo. Figúrese usted que se ha hecho en una o dos sesiones, antes de que Miguel volviese a Madrid, y que Clotilde, que es tan perezosa, se levantaba sin embargo con el alba, para venir aquí y que nadie pudiera descubrir su secreto.
—¿Pero por qué ese misterio?, preguntó Guillermo.
—¿No es pasado mañana el 4 de noviembre, día de San Carlos?, prosiguió vivamente Juana. ¿Pues qué regalo mejor podía hacer Carlitos a su padre en semejante día que el retrato de su madre?
—¡Era para mí!, murmuró Guillermo con inefable júbilo.
Juana continuó, como si no hubiese advertido su alborozo:
—Miguel se llevó el boceto a Madrid para concluirlo, y ha hecho de él una obra maestra.
Mientras hablaba de este modo, seguía tendiendo la mano a Miguel, quien trémulo y confuso acabó por poner en ella el retrato.
Guillermo lanzó un grito de sorpresa al verlo; era una verdadera obra maestra, como había dicho Juana.
Clotilde aparecía en él como un ser ideal, asemejábase a una de esas vírgenes de Murillo, ante las cuales sin querer doblamos la rodilla.
¡Y he aquí que estaba descubierto el misterio! ¡He aquí la causa inocente de las hablillas del vulgo! ¡En lo que el vulgo y él creían adivinar un agravio no había más que una delicada prueba de cariño! ¡Sí, sí, Clotilde era digna de él y le amaba, como cuando se había recostado sonriendo y feliz, en el dichoso tálamo!
¡Oh, hallarse sepultado en los profundos antros del averno, y ver de repente la luz, el sol, el paraíso!...
¡Guillermo creyó que iba a volverse loco de alegría!
Se puso una mano sobre el corazón, que parecía querer salírsele del pecho, se pasó la otra por los ojos, que estaban inundados de lágrimas. ¡Lágrimas de remordimiento por haber calumniado a Clotilde, lágrimas de gratitud hacia su feliz destino!
Se acercó a Miguel con un arranque de entusiasmo.
—Sí, sí, dijo estrechándole con fuerza la mano. Debe usted ir a Italia; allí está su sitio: allí está el templo de la fama en donde debe usted tomar asiento por medio del trabajo y del estudio. Pero Juana dice bien: el genio necesita auxilio; sus fuerzas se malgastarían en la oscuridad y la pobreza antes de alcanzar el lauro merecido.
Voy a casa y vuelvo al instante, que ahora que el ferrocarril ha reemplazado en nuestras montañas a las diligencias, los viajeros no pueden descuidarse ni un minuto. Traeré la cantidad que guardo en depósito perteneciente a Juana. Parta usted tranquilo, gástela usted en buena hora, Juana está en mi casa y de nada necesita.
El expresivo rostro de Guillermo, inflamado por el júbilo, parecía doblemente hermoso.
Entregó el retrato a Juana, recomendándole el secreto, pues quería recibirle de manos de su hijo, y se alejó rápidamente.
Se dirigió a su casa. Aún no había andado cien pasos, cuando disparó al aire sus pistolas riéndose a carcajadas al oír el aleteo de los pájaros que huían despavoridos.
Corría en vez de andar: corría agitando los brazos, para que el aire refrescase sus pulmones oprimidos por el exceso de la dicha.
¡Parecíale hermoso el cielo, aunque estaba empañado por negros nubarrones, bellos los árboles, aunque desnudos de ramaje, y armonioso el graznido de las ranas ocultas en los charcos!
¡Desdichado! ¿Sabemos acaso en dónde termina el dolor, en dónde empieza la alegría?
¡Ay de él, si hubiese presenciado la escena que se representaba en el cobertizo!
Así que Juana se hubo convencido de que Guillermo estaba lejos, corrió a la ventana, y la abrió de par en par.
No se divisaba ni la más leve sombra en la campiña. Clotilde sin duda había vuelto a su casa y todo estaba salvado.
Juana juntó las manos sobre el pecho y alzó los ojos al cielo en acción de gracias.
Pero con el peligro desapareció la fuerte tensión de su espíritu, desapareció la fuerza sobrenatural que la había sostenido hasta entonces. Volvió a entrar en la estancia, se dejó caer sobre el taburete, que antes había ocupado Clotilde, y por un instante creyó que iba a perder el uso de sus sentidos.
Miguel, como todos los que se sienten culpables de una mala acción, quiso disfrazar su vergüenza con las apariencias de la cólera, y así, exclamó dirigiéndose a ella con brusco ademán:
—¿Qué comedia es ésta? Para salvar a Clotilde no necesitabas ir tan lejos. ¿Por qué has supuesto ese viaje? ¿Por qué me has obligado a enseñarle el retrato?
Juana levantó lentamente la cabeza, y respondió con aquel tono de autoridad que sabía emplear desde su infancia en los momentos supremos:
—No he supuesto ningún viaje. Dentro de algunos instantes partirás en dirección a Francia para pasar a Italia, porque el honor y el deber te ordenan que lo hagas. Le he enseñado el retrato, porque el retrato de una mujer honrada no puede estar más que en manos de su marido, y el día designado Carlos se lo entregará a su padre.
—¡Estás loca!, exclamó Miguel exasperado. Tienes unas ideas extravagantes: piensas como no piensa nadie...
Sentía que Juana le dominaba, y su orgullo le impulsaba a sacudir el yugo de aquel extraño dominio. Carecía de razón, y quería tenerla a toda costa. Además, no desagradaba a su amor propio hacer alarde de una victoria delante de Juana, que no había contestado a ninguna de sus cartas, tratándole con injusto menosprecio.
—He venido, porque he sido llamado, dijo con fatuidad. Si las circunstancias no lo hubiesen impedido, interrumpiendo nuestra entrevista, Clotilde me hubiera seguido a Madrid.
Juana se levantó rápidamente, irguiéndose con actitud severa y majestuosa.
—¿Qué es lo que osan pronunciar tus labios, insensato?, exclamó fuera de sí. ¡Tú, aquél a quien miro como a un hijo, perdiendo a una mujer! ¡Deshonrando a una familia!
Miguel bajó los ojos ante la límpida mirada de Juana, que revelaba tanta severidad y energía, y tartamudeó confuso:
—La pasión todo lo excusa...
—¡La pasión no puede excusar jamás un comportamiento villano!, exclamó Juana con calurosa firmeza. El hombre ha nacido libre y puede dominar sus pasiones: sin esto, ¿qué significarían los remordimientos? ¿Qué significaría el rubor que cubre el rostro del culpable, y el estigma de oprobio que graba sobre su frente el mundo?
—Los juicios del mundo son muy distintos de lo que tú crees, dijo Miguel; el mundo tiene disculpa para todos los extravíos, si los abonan la juventud y el amor...
—El mundo, Miguel, no lo constituyen algunos centenares de necios, que hacen gala de innoble cinismo o de una moral estúpida y acomodaticia, el mundo lo constituyen los hombres verdaderamente honrados, que forman, me complazco en creerlo, la inmensa mayoría...
—Déjate de razonamientos, Juana, exclamó el joven con impaciencia, y busquemos el modo de dejar sin efecto ese viaje que te ha dado el capricho de suponer.
—No, dijo Juana, debes partir, y partirás...
Ante aquel tono absoluto de autoridad y de amenaza, se rebeló otra vez el orgullo de Miguel.
Midióla de alto a abajo con la vista, y luego tomando una resolución repentina, gritó ciego de ira, dirigiéndose a la puerta:
—Pues arréglate como quieras; yo me voy...
Pero Juana, rápida como el pensamiento, corrió a colocarse delante de él para impedirle el paso, y con el brazo extendido y la frente erguida, exclamó impetuosamente:
—¡Atrás! ¡Atrás, tú que has salido puro y honrado de Orduña y has vuelto abyecto y miserable!... ¡Atrás digo, atrás!
¡Bien sé que mi sacrificio ha sido estéril, bien sé que has renunciado a la honra inmaculada, a las puras creencias de tus padres, que pasas en la crápula las horas que debías dedicar al estudio, que has arrastrado por el lodo la centella del genio con que Dios te había dotado... Sigue tu camino, ve... Siembra a tu paso el luto y la desventura!... ¡Cúbrete de infamia y vilipendio!... Pero no vengas a buscar a la cándida paloma en su escondido asilo, no vengas a arrancar la casta esposa, la tierna madre, al amor de su esposo y de sus hijos...
¡Ah, ah!, añadió con una voz llena de lágrimas; hace poco hablabas de que no se pueden dominar las pasiones, que la juventud abona los extravíos: pues qué, ¿no he dominado yo, siendo joven, mi pasión, pasión ardiente, ciega, delirante? Pues qué, ¿crees que no he necesitado una abnegación sin límites para acallar mi amor, cuanto te impulsé a que partieras a Madrid? Pues qué, ¿crees que no he necesitado hacer un esfuerzo heroico para imponer silencio a mis celos, cuando te vi consagrar a otra un corazón que debía ser mío, que yo había conquistado, luchando día por día con las armas del amor y el sacrificio?
Juana no necesitaba ponderar la inmensidad de su pasión, la inmensidad de sus celos, la inmensidad de su dolor.
El fuego de su alma la había trasfigurado por completo: estaba bella, con esa hermosura espiritual y sublime que sólo pueden prestar a la fisonomía los puros y elevados sentimientos.
Miguel nunca la había visto así: nunca había sospechado que aquella figura, llena de calma y dignidad, pudiese iluminarse con los destellos de un amor sin límites.
—¡Juana!, murmuró trémulo de sorpresa y de emoción ¿Será posible? ¿Me amarías tú de otro modo que ama una madre a su hijo, una hermana a su hermano?
—¡Silencio, gritó Juana poniendo un dedo sobre sus labios, yo he muerto para ti! ¡Ésta es la confesión postrera de una muerta!...
Hizo una breve pausa, y luego como un volcán que deja escapar repentinamente de su seno torrentes de lava y fuego, exclamó con acento delirante, dando salida por primera vez al secreto guardado por tantos años en el fondo de su alma.
—¡Te he amado, Miguel, te he amado!...
¡Ah, no envía la naturaleza himno más puro y tierno a su creador, que el que yo te enviaba por mañana y tarde!... ¿Por mañana y tarde? ¡No! No había minuto en el día en que tu imagen no estuviese delante de mis ojos, tu nombre adorado en mis labios... Te he consagrado todas las palpitaciones de mi corazón, todos los delirios de mi mente... ¡Te he amado en los pájaros, en las flores, en las nubecillas del cielo!... ¡Para mí la creación no tenía más que una voz y era la tuya... no tenía más que un resplandor y era el que despedían tus ojos! ¡Hubiera querido ser tu esclava para adorarte siempre de rodillas, hubiera querido ser tu ángel de la guarda, para guiarte siempre por los eriales de la vida!... Por ti envidiaba tan sólo su espléndida belleza a las mujeres: envidiaba al ruiseñor su canto que te llenaba de embeleso, al sol que te iluminaba con sus rayos, a la brisa que acariciaba tu frente...
Hubiera querido ser el único foco que atrajese tus miradas, hubiera querido ser el único norte al cual se dirigieran tus pasos...
¡Ah, ah! ¡Hablabas hace poco de que no se pueden dominar las pasiones, de que no se pueden refrenar los impulsos del alma!
¡Ah, ah! ¡Cuándo sufrirás tú, cuándo sufrirá nadie lo que yo he sufrido!
Sentóse en el taburete, cubrióse el rostro con las manos, y prorrumpió en sollozos.
Miguel permaneció inmóvil, absorto en sí mismo, en los nuevos y extraños sentimientos que germinaban dentro de su alma.
Así como cuando descorriéndose la cortina de nubarrones que entolda el firmamento, vemos con asombro aparecer el sol sobre el cielo azul, e iluminar con nuevas y doradas tintas el antes sombrío paisaje, así las revelaciones de Juana descorrieron de repente el oscuro velo que cubría el alma de Miguel.
Comprendió por qué no había amado nunca más que con el amor fugaz de los sentidos, comprendió por qué en el fondo de sus sensuales y frívolos amores, no había hallado más que hastío y desencanto. Comprendió por qué al arrancarse de los brazos de sus amadas de un día, sus labios pronunciaban sin saberlo el nombre de Juana, por qué murmuraba este bendito nombre, en medio de todas sus penas y alegrías. Comprendió, por último, cuál era y en dónde estaba la verdadera dicha de este mundo.
—¡Juana!, murmuró con trasporte, juntando las manos en ademán suplicante, lo que no ha sucedido puede suceder...
Pero Juana se levantó como una leona herida.
—¿Crees, exclamó con altivez, que te hubiera hablado de mi amor, si no mediase entre ambos un abismo?... ¡Basta: yo no soy la esposa que te conviene: yo jamás seré tu esposa!... Has conocido a las mujeres del gran mundo y hablas su lenguaje...
Necesitas la vida turbulenta de las grandes ciudades, en donde germinan ideas distintas de las nuestras... ¡Basta!... Sólo exijo de ti una cosa, y es que conserves ileso el honor que has heredado de tus padres.
—¿Pero crees que se halla menoscabado mi honor porque haya corrido en pos de una aventura?
—¡Extrañas teorías, Miguel, extrañas teorías son las tuyas! Llegas a una casa apacible en donde un hombre honrado te ofrece la hospitalidad, y como un salteador de caminos, peor que un salteador de caminos, porque éste arriesga su cabeza, intentas robarle su joya de más precio. Procuras inflamar el corazón de una mujer cándida y virtuosa, y en cambio de su amor destrozas su porvenir y la cubres de oprobio y de amargura. Hay dos ángeles que duermen en la cuna abrazados y sonriendo, los privas para siempre de la dulce sonrisa de su madre, que es la luz, que es la vida y la alegría...
¡Extraña teoría del honor es esta!
Pero ¿y tú, Miguel, y tú?
¿Qué buscas, qué esperas, qué deseas?
¡O esa mujer permanece en su casa, y entonces te preparas un porvenir de disimulo, de bajezas, de zozobras, de constantes celos, o lo abandona todo por seguirte, y tienes perpetuamente a tu lado a una mujer a quien no puedes presentar en público sin avergonzarte y sin avergonzarla, hijos a quienes no podrás enseñar a bendecir el nombre de su madre! ¡Guirnalda de rosas que se entrelaza por juego en un momento de embriaguez, y que se convierte más tarde en la pesada cadena que une entre sí a los presidiarios!
Parte, Miguel, parte, aún es tiempo; ve a Italia, lejos del teatro de tus desórdenes, lejos de los amigos que te han conducido al abismo... ¡Ve, y conquístate un puesto honrado en el mundo, un hogar tranquilo, en donde puedas descansar en tus viejos días, reclinada la sien en el pecho de tu esposa, apoyado en los brazos de tus hijos!...
Y si mis palabras no bastan a persuadirte, mira, ven...
Asióle de la mano, lo condujo a la ventana que había quedado abierta, y le mostró a lo lejos un grupo de árboles que balanceaban su alta copa a merced del viento.
—¡Aquellos cipreses son los que sombrean la tumba de tu madre, prosiguió Juana con tono solemne, de tu madre, que se agitará dolorosamente debajo de su sudario, al ver la ignominia de que va a cubrirse su hijo!... ¡Tu madre ha bajado pura e inocente a la tumba! ¡Cuando pronuncias su nombre con orgullo, levantas los ojos al firmamento, y la buscas a través de sus azulados velos!...
¿Qué dirías si un ladrón de honras si un asesino de la virtud, después de haberte robado sus besos y caricias, te obligase a ocultar su nombre, te impidiese buscarla entre los ángeles?...
Pero no; las almas de las madres piden sin cesar a Dios por las prendas de su amor que han dejado en el mundo abandonadas... ¡Ella le está pidiendo en este instante que conmueva tu corazón, que dé elocuencia a mis palabras!...
La voz de Juana al hablar así expiró en un sollozo: otro sollozo se escapó del pecho de Miguel.
Hubo un momento de silencio.
Después Miguel se acercó lentamente a la luz, y aplicó las dos cartas de Clotilde a la llama.
Llenóse la estancia de un vivo resplandor.
Juana al verlo cayó de rodillas, y exclamó con delirante transporte:
—¡Dios mío! ¡Madre mía! ¡Sed benditos!
Miguel la levantó en sus brazos.
—¡Juana, Juana mía, murmuró en voz baja, si vuelvo honrado, si vuelvo con la frente coronada de laureles!, ¿querrás realizar el sueño hermoso que has ofrecido a mis ojos?
Juana no respondió: escondió la cabeza en el seno de su compañero de la infancia y lo inundó de lágrimas.
Cuando Guillermo empujó la puerta, los sorprendió abrazados y llorando todavía.
Sobre la mesa se veía un montón de cenizas; la locomotora silbaba a lo lejos y dejaba oír su respiración de gigante lenta y fatigosa.
Juana asió de las manos a Guillermo y a Miguel y los condujo a la estación.
Al cabo de pocos minutos la locomotora partió rápida como el rayo, y los ecos indiscretos del valle fueron repitiendo de uno en otro la palabra quizá que Juana había murmurado al oído de Miguel en el postrer abrazo.
Pero ¡ay! que la humana dicha es tan deleznable como un copo de nieve que se disipa al tocar el suelo...
Cuando Guillermo y Juana, embriagados de inefable gozo llegaron a dar vista a su casa, vieron pasar rápidamente las luces de un aposento a otro y oyeron un confuso clamoreo.
Redoblaron el paso, se precipitaron en el vestíbulo, penetraron en el comedor.
El anciano ciego estaba solo, y apoyándose en un grueso palo, andaba de un lado a otro con indecible agitación.
Hablaba en voz alta y gesticulaba como un loco.
—¿Qué sucede?, exclamó Guillermo asustado.
—¡Ah, ah!, gritó el viejo parándose y con voz de trueno, ¿eres tú?... ¡Ven!...
Acercóse Guillermo, y entonces su padre asiéndole por el cuello, prosiguió con voz ronca y entrecortada:
—¿Es cierto que has manchado tu honor limpio como el sol? ¿Es cierto que has presentado un testamento apócrifo, falsificando la letra de tu tío? ¿Es cierto que has querido despojar por este medio infame a los legítimos herederos? ¿Es cierto, es cierto?...
—¿Qué dice usted?, exclamó Guillermo aterrado.
En aquel momento las luces que andaban errantes, convergieron todas en un solo punto del jardín; el que daba frente a la ventana.
Luego, los criados que las llevaban, se precipitaron despavoridos y en tropel en el comedor.
Felisa iba delante de todos, y estaba bañada en lágrimas.
—¡Ay, que no saben ustedes lo que pasa!, exclamó entre sollozos. Al anochecer bajé por acaso al jardín, y vi el balcón entornado... Subí a cerrarlo creyéndolo descuido...
¡Mi ama no estaba allí! ¡La hemos buscado por toda la casa y por el campo! ¡No se encuentra, no aparece!...
Guillermo no oyó más, dio un grito y cayó desplomado sobre el pavimento.