VIII. Lo que se ve a la luz de los sepulcros
Una tragedia griega, ya sabida
«Volved, dice, los ojos, ¡oh mortales!
Hacia el último día de la vida.
¡Qué rancias vanidades terrenales!
Cuando se va a morir todo es locura.
Y verdades y sueños son iguales.
—CAMPOAMOR.
Venid y ved si hay tristeza comparable a la mía
—SAGRADA ESCRITURA.
¿Qué se habían hecho las risas y algazara que ensordecían de continuo los ecos de los salones en donde la marquesa de los Gazules recibía a su alegre corte?
Habían enmudecido ahogados por el helado soplo de la muerte.
La muerte había entrado en el suntuoso palacio con el mismo ligero paso que entraba en las cabañas, sin tener en cuenta las magníficas alfombras ni los dorados techos.
La gran niveladora de las clases sociales se había situado junto a la cabecera del lecho en donde gemía la Marquesa, y tendía hacia ella su mano descarnada.
Un fúnebre crespón parecía cubrir todos los objetos, y al través de aquel negro crespón, a la luz opaca que proyectaba una sola lámpara oculta en un ángulo del aposento, la infeliz moribunda veía cosas que nunca jamás había visto: veía la sepultura entreabierta; la sombra impalpable, eterna; los hórridos gusanos que iban a ser sus únicos compañeros, arrastrándose en todas direcciones por encima de su cadáver, metido en una estrecha caja, que aunque fuese dorada por fuera, sería igual por dentro a la que encerrase el cuerpo de un mísero jornalero.
Siempre había creído que su cuerpo formado de materia volvería a ser materia, que el polvo volvería a ser polvo; pero nunca había meditado seriamente sobre esto. Cuando estos lúgubres pensamientos acudían a su mente, se vestía de gasa, se coronaba de flores, y corría a quemar incienso ante las aras del dios Placer, como si creyera que el placer y ella debieran ser inmortales.
¡Y sin embargo, el temido momento había llegado!
El cuerpo creado para fecundar la tierra iba a cumplir su fin y a hacer germinar las flores; sus espíritus vitales iban a confundirse con el aire, con la luz, que vivifican la atmósfera.
Había vivido, había gozado, iba a morir; su destino se había cumplido; su misión se había llevado a cabo.
¿Qué era, pues, lo que se retorcía dentro de su pecho causándola tormentos indecibles? ¿Qué era lo que gemía en el fondo de su corazón, llenándola de pavor y de amargura?
Lo que se agitaba dentro de su pecho, lo que gemía en el fondo de su corazón, era su conciencia.
La conciencia la pedía estrecha cuenta de los días perdidos en fútiles devaneos, de las palabras pérfidas u ociosas que habían pronunciado sus labios, de sus torpes o bajas acciones.
¿Y por qué la arguía la conciencia, si había hecho durante su vida lo que hacen los pájaros y las flores, los brutos y los insectos? ¡Buscar el placer y saturarse de placeres!
¿Qué la pedía aquella implacable censora de sus obras, cuya voz nunca había sido tan imperiosa y severa como en aquel instante?
¿Era que su conciencia tenía a su vez que rendir estrecha cuenta de sus actos a un supremo poder oculto a sus miradas? ¿Era que su alma se diferenciaba de la vitalidad del universo, y estaba destinada a perpetuarse en otras esferas más sublimes?
La Marquesa, a medida que sentía desquiciarse su cárcel mortal, veía surgir paulatinamente de sí misma, con indecible espanto, un nuevo ser ansioso de tender su vuelo a los espacios azulados. ¡Mil veces había sospechado su existencia; mil veces había creído oír su voz, pero habían oscurecido su vista las pompas del mundo, habían ensordecido sus oídos las irónicas risas de los sabios! ¡Y he aquí que en aquel supremo instante le veía aparecer clara y distintamente delante de sus ojos, le veía triste y acongojado, llorando por la hermosa patria, de la cual quizás estaría desterrado para siempre!
En la alcoba de la Marquesa velaban un hombre y una mujer: un sobrino y una sobrina, pertenecientes ambos a distintas familias.
La sobrina tenía mejor derecho a la herencia de la moribunda, porque el grado de parentesco que le unía a ella era más cercano.
Bien se veía al través de sus hipócritas gimoteos, la certeza del triunfo, el orgullo de la preponderancia.
Al primer aviso de la doncella, comprada hacía ya mucho tiempo, se había instalado en la alcoba, como conquistadora, negando la entrada a todo el mundo, médicos, sacerdotes y parientes.
Pero aquel sobrino, más audaz, más cínico que los otros, la había declarado una guerra a muerte, y conquistando el terreno palmo a palmo, desde la antesala hasta la alcoba, se había instalado allí de un modo definitivo y absoluto: sólo que la sobrina estaba a la cabecera de la cama y el sobrino a los pies.
Desde sus mutuas posiciones, ambos se lanzaban uno a otro miradas de desconfianza y odio, y esta desconfianza, este odio se iban haciendo más visibles a medida que la Marquesa se ponía más pálida, a medida que la muerte iba extendiendo sobre su rostro su fúnebre sudario.
En la sala inmediata estaban cincuenta parientes lejanos, hombres, mujeres y niños, pues los padres habían traído a sus hijos para enternecer mejor a la moribunda.
Quien mas, y quien menos, todos habían sido halagados durante la larga vida de la Marquesa con la esperanza de ser sus herederos universales. Ella había empleado este sistema para tener esclavos, y bien se sabía por otra parte que era libre de disponer de su fortuna del modo que quisiese.
En aquellos cincuenta parientes estaban representadas todas las clases de la sociedad, desde la chaqueta y las manos callosas, hasta el rendigote y las manos blancas cubiertas con ricos guantes.
Los doblones de una cuantiosa herencia tienen el privilegio de hacer surgir parientes hasta de las piedras.
Todos aquellos heterogéneos personajes iban y venían de puntillas con una agitación indecible, miraban por la cerradura y cuchicheaban en voz baja, resonando entre los misteriosos cuchicheos la palabra mágica millones.
Lo que al principio de la noche era un millón, por un admirable procedimiento matemático se había convertido en doce o quince millones.
En el comedor estaban agrupados, no sólo los criados de la casa, sino cuantos habían prestado algún servicio a la enferma en el espacio de muchos años.
Estos, más sinceros, hablaban en voz alta de mandas y legados fabulosos, mientras las mujeres contaban por los dedos las varas de tela que les darían para el luto, y calculaban cuál sería el traje de su señora que les tocaría en el reparto.
De paso murmuraban a su sabor de los presuntos herederos, que habían acudido como una bandada de cuervos en el momento de recoger el botín, mientras ellas habían tenido que sufrir las impertinencias y el despotismo de su ama. El uno sostenía que la sobrina con mejor derecho, se negaba a que diesen caldo a la enferma, con objeto de acabar más pronto y salir de penas; el otro aseguraba que el sobrino más audaz, tenía preparada una tramoya para desbancar a su enemiga y hacer testar a la enferma a toda costa.
En el portal, reunidos alrededor de la portera, vieja, sucia y desgreñada, que manejando su escoba como una reina su cetro, sacaba a relucir los defectos de la moribunda, zahiriéndola por su lujo y sus afeites, todos los pobres del barrio ya provistos de sus correspondientes memoriales, le suplicaban que les otorgase la preferencia cuando se tratase de repartir las limosnas de costumbre.
¡No habían recibido ninguna limosna en vida, justo era que acechasen para conseguirlas el momento de su muerte!
En el estrado, aparentaban que velaban los amigos íntimos de salón, los compañeros del placer.
Los habían aunado allí el decoro y las conveniencias sociales; pero en todo pensaban menos en la que estaba batallando con el estertor de la agonía.
Para conjurar el sueño y el fastidio, hablaban en voz baja de los bailes que se preparaban, de las óperas nuevas que estaban en estudio, de la bailarina célebre que asombraba a la corte con sus piruetas, y de tal o cual aventura ruidosa que se prestaba a chistes agudos e ingeniosos comentarios.
Y entretanto pasaban las horas llenas de angustia y de terror para la triste moribunda, que no hallaba en torno de sí ni una mano leal que estrechase su mano, ni una mirada cariñosa que buscase sus miradas.
No había amado, y no podía hallar amor: no había sembrado el bien, y no podía recoger sus divinos frutos. Había sido egoísta, había reconcentrado en sí misma todos sus afanes: era como el árbol estéril que el leñador corta sin compasión para arrojarlo al fuego.
Las miradas que cruzaban entre sí el sobrino y la sobrina, eran cada vez más hoscas, más amenazadoras.
El primero llamó a la segunda y le dijo en voz baja:
—Es preciso que esto concluya, es preciso que venga el escribano. Tiene muchos parientes pobres, y si muere sin testar todo se lo llevará la curia.
—Yo no quiero que se le violente para nada, contestó con sequedad la sobrina. Lo único en que puedo consentir es en que se llame a un sacerdote.
—Comprendo perfectamente tu intención, replicó el sobrino con voz acre y destemplada; tu derecho es mejor que el nuestro, y si muere sin testar, la herencia será para ti, aunque la mermen los curiales. Pero esto no puede ser y no será. Yo me opongo a la realización de tus planes egoístas. Afuera hay muchos infelices a quienes represento, y defenderé sus derechos hasta el último instante.
Afuera se oía efectivamente un confuso rumor, como el de la marea cuando sube y amenaza inundar la playa.
Los parientes se impacientaban. Hallaban que aquella agonía era demasiado larga.
—Tía, dijo el sobrino traspasando por primera vez el límite que le había impuesto su enemiga, y llegando con sólo tres pasos a la cabecera de la cama, como si quisiera tomarla por asalto; tía, está usted muy grave: soy hombre y debo decir la verdad, está usted muy grave, y es preciso que arregle usted sus negocios; es preciso que piense usted en hacer testamento y llamar a un escribano.
—¡Tía, exclamó la sobrina dando rápidamente vuelta a la cama para colocarse al otro lado, no se fíe usted de nadie, no se fíe usted más que de mí! ¡Oh, yo no permitiré que la atormenten a usted por mezquinos intereses! ¡Estoy segura de que Dios la dará a usted todavía muchos días de vida!
Y su voz, al hablar así, estaba ronca, y su rostro amoratado por la cólera.
¿Había oído la Marquesa el diálogo anterior? ¿Adivinaba por la inflexión de aquellas voces el verdadero sentido de sus palabras?
Se incorporó con ímpetu y gritó con desesperación.
—Pero ¿qué hacen aquí estas gentes? ¿Por qué se han apoderado de mi casa? ¿No tengo yo criados que me sirvan? ¿No les había mandado que no dejasen entrar a nadie?
Los dos sobrinos retrocedieron espantados hasta los pies de la cama.
Pero la cólera que había galvanizado por un instante los nervios entumecidos de la enferma, cedió y la infeliz cayó sobre la cama sollozando.
—¡Ay de mí, triste, ay de mí, decía, que estoy a merced de mis mayores enemigos!... ¿Qué haré? ¿A quién pediré socorro?...
Los sobrinos la dejaron llorar y gemir por espacio de media hora.
Luego volvieron paso a paso a reconquistar sus primeras posiciones.
—Pobre tía, dijo entonces el sobrino, está usted muy mala, ¿quiere usted que vayan a buscar al escribano?
—¡Ay tía de mi alma, exclamó la sobrina, supuesto que no hay remedio!, ¿quiere usted que vayan a buscar al confesor?
En aquella media hora la muerte había dado un paso más hacía su víctima.
Estaba postrada, casi vencida.
Sin embargo, aún tuvo aliento para decir:
—No, no, que se vayan todos, que me dejen todos: ¡esto es lo que quiero!...
En aquel momento se abrió la puerta de la estancia, y entró una mujer con un niño entre los brazos.
Era una prima lejana a quien ya había faltado la paciencia.
—¡Prima, dijo con voz lastimera, por Dios, acuérdese usted en sus últimos momentos de esta pobre criaturita!
La Marquesa se enderezó de nuevo sobre el lecho. Estaba mucho más lívida, mucho más desfigurada que antes. Tenía los blancos cabellos esparcidos, los ojos inflamados, los labios cubiertos de roja espuma.
—¡Fuera todos, fuera!, gritó con voz estridente.
Prima y sobrinos bajaron la cabeza y obedecieron, saliendo cabizbajos de la estancia.
¡Aún tenía la moribunda bastante vida para poder excluirlos del testamento!
Apenas salieron de la estancia, se hallaron envueltos en una nube de parientes, que se acercaron ansiosos a ellos y los abrumaron a preguntas.
—Nada, nada, dijo el sobrino, es preciso que Nicolás vaya en busca del escribano. Si no, no acabaremos nunca.
La sobrina se deslizó sigilosamente hacia el comedor, y llamando aparte a la doncella, le dijo en voz baja:
—Manda un recado a don Cornelio, como habíamos convenido.
—Está aguardando en el cuarto bajo, respondió la doncella, desapareciendo como una sombra.
Este diálogo, aunque pronunciado en voz muy baja, había sido oído, o más bien adivinado.
El sobrino, que había sospechado la intención de su enemiga, se había ocultado en la penumbra del corredor para escuchar sin ser visto.
Así que las dos interlocutoras se hubieron separado, abandonando el campo, llamó a la segunda doncella.
—Tu ama ha quedado sola, le dijo, ve a ver si quiere algo. Si consigues que haga testamento, y lo haga a nuestro favor, tendrás tu parte como si fueras uno de los parientes. Date prisa: ya han ido a buscar al escribano, que aguarda por mi orden en el café vecino.
La doncella era lista, hizo una señal de asentimiento, dio un rodeo, y entró por una puerta excusada en la alcoba de su ama.
Esta había vuelto a caer inerte sobre el lecho. La vida solo residía en sus ojos, que se movían hacia todos lados, retratando una desesperación profunda; mientras sus manos crispadas amontonaban las sábanas como sí quisiese esconderse debajo de ellas.
—Señora, mi buena señora, exclamó la doncella, apoderándose de una de sus manos y cubriéndola de besos.
Luego prosiguió con acento de terror:
—¡Jesús, Dios mío! ¡Pues si ya no tiene usted pulsos! ¡Si se está usted acabando por momentos! ¡Tiene usted la muerte pintada en el semblante!
—¡Estás loca, balbuceó la moribunda, tratando de sonreírse, al contrario, me siento mejor, mucho mejor!...
—¡Ay, señora, interrumpió con tono lastimero la doncella, que esa será la mejoría de la muerte! He velado a muchos enfermos, y bien sé lo que me digo. ¿Y se va usted a morir así, como un perro? ¿Quiere usted que recemos juntas? ¡Ya no puede usted hacer otra cosa en este mundo! ¡Yo rezaré por las dos!
Y se puso a rezar las preces de los agonizantes.
Aquellas preces, rezadas en voz alta y con lúgubre tono, producían un efecto solemne y amenazador en medio del silencio profundo que reinaba en el aposento.
La Marquesa se tapó los oídos por no oírlas. Luego su garganta dejó escapar un ronco silbido, y sus manos crispadas se agarraron a las sábanas.
Era la lucha del cuerpo que se esforzaba en asir al alma, próxima a escaparse de su seno.
El reloj dio pausadamente dos campanadas.
—¡Ay, pobre señora mía, repuso la doncella, ya no volverá usted a contar otra hora en este mundo! ¿Qué hace usted que no piensa en su alma? Confiésese usted, haga usted testamento... ¡No hay un minuto que perder!... ¡Dentro de un minuto será tarde!
La moribunda fijó en ella sus ojos ya vidriosos y entelados, con expresión de doloroso reproche.
—¡Tú también!, quería decir aquella mirada. ¡Todos pensando únicamente en repartirse mis despojos!
La doncella lo comprendió.
—Señora, dijo con fingidas lágrimas, obro así por deber de conciencia. Yo no tengo que heredar. Pero me duele pensar que va usted a condenar su alma para siempre... ¡Por Dios, un buen esfuerzo!... ¡Mire usted que ya se va quedando fría!... Sí, sí... esto es hecho... la nariz afilada, los ojos hundidos. ¡Hasta ese afán que tiene usted de amontonar las sábanas, indica que va pronto a rendir su postrer aliento!... ¡Reconcíliese usted con el mundo, reconciliese usted con Dios!... Haga usted testamento; pero pronto, pronto, mientras tiene usted la razón todavía despejada.
La triste moribunda se retorcía sobre su lecho, se esforzaba para levantarse y huir de aquel suplicio, verdadero asesinato moral, peor que el que produce la daga que mata de un solo golpe.
—¡Agua... agua...!, murmuró con voz gutural.
—No señora, dijo la doncella, se la daré a usted cuando consienta en que entre el escribano.
La moribunda cruzó las manos con ademán suplicante.
—¡No, repuso la doncella, no! ¡No merece el cuerpo que va a convertirse en podredumbre que se le dé ningún alivio, mientras no consienta usted en salvar su alma. Tiene usted parientes pobres, piense usted en ellos...
La Marquesa cayó desplomada sobre el lecho, y empezó a levantar su seno el estertor de la agonía.
Entonces hizo una señal con la mano, indicando que consentía en todo lo que la pedían.
La doncella le dio el agua, que bebió con avidez, y luego se precipitó triunfante hacia la puerta, gritando:
—El escribano.
Pero junto al escribano estaba aguardando el sacerdote, y junto a ambos estaban inmóviles y lívidos el sobrino y la sobrina.
—¡Primero el sacerdote!, dijo ésta con tono imperioso.
El sacerdote no se lo dejó repetir dos veces, y pasando por delante del escribano, se precipitó en la estancia.
Un suspiro de alegría se escapó del pecho de la Marquesa al verle.
—¡Ampáreme usted!, dijo con voz entrecortada, ampáreme usted... ¡Ah, yo nunca he creído en la otra vida; ahora creo, al ver que empieza en ésta el horrendo castigo de mis culpas!... ¡Padre, mi corazón ha sido duro como una roca!... ¡Yo nunca he hecho bien a nadie!... ¡No he tenido amor a nadie!... ¡Nadie tiene compasión de mí!... ¡Nadie me ama!... ¿Podrá perdonarme Dios?
—¡Dios nunca rechaza a un corazón contrito!, dijo dulcemente el sacerdote, sentándose a la cabecera de su cama.
En la sala vecina reinaba el mayor silencio. Los parientes se parecían a aquellos personajes encantados de los cuentos: todos permanecían en la misma actitud en que los había sorprendido la desaparición del sacerdote. Su vida había quedado en suspenso, reconcentrándose en sus oídos, y sólo se oían las tumultuosas palpitaciones de sus anhelantes corazones.
En el estrado dormitaban ya los amigos íntimos, los asiduos comensales, y sólo se cambiaban algunas palabras entre lánguidos bostezos.
La conversación se había agotado.
—¡Qué largas van siendo las noches!, decía el uno.
—Ya se va sintiendo el frío, decía el otro.
Entró Miguel, y su presencia galvanizó por un momento a los circundantes.
Miguel venía del baile de la Embajada.
Había abandonado el baile para velar a su protectora: no se podía dar mayor abnegación.
Sentóse entre dos damas y preguntó por la Marquesa.
Repitiéronle todo lo que se había dicho y comentado durante la noche acerca de la enferma y la enfermedad, y cumplido aquel deber social se pasó a otro asunto.
—¿Ha estado bien el baile?, preguntó una de las dos damas a Miguel.
—¡Magnífico!, dijo éste.
—¿Mucha gente conocida?
—Lo mejor de Madrid.
—¿Y la Embajadora?
—¡Divina! Traje de gasa azul con estrellitas de plata; diadema de perlas en la cabeza.
—Nadie como usted para dar razón del atavío de las damas.
—¡No tengo mucho mérito en recordar el de la Embajadora, porque he pasado casi toda la noche junto a ella!, dijo Miguel con fatuidad.
—Pues me han contado una anécdota graciosísima acerca de esa señora, dijo la otra dama que estaba a su lado, y que había permanecido hasta entonces silenciosa. De buen grado la referiría, porque es pública, si no fuese ajena a este lugar y a estas circunstancias.
Todos hicieron círculo alrededor de ella, rogándola que la contase en voz baja.
La dama, que no era ya ni joven ni bonita, pero que era soltera de aquellas que después de haber jugado toda su vida con el amor, cuando llegan a ver su cabello encanecido y su rostro surcado de arrugas, se agarrarían, como se dice vulgarmente, a un clavo ardiendo, había solicitado a Miguel del modo solapado y sagaz que presta a las mujeres el trato del mundo; pero Miguel se había mostrado siempre ciego y sordo a sus manejos.
La dama, que acechaba hacía tiempo la ocasión de vengarse, cogió aquella que se le ofrecía, y así dijo que un joven fatuo, de esos que creen que todo les está permitido y que pueden alcanzarlo todo, se había atrevido a poner los ojos en la Embajadora. Que ésta, que era la virtud misma, quiso dar una lección al estúpido y jactancioso advenedizo, que nacido en la clase más humilde de la sociedad, no hallaba diques a su petulante ambición, y otorgándole una cita para las altas horas de la noche en su propio aposento, le hizo creer que era cierta su fortuna.
—Llegó el instante feliz, prosiguió la narradora, fijando sus ojos chispeantes de maligna satisfacción en el aturdido Miguel, escaló el amante las tapias del jardín, no sin hacerse sendos rasguños, penetró en el recinto misterioso, y se quedó estupefacto viendo a marido y mujer conversando plácidamente al lado de la chimenea.
Marido y mujer soltaron una estrepitosa carcajada al ver al asendereado y burlado Lovelace, y el primero, dirigiéndose a él, le dijo con punzante ironía que podía volverse por donde había venido.
Marchóse en efecto el pobre mozo con las orejas gachas, y aun se asegura que estuvo enfermo ocho días del susto y de la pesadumbre.
He aquí mi historia.
No había nombrado la discreta dama al protagonista de la aventura; pero sus ojos fijos en Miguel, revelaban bien a las claras de quién se trataba.
Empezaron los comentarios, ponderando los unos la discreción de la heroína, burlándose los otros del novel don Juan, criticando los de más allá a las personas de clase abyecta que desvanecidas con los favores, quizás inmerecidos, que les otorga la sociedad, creen poder atreverse a todo.
Los epigramas eran tan directos, las alusiones tan trasparentes, tan sangrientos los dicterios, que Miguel, perdiendo su sangre fría, tomó con calor la defensa del burlado, y acabó de ponerse en evidencia.
Entonces las indirectas se volvieron insultos personales, disfrazados con aquella exquisita cortesía que suelen usar las personas de buen tono; pero que por esto no hieren menos a aquéllos a quienes se dirigen.
—¡Cómo podría confundir a esos necios!, se dijo a sí mismo Miguel con las mejillas cubiertas de rubor y el pecho lleno de ira.
En aquel momento resonó la campanilla que anunciaba la visita que el Salvador del mundo iba a hacer a la que estaba próxima a abandonar la tierra.
Todos enmudecieron, transidos de pavor, y se precipitaron hacia la estancia de la Marquesa.
En la pieza anterior a aquella, se arremolinaban los parientes, diciéndose los unos a los otros en voz baja:
—¡Ya ha hecho testamento!
Y se miraban de hito en hito, creyendo cada cual adivinar en el rostro del otro, si creía ser el heredero.
Allí se detuvieron los amigos íntimos, que no querían entristecerse con el espectáculo de la agonía, mientras los pobres de la vecindad que habían subido en pos de la formidable portera, se mantenían arrodillados junto al umbral de la puerta; pero con el oído listo y la mirada atenta.
Entró y volvió a salir el Santo Viático del aposento de la moribunda, extinguiéndose a lo lejos el rumor de la campanilla de plata, y el confesor, apareciendo en el dintel de la puerta, dijo con voz triste y solemne.
—¡Rogad por ella! ¡Ha muerto! ¡Ha hecho una buena confesión, y Dios la habrá recibido en su seno!
—¡Amén!, respondieron todos.
Hubo un instante de lúgubre silencio.
—¿Se sabe cómo ha hecho el testamento?, dijo al fin el sobrino, sin poder ya dominar su impaciencia y dirigiéndose al escribano.
El escribano meneó tristemente la cabeza.
Entonces la sobrina miró al confesor con aire de triunfo; pero éste dijo con tono severo.
—Lo ha dejado todo a los establecimientos de beneficencia, salvo un legado de poca monta e igual para todos sus herederos.
¡Tal ha sido su voluntad!
Semejante al rumor siniestro que producen los árboles agitados de repente por un viento tempestuoso, fue el rumor que se levantó de todos los ángulos de la estancia y que se convirtió en confuso clamoreo.
—¡Qué infamia!, decían de todas partes, ¡qué robo! ¡Despojar así a sus parientes! Ha muerto como ha vivido; ¡sin entrañas!
—¡Sí, dijo tristemente el sacerdote, ha vivido sin amar y ha muerto sin ser amada!
¡El que siembra vientos recoge tempestades! ¡Pero Dios que la ha castigado en sus últimos momentos, también ha querido castigar la codicia de aquellos que debían albergar más cristianos sentimientos!
¡Mientras tanto, el cadáver de la Marquesa reposaba solo sobre su lecho mortuorio! ¡Solo, desamparado, alumbrado únicamente por la luz de la lámpara que esparcía en torno sus pálidos reflejos!
Pero la puerta se abrió merced a un empuje suave, y el tití apareció en su dintel, mirando a todas partes con aire asustado y receloso.
Habían entrado en un cuarto, en donde le tenían encerrado con Abelardo y Eloísa, para coger unos candeleros de plata, y el pobre animal, más resuelto que sus dos compañeros de cautiverio, había corrido en busca de su ama.
Aníbal se subió sobre la cama, se acurrucó al lado de la muerta, y empezó a gemir como si comprendiese que la había perdido para siempre.
¡Fue el único que lloró por ella!
¡Era el único a quien ella había amado en este mundo!
* * *
Desfilaron los amigos íntimos uno a uno, satisfechos de sí mismos, porque habían dado cima al cumplimiento de su deber social, y satisfechos de que todo hubiese ya felizmente terminado.
Un joven duque, célebre por sus locuras, ofreció a Miguel un asiento en su coche, obligándose a dejarle en su casa, y como acompañaban al duque otros dos jóvenes calaveras, después de haberse burlado de la muerta y sus parientes, no escasearon las chanzonetas sobre la mala ventura de Miguel, tan pérfidamente contada por la dama.
Miguel entró en su casa ciego de ira.
—¡Esa historia va a correr por todo Madrid, y a servir de pasto a los gacetilleros!, exclamó arrojando sobre su escritorio los guantes y el sombrero.
No hay fiera más sañuda que el amor propio, cuando se le ha dado rienda suelta.
Las heridas que recibe el amor propio, para aquellos que se han convertido en sus esclavos, son de tal trascendencia, que pueden causar la muerte.
—¡Esa vieja coqueta, prosiguió Miguel limpiándose el frío sudor que corría por su frente, me ha cubierto de ridículo, y no podré rehabilitarme nunca! ¡Sólo una buena fortuna, sólo un escándalo ruidoso, podrían rehabilitarme!
Repasó en su memoria todos los nombres de mujeres que gozaban de alguna celebridad en la corte.
—¡Para cada una de ellas, murmuró con desaliento, necesitaría poner un sitio en regla, y mi venganza debe ser tan pronta como brillante!
Sus ojos, que vagaban de unos objetos en otros, se fijaron sobre una carta cerrada, único papel que había sobre la mesa.
Ausente todo el día, su criado la había dejado allí, para que la viese a su regreso.
Miguel la cogió y la abrió con ansiedad febril, porque había reconocido en el sobre una letra de mujer.
La carta no contenía más que estas dos palabras: «Ven, te necesito».
Una C al pie de este único renglón, y el sello de Orduña, que traía el sobre de la carta, eran indicios más que suficientes para probar que procedía de Clotilde, por más que la letra, un tanto desigual, se diferenciase algo de las dos que Miguel había recibido en contestación a las suyas.
No se paró el joven en esta circunstancia, absorto por la sorpresa que le causaba tan extraño llamamiento.
—¿Pues qué habrá pasado allí?, pensó, dando vueltas entre sus manos a la carta.
Luego exclamó sonriendo:
—¡He ahí la buena fortuna que yo evocaba! ¡Clotilde es bella como los amores, es casada y virtuosa!
¡El escándalo sería mayor, si consiguiese arrancarla a su pacífico hogar, y mostrarla al mundo uncida al carro de mis victorias!
Detúvose bruscamente: la melancólica y severa figura de Juana, acababa de cruzar por delante de sus ojos.
—¡No, jamás!, murmuró en voz baja.
Arrojó la carta sobre el escritorio, y se dejó caer sobre un diván, entregándose a una meditación profunda.
Pasó parte de lo que restaba de noche fumando y meditando.
Cuando la voluntad desea una cosa, la imaginación se esfuerza en presentárnosla bajo sus aspectos más favorables, empleando para ello los argumentos más sutiles e ingeniosos.
Lo que quería entonces la voluntad de Miguel era confundir a sus rivales, dándoles en ojos con una conquista rápida y brillante.
—¿Puedo dejar de acudir al llamamiento de una dama?, decía unas veces. ¿Quién sabe lo que ha ocurrido en Orduña? ¿Quién sabe el peligro en que se halla Clotilde cuando así implora mi auxilio? Esta conducta no sería noble ni caballeresca.
—De paso veré a Juana, se decía otras veces, y le echaré encara la estupidez de su conducta. Si no ventilo esta cuestión de palabra, nunca lograremos entendernos.
Y otras veces se decía también:
—¿Qué culpa tengo yo de que Clotilde me llame? ¿He dado yo algún paso para obligarla a que haga una locura? ¿Qué joven en mi lugar despreciaría la ocasión que se le viene a las manos? Si Clotilde atropella por todo tanto peor para ella. Será señal de que no vale mucho, cuando por propia inspiración falta a sus deberes.
El resultado de todos estos encontrados pensamientos, fue que al rayar el alba hizo sus preparativos y partió secretamente para Orduña.