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La Familia de León Roch: X. Latet anguis.

La Familia de León Roch
X. Latet anguis.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. De la misma al mismo.
    2. II. Herpetismo.
    3. III. Donde el lector verá con gusto los panegíricos que los españoles hacen de sus compatriotas y de su país.
    4. IV. Siguen los panegíricos dando á conocer en cierto modo el carácter nacional.
    5. V. Donde pasa algo que bien pudiera ser una nueva manifestación del carácter nacional.
    6. VI. Pepa.
    7. VII. Dos hombres con sus respectivos planes.
    8. VIII. María Egipciaca.
    9. IX. La Marquesa de Tellería.
    10. X. El Marqués.
    11. XI. Leopoldo.
    12. XII. Gustavo.
    13. XIII. El último retrato.
    14. XIV. Marido y mujer.
    15. XV. Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi.»
    16. XVI. De Crematística.
    17. XVII. La desbandada.
    18. XVIII. El asceta.
    19. XIX. La Marquesa se va á la música.
    20. XX. Un drama viejo, viejísimo.
    21. XXI. Batiéndose con el ángel.
    22. XXII. Vencido por el ángel.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Si el tiempo lo permite.
    2. II. Memorias.—Tristezas.
    3. III. María Egipciaca se viste de pardo y no se lava las manos.
    4. IV. El mayor monstruo, el crup.
    5. V. La madre.
    6. VI. El Marqués de Fúcar recibe nuevos favores del Cielo.
    7. VII. Erunt duo in carne una.
    8. VIII. En que se ve pintada al vivo la invasión de los bárbaros.. Resucitan Alarico, Atila, Omar.
    9. IX. La crisis.
  5. SEGUNDA PARTE. (CONTINUACIÓN)
    1. X. Razón frente á pasión.
    2. XI. Esperar.
    3. XII. Donde se trata de la hidalguía castellana, de las leyes morales, de todo lo que hay de más venerando, y de otras cosillas.
    4. XIII. Una figura que parece de Zurbarán y no es sino de Goya.
    5. XIV. La revolución.
    6. XV. ¿Cortesana?
    7. XVI. El deshielo.
  6. TERCERA PARTE
    1. I. Vuelve en sí.
    2. II. ¿Se morirá?
    3. III. León Roch hace una visita que le parece mentira.
    4. IV. Despedida.
    5. V. A almorzar.
    6. VI. El clérigo miente y el gallo canta.
    7. VII. Fuegos parabólicos.
    8. VIII. Sorbete, jamón, cigarros, pajarete.
    9. IX. También yo despeino.
    10. X. Latet anguis.
    11. XI. Excesos del apostolado.
    12. XII. La verdad.
    13. XIII. La batalla.
    14. XIV. Vulnerant omnes, ultima necat.
    15. XV. La sala Increíble.
    16. XVI. Los imposibles.
    17. XVII. Visitas de duelo.
    18. XVIII. El cónyuge inocente.
    19. XIX. Tres por dos.
    20. XX. Final.
    21. XXI. Del Marqués de Fúcar al Marqués de Onésimo.
  7. Autor
  8. Otros textos
  9. CoverPage

X. Latet anguis.

En la tarde precursora de aquella noche, la de San Salomó (á quien no hemos visto desde que en el salón japonés presenciaba el cuadro interesante de la Marquesa de Tellería asimilándose un sorbete de piña) fué invitada por D. Pedro Fúcar á visitar la estufa, echando al paso una ojeada á los caballos ingleses, poco há traídos de un harás de Londres. El tratante en blancos, el noble que traía su abolengo, si no de batallas contra moros, de felicísimas contratas entre fieles cristianos, conocía muy bien la poca estimación que á Pilar inspiraba; y ganoso de conquistar adeptos, no satisfecho de haber rendido á sus pies la Administración y el agio de ambos mundos, abrumó á la Marquesa con obsequios muy delicados. Además de mostrarle con especial diligencia las maravillas de Suertebella, le regaló algunas preciosidades de las que el palacio contenía, con la añadidura de flores vivas en tiestos de lujo, exóticas frutas, y para colmo de galantería le dió también reliquias y objetos piadosos que en la capilla había. Con toda su habilidad cortesana no podía ocultar el prócer pecuniario que la pena le dominaba más cada día, y distrayéndose á menudo, echaba suspiros y se quedaba mirando al suelo, cual si en el suelo, escrita en misteriosos guarismos, como el binomio sobre la tumba del gran Newton, estuviese la fórmula de un negocio que llevase á las arcas fucarinas la tierra toda que habitamos.

La de San Salomó, interpretando mal aquel desasosiego, lo atribuyó al escándalo del día, á la situación equívoca y deshonrosa en que estaba Pepa, á la singular instalación de León Roch y su mujer en Suertebella. Firme en este juicio, Pilar dió al Marqués cuando regresaban al palacio gracias mil por sus obsequios, añadiendo:

«Y tienen más valor sus finezas, Marqués, en los momentos en que se halla tan preocupado y entristecido con estas trapisondas.

—¡Y qué trapisondas!—exclamó D. Pedro, poniendo su alma toda en aquellas palabras.—No lo sabe usted bien, Pilar... Figúrese usted cómo serán ellas para conmover esta montaña.»

Puso la mano en su pecho, indicando que aquella roca cuaternaria tenía también sus escondidos manantiales de sentimiento. Serían las cinco cuando Fúcar se despidió, después de reiterar á los Tellerías el ofrecimiento de la casa. Él iba á Madrid á comer con su hija, y probablemente no volvería á Suertebella hasta el día siguiente. No obstante, si ocurriera alguna novedad, vendría á cualquier hora de la noche. Felizmente María estaba mejor y se pondría buena sin duda. Después de saludar á Gustavo, que á la sazón entró, porque no le permitían venir antes sus tareas parlamentarias y el cuidado de su bufete, tomó las de Villadiego.

Pilar quería marcharse pronto á Madrid, mas la detuvo Gustavo, muy afanoso por decirle no sabemos qué cosas; sólo se puede asegurar que la de San Salomó las oyó con grandísimo anhelo, regalándose mucho con aquel notición estupendo, de riquísimo gusto para su curiosidad y para su malicia. Ambos pasearon un rato por el jardín, y á veces Pilar prorrumpía en risas, diciendo:

«Parece una bufonada y al mismo tiempo un golpe de arriba, un castigo. Es de esos latigazos providenciales que hacen reir, mientras llora el que los recibe... Aquí no cabe lástima ni conmiseración... ¡Oh! ¡Dios mío omnipotente! ¡Qué grande eres y que diligente para acudir á todo! ¡Cómo atajas los pasos de la maldad disponiendo las cosas con arte semejante al de los que hacen las novelas, causándonos una sorpresa que da miedo y un miedo que nos obliga á pensar en tí y á decirte: «Señor, avísanos antes de darnos esos golpes!»

A esta ensalada de profanidad y misticismo siguió otra vez la risa, y después estas dos briosas palabras: «Voy allá.

—¿Tú?... ¿y á qué?

—Quiero ver esas caras—repuso Pilar con el lindo pañuelo en la boca, y se frotó la punta de la lengua, como se pulimenta el filo de la hoja después de envenenarla.—Tomaré un pretexto cualquiera.»

Anochecía cuando Pilar entró en su berlina, mandando al cochero que fuese á Madrid y al palacio de Fúcar. Entró. D. Pedro, su hija, el Marqués de Onésimo y la Condesa de Vera se disponían á sentarse á la mesa. Fúcar invitó á Pilar; pero ella se excusó diciendo que no estaría sino el tiempo preciso para dar las buenas noticias que traía. Besó á Pepa, apretó la mano del Marqués, después se puso á hacer mimos y caricias á Monina.

«¿Qué hay?—dijo D. Pedro.

—Que María está muy bien. Ya es seguro que habrá reconciliación: así me lo ha dicho Milagros. Me alegro mucho: no me gustan los matrimonios mal avenidos... Monísima, ¿no me das un beso?

—No,—replicó decididamente Ramona, apartando su cara y defendiéndola con sus manecitas de los labios de Pilar.

—¡Oh, qué tonta, qué mala!

—No te quielo.»

Rechazada en aquel lado, Pilar se volvió á Pepa, y echándole una mirada de compasión, le dijo: «Adiós, querida... sabes que me asocio á tus desgracias.»

Al salir, acompañada por D. Pedro, díjole al oído algunas palabras, que hicieron en el buen millonario el efecto de un tiro, y al despedirse de él junto al coche, la dama terminó su visita con estas palabras:

«He querido prevenirle á usted para que esté con cuidado. Ahora, Marqués, resignación cristiana es lo que hace falta.»

Pepa en tanto, acometida de un estupor doloroso, no sabía qué pensar, ni á qué región de las posibilidades volver su alma llena de presentimientos y atormentada por las conjeturas. Aquel anuncio de reconciliación había penetrado en sus entrañas como una lanza. Sentáronse los cuatro á la mesa. Para Pepa los manjares eran un comistrajo nauseabundo que no podía pasar de los labios. El Marqués no comía tampoco. En medio de su pena horrible, Pepa, que había observado desde el día anterior extraña expresión de pena y contrariedad en el rostro de su padre, notó aquella noche que estaba como fuera de sí. También D. Joaquín Onésimo, poseedor de los secretos de Fúcar, estaba tétrico. ¿Qué ocurriría?

«¡Ah!—dijo Pepa para sí amparándose de una idea triste, que era feliz para ella en aquel momento.—Mi padre habrá tenido algún revés grande en los negocios; estará arruinado... nos quedaremos en la miseria.»

Esta idea, con ser de las más negras, la consoló. La causa de la tristeza paterna no afectaba á los grandes intereses de su corazón. ¿Qué le importaban todo el dinero, todos los bonos, todas las obligaciones bancarias, los empréstitos habidos y por haber? Pepa habría pasado aquella noche junto al papel fiduciario de todo el mundo, hecho una montaña y encendido por los cuatro costados, y no habría concedido á tanta riqueza perdida ni el favor de una simple mirada.

Después de comer, y habiéndose retirado los amigos, D. Pedro y ella se encontraron solos en la alcoba donde dormía Monina, á punto que aquel ángel, despojado de sus vestiduras que arrugó el juego, disponíase á entrar en el rosado paraíso de su sueño inocente. El Marqués tomó en brazos á su nieta, y estrechándola con más cariño que de costumbre, y siempre lo hacía con cariño, pronunció estas palabras:

«¡Pobre paloma de mi casa! no, no caerás en las garras del cernícalo horrible.

—¿Qué tienes, papá, qué tienes?—preguntó Pepa, uniendo su abrazo vigoroso al tierno enlace con que los brazos de Monina rodeaban el cuello de toro del Marqués de Fúcar.

—Nada, hija mía, nada... No te asustes, no pierdas tu tranquilidad y confía en mí, que yo lo arreglaré todo.

—¿Pero no me explicas...?

—Todavía no.

—¿Has tenido algún quebranto en tus negocios?

—No, pichona, no—repuso Fúcar rechazando con cierta indignación aquella conjetura que menoscababa su dignidad de arbitrista.—He ganado diez millones en el último empréstito. Desecha, pues, esa idea lúgubre.

—Entonces...

—Nada... no te aflijas. Duerme tranquila y déjame á mí que lo arregle todo.

—¿Pero te vas?—dijo Pepa con desconsuelo, viendo que D. Pedro se desataba de tan cariñosos brazos.

—Sí: tengo que hacer. Me esperan en el Ministerio de Hacienda. A este pobre país desventurado no le basta con el empréstito que se ha hecho, y necesita hacer otro.

—Me dejas llena de inquietud... ¿Qué te dijo Pilar?

—¿A mí? nada—repuso el Marqués con un poco de turbación.—Nada más que lo que oíste.

—Te habló al oído.

—No... no recuerdo. ¡Ah, sí! que parece segura la reconciliación de nuestro amigo con la pobre María: no me dijo más. Yo me alegro, porque es impropio de dos personas honradas, un marido bueno y una mujer buena, desavenirse por una misa de más ó de menos, Esto es completamente tonto... Adiós, queridita.

—¡Reconciliarse!» exclamó Pepa, los ojos llenos de fuego.

El Marqués, que no la miraba en aquel momento, dió algunos pasos hacia la puerta.

«Felicitémonos de que el bueno se reconcilie con el bueno—murmuró al salir.—Pero no tengamos paz ni perdón para el malo. Que lo perdone Dios.»

Pepa iba á decir algo; pero este algo debía ser de naturaleza tan escabrosa, que no dijo nada. Quedóse largo rato sin moverse de aquel sitio. Después anduvo de una parte á otra de la pieza, llamó á su doncella, dió órdenes, las denegó luego, reprendió al aya, corrió por distintas partes de la casa sin saber á dónde iba. Cuando la niña se durmió, encerróse la madre en su habitación para meditar. Indudablemente un misterio la rodeaba y envolvía como las invisibles influencias eléctricas. Pero así como todo humano sér á quien un dolor atormenta, gusta de asimilar las no comprendidas penas de los extraños á la suya propia, la dama creía ver en la desazón moral de su padre una variante del mal agudísimo que ella sentía, ó pensaba que los males de ambos provenían de una sola causa. La grandeza de su cuita le impedía ver otra alguna; no imaginaba que criatura nacida pudiera afligirse por cosa distinta de aquella reconciliación tan temida y con tal impertinencia anunciada.

El razonamiento de que pueda ser mentira lo que muy vivamente nos hiere, no basta á desclavarnos el dardo: por el contrario, los silogismos son la peor clase de pinzas que se conoce, y cuando se meten á arrancar lo que tan sólo es una púa, parece que la centuplican. Pepa, dándose á creer que las palabras de Pilar serían falsas, se atormentaba más. La tal reconciliación la hería, como si corrieran sobre su pecho los múltiples dientes de una sierra.

Era muy tarde, y el Marqués de Fúcar no vendría en toda la noche, porque desde el Ministerio se iría á cultivar amistades de cierta clase que en la Villa tenía. Era hombre tan benéfico y tan protector del género humano, que sostenía tres casas en Madrid además de la suya.

Concebida la idea, Pepa no vaciló en ponerla en ejecución. Fué á Suertebella, entró en el palacio por la puerta del museo pompeyano, de éste pasó á la sala Increíble, y de allí no había más que seguir habitaciones hasta llegar á donde quería ir. Llegó, vió... En lo demás de este lance hay una parte conocida sobre la cual no es preciso insistir; pero hay otra que conocerá todo el que tenga paciencia para seguir leyendo.

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