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La Familia de León Roch: XVI. El deshielo.

La Familia de León Roch
XVI. El deshielo.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. De la misma al mismo.
    2. II. Herpetismo.
    3. III. Donde el lector verá con gusto los panegíricos que los españoles hacen de sus compatriotas y de su país.
    4. IV. Siguen los panegíricos dando á conocer en cierto modo el carácter nacional.
    5. V. Donde pasa algo que bien pudiera ser una nueva manifestación del carácter nacional.
    6. VI. Pepa.
    7. VII. Dos hombres con sus respectivos planes.
    8. VIII. María Egipciaca.
    9. IX. La Marquesa de Tellería.
    10. X. El Marqués.
    11. XI. Leopoldo.
    12. XII. Gustavo.
    13. XIII. El último retrato.
    14. XIV. Marido y mujer.
    15. XV. Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi.»
    16. XVI. De Crematística.
    17. XVII. La desbandada.
    18. XVIII. El asceta.
    19. XIX. La Marquesa se va á la música.
    20. XX. Un drama viejo, viejísimo.
    21. XXI. Batiéndose con el ángel.
    22. XXII. Vencido por el ángel.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Si el tiempo lo permite.
    2. II. Memorias.—Tristezas.
    3. III. María Egipciaca se viste de pardo y no se lava las manos.
    4. IV. El mayor monstruo, el crup.
    5. V. La madre.
    6. VI. El Marqués de Fúcar recibe nuevos favores del Cielo.
    7. VII. Erunt duo in carne una.
    8. VIII. En que se ve pintada al vivo la invasión de los bárbaros.. Resucitan Alarico, Atila, Omar.
    9. IX. La crisis.
  5. SEGUNDA PARTE. (CONTINUACIÓN)
    1. X. Razón frente á pasión.
    2. XI. Esperar.
    3. XII. Donde se trata de la hidalguía castellana, de las leyes morales, de todo lo que hay de más venerando, y de otras cosillas.
    4. XIII. Una figura que parece de Zurbarán y no es sino de Goya.
    5. XIV. La revolución.
    6. XV. ¿Cortesana?
    7. XVI. El deshielo.
  6. TERCERA PARTE
    1. I. Vuelve en sí.
    2. II. ¿Se morirá?
    3. III. León Roch hace una visita que le parece mentira.
    4. IV. Despedida.
    5. V. A almorzar.
    6. VI. El clérigo miente y el gallo canta.
    7. VII. Fuegos parabólicos.
    8. VIII. Sorbete, jamón, cigarros, pajarete.
    9. IX. También yo despeino.
    10. X. Latet anguis.
    11. XI. Excesos del apostolado.
    12. XII. La verdad.
    13. XIII. La batalla.
    14. XIV. Vulnerant omnes, ultima necat.
    15. XV. La sala Increíble.
    16. XVI. Los imposibles.
    17. XVII. Visitas de duelo.
    18. XVIII. El cónyuge inocente.
    19. XIX. Tres por dos.
    20. XX. Final.
    21. XXI. Del Marqués de Fúcar al Marqués de Onésimo.
  7. Autor
  8. Otros textos
  9. CoverPage

XVI. El deshielo.

No había andado el coche medio kilómetro cuando á María le asaltó la idea de una dificultad terrible, y era de tal naturaleza, que casi casi estuvo á punto de dar al traste con sus proyectos. Era que siendo aquel traje, como elegido para salir á la una de la tarde, impropio para una excursión tan de mañana, la señora estaba ridícula y hasta cursi. ¿Cómo no había caído en ello mientras se vestía? ¿cómo no eligió ropas más sencillas, más conformes, en fin, con lo que las pragmáticas del vestir ordenan para la primera hora? Gran descuido y aturdimiento fué el suyo; pero ya no tenía remedio y aunque le amargaba mucho no ser en aquel día un modelo de buen gusto, se conformó, considerando que la hermosura superior hace las leyes de la moda y nunca es esclava de ella.

Solicitada su mente por cosas más graves, pronto olvidó María lo del vestido. Lo que la inquietaba era un continuo inventar de frases y discursos. Ya sabía ella todo lo que le había de decir su marido y todo lo que debía contestarle la esposa ultrajada. Los discursos sucedían á los discursos y las frases se perfeccionaban en su cerebro, como si éste fuera el crisol heráldico de la Academia. Ya un adjetivo le parecía tibio y ponía otro más quemador; ya cambiaba una oración afirmativa por otra condicional, y así iba anticipando la expresión de su ira, poseyéndose tanto en aquel ensayo, que hablaba sola.

No se fijó en ningún accidente del camino ni en nada de lo que veía. Para ella el coche rodaba por una región vacía y obscura. No obstante, como acontece cuando en el pensamiento se embuten ideas de un orden determinado y exclusivo, María, que no observaba las cosas grandes y dignas de ser notadas, se hizo cargo de algunas insignificantes ó pequeñísimas. Así es que vió un pájaro muerto en el camino y un letrero de taberna al que faltaba una a; no vió pasar el coche del tranvía, y vió que el cochero de él era tuerto. Esto, que parece absurdo, era la cosa más natural del mundo.

Por fin entró en aquél para ella aborrecido poblachón, que ni es ciudad ni campo, sino un conjunto irregular de palacios y muladares. No sabiendo fijamente á dónde dirigirse, preguntó á unas mujeres, que la informaron con amabilidad. El coche siguió adelante. Ya llegaba, ya estaba cerca. El corazón de la pobre esposa se saltaba del pecho, llevándose consigo los discursos y las frases tan trabajosamente compuestas.

Al fin dejó el coche... apenas podía andar y se sentía sin fuerzas. Vió un portalón ancho que daba á un gran patio. En aquel patio había muebles, colchones liados, gran cama de hierro empaquetada. Todo anunciaba mudanza. También vió á una mujer que hablaba con alguien. María entró, acercóse á ella, y entonces advirtió llena de asombro que la mujer no hablaba con nadie. ¿Estaba loca?... María le hizo la pregunta que era indispensable para poder entrar.

—¿D. León?—dijo Facunda con semblante amable y esperando un poco á que se le pasara el asombro.—Arriba está.»

Y señalaba una puerta por donde se veía una escalera. Subió María rápidamente hasta la mitad; después tuvo que detenerse porque no tenía respiración. Arriba ya, entró en una grande y clara pieza. No había nadie.

María vió libros conocidos, muebles amigos, algún desorden, como cuando se está embalando para un viaje; pero ni un alma... ¡Ah! de repente, como pájaro que al ruido salta y aparece saliendo de una mata, apareció una niña, saliendo de detrás de la mesa. Tenía una muñeca medio rota en la mano, mucho abrigo sobre el cuerpo y una toquilla de lana blanca, puesta poco más ó menos como se la ponen las monjas. Se comía un pedazo de pan. Su cara era como la de un ángel, suponiendo que á los ángeles se les pongan húmedas las naricillas á causa del fresco de la mañana.

Vió Monina que aparecía en la puerta aquella señora, y se quedó mirándola de hito en hito, quieta, fija, muda. No era señora: era una muñeca grande, muy grande, vestida como las señoras. El primer sentimiento de Monina fué asombro, después miedo. Vió que la gran muñeca adelantaba lentamente, sin quitar de ella los ojos, ¡y qué ojos! Monina se iba quedando pálida y quería gritar; pero no podía. Y la enorme muñeca avanzaba hacia ella sin parecer que andaba, sino que la movían resortes debajo de la falda, y llegaba hasta ella, se inclinaba doblándose por la cintura... El terror de la pobre niña llegó á su colmo; pero no podía chillar, porque aquellos ojos la miraban de una manera que le cortaba la voz... Y la muñeca rígida y colosal alargó una mano y la puso sobre el hombro de la infeliz niña, y asiendo después el bracito de ella, apretaba, apretaba, como aprieta el hierro de las tenazas, mientras una voz indefinible que á Monina no le pareció voz humana, sino esa voz de fuelle que en el pecho de las muñecas dice papá y mamá, le preguntaba:

«¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?»

El instinto de conservación venció al miedo, y al fin la pobre Ramona dió un chillido agudísimo y prolongado, retirando su brazo oprimido. En aquel momento salía León Roch de la estancia próxima; se quedó en el marco de la puerta como una figura en su nicho. Al contrario de Santo Tomás, veía y no creía. Pasó algún tiempo sin que volviera de su pasmo y terror, haciéndose cargo de la situación dificilísima en que estaba. Ver allí á su mujer era realmente extraordinario, pero no absurdo; lo absurdo era verla guapa, vestida á la moda con elegancia, casi con exceso de elegancia y lujo por la discrepancia entre la hora y el traje. Tal fenómeno no cabía dentro del círculo de previsiones y cálculos de León, y era, por lo tanto, un fenómeno inexplicable.

Dueño al fin de sí mismo, y resuelto á afrontar la escena que se preparaba, León, antes de decir á su mujer la primera palabra, tomó de la mano á Monina, salió á la escalera, llamó á alguien, entregó la niña, y volviendo adentro, cerró la puerta con brío, como el domador en el momento de enjaularse con sus queridas fieras, que después de todo no son otra cosa que su familia. Cuando se acercó á María, ésta se había sentado. Apenas podía tenerse en pie.

«¿No me esperabas?—murmuró temblando

—No, ciertamente.

—Te creías libre... ¡pobre hombre!... libre para correr sin camino... por un freno... digo, para correr sin freno, por un camino de infamias. No contabas con mi... con mi...»

Los discursos que traía perfectamente ordenados en su cabeza, se evaporaban palabra tras palabra. Hizo un esfuerzo de memoria para recordar una frase que creía de efecto; pero la frase se le iba, se le escapaba. Apenas pudo atrapar al vuelo una palabra, y gritó con voz ronca: «¡Presidiario!»

León se sonrió ligeramente; María dijo:

«¡Presidiario!... yo soy la policía.

—Bien—dijo León con serenidad, apoderándose al punto de aquella idea.—Convengo en que soy presidiario, en que tú eres la policía; pero no tienes cadena para atarme, que tú misma la has roto.»

María había preparado sus frases contando siempre con que su marido le diría algo que ella imaginaba; mas como León no dijo aquello, sino otras cosas, he aquí que la aturdida esposa estaba como el histrión que ha olvidado sus papeles.

«¡La cadena!—murmuró no comprendiendo en el primer momento.—¿Dices que yo la he roto?

—Sí: tú la has roto. Mi libertad ¿quién me la ha dado sino tú?

—Eres un malvado, un libertino, un ingrato—dijo la dama cayendo en las recriminaciones vulgares de todas las esposas ofendidas.—¿De qué libertad hablas? Tú no la tienes, tú eres mi esposo, y estás atado á mí por un lazo que nadie puede desatar sino Dios, porque Dios lo ató. Estos infames materialistas creen que así se juega con el matrimonio, una institución divina.

—Y también humana. Pero no disputemos, María. Concluyamos: ¿á qué has venido?

—¡Pues no pregunta el miserable que á qué he venido! A pedirte cuenta de tu conducta criminal, á sorprenderte en tu infame retiro, á avergonzarte, y, finalmente, á despreciarte.

—Podías haberme despreciado en tu casa.

—Es que he querido ver si tenías un resto de pudor y vergüenza; si te turbabas delante de mí; si te atrevías á confesarme tu falta...

—Ya ves que me he turbado un poco—dijo León alzando los ojos.—En cuanto á faltas, si alguna he cometido, no eres tú á quien debo confesarla.

—¡Qué descarada perversidad!... Pues también he venido á otra cosa—añadió la penitente lívida de ira:—he venido con la esperanza de encontrar aquí á esa liviana mujer, para darle el nombre que merece y...»

Sus manos se engarfiaron una contra otra y apretó los párpados fuertemente.

«¿Qué mujer?

—¡Y lo pregunta el hipócrita!... ¡Oh! No la nombro, porque me parece que la boca se me mancha... ¿Te atreverías á sostener que no tienes relaciones criminales con ella?

—¿Con quién?

—Con esa,—dijo señalando con energía á Suertebella.

—María—repuso León palideciendo.—No quiero verte convertida en propagadora de hablillas miserables... Muy difícil me será dejar de respetarte; pero si quieres que no falte jamás á la consideración que debo, no toques esa cuestión, calla, déjame, márchate. Tú no necesitas ya de mi afecto, puesto que te basta con tu religión; vete á tus altares y déjame á mí solo con mi conciencia.»

María se recogió en sí, contrayendo los brazos contra el pecho cual una fiera que ataca, y vióse en sus ojos verdes como un obscurecimiento vidrioso, precursor de un brillo más grande.

«¡Ladrón, infame!—exclamó.—¿Tienes el atrevimiento de arrojarme á mí, la mujer legítima, la mujer que te posee y que no te soltará, no, no te soltará, porque Dios le ha dicho que no te suelte?... ¿Quién eres tú, miserable, para romper un Sacramento, para dar una bofetada al Padre de todas las criaturas?

—¡Romper Sacramentos yo!... ¿yo?»

Al decir esto León, se levantaba.

«¿Yo?—repitió acercándose á su mujer.—Yo no he roto el Sacramento.

—¿Pues quién?

—Tú,—afirmó él apuntando á su esposa tan enérgicamente con el dedo índice, que parecía querer sacarle los ojos.

—¡Yo!

—Tú, tú lo hiciste pedazos, cuando apremiada por mí para salvar nuestra mutua paz me dijiste: «Mi Dios me manda contestarte que no te ame.»

María quedóse un momento lela y aturdida. Su viva cólera había cedido un poco.

«Es verdad que dije eso... sí, y en verdad si querías mi amor, ¿por qué no te apresuraste á merecerlo, haciéndote cristiano católico? A pesar de tu horrible ateísmo, yo no puedo decir que no te amase... algo... ¿Por qué no eres como yo? ¿Por qué no me imitabas en mi piedad?

—Porque no podía—dijo León con sarcasmo;—porque hay algunas clases de piedad que están fuera del orden natural, que son locas, absurdas, ridículamente necias... Conste, pues, que el Sacramento lo rompiste tú, tú misma.

—Pero yo—dijo María, cogiendo al vuelo un argumento irresistible,—he sido fiel, tú no.»

León vaciló un instante.

«Yo también lo he sido. Ante Dios y por la memoria de mi madre y de mi padre, juro que lo he sido. Fiel, cariñoso y atento contigo por todo extremo he sido yo cuando tú, arrastrada á una santidad enfermiza por las ardientes amonestaciones de tu hermano, pusiste una muralla de hielo entre tu corazón y el mío. Me negaste hasta las palabras íntimas y dulces, que suelen suplir á los afectos cuando los afectos se han ido; me mortificaste con tus necios escrúpulos, con tus recriminaciones crueles, que tenían no sé qué semejanza con las injurias del populacho; me hiciste en mi propia casa un vacío horrible; todo me lo teñiste de un lúgubre negror frío que me oprimía el corazón, me agostaba las ideas, me inclinaba á las violencias; tuviste á gala el despojarte de las gracias, de la pulcritud, hasta del bien parecer que hace agradables á las personas, y para mortificarme más te vestías ridícula, y parecía que tu orgullo estribaba en serme repulsiva, odiosa. Toda palabra mía era para tí una blasfemia; toda disposición mía dentro de la casa, un crimen digno de la Inquisición. ¡Ah, insensata! ya que abrazaste la carrera de la santidad con tanto entusiasmo, ¿por qué no imitaste de mí la paciencia, aquella virtud evangélica con que sufrí tu soberbia vestida de humildad, tu aspereza anticristiana, tu devoción que, por lo insolente, por lo chabacana, parecía más bien la travesura de todos los demonios juntos representando una comedia de ángeles con máscaras de cartón?... ¡Y á mí que he sufrido esto, que me he visto odiado y escarnecido por tí, siendo un modelo de tolerancia, vienes á pedirme cuentas en vez de perdón!... perdón, María, que es la única palabra que hoy cuadra en tu boca. Al esposo á quien se ha dicho que no se le ama, no se le piden cuentas. Demasiado prudente he sido y soy, cuando á pesar de todo, aún no me he atrevido á declarar roto nuestro matrimonio, aún te tengo por esposa, aún me siento ligado á tí, y no pido libertad, sino paz; no pido compensación, sino descanso.

—Casi casi podrías tener alguna queja de mí—dijo María, abrumada por el apóstrofe de su marido,—si desde aquella época me hubieras guardado la fidelidad que yo á tí te he guardado. Pero no lo has hecho, no: me has sido infiel desde hace mucho tiempo.

—Falso.

—Sí: infiel, infiel—afirmó la esposa insistiendo en el argumento fuerte y de más efecto, y dando sobre aquel yunque con fiera energía.—En vez de defenderte de este cargo, me has acusado; es el procedimiento de todos los criminales marrulleros... Yo estaba ciega, ignorante de tus perfidias. Tú me engañabas miserablemente.

—Falso.

—Desde hace mucho tiempo.

—Falso.

—Al fin lo he sabido todo, he descubierto toda la verdad. Y ahora no podrás negarlo. El presente revela el pasado. Tu crimen actual descubre el crimen de ayer. Has perdido el decoro, no ocultas la antigüedad de tus relaciones, y aquí, en esta casa donde te has retirado para pecar á tus anchas, pasas todo el día jugando con esa mocosilla...»

Las miradas de León saltaron sobre su mujer, fulgurantes, terribles, como saetas disparadas del arco con invisible presteza. María llevó todo su aliento á su laringe para decir con voz ronca:

«... ¡Que es hija tuya!»

Con los labios lívidos, la mirada asesina, como la fulguran los ojos del criminal en el momento del crimen, León se acercó á su mujer, y empuñándole y sacudiéndole el brazo que encontró más cerca, gritó:

«¡Calumniadora!... ¡embustera!...»

Después soltó el brazo y mascó las demás palabras que iba á decir. El respeto obligábale á tragarse su ira. María Egipciaca, devorada interiormente por sus culebras quemadoras, no halló palabras en su mente para expresar la ira de aquel instante, porque los celos y el despecho, cuando llegan á cierto grado, no se satisfacen con voces: necesitan acción. El rencor de la dama no podía tener entonces más desahogo que un destrozo cruel, trágico, sangriento, de lo que había causado su arrebato. Hacer trizas entre sus manos á Monina era su pasión del momento, y sin vacilar lo puso en práctica, arrancándole con salvaje dureza los brazos, la cabeza... No se asuste el lector: lo que María destrozaba era la muñeca que Monina se había dejado sobre una silla. Las manos trémulas de la mujer legítima luchaban sin piedad con los miembros de cartón. Arrojando los pedazos lejos de sí, exclamó con entrecortada voz:

«Así... así debe tratar la esposa legítima á la... á la...»

Se ahogaba. León, recobrando algo de su serenidad, pudo decirle: «No te creí capaz de hacerte eco de una infame calumnia. No sé de qué sirve la santidad que ignora hasta el fundamento primero de toda doctrina. Nunca tuviste entrañas.

—¡Ay! sí las tuve—dijo María fatigada de su propia cólera;—pero me alegro de no haber llevado nunca en ellas hijos tuyos. Dios me bendijo haciéndome estéril, como ha bendecido á otras haciéndolas madres. Dios no puede consentir que los ateos tengan hijos.

—Tus blasfemias me horrorizan—añadió León no pudiendo resistir más.—¿Puede darse sacramento más quebrantado, lazo más roto? Entre tú y yo, María, hay una sima sin fondo y sin horizontes, un vacío inmenso y aterrador, en el cual, por mucho que mires, no verás una sola idea, un solo sentimiento que nos una. Separémonos para siempre; no pongamos frente á frente estos dos mundos distintos, que no pueden acercarse y chocar sin que broten rayos y tempestades. Si hay algo irreconciliable, somos tú y yo. Sí: también yo soy fanático; tú me has enseñado á serlo con ardor y hasta con saña. Vámonos cada cual á nuestra playa, y dejemos que corra eternamente en medio este mar de olvido. Para calma de tu conciencia y de la mía, hagámoslo mar de perdón. Perdonémonos mutuamente, y adiós.»

María, oyendo estas palabras, observaba que sus sentimientos de ira y despecho eran sustituídos por otros nuevos, tranquilos, y por cierta idealidad contemplativa que se iba metiendo en su espíritu perturbado. Miraba á su esposo y le hallaba ¿á qué negarlo? más digno que nunca de ser compañero amante de una mujer como ella. Veía su rostro expresivo, su barba negra, que le daba melancolía, y un no sé qué de personaje heróico y legendario; sus ojos de fuego, su frente donde se reposaba un reflejo de la luz solar, como señalando el lugar que encerraba una gran inteligencia. Esta muda observación de la belleza varonil actuó directamente sobre su corazón, haciéndole latir con fuerza. Acordóse de sus primeros y únicos amores, de las felicidades y legítimos goces de su luna de miel; sobre estos recuerdos volvió insistente como una manía la idea de que aquel hombre era muy interesante, muy simpático, muy... ¿por qué no decirlo? muy bueno, y de nuevo le miró, no se cansaba de mirarle... ¡De otra! ¡para otra! Esta era la idea que echaba fuego en el montón de leña; ésta la satánica idea que volcaba su corazón, derramando toda la piedad de él como los tesoros contenidos en un vaso. Por esta idea la frialdad se trocaba en fuego, el desdén en ansias cariñosas... Ardientemente enamorada, de celos más que de amor, María sintió una aflicción horrible cuando se vió despedida con bonitas palabras, pero despedida al fin. Ella podía aceptar la despedida, sí, y marcharse para siempre; podría quizás olvidar, consentir que su marido no la amase... ¡pero eso de amar á otra... ser de otra!...

«¡No, mil veces no!» exclamó la dama terminando en alto su meditación.

Diciéndolo se humedecieron sus ojos. Quiso luchar con su llanto, y secándose prontamente los ojos, habló así á su marido:

«Una noche me preguntaste...

—Sí: te pregunté...

—Y yo te respondí que Dios me mandaba que no te amase... Es verdad que me lo mandaba Dios. Yo lo sentía aquí, en mi corazón... Pero, ya ves, no debe tomarse al pie de la letra todo lo que se dice. Tú debiste preguntar otra vez.

—¡Te había hecho la pregunta tantas veces!... ¡y de tan distintos modos!...

—Bien: ahora te pregunto yo á tí.»

Se acercó á él y le puso ambas manos sobre los hombros.

«Te pregunto si me quieres todavía.»

La mentira era refractaria al espíritu de León. Consultó primero á su conciencia; pensó que una falsedad galante y generosa le honraría; mas luego sintió que se rebelaban contra él las mentiras galantes. Antes de que acabase de discernir aquel obscuro asunto, la verdad brotó de sus labios diciendo:

«No... Mi Dios, el mío, María, el mío, me manda responderte que no.»

Desplomóse la señora sobre su asiento. Parecía rugir cuando le dijo:

«¡Tu Dios es un bandido!

—No tienes derecho sino á mi respeto.

—¿Amas á otra?—preguntó María mordiendo la punta de su pañuelo y tirando de él.—Dímelo con lealtad... reconozco tu lealtad... confiésamelo y te dejo en paz para siempre.

—Tampoco tienes derecho á hacerme preguntas.

—Niégame el derecho y contéstalas.»

León iba á decir: «pues bien: sí.» Pero hay casos en que la verdad es como el asesinato. Decirla es encanallarse. La contestación fué:

«Pues bien: no.

—Te conozco en la cara que has mentido,—dijo María incorporándose bruscamente.

—¡En mi cara!

—Tú no eres mentiroso... yo reconozco que nunca has mentido; pero ahora acabas de revelarme que has perdido aquella buena costumbre.»

León no replicó nada. María esperó un rato, y después dijo:

«Nada tengo que hacer aquí...»

León no pronunció una palabra, ni siquiera miró á su mujer.

—Nada, nada más—añadió ella,—sino avergonzarme de haber entrado en esta casa de corrupción y escándalo.»

Humedecía con su lengua sus labios secos; pero labios y lengua estaban juntamente impregnados de un amargor en cuya comparación el acíbar es miel deliciosa. María quiso escupir algo, escupir aquel otra que le parecía el zumo de una fruta cogida en los jardines del infierno. Sus labios se dejaron morder por los dientes hasta echar sangre.

«¡Qué vergüenza!—murmuró.—¡Haber descendido á tanto... arrastrarme á los pies del miserable... una mujer como yo, una mujer...!»

La rabia no la dejaba llorar, ni aun siquiera llorar de rabia.

«¡Verme despreciada!...

—Despreciada, no,—dijo el marido haciendo un movimiento generoso hacia ella.

—Despreciada como una mujer cualquiera, como una...

—Desprecio, jamás...

—Ni siquiera...

—Acaba...

—Ni siquiera... merezco una atención...

—Atención, sí,» dijo León, al parecer tan agitado como ella.

Sentía la Egipciaca una extraordinaria humillación, que arrastraba su alma á un infierno de tristeza.

«Para tí, yo... ni siquiera soy hermosa. Soy una mujer horrible; he perdido...

—No. Te juro que desde que te conozco, nunca te he visto tan hermosa como ahora.

—Y sin embargo—gritó María saltando en su asiento,—y sin embargo, no me amas...

—Tú—le dijo León en voz baja,—que has cultivado tanto la vida espiritual, debes saber que la hermosura del cuerpo y rostro no es lo que más influye en el cautiverio de las almas.

—¡Para tí soy horrible de espíritu!...»

Y al decir esto se dió un golpe en la frente, exclamando: «¡Ah!» como quien recuerda algo muy solemne, ó vuelve de un tenebroso desvarío á la luz de la razón.

«¿No he de ser horrible para tí, si soy mujer cristiana y tú un desdichado ateo materialista?... Y yo he cometido la falta, ¿qué digo falta? el crimen de apartar los ojos por un momento de mi Dios salvador y consolador para fijarlos en tí, hombre sin fe; de haberme despojado de mi sayal negro para vestirme estos asquerosos trapos de mujeres públicas con el infame objeto de agradarte... de solicitarte... ¡No, no: Dios no me lo puede perdonar!»

Y exaltada, delirante, levantóse con horror de sí misma; se llevó las manos á la cabeza, arrancándose el sombrero pieza por pieza y arrojándolo todo con furor lejos de sí. El brusco tirón dado al sombrero deshizo el peinado, frágilmente compuesto por ella misma; cayeron los rizos negros sobre su sien, sobre sus hombros; y desmelenada, con el rostro trágico, la mirada felina, marchó hacia su esposo, y en voz baja le dijo:

«Soy tan mala como tú; soy una mujer infame. He olvidado á mi Dios, he olvidado mi deber y mi dignidad por tí, miserable. Ya no merezco que me llamen santa, porque las santas...»

Se miró el pecho y el lujoso vestido, y lanzando una exclamación de horror, añadió:

«Las mujeres consagradas á Dios no se visten con este uniforme del vicio. Me avergüenzo de verme así. ¡Fuera, fuera de mi cuerpo, viles harapos!»

Arrancó lazos y adornos para arrojarlos fuera. Después agarró los bordes de su vestido por el seno, y tirando con fuerza varonil, rompió todo lo que pudo. Sus manos locas abrieron después grandes jirones en la tela, deshicieron pliegues, despegaron botones; eran, aun con los guantes puestos, dos garras terribles, capaces de hacer trizas en un instante la obra delicada y sólida de doscientas manos de modista. Al fin se quitó también los guantes y la manteleta.

«¡Basta de afrenta, no más baldón! Vuelvo á mi Dios, á mi vida recogida, indiferente, donde gozaré maldiciendo mi hermosura, porque te ha gustado á tí; vuelvo á la paz de mis ocupaciones religiosas, á la meditación dulce, donde se conversa con Dios y se ve á los ángeles, y se oye su música, y hasta parece que se prueba algo de sus festines; vuelvo á mi dulce vida, que cuenta entre sus dulzuras la de olvidarte, y en su obscuridad las hermosas tinieblas de no verte á tí... He pecado, he sido indigna de los favores que el Señor se dignó concederme... ¡Perdón, perdón, Dios mío! ¡No lo volveré á hacer más!»

Cayó de rodillas, y deshecha en llanto verdadero, fácil, afluente, escondió el rostro entre las temblorosas manos. Lágrimas abundantes resbalaban por su hermosa garganta y caían sobre su seno medio descubierto. León tuvo miedo. Aquella lastimosa figura desgarrada, aquel llorar amargo, movieron profundamente su corazón. Acercóse á ella echándole los brazos, la levantó, sentóla en la silla.

«¡María, por Dios!—le dijo.—No hagas locuras. Tú misma... Serénate...»

María no despegaba de su rostro las manos. Acercó León su silla, puso la mano sobre el hombro de su mujer, trató de remediar el desorden de sus cabellos, de colocar lo mejor posible los jirones del vestido, que por la gran desgarradura mostraba desnudo el busto. De repente se sintió estrechado por un abrazo epiléptico, y sintió en su cara los labios ardientes de su mujer que le apretaban sin besarle; le apretaban como cuando se va á poner un sello en seco; y después una voz sorda, un gemido que así decía:

«Te ahogo, te ahogo si quieres á otra... ¿No soy yo guapa, no soy yo más hermosa que ninguna?... A mí sola... á mí... sola.»

Después el vigoroso abrazo cesó lentamente; cedió toda fuerza muscular y nerviosa. Apartó de sí León aquellos brazos ya flexibles, que cayeron al punto exánimes, y cayó también la pálida cabeza sobre el pecho, velada por su propia melena como la del tétrico y maravillosamente hermoso Cristo de Velázquez. Después distinguió una ligera contracción espasmódica que corría por el cuello y el seno de su mujer, haciendo temblar su epidermis, y oyó un murmullo profundo que dijo: «Muerte... pecado!»

María quedó inerte. Su marido le tocó el corazón: no latía. El pulso... tampoco... Salió afuera gritando: «¡Socorro!»

Desde que abrió la puerta se presentó gente. En la escalera y en la corraliza la curiosidad había reunido á no pocos vecinos, porque se habían sentido voces, porque la que gritaba era la esposa del Sr. Roch, y una esposa que grita es objeto de la general atención. Subieron, entraron. También llegó el Marqués de Fúcar, que fué á enterar á León de su encargo. Aturdidos todos, no sabían qué hacer.

«Que la lleven al punto á mi casa—dijo Fúcar.—¿Hay aquí cordiales fuertes? ¿Hay...? Lo primero que hace falta es una cama, un médico... Llevémosla á mi casa.

—Que venga aquí el médico,—dijo León.

—¿En dónde la acostamos?» repitió Fúcar, mirando á todos lados.

Los colchones y camas, lo mismo que los demás muebles, habían sido llevados ya.

«¿Y mi cama?—indicó Facunda.—No la tiene mejor un rey.

—¡Quite usted allá!... A ver... parece que late el corazón.

—Sí: late, late,—dijo León con esperanza.

—Esto no es nada... un síncope... Todo por una disputa... He aquí los resultados de la exageración... Pero es preciso acostarla... A ver, envolvámosla en una manta... ¡Una manta!»

Era el Marqués de Fúcar hombre á propósito para las situaciones rápidas que exigen don de mando, energía y gran presteza en ejecutar un pensamiento salvador. Cuatro robustos brazos levantaron á María, después de abrigarla cuidadosamente con una manta, y la transportaron fuera de la casa. Parecía un cuerpo amortajado que llevaban á enterrar. León vió hacer esto y lo permitió como habría permitido otra cosa cualquiera sin darse cuenta de ello. Pasó mucho tiempo antes de comprender que aquella traslación, si por un lado era conveniente, por otro no. Cuando quiso oponerse, el triste convoy estaba ya en marcha.

Se comprenderá fácilmente el asombro de Pepa cuando en su casa vió entrar aquel cuerpo yerto... ¡Cielos divinos! ¡María Sudre! ¡Y en qué estado! Se explicaba el desmayo; pero no se explicaba fácilmente el vestido roto el pelo en desorden... La entraron en la primera habitación que se encontró á propósito, y la pusieron sobre la cama.

«Han olvidado lo principal—dijo Pepa:—aflojarle el corsé.

—Es verdad: ¡qué idiotas somos!»

Diciendo esto, D. Pedro cortó con una navaja las cuerdas del corsé. El médico entró, y cuando todos se retiraron, menos León y los Fúcares, habló de congestión cerebral... El caso era grave... Se despachó al punto un propio á Madrid llamando á uno de los primeros facultativos de la capital. El del pueblo hizo poco después mejores augurios. María volvió en sí, respirando ya con desahogo. ¡Si todo hubiera sido un síncope!... pero algo más había, porque la infeliz dama, al volver en sí, deliraba, no se hacía cargo de lugares ni personas, no se daba cuenta de cosa alguna, no conocía á nadie, ni aun á su esposo.

Después cayó en profundo sopor. Era indispensable el reposo, un reposo perfecto. El médico escribió varias recetas y ordenó un tratamiento perentorio, aplicaciones, revulsivos.

«Ahora—dijo,—dejarla en reposo absoluto. Parece que no hay peligro por el momento. No se haga en este cuarto ni en los inmediatos el más ligero ruido. Mejor está sola que con mucha compañía.»

El médico salió. Pepa, llevándose el dedo índice á la boca, ordenó silencio. León y el Marqués de Fúcar callaban, contemplando á la enferma. Pasó media hora, y Pepa dijo así:

«Sigue durmiendo, al parecer tranquila. Cuando despierte, yo me encargo de cuidarla: yo me encargo de todo.

—No—le dijo León prontamente:—te ruego que no aparezcas en este cuarto.»

Pepa inclinó la frente y salió con su padre, andando los dos de puntillas. León se sentó juntó al lecho. Aún le duraba el aturdimiento y estupor doloroso del primer instante; aún no se había hecho cargo claramente del sitio donde su mujer y él estaban. La penitente reposaba con apariencias de sosegado sueño. El desdichado esposo miró á todos lados, observó la estancia, dió un suspiro, tuvo miedo. De pronto vió que Pepa entraba con paso muy quedo por una puerta disimulada en la tapicería. León la miró con enojo.

Pero ella avanzaba, revelando en sus ojos tanto terror como curiosidad. Más pálida que la enferma, su semblante era cadavérico. Sus pasos no se sentían sobre la alfombra: eran los pasos de un fantasma. El gesto con que León la mandaba salir fuera no podía detenerla, y adelantaba hasta clavar sus ojos en el cuerpo y rostro de María, observándola como se observa la cosa más interesante y al propio tiempo más tremenda del Universo.

Tras ella entró Monina, deslizándose paso á paso como un gatito que entra y sale sin que nadie lo sienta, y juntándose á su madre y asiéndose de su falda con ademán de miedo, señalaba á la cama y decía: «Moña meta.»

Moña meta, que quiere decir muñeca muerta.

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TERCERA PARTE
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