XV. La sala Increíble.
Reuniéronse á él los criados y algunos amigos fieles. Dadas las disposiciones que exigían las circunstancias, se retiró á la parte del palacio próxima á su habitación. Quería estar solo. En medio de su pena, sentía escondida la satisfacción de haber cumplido hasta el último instante obligaciones sagradas. Mandó á su criado que guardara la puerta, no permitiendo que nadie penetrase hasta él, y se encerró en la sala Increíble. Al fin le acompañaba la soledad tan deseada. Podía pensar solo y considerar la marcha de los sucesos, su propia situación, el estado de su alma, echar una mirada al pasado y otra al porvenir. La dolorosa lucha que tiempo há sostenía con un ideal distinto del suyo, había concluído. Estaba libre; pero su libertad venía impregnada de tristeza, porque había sido traída por la muerte; le quitaba los hierros una figura hermosa, melancólica, que no merecía en modo alguno el odio, sino compasión y respeto. El óbice suprimido por la muerte, aposentado en la memoria y aun en el corazón del liberto por la compasión, ganaba dulces simpatías sólo por el hecho de su fin lamentable. Tenía el prestigio de la inocencia y la hermosura del ángel.
Por mucho que León empapara su pensamiento en aquella memoria, si no cariñosa, interesante y patética, no pudo evitar que fuese sorprendido su espíritu por una idea lisonjera. Tenía porvenir. Ante él se abría el pórtico de una vida nueva, donde quizás vería realizado lo que persiguió vanamente en la vida fenecida, completamente rematada en la calma triste de un funeral. Pero lo reciente del duelo le hacía mirar con miedo el porvenir, y sujetaba su mente para no lanzarse á imaginar días venturosos ni á fabricar lindos castillos, todos en la región luminosa de lo probable, pero también en el caos obscuro de lo imaginario. Era para él muy doloroso que en un punto se juntasen el homenaje de respeto y piedad debido á lo que fué y la ilusión de lo que había de ser. Pero la esperanza es como el remordimiento, y viene tan puntual cuando la lógica la trae, que se la creería un don precioso de la conciencia. Así como no se puede cerrar la puerta al remordimiento cuando este viajero llega y toca reclamando su hospitalidad ineludible, no se puede tampoco despedir á la esperanza que viene, atropella, invade, se apodera, se instala y despliega ante la vista el lienzo seductor de los días venideros. No hay ceguera voluntaria que sea parte á impedir el goce de los horizontes de la vida cuando éstos se agrandan y se iluminan por sí. No hay momento en la vida, por doloroso que sea, que no se encadene con los momentos esperados que aún permanecen en los infinitos depósitos, no consumidos, del tiempo. La vida no es más que la apreciación de un más adelante. La Naturaleza ha cooperado en esta ley, no creando ningún sér superior que tenga los ojos en la espalda.
Vacilaba y padecía, no queriendo lanzarse á donde su pensamiento iba con fatal vuelo, y gustaba de atarse otra vez la cadena rota. Creía honrarse apartando de sí toda idea de su propio bien, aunque éste fuera legítimo, y quería que su fantasía procediera noblemente no imaginando nada lisonjero en aquella luctuosa noche. Pero si el espíritu tiene velas maravillosas que lo impulsan y sin las cuales no puede navegar, tampoco puede hacerlo sin un lastre que se llama egoísmo. El egoísmo es necesario. Sin él y con velas se entregaría el hombre al loco arbitrio de los huracanes. Y con él solo y sin velas, queda reducido al triste papel de pontón. Gallarda y perfecta nave es la que tiene en justa medida alas y peso. Meditando en esto, él se negaba resueltamente á ser pontón. Había arrojado al agua todo su lastre para lanzarse como un rayo al oleaje de la contemplación pura de lo ideal, cuando sintió ruido, un rumor que le hizo temblar, como la cuerda tirante en los altos topes tiembla en la horrible trepidación del huracán: era un ruido de traje de mujer mezclado con un suspiro. Cuando miró, Pepa Fúcar estaba delante de él.
León, medroso, no osó preguntarle nada. Tenía ella en su cara el aspecto de un muerto que se levanta por miedo de haberse muerto. Sus dientes chocaban como al efecto de un frío intensísimo. Traía la tragedia en sus ojos y en su mano un papel. León tuvo valor para decirle:
«Por Dios... no vengas á turbarme... Mi pobre mujer ha muerto.
—Y yo...»
El temblor, aquel frío que parecía adquirido al contacto del sepulcro, le impidió seguir. Al fin concluyó la frase: «Y yo há tiempo que he venido... á decirte que mi marido vive.»
León se quedó como quien no oye bien. Su conciencia fué la que gritó un instante después: «¡Tu marido!...»
Se llevó la mano á la cabeza, en cuyo centro toda su sangre parecía circular en remolino.
«¡Vive!
—¿Le has visto?
—Sí, y me habría muerto de espanto si no hubiera pensado que estás tú en el mundo para salvarme y ser mi amparo contra ese bandido.»
Estas palabras llevaron el espíritu de León á un aturdimiento estúpido...
«¿Yo? ¿qué tengo que ver en eso?...—dijo, pugnando por echarse fuera de aquella situación escandalosa, por medio de un sofisma de dignidad.—Déjame... ¿tengo algo que ver con tu marido... ni tampoco contigo?»
En su pecho se había levantado una tempestad de rabia, contra la cual luchó, oponiéndole el decoro, el honor, diques de barro, que se rompían apenas usados. Sintiendo un torbellino en su cabeza y deseando que su amor fuera oído y que las cosas no fuesen como eran, ordenó á Pepa salir de allí. Un rayo de lógica le había destrozado interiormente. Cediendo á un movimiento natural de su alma, que no sabía si era el despecho ó el honor, dijo á su amiga:
«Déjame... te repito que me dejes... No me turbes ahora. No quiero verte, te separo de mí, te expulso.
—No estás en tu juicio—dijo Pepa con dolorida tristeza.—Me arrojarás de esta sala, pero no puedes arrojarme de tu corazón.
—Es que has venido á burlarte de mí—repuso él,—cuando merezco más respeto... Lo que has dicho no será verdad.
—¡Oh! si no lo fuera...—dijo la dama cruzando las manos.—Esta mañana me dió mi padre la terrible noticia; pero yo no creí que el otro tuviera valor para presentarse á mí... Esta noche me hallaba en mi cuarto... sentí ruido en el jardín, me asomé... ví un hombre... era él... la luz que alumbra el pórtico iluminó su cara aborrecida... le conocí. Creí que la tierra se abría y me tragaba... y empecé á temblar de frío y miedo. Instintivamente me eché á correr por toda la casa creyendo sentir sus pasos detrás de mí y su mano que me tocaba. Salí por la puerta de servicio, y si no hubiera puerta, me habría arrojado por una ventana... salí al patio, no quería detenerme... corrí á la calle, tomé un coche de alquiler, y he volado aquí para decírtelo... he esperado mucho tiempo en el museo... no he tenido paciencia para esperar más.
—¿Y tu hija?
—Si hubiera estado en casa la habría traído conmigo... Papá la llevó esta noche á casa de la Condesa de Vera. Yo pensaba ir también; pero supe lo que pasaba aquí, y me entró horror de presentarme en público... me fingí enferma.
—¡En qué triste instante vienes aquí!—exclamó León con honda amargura.—Ni siquiera consolarte puedo.
—¿Qué ves en mi presencia?
—Profanación... escándalo... no sé qué... una espantosa inoportunidad que me hace temblar.
—No tengo la culpa de lo ocurrido. Dios lo ha dispuesto así... Pero no perdamos el tiempo en lamentaciones... pensemos, discurramos lo que se debe hacer.
—¿Quién?
—Nosotros... ¿Me desamparas en este conflicto sin igual? ¿No sabes lo que trama el perverso? Mi padre me enteró esta mañana... Hace dos días que llegó á Madrid y se alojó en casa de sus tíos para acecharme desde allí... No sé quién le ha informado... Creo que serían sus tíos. Gustavo es su abogado... sí, va á entablar querella contra mí... El muy canalla escribió á mi padre esta mañana declarándose arrepentido de sus infamias y pidiéndole perdón... En la carta de mi padre remitía una para mí... Mírala.»
El primer movimiento de León fué rechazar la carta; pero sin saber cómo, la arrebató de la mano de Pepa y leyó lo que sigue:
«Un hombre que se muere no tiene derecho á exigir fidelidad á la esposa que vive. Felizmente para mí, el Señor Todopoderoso ha querido conservar mi preciosa existencia. Mientras llega el momento de abrazar á mi esposa y á mi hija, tengo el honor de poner en conocimiento del primero de estos seres queridos que estoy resuelto á otorgarle mi perdón si se decide á poner de nuevo el cuello bajo el yugo matrimonial, atendiendo á que mi supuesto alejamiento del mundo de los vivos disculpó hasta ahora su desvarío. Pero si el susodicho sér querido se obstina en considerarme destinado á ser pasto de peces en el golfo mejicano, yo me tomo la libertad de asegurarle que estoy decidido á usar de los derechos que la ley me otorga. Mi adorada hija no puede crecer en el impuro regazo del adulterio. Seguro estoy de que la dama de quien tengo el honor de ser esposo no preferirá los halagos de un amor criminal á los dulces deberes de madre; en caso contrario yo entablaré mi querella, contando, como cuento, con los testigos necesarios para hacer la previa información que la ley exige, y reclamaré á mi hija, persuadido de que la ley la pondrá en mis paternales brazos cuando cumpla los tres años.
»Para que mi buena esposa comprenda bien cuán fuerte es mi posición de cónyuge inocente, le ruego dé una vuelta por el despacho de su señor padre, y allí, estante tercero, tabla segunda, hallará la Novísima Recopilación, de cuya interesante obra me tomo la libertad de recomendarle la ley 20, título I, libro II.
F. Cimarra.»
«Es él—exclamó León estrujando la carta,—es su letra, es su estilo, su descaro, su miserable ironía, su falta absoluta de vergüenza y delicadeza. Reconozco la mano infame en la bofetada que recibo... ¡Dios Poderoso, si el ataque de un monstruo semejante no es razón suficiente para atropellar todas las leyes y respetos, para olvidar la dignidad y la conciencia misma; si esto no es razón para rebelarme y estallar, no quiero la vida, la desprecio.»
Arrojó al suelo la carta estrujada y Pepa le puso el pie encima, diciendo con cierta fiereza: «Así trataría yo tu persona, malvado, y tu Novísima Recopilación.»
Después se dejó caer en el sofá, exclamando entre sollozos: «¡Mi hija en poder de ese vil!... ¡Mi hija, que es mi alma toda, separada de tí y de mí!... ¡La idea de esta feroz amputación de mi vida me vuelve loca!»
León clavaba en el suelo una mirada torva, aviesa.
«Un rasgo enérgico de mi voluntad nos salvará,—dijo Pepa alzando su rostro que parecía la imagen misma de la resolución.
—Calla, espera—dijo León, apartándola lleno de ansiedad.—¿No oyes?»
Ambos quedaron mudos, conteniendo el aliento. Sentíase por la galería cercana ruido de pasos lentos, tardos, como de muchos hombres que transportan un objeto pesado. Se acercaban, pasaban con cierta solemnidad aterradora, después se perdían á lo lejos...
Pepa y León, en la actitud de rechazarse el uno al otro, atendían con temerosa quietud á lo que cerca de ellos pasaba. El vivo palpitar de ambos corazones se confundía en un solo latido. Cuando el silencio volvió á reinar en el palacio, León miró á su amiga, que tenía el rostro inclinado y los ojos llenos de lágrimas.
«¿Rezas?
—¡Oh! ¡Dios mío!—exclamó Pepa oprimiéndose el corazón.—Ella reposa en paz, yo me consumo en ardientes afanes; ella goza ahora de la dicha eterna en premio de sus virtudes, yo soy señalada como criminal y perseguida por la justicia, y veo mi pobre corazón cazado en horrible trampa de leyes... No, Señor: yo no te pedí que la mataras para darme el triunfo, yo no pedí eso... Yo no he sido mala, yo no merezco este castigo... Por momentos la aborrecí, es verdad; pero ya no. Ahora no sé si la temo, no sé si es respeto lo que me hace pensar tanto en ella y verla día y noche enfrente de mí, viva y muerta al mismo tiempo.
—¡Feliz ella!—dijo sordamente el viudo.
—Pero no nos entreguemos á nuestra melancolía. Es preciso resolver esta noche misma... Escucha, yo tengo un plan, el mejor, el único posible.
—Un plan...
—Ya lo sabrás. Antes necesito traer á mi hija. Paréceme que me han de quitármela, que ella y tú y yo corremos peligro...
—Tráela al momento.
—Son las diez. Tengo tiempo de ir y volver pronto. Ya he hablado á Lorenzo, el mejor cochero que tenemos. Está enganchada la berlina. ¿Prometes esperarme aquí?
—Te lo prometo—dijo León mirándola sin verla.—Corre en busca de Monina, tráela pronto; yo también temo...
—Hasta luego... No te muevas de aquí.»
Salió por la puerta del museo. Largo rato estuvo León sin poder coordinar sus ideas. Antes de resolver nada concreto, convenía ver la cuestión con claridad y con sus naturales formas y dimensiones, sin hacerla más difícil ni más fácil de lo que realmente era. Pero él mandaba á las ideas presentarse con lucidez y no lo podía conseguir. La disciplina de su entendimiento estaba rota. El gran cansancio físico y el caos intelectual en que se hallaba lleváronle á una especie de sopor, en el cual su mente se aletargaba dejando que desvariaran febrilmente los sentidos. La sala cuadrada le pareció circular, y el muro cilíndrico daba vueltas en torno de él, paseando, con el remolino jaquecoso de un Tío Vivo, las mil estrafalarias figuras que lo adornaban. Eran estampas grandes y chicas, platos y jarros, medallas y esculturas del tiempo del Directorio, que fué la revolución del vestido, trivial apéndice á la revolución del pensamiento. Después de cortar las cabezas, la fiebre innovadora se dedicó á reformar sombreros. La industria no quiso ser menos que la libertad, y en la cúspide del montón de cráneos alzados por el Terror, plantó el figurín.
Allí no había más que hombres embutidos en inverosímiles casacas, estrangulados por corbatas sin fin y sirviendo de pedestales á fantásticos gorros. Unos esgrimían bastones llenos de nudos ó en espiral, y estaban desgreñados como las furias y calzados como bailarines. Cadenas informes y sellos como badajos pendían algunos; de otros no se sabía cuáles eran las piernas y cuáles los faldones, ni dónde empezaba el hombre y acababa la ropa. Parecían chabacana metamorfosis de la humanidad en bandada de aves graznadoras, llevando los lentes sobre el pico y las patas con borceguíes. Las mujeres mostraban media pierna con listadas medias, y en la cabeza torres de pelo, plumas, cartón, cintas, túmulos, veletas, pagodas, flechas, escobas.
Hombres y mujeres corrían en rápido ciclón, abigarrada chusma bufona, de cuyo centro salían silbidos, ayes, befa y risa, entre la confusa masa de garrotes, piernas desnudas, narices, lentes, faldones, abanicos, sombreros. La humanidad actual encerrada en un cañón tan grande como el mundo y disparada á los aires en millones de pedazos, no habría formado sobre el cielo espantado una nube más horrible.
Vió León que del círculo se destacaba una figura y avanzaba hacia él. Al punto se sintió abrasado de un furor semejante al que despierto había sentido en la mañana de aquel día contra su hermano político, furor no contenido ahora por consideración ni respeto alguno. El odiado increíble que hacia él venía era el más grotesco de aquella muchedumbre antipática, y con su infame risa parecía insultar á la razón humana, al pudor, á la virtud, á todo cuanto distingue al hombre de la bestia.
«Execrable animal—gritó ó creyó gritar León, abalanzándose á él y cogiéndole por el cuello,—¿crees que te temo?... ¿Por qué me la quitas?... ¿Dices que es tuya?... Ahora te enseñaré yo de quién es.»
Desarrollaba contra él atlética fuerza y le decía: «¿Tienes derechos? Pues yo los pisoteo... ¿Has contraído lazos? Pues yo los rompo... Mira el caso que hago yo de tus derechos y de tus lazos: el mismo que de tu vida, empleada en el mal y en el escándalo... ¿Me pides que te respete?... ¿que respete en tí la ley, el Sacramento, como los respeté en la infeliz que ya no pertenece al mundo? ¿Cómo te atreves á compararte con ella? En ella respeté la virtud seca, la piedad exaltada, la honradez, la inocencia, la debilidad, la belleza. Pero en tí, ¿qué hay sino corrupción, mentira, infamia, vicios?... No me pidas que te tenga lástima, porque la compasión no se ha hecho para los animales dañinos. No me pidas que te entregue tu hija. ¿Pues qué, un ángel se echa á los perros?... Tu hija te aborrece, tu mujer te aborrece, y yo... te acabo.»
Creyóse rodando por una pendiente obscura con su víctima entre las manos. Sin darse cuenta de ello durmió un rato con agitado sueño. Cuando aquel vértigo insano se calmó por completo en su mente, empezó á distinguir de un modo confuso los objetos; luego los vió salir de la sombra con más claridad. Los increíbles y las increíbles estaban en su sitio con su natural pergenio irrisorio, ni más feos ni más agraciados que antes. No oyó León rumor alguno. Miró su reloj: eran las once y media.
La primera idea que vino á su mente fué la de que debía salir del palacio aquella misma noche y retirarse á su casa. Pensó en María muerta, en Pepa viva, y á entrambas las veía cual si delante las tuviera. Después, como si su pensamiento evocara á esta última, la vió aparecer por la puertecilla del museo, trayendo á Monina de la mano.