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La Familia de León Roch: XXI. Batiéndose con el ángel.

La Familia de León Roch
XXI. Batiéndose con el ángel.
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. PRIMERA PARTE
    1. I. De la misma al mismo.
    2. II. Herpetismo.
    3. III. Donde el lector verá con gusto los panegíricos que los españoles hacen de sus compatriotas y de su país.
    4. IV. Siguen los panegíricos dando á conocer en cierto modo el carácter nacional.
    5. V. Donde pasa algo que bien pudiera ser una nueva manifestación del carácter nacional.
    6. VI. Pepa.
    7. VII. Dos hombres con sus respectivos planes.
    8. VIII. María Egipciaca.
    9. IX. La Marquesa de Tellería.
    10. X. El Marqués.
    11. XI. Leopoldo.
    12. XII. Gustavo.
    13. XIII. El último retrato.
    14. XIV. Marido y mujer.
    15. XV. Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi.»
    16. XVI. De Crematística.
    17. XVII. La desbandada.
    18. XVIII. El asceta.
    19. XIX. La Marquesa se va á la música.
    20. XX. Un drama viejo, viejísimo.
    21. XXI. Batiéndose con el ángel.
    22. XXII. Vencido por el ángel.
  4. SEGUNDA PARTE
    1. I. Si el tiempo lo permite.
    2. II. Memorias.—Tristezas.
    3. III. María Egipciaca se viste de pardo y no se lava las manos.
    4. IV. El mayor monstruo, el crup.
    5. V. La madre.
    6. VI. El Marqués de Fúcar recibe nuevos favores del Cielo.
    7. VII. Erunt duo in carne una.
    8. VIII. En que se ve pintada al vivo la invasión de los bárbaros.. Resucitan Alarico, Atila, Omar.
    9. IX. La crisis.
  5. SEGUNDA PARTE. (CONTINUACIÓN)
    1. X. Razón frente á pasión.
    2. XI. Esperar.
    3. XII. Donde se trata de la hidalguía castellana, de las leyes morales, de todo lo que hay de más venerando, y de otras cosillas.
    4. XIII. Una figura que parece de Zurbarán y no es sino de Goya.
    5. XIV. La revolución.
    6. XV. ¿Cortesana?
    7. XVI. El deshielo.
  6. TERCERA PARTE
    1. I. Vuelve en sí.
    2. II. ¿Se morirá?
    3. III. León Roch hace una visita que le parece mentira.
    4. IV. Despedida.
    5. V. A almorzar.
    6. VI. El clérigo miente y el gallo canta.
    7. VII. Fuegos parabólicos.
    8. VIII. Sorbete, jamón, cigarros, pajarete.
    9. IX. También yo despeino.
    10. X. Latet anguis.
    11. XI. Excesos del apostolado.
    12. XII. La verdad.
    13. XIII. La batalla.
    14. XIV. Vulnerant omnes, ultima necat.
    15. XV. La sala Increíble.
    16. XVI. Los imposibles.
    17. XVII. Visitas de duelo.
    18. XVIII. El cónyuge inocente.
    19. XIX. Tres por dos.
    20. XX. Final.
    21. XXI. Del Marqués de Fúcar al Marqués de Onésimo.
  7. Autor
  8. Otros textos
  9. CoverPage

XXI. Batiéndose con el ángel.

El hombre á quien hemos visto casi siempre sombrío y mudo en presencia de los acontecimientos y de las personas, desempeñando, con el fastidio del actor cansado, un papel pasivo hasta ahora; este hombre, que no nos ha revelado aún sino parte muy poco considerable de sus pensamientos, hallábase aquella noche más metido en sí que de costumbre. Luego que llevó el sillón del enfermo á la banda de Oriente, dió la vuelta en derredor de la casa. Oyó cuchicheo de criados en la verja, y risa de fregonas y doncellas que, sentadas tomando el fresco de la calle, recibían las galanterías de los cocheros del hotel vecino. Incomodábale aquel rumor, y siguió adelante por la calle tortuosa trazada en el césped. Sentado en un banco del costado Norte, con los ojos vueltos al cielo, permaneció largo rato, el codo en el respaldo, la nuca en la palma de la mano, el cuerpo extendido con pereza y abandono.

Era astrónomo. Buscaba algo que le distrajera de aquel dolor continuo que no dejaba respiro á su alma. ¿Qué mejor descanso que mirar al inmutable cielo, símbolo majestuoso de nuestro superior destino? El espíritu entristecido lánzase á la inmensidad de aquel mar sin orillas como á su patria natural, y goza recorriendo las incomprensibles distancias y mirando cara á cara los espantosos tamaños.

Enfrente y arriba, fija, sola, quieta, en apariencia no muy grande, presidiendo como en un trono el decurso eterno de las demás estrellas, vió León á la Polar, primera letra del libro del firmamento. Las dos Osas le hacen la corte: la pequeña rodando junto á ella, la mayor arrastrando su magnífica cola en grandioso círculo. Casiopea, Cefeo, el Dragón, la enorme Cruz del Cisne, atrajeron sucesivamente su mirada, y por último Vega, estrella hermosa, con centelleo melancólico y elocuente. Es tan linda que nos dan ganas de cogerla, y la cogeríamos si tuviéramos un brazo un millón trescientas treinta veces más grande que el brazo que necesitaríamos para encender nuestro cigarro en el Sol. Más hacia Occidente vió el lindo corrillo de estrellas de la Corona Boreal, que parecen darse la mano para danzar en círculo, persiguiendo siempre al hermoso Arcturus, uno de los soles más bellos y más grandes, que fulgura sereno, claro y como sonriente, con vanidad de su propia belleza. Era tarde, y mientras Arcturus declinaba hacia el Ocaso, aparecía por la derecha el Cuadrado de Pegaso, seguido de la infeliz Andrómeda que se alarga hasta tocar á Perseo; apareció éste con la cabeza de Medusa en su mano, y después la Cabra sola en un ángulo del Cochero, sin compañía ninguna, enojada, brillando con rayos que parecen saetas, mirándonos con entrecejo resplandeciente desde la distancia de ciento setenta billones de leguas. Su atención terrorífica emplea setenta y dos años de camino para llegar hasta nosotros. No lejos de allí vió el gracioso ramillete formado por las llorosas Pléyades, que parecen huir de los cuernos del rojo Aldebarán... León Roch calculaba por la hora el tiempo que tardaría en aparecer el soberbio Orión, la maravilla más grande de los cielos, seguido de Sirio, ante cuya magnificencia palidece toda hermosura sidérea; después recorrió la región zodiacal buscando la coqueta Antares, con hermosa cabeza y garras de Escorpión; se detuvo luego á determinar los sitios de las nebulosas más notables; esparció la vista por la Vía Láctea, donde tiende sus alas el Aguila y abre sus brazos la Cruz del Cisne; por un rato se anonadó ante tanta belleza, considerando lo difícil que es para los ojos profanos el considerarla como una polvareda de soles, y por fin... se cansó de mirar al cielo. Reclamado en el fondo de su alma por cuidados de la tierra, y por una inquietud ó presentimiento inexplicables, levantóse del asiento y penetró en la casa.

Pasó de una pieza á otra, y al entrar en el comedor obscuro oyó cuchicheo de voces. Eran las de su mujer y su cuñado que hablaban en el jardín, á dos pasos de la ventana del comedor. Sentóse en una silla. Algunas palabras pronunciadas entre tos y tos llegaban á él, como el silabear quejumbroso y suspirón de María cuando rezaba de retahila. Acercándose un poco á la ventana, oyó más claramente. No era de su agrado aquella suerte de espionaje; pero una fuerza semejante á la querencia lúgubre del crimen le detuvo allí un rato. Sus aterrados ojos miraban el grupo del jardín, y su rostro palidecía como el de un reo que oye su sentencia. La misma fuerza de su enojo le alejó al cabo, llevándole á vagar por la planta baja de la casa, discurriendo por las habitaciones, cuyas puertas y ventanas estaban abiertas á causa del calor. Su figura pasaba reflejándose de un espejo á otro, y se creería que éstos jugaban con ella arrojándosela y recogiéndola. Asustáronse al sentirle pasar los pájaros que estaban dormidos, y las cortinas se movieron ceremoniosamente como á la entrada de un gran señor. Al fin dió con su cuerpo en el despacho que ahora servía de gabinete al pobre enfermo, y se arrojó en una butaca, dando descanso á su cabeza en las palmas de las manos. A ratos oíase un murmullo, como si hablara consigo mismo; á veces un apóstrofe cual si con otro hablara. Después se oyó una risilla de desprecio, de burla, ó más bien de ira, que la ira cuando es muy reconcentrada suele tener erupciones humorísticas, y últimamente determinóse en él un fenómeno cerebral bastante común en los momentos en que la ira y el dolor se encuentran actuando á sus anchas sobre el individuo, á solas, en parajes semiobscuros y silenciosos.

Con los ojos cerrados (y esto es lo más extraño), creyó ver la propia habitación en que estaba, y se sintió á sí mismo precisamente allí donde en efecto se hallaba. Y vió enfrente una figura japonesa, negra, rígida, recortada, destacándose sobre el fondo de colores inundados de luz. El cuerpo mezquino se mantenía sentado y tieso cual si de sí mismo fuera inquisidor, y el rostro gelatinoso, cadavérico, contraído todo por el hábito de hacer continuamente los visajes del escrúpulo y de la aflicción mística, elevaba al techo los ojos de esmeralda ó los paseaba con indiferencia estúpida por las paredes pobladas de acuarelas, mapas y estampas, y por el suelo cubierto de fino junco.

León había caído en la somnolencia dolorosa á que llega después de los primeros paroxismos una pena profundísima que, no pudiendo salir á la superficie, corre muy honda por los cauces del alma. Alguien más estaba allí. ¿Quiénes eran los que sentados en derredor formaban como un cónclave terrible? Eran Arcturus, Aldebarán, Vega, la Cabra, Orión, la coqueta Antares y el soberano Sirio. En su delirio vió León que él mismo se levantaba arrebatado de coraje y violencia; que corría derecho hacia el delgado maniquí negro; que sin intimación lo asía en sus brazos, gritando: «¡Insecto, has venido á robarme mi última esperanza! ¡Muere, pues!...»

Y el insecto acogotado le dirigía una mirada de indefinible dolor gimiendo entre los duros brazos, y su débil armazón se quebraba, crujiendo como una cáscara de nuez que se rompe. «¿Quién te ha llamado á gobernar el hogar ajeno?—le decía León ciego de ira y haciéndolo astillas.—¿Quién te autoriza á quitarme lo que me pertenece?... ¿Quién eres tú?... ¿De dónde has venido con tu horrible orgullo disfrazado de virtud?... ¿De qué te vale el desollarte vivo si no tienes verdadero espíritu de caridad?...» Y el pobre insecto espiraba con contracciones dolorosas, cerraba los ojos para siempre, y parecía que sus ajados labios decían: «muero.» León, poseído de una cólera delirante, le apretaba más, y la víctima menguaba entre sus brazos: ya no era más que un negro manojo de zancas secas, de manos estrujadas y un caparazón roto como el juguete de papel en manos de un niño... Pero de pronto las estrellas prorrumpen en espantosa risa, y huyen buscando cada cual su sitio en el Cielo, el desbaratado cuerpecillo se deshace de los brazos asesinos, se transfigura, se engrandece, se torna de humilde en poderoso, de mezquino en fuerte; vésele alzarse y elevar la frente rodeada de luz, extender de su cuerpo negro alas esplendorosas, alzar del suelo los pies blancos y desnudos sin un grano de polvo de la tierra, y levantar el brazo formidable y musculoso, cuya mano empuña una espada de fuego.

León echa mano al cinto. También él tiene su espada de fuego, y la saca blandiéndola en el aire con amenazadora presteza.

«¿Menguado, crees que te temo?

—¡Atrás, impío!»

Y entre los dos, iluminado su bello rostro por el resplandor de las espadas, apareció María, mundanamente bella, mal veladas sus gracias voluptuosas, los ojos encendidos de amor, la boca fruncida por un mohín de mojigatería.

«¡Colegial, déjamela! ¿no ves que es mía, no ves que la amo?

—¡Atrás, impío!»

«¡Oh! ¡qué necia estupidez!» exclamó León pasándose la mano por su frente cubierta de sudor frío y desechando la obsesión terrible.

Claramente oyó entonces la voz de su mujer que le llamaba. Aquel León, León, sonaba en su cerebro como una campana tocando á rebato. Levantóse, y lentamente, sin precipitación, con una parsimonia cruel y en cierto modo vengativa, se dirigió al jardín.

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