XIX. Tres por dos.
Por la noche á la hora concertada con Fúcar, León se dirigió al gabinete de Pepa. Estaban allí D. Pedro, su hija y otra persona. Monina, que poco antes enredara junto á su madre, había sido condenada al destierro de la cama, ostracismo casi siempre acompañado de lágrimas, del cual no se libran los pequeños cuando los grandes tienen algo grave que tratar. Sepultado en un sillón estaba el imponente Marqués, la carnosa barba sobre el pecho, los labios salientes, como algo que sobra en la cara, juntas las cejas entre un dédalo de arrugas, las cuales parecían compendiar en cifra todas las batallas dadas dentro de aquella cabeza contra la exageración. La tercera persona que allí estaba era un anciano de cabellos blancos, muy seco de rostro y no menos corto de vista, á juzgar por la convexidad de los cristales de sus gafas de oro, montadas sobre una nariz semejante, por su majestad y atrevida curvatura, á las que se ven en las peluconas. Tenía la seriedad de un hombre de estudio confundida con el patriarcalismo algo candoroso de un buen abuelo. Todos vestían de negro. A Pepa se le salía á los ojos el luto del corazón.
«Aquí está,—dijo el padre á la hija, acariciándola en las manos.
—Ya la veo—replicó la dama mirándole,—y ahora me dirá lo que mi padre me ha anunciado y no he querido creer.
—Hija adorada—añadió Fúcar,—se trata aquí del honor, del deber, de las conveniencias sociales, de la moral absoluta y de la moral consuetudinaria... Considera... No se puede hacer todo lo que se quiere.
—Ya lo veo, ya lo veo...—murmuró Pepa, mirando con atónitos ojos el tapete de la mesa que delante estaba.
—Por mucho que me cueste declararlo—dijo León, considerando que debía ser breve, —yo declaro que me creo en el deber ineludible de separarme de la mujer que amo y de renunciar á todo proyecto de unirme á ella.»
Nadie contestó á estas palabras. Pepa, dejando caer la cabeza sobre el hombro de su padre, había cerrado los ojos. Tomándole una mano, que ella le abandonó sin movimiento alguno, León pronunció estas palabras:
«Por la grandeza de las ocasiones se mide la grandeza de las almas.»
Después de una pausa, D. Pedro, comiéndose la mitad de algunas palabras y contrayendo mucho la boca, habló así:
—Y yo declaro que hemos llegado á esta solución salvadora y pacífica, gracias al convenio que celebramos el Sr. Cimarra y yo, por el cual convenio mi digno amigo responde de que su sobrino renunciará á la querella...»
D. Pedro se atascó. D. Justo vino en su ayuda, diciendo:
«A la querella y á los derechos que la ley le otorga.
—Eso es. Renuncia á usar el arma fuerte que la ley pone en su mano, con tal que desaparezca el que por la moral, por la ley, por la religión, está demás en este horrible encuentro de tres personas allí donde no debe haber más que dos... Querido amigo—añadió volviendo hacia León su mirada conciliadora,—tú renunciando á ese imposible jurídico y moral, que la costumbre y el desenfado de la gente corrompida de nuestros días convierte en posible, has evitado un escándalo vergonzoso... Yo te lo agradezco de todo corazón, y...»
D. Pedro volvió á mirar á D. Justo, como suplicándole que siguiera.
«Las circunstancias del hecho en cuestión—dijo éste, inclinándose y poniendo en ejercicio su dedo índice, que era en él acentuación y complemento de su palabra,—son raras. Por mi parte, veo con gusto que no siga adelante la querella. Yo fuí el primero en aconsejar á mi sobrino que renunciase á ella, previa ausencia definitiva del señor (el dedo del magistrado marcó á León). Pero como las circunstancias de este hecho son raras, no me cansaré de repetirlo, como el escasísimo valer moral de mi sobrino parece que justifica la rebelión que deseamos evitar (el dedo nombró á Pepa con su insinuación muda), también he sido el primero en aconsejarle una concesión, reclamada por el señor (León vió el dedo cerca de sí), y que entraña cierto espíritu de justicia prudencial, lo reconozco. En vista de todo lo expuesto, creí prudente concertar con mi digno amigo (el dedo, fluctuando en el centro del grupo como una brújula del pensamiento, señaló al Marqués) los términos de estas paces honrosas. Empeñando mi palabra honrada, me comprometo, en nombre de mi sobrino, á admitir la condición exigida por el señor (León), y de su cumplimiento respondo.»
El venerable magistrado, que daba á las pausas oportunas gran importancia para la claridad del discurso, hizo una muy breve, y después siguió así:
«La condición exigida por el señor y aceptada por la parte, que es forzoso llamar inocente, ateniéndonos á la ley, es que la señora vivirá con su padre y su hija en Suertebella, y que mi sobrino no traspasará por ninguna causa ni pretexto la verja de esta finca, realizándose así una separación que, no por ser amistosa, deja de ser absoluta.
—Y todo ha concluído de un modo satisfactorio—dijo Fúcar, desarrugando el ceño y acariciando con sus gruesos dedos los cabellos de su hija, que no decía palabra ni abría los ojos.—El tiempo, el tiempo, nuestro querido médico que todo lo cura... ¿No crees lo mismo, León?
—Por mi parte—replicó éste,—no espero del tiempo lo que éste no podrá darme tal vez. Detesto el olvido, que es la muerte del corazón. Tales como son hoy mis sentimientos los conservaré mientras viva; pero lejos, donde no puedan perturbar, ni ser ejemplo de una irregularidad que he condenado siempre y que condeno también ahora. He perseguido con afán un ideal hermoso, la familia cristiana, centro de toda paz, fundamento de la virtud, escala de la perfección moral, crisol donde cuanto tenemos, en uno y otro orden, se purifica. Ella nos educa, nos obliga á ser mejores de lo que somos, nos quita las asperezas de nuestro carácter, nos da la más provechosa de las lecciones, poniendo en nuestras manos á los hombres futuros, para que desde la cuna les llevemos á la edad de la razón. Pues bien: todo esto ha sido y continúa siendo para mí un sueño. Dos mujeres se han cruzado conmigo en el camino de la vida. Dióme la primera la religión, y la religión, mal interpretada, me la quitó. La segunda dióme ella misma su corazón, y yo lo tomé; pero las leyes me la piden y no puedo menos de entregarla. Tan infructuosas como con aquélla serán mis tentativas para labrar con ésta la hermosa realidad que deseo. La sociedad ha dado esta mujer á otro hombre, y si me la apropio me condeno y la condeno á vivir en perpetuo deshonor, iguales ambos á la multitud corrompida que abomino; nos condenamos á transmitir nuestro deshonor á seres inocentes, que no tienen culpa de las equivocaciones cometidas antes de su nacimiento, y que entrarían en el mundo con la vergüenza del que no tiene nombre.»
Besando la mano que Pepa abandonaba entre las suyas, prosiguió así:
«La presencia de dos personas que se escandalizan de mis palabras no me impide manifestar lo que siento ahora. Para mí esta mujer me pertenece, la considero mía por ley del corazón. Yo, que soy subversivo, adoro en mí esta ley del corazón; pero cuando quiero llevar mi anarquía desde la mente á la realidad, tiemblo y me desespero. Quédese en la mente esta rebelión osada y no salga de ella. Quien no puede transformar el mundo y desarraigar sus errores, respételos. Quien no sabe dónde está el límite entre la ley y la iniquidad, aténgase á la ley con paciencia de esclavo. Quien sintiendo en su alma los gritos y el tumulto de una rebelión que parece legítima, no sabe, sin embargo, poner una organización mejor en el sitio de la organización que destruye, calle y sufra en silencio.
—Todos somos esclavos de las leyes que rigen en nuestro tiempo,—dijo el magistrado con entonación severa.
—Es verdad—añadió León, que parecía decir las cosas para que sólo su amiga las oyera;—nuestro espíritu forma parte aún del espíritu que las hizo, y si en esas leyes hay errores, tenemos la responsabilidad de ellos y debemos aceptar sus consecuencias. Si todo aquel que se siente herido por esta máquina en que vivimos tirase á romperla sin reparar en que la mayoría se mueve holgadamente en ella, ¡qué sería del mundo! Dejémonos herir y magullar, llorando interiormente nuestra desgracia, y deseando vivir para cuando esté hecha una máquina nueva. Y esta máquina nueva, no lo dudes, también herirá á alguno, porque cada mejoramiento en la vida humana será la señal de un malestar nuevo. Nuestro vivir es una aspiración, una sed que se renueva en el momento de aplacarse. Si no pudiéramos concebir de otro modo nuestra inmortalidad, la concebiríamos subyugados á cada instante, y en los actos grandes ó pequeños, por la idea de lo mejor, y seducidos por la belleza de ese horizonte que se llama perfección. ¡Si supieras tú, pobre mujer, lo que he batallado en mi pensamiento después de lo que hablamos anoche!... Todos los imposibles que se nos presentaron los examiné. ¡Podía tan fácilmente salir de este laberinto escudándome con una moral abstracta, egoísta, que nadie comprendería más que yo mismo y que aun yo mismo no podría formular claramente...! Tú dispuesta á seguirme, un coche á la puerta, todos los medios materiales de nuestra parte, ningún obstáculo, arrojo bastante para soportar el fallo de los hombres... ¡Partir y guarecernos en país extranjero!... ¡Ambos en descarada práctica de la anarquía social: yo perseguido por una sombra, tú por un vivo, que en todas partes y en toda ocasión alegaría el derecho que tiene sobre tí; los dos sin razón contra nadie, y todos con razones mil contra nosotros; tu hija creciendo y viviendo con este ejemplo execrable ante sus inocentes ojos... Puestos á romper, es preciso romperlo todo, no dejar lazo alguno que ate y consolide el mundo... También pensé que aquí podía quedarme para calmar mis ansias con el placer de sentirte cerca de mí, aunque no te viera ni te hablara. Pero esto es también imposible. Si sigo cerca de tí, los dos á un tiempo y sin darnos cuenta de ello, nos juntaremos. Un hombre aborrecido se interpone, me ciego, no puedo reprimir el odio que me inspira y... lo conozco, lo presiento... esto acabará con sangre. Si no me alejo pronto, veré crecer esta especie de perversidad que en mí ha nacido y que es... como una recóndita vocación del homicidio. Bajo esta frialdad que razona, bullen en mí no sé qué fuerzas tumultuosas que protestan aspirando á suprimir violentamente los obstáculos; pero me espanto al reconocerme incapaz de fundar nada sólido, ni justo, ni moral, sobre el atropello y la sangre. Me amparo á mi conciencia y en ella me embarco para huir de tí. Huyo por no deshonrarte, por no entristecer la juventud de tu hija querida.»
Sin mover su cabeza del hombro paternal, ni abrir los ojos, Pepa dijo estas palabras llenas de amargo desaliento:
«Yo no sé razonar... Busco en mí el raciocinio, y á donde quiera que miro dentro de mí no encuentro más que el corazón.»
Incorporóse, y abriendo á la luz, mas sin mirar á nadie, los encendidos ojos, añadió:
«Me siento castigada... Al ver que no se rompe el grillete que me une al infame, no puedo menos de recordar que yo tengo toda la culpa, ¡yo, sí! porque en un momento de despecho me uní al bandido con lazo eterno. ¡Horribles cosas hacemos, y luego nos espantamos de las consecuencias! Yo me precipité en el mal, envileciéndome y envileciendo á mi padre; yo hice del matrimonio una burla horrible y criminal... ¿Por qué no esperé entonces? Me arrastró á casarme no sé qué instinto de martirio. ¡Atroz vanidad del dolor que tiende á aumentarse!... Después, cuando me he creído libre, ¿por qué viniste á mí? Equivocados ambos, nos habíamos aprisionado con lazos distintos. Cuando tú fuiste libre, yo me sentí de repente asida por la argolla fatal... Yo esperé que habría una mano valiente que la rompiera.
—Para romperla es preciso matar á alguno,» dijo León prontamente.
Pepa calló.
«Yo soy la asesinada—afirmó tras lúgubre pausa, mirando al suelo.—No: no me conformo con mi muerte, ya la llame desgracia, ya la llame castigo... ¡Qué triste es esto de sacrificarse... sí, muy triste!... aunque deba ser, aunque lo merezcamos... Veo delante de mí á dos personas respetables, un padre, un juez. Pues ante ellos y ante tí... ¡hombre mío!...»
Clavó sus ojos en él con expresión que no podía decirse si era de cariño ó de rencor. Hinchó su pecho. Parecía que necesitaba beberse todo el aire para decir:
«Hombre mío, ante estos dos y ante tí digo que este abandono...»
Se echó á llorar añadiendo puerilmente:
«... es una picardía.»
Oyóse después la voz reposada y persuasiva del magistrado que, manteniendo esta vez en reposo su dedo, habló así:
«Reduzca usted á sus verdaderas dimensiones lo momentáneo para no mirar más que lo eterno. El alma se engrandece con el dolor y hace de éste una especie de majestad que reina en la conciencia.
—Es verdad—dijo León con tristeza.—Nuestras mismas heridas nos revelan, doliéndonos, el secreto de una compensación inefable. Pepa, querida amiga y esposa mía, esposa por una ley que no sé definir, que no puedo aplicar, que no sé traer de ningún modo á la realidad, pero que existe dentro de mí como el embrión de una verdad, de una santa semilla, sepultada aún en las honduras de la conciencia, entra en tí y te hallarás más noble y grande con tu dolor que con tu pasión satisfecha... Tú eres religiosa, yo creo en el alma inmortal, en la justicia eterna, en los fines de perfección, ¡breve catecismo, pero grande y firme! Hemos caído; somos víctimas y mártires. El esperar no tiene límites. Es un sentimiento que nos enlaza con lo desconocido y nos llama desde lejos, embelleciendo nuestra vida y dándonos fuerza para marchar y resistir. No cometamos el crimen de cortar este hilo que nos atrae hacia un punto que no por estar lejano deja de verse, sobre todo si los ojos de nuestra conciencia no están empañados. Vence la desesperación, véncela, resígnate y espera.
—¡Esperar!... ¿No anunciaba yo que moriría esperando?—dijo Pepa con amargura, repitiendo una idea antigua en ella.—¡Horrible castigo mío, bien me decía el corazón que tu verdadero nombre es esperar!... ¿Y si muero?
—No importa.
—¡Que no importa!...» murmuró la mujer demostrando que el acalorado espiritualismo de León no la convencía.
Quiso él decir algo más; pero sus argumentos se habían agotado, las ideas de consuelo y de esperanza que sacaba de su mente se le perdían, como armas inútiles que se quiebran entre las manos en el fragor de un rudo combate. Ya no sabía qué decir. El sentimiento, que rara vez se aplaca con las ideas y que León había tratado de someter y encadenar, se sublevaba, reclamando su cetro despótico y su imperio formidable... Se levantó.
«¿Ya?—dijo la dama espantada, volando hacia él con súbita expansión del alma representada en los ojos.
—¡Maldito sea yo!—gritó León, rompiendo en ahogado llanto.—Miserable ergotista estoy apuñalándome con mi lógica. Farsa horrible de la idea, de la moral, de todo, no me tendrás.»
Pepa juntó las manos como el que reza para morir. Iba á decir algo subversivo, profundamente subversivo que le salía del alma como la lava del volcán... pero entró la criada que cuidaba á Monina. Venía despavorida, temblando.
«¿Qué hay?—preguntó el Marqués.
—Allí está... allí...
—¿Quién?
—Un hombre... Ha entrado de repente... está besando á la niña.
—¡Oh, será él...!—exclamó Fúcar consternado.
—¡Él!
—Quedamos en que no vendría.
—¡Es él... él aquí!—grito León perdiendo de súbito la lógica, la serenidad, las ideas, la razón, la prudencia, el llanto, y no siendo más que un demente...—¡Que entre! ¡Se atreve á profanar esta morada!... Me alegro que me encuentre aquí... ¡le arrojaré como á un perro!»
Miró á la puerta... apareció en ella un hombre. Pepa, lanzando desgarrador grito, cayó sin sentido. D. Pedro quiso enlazar con sus fuertes brazos á León para aplacarle, y el anciano venerable corrió indignado á detener al que estaba en la puerta.
«¡Por piedad, por todos los santos!...—exclamó D. Pedro.
—Atrás—gritó D. Justo;—no des un paso más.
—¿Qué buscas aquí?—dijo León con insolente desprecio.
—Vete—ordenó el magistrado á su sobrino.—¿Olvidas lo pactado?
—No: el pacto no rige aún—repuso el otro sin avanzar un paso, mirando á León con la glacial fiereza de una bestia felina.—He venido á ver á mi hija por última vez. No faltaré al compromiso si los demás lo cumplen. No tengo interés en venir aquí con tal que no estés tú.
—Te suplico que salgas,—dijo D. Pedro á Federico.
—Él primero.»
La imagen tétrica y sombría del que estaba en la puerta no se movía.
«Él primero,—repitió Federico.
—Sí: yo primero, monstruo; así debe ser.»
Al mismo tiempo D. Pedro y la criada acudían á Pepa, y alzándola en sus brazos, la extendían sobre el sofá.
«Tú primero—repitió Cimarra, en quien el cinismo se obscureció un momento para dar paso á un poco de dignidad.—Si así no fuera, yo...
—Sí: yo primero—afirmó León.—Es justo.»
Y dirigiéndose á la dama, que sin conocimiento reposaba pálida, inerte, la contempló un rato. Mirando después á Cimarra, se inclinó sobre Pepa, la besó en las mejillas con ardiente cariño, volvió á mirar al de la puerta, y le dijo:
«Estafermo, mira cómo me despido de la que llamas tu mujer... Si esto es crimen, mátame: tienes derecho á ello. ¿Has traído arma?
—Sí,» dijo lúgubremente Federico metiendo la mano en el bolsillo del pecho.
Entonces pareció que de aquel sér abyecto, verdadero cadáver con prestada existencia, brotaba súbitamente, como fuego fatuo que salta sobre el estiércol, un chispazo de decoro, de energía, de dignidad. Fuése derecho á su rival, la mano armada, la voz rugiente, la mirada amenazante. León le esperó con calma. D. Pedro y el anciano sujetaron á Federico impidiéndole todo movimiento. Forcejeando trabajosamente con él lograron llevarle fuera. León entre tanto permanecía en medio de la habitación con los brazos cruzados.
«¡Fuera de aquí!—gritaba el anciano á su sobrino.
—Yo me encargo del otro,» decía D. Pedro.
D. Justo Cimarra se llevó, casi á rastras, á Federico, y no permitiéndole detenerse ni un momento, le sacó del palacio.
Con tanta firmeza como dolor salió León por la otra puerta. Acompañóle Fúcar hasta la sala japonesa, donde le dejó arrojado en un diván como cuerpo sin vida.
«Vete, vete de una vez y acaben estos afanes,» dijo, corriendo á donde había quedado su hija.