VI
Entre el bullicio de Picadilly y de Oxford Street, se sentía dichosa. Duraba aún el esplendor de la estación londinense y la ciudad aparecía engalanada con la alegría y el verdor de sus parques. La aristocracia británica desplegaba toda la soberbia de su lujo deslumbrador en tomo de la Serpentina del Hyde Park. Le parecía un absurdo el que hubiese personas capaces de renunciar al placer de la contemplación de esa variedad de formas, de costumbres y de vida. Hubiera querido tener allí a su familia, a sus amigos, poderles hacer todo aquello. Pensaba en Daniel. Le había escrito que iba a prolongar su estancia en Londres todo el otoño, para ver el nuevo aspecto de la ciudad envuelta en la neblina característica, que vela la suntuosidad de sus palacios, avalorándolos con su misterio como si fuesen la púrpura de su vestidura real.
Y Daniel se desesperaba de su ausencia, pero no tenía un arranque para ir a buscarla. Tal vez sus viajes no eran más que una lucha con su amigo; una huida del peligro de su dominación. Un revoloteo en torno del amor que la amedrentaba, con el recuerdo de su vida de cautividad a que estuvo sujeta en su matrimonio y en el hogar de sus padres.
Ella no haría uso de su libertad para crearse ninguna clase de relaciones en su viaje. Era sólo para ella misma, para su intimidad, para saborearla como una afirmación de su personalidad, de su propio dominio.
No había vuelto a experimentar miedo. La admirable organización de la sociedad inglesa alejaba de ella todos esos terrores, que le parecían creación de los novelistas por entregas, explotando a la gran población en que todos los absurdos pueden ser creídos.
No había vuelto a sentir el miedo y ella misma se reía de que las ciudades más peligrosas en realidad fuesen las que más la tranquilizaban. Entraba quizás por mucho el elemento de la curiosidad, que la distraía de sus temores imaginarios, y tenía que confesarse que su temperamento era a la vez que ansioso y aventurero, tímido y apocado. Su principal lucha estaba en ella misma. ¿Qué hacer? No podía soportar la quietud de su casa; no era capaz de la decisión de crearse un afecto serio, asustada de la esclavitud que llevaba consigo, la dominación de su voluntad, el recuerdo de aquellas épocas de su vida en que se le obligó a soportar el tormento de unos días monótonos que la exasperaban.
Y sin embargo, en aquellos viajes que hacía como para escapar a su destino, no hallaba goce sino martirio. La mortificaba su soledad, su aislamiento; la desconfianza involuntaria de todo y de todos; esa desconfianza que se extendía ahora, desde el desengaño de Hamburgo, a toda nueva amistad de cualquier sexo que fuese.
Aquella tarde su paseo la llevó hacia Tower Bridge y se detuvo a contemplar la desembocadura del Támesis, con sus aguas de estaño en las que se reflejaban a lo lejos las características torres góticas de la Abadía de Westminster y del palacio del Parlamento, recortando su silueta del azul, con ese encanto especial de Saudnes que reside en ella.
Le impresionaba siempre la vista de la torre cercana. Aquella ciudadela, antiguo palacio, testigo y escenario de todos los crímenes de la historia inglesa.
Recordaba su visita a los calabozos, de muros espesos, en cuyas piedras habían grabado tantas frases desoladas y tantos dibujos alegóricos la desesperación de los prisioneros. ¡Era todo tan terrible allí! Se guardaban con el mismo amor, por aquellos hombres vestidos con un uniforme de otros siglos, los incomparables brillantes de la corona de Inglaterra y el tajo y el hacha con que el verdugo decapitó a María Estuardo y a Ana Bolena.
Los asesinados en la torre formaban legión, los muertos no cabían en su cementerio. Vista así la fortaleza, entre la sombra del anochecer, con su batería de cañones sobre el río, la hacía estremecerse. Algunos cuervos se abatían graznando desde las almenas a los fosos y a aquella sombría plaza de Tower Hill, cuyo césped le parecía regado con sangre.
Era ya de noche; una luna pálida y amarilla como una raja de limón brillaba en el cielo ceniza. Era una verdadera imprudencia permanecer allí. El tráfico de los carros y la gente que pasaba por aquel lugar había cesado, la plaza estaba solitaria; sólo de uno de los bares cercanos, entraban y salían hombres que le parecían de aspecto sospechoso. Ante ella se abría una calleja solitaria que, marcando el contorno del río, se dirigía a London Bridge. Se internó en ella caminando despacio entre la sombra que no lograban disipar por entero los faroles, como puntos de luz que no irradiaban la claridad con los rayos detenidos y cortados por la neblina. Era una calleja antigua, ancestral, y los grandes farolones de cristal pendían de una cuerda del centro de la calle. Caminaba entre carros y trabajadores, sobre un piso húmedo, con un nauseabundo olor de pescado. Volvió a sentir miedo. Cada paso que resonaba detrás de sí le hacía volver la cabeza. Sentía miedo de todos los hombres pobremente vestidos con que se cruzaba, e involuntariamente llegó a ella el recuerdo del hombre de la pelliza.
Desde aquel día, por temor de encontrar a aquel hombre, no se atrevía a salir sola por las tardes. Daba sus paseos matinales, siempre por las calles céntricas, y buscaba, hasta dentro de los museos, las salas más concurridas.
El hotel la asustaba, Tenía siempre miedo de encontrar en él, en cualquiera de los pasillos, al hombre de la pelliza gris. Su miedo se había personificado en aquella figura; cada vez que oía pasos en pos suyo experimentaba el temor de que pudiera ser el hombre de la pelliza, Era, sin duda, una obsesión nerviosa; un temor al perseguidor.
En cambio, no tenía jamás miedo de las personas que marchaban delante de ella. Para sentirse protegida, buscó hospedaje en casa de una señora española casada con un inglés, que vivía en una de esas poéticas casitas, rodeadas de verja, de un solo piso, tan sencillas y agradables, que rodean la plaza de Torrigton Square, tan buscadas por las gentes estudiosas y morigeradas.
Allí vivía como en familia, Arahela, la dueña de la casa, intimó con ella de un modo fraternal. Su marido pasaba la vida coleccionando sellos sin ocuparse de la esposa más de lo que exigen las relaciones de cortesía, y Arahela se desquitaba de la soledad del hogar pasándose el día en continuas correrías, de tienda en tienda, de visita en visita y de té en té. Tenía el don de no parar un momento en su casa; le gustaba pasear por las calles, despertando la expectación con su belleza clásica de española; pequeñita, redonda, muy morena, de labios muy rojos y de cabellos muy negros; con unos ojos pardos, grandes, expresivos, que formaban contraste con los ojos de luz, sin color, de las mujeres inglesas.
Arahela arrastraba a Matilde con ella y en su calidad de inglesa, por su matrimonio, la introducía en la sociedad burguesa que ella frecuentaba, llevándola en sus correrías de acá para allá.
De noche, cuando su esposo dejaba con pena los sellos para ir al comedor, le contaba sus ocupaciones del día, que él escuchaba complacido, y después cada cual se marchaba a su habitación.
Aquellas veladas largas, solitarias, constituían un tormento para Matilde que no se atrevía a salir sola y no podía habituarse a meterse temprano en el lecho. Muchas veces intentó retener a Arahela para salir de noche; pero no había podido conseguirlo.
El marido no veía para coleccionar sus sellos a aquella hora y gustaba de la compañía de su mujer.
Aquella noche se había decidido a bajar a la plaza y sentarse en un banco, deseosa de respirar el aire de una de esas plácidas noches de Londres, en las que todo parece estar muy lejano de todo, y la gran ciudad, solemne y silenciosa, da una idea de quietud y de soledad; la quietud y la soledad de la ciudad en que palpita la vida de millones de seres.
En aquella plaza se creía tan segura como en su propio jardín; ella había abierto la verja para penetrar en su recinto, pues sólo los moradores de las pequeñas casitas que rodean a Torrigton Square, tenían la llave de su plaza. El barrio formaba como una provincia aparte, enclavada en el centro de Londres, pero conservando su fisonomía propia, una impasibilidad de aldea inglesa en el silencio y el apartamiento.
Fue dejando pasar las horas en la placidez de su reposo. El reloj de la iglesia cercana dando once campanadas le hizo estremecerse. Era una hora inusitada para el buen pueblo trabajador y burgués en las sanas costumbres de los hogares ingleses; la hora en que sólo el gran mundo o el mundo del vicio continúa su vida callejera. Se levantó con la llave en la mano para abrir de nuevo la verja de la plaza, y se detuvo estremecida. Cerca de la salida, apoyado en la verja, de espaldas a ella, había un hombre inmóvil. Aquel hombre era él; él mismo. ¡El Perseguidor! Era un hombre vestido de gris, con una chaqueta corta como una pelliza y el cuello subido. El miedo se apoderó de Matilde; sin valor para huir, sin medios de escapar de allí, temerosa de denunciar su presencia con algún movimiento, se dejó caer lentamente sobre el césped, se agazapó en el banco y allí pasó más de una hora, transida de frío, calada de humedad, sin atreverse a mirar hacia donde estaba aquel hombre cuyo rostro jamás había visto, pero que estaba segura de reconocer en el rostro vulgar de todos los hombres que llevan altos los cuellos de las chaquetas.
Si hubiera visto a un guardia nocturno, hubiera gritado aunque se hubiese encontrado después sin poder explicar su miedo.
Al fin se atrevió a mirar, temiendo que el hombre estuviese dispuesto a saltar la verja; pero allí no había nadie, la figura obsesionante había desaparecido.
¿Existía realmente? ¿Aunque existiera, había motivo para sentir aquel temor ante todos los pobres hombres que vistiesen su vulgar ropaje de trabajadores?
No. Aquello era un desequilibrio de su soledad, tal vez una protesta de la naturaleza contra su aislamiento. Avergonzada de su debilidad, transida de frío, entró en la casa sin hacer ruido y se dirigió de puntillas a su cuarto. Al pasar frente a las habitaciones de Arahela, escuchó su acompasada respiración de dormida y los tranquilos ronquidos del coleccionador de sellos.
Sintió como envidia; a pesar de la escasa unión de los esposos, había entre ellos un lazo dulce de protección, de amparo, de consideraciones y de vida en común, que le hacía ver con más claridad lo forzado, lo anormal de su vida solitaria y estéril. Su miedo nacía de su soledad, de querer encerrarse en ella misma.
Pasó toda la noche sin dormir y a la mañana siguiente anunció su vuelta a Madrid.